sábado, 3 de mayo de 2014

EFEMERIDES CANARIAS






UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920



CAPITULO-VIII




Eduardo Pedro García Rodríguez

1912.
Ve la luz pública en Londres, un libro de la viajera británica Florence Du Cane, en el que narra su larga estancia en el Archipiélago Canario, dejando un significativo cuadro del paisaje  y  la sociedad colonial canaria de principios del siglo XX.

Descripción del  Valle de Taoro-Tenerife.

A unos trescientos metros sobre el Puerto de La Orotava, en el largo y gradual declive que desciende desde Pedro Gil forman­do el Valle de La Orotava, se encuentra la villa o ciudad del mis­mo nombre. Ésta es la más pintoresca de las viejas poblaciones canarias, y mucho más interesante que su pobre puerto, siendo la residencia de muchas antiguas familias españolas, cuyas hermosas viviendas son los mejores ejemplos de arquitectura hispánica en Canarias. Junto a sus tranquilos patios, sombríos y frescos incluso en los más cálidos días estivales, las fachadas de muchas de estas casas son de extraordinaria belleza. La admirable labor de talla en piedras, balcones y contraventanas, y los hierros forjados, no pueden dejar indiferente a quien contemple estos edificios que van convirtiéndose, rápidamente, en ejemplares únicos, pues los españoles como, desdichadamente, otros muchos pueblos, han perdido el gusto por la arquitectura, y las casas modernas, que están surgiendo con demasiada celeridad, estremecen al contem­plarlas. Unas, han sido edificadas para reemplazar a las desapare­cidas en incendios y, otras, fueron, simplemente, construidas por negociantes enriquecidos con el negocio bananero. No contentos con sus viejas y sólidas moradas, con sus bellas portadas de pie­dra y con sus volados balcones de madera, están destruyéndolos despiadadamente para levantar una menguada monstruosidad moderna, más cómoda, posiblemente, para habitarla, pero más desagradable a la vista. Parece que también está decayendo su amor a los jardines y, como oí exclamar en cierta ocasión, «sólo les interesan los plátanos», porque es cierto que el cultivo de las bananas está viviendo un momento de atractivo interés.

Aunque los patios de las casas pueden estar animados con plantas, al ser fresco y húmedo el ambiente debido al rocío y al agua salpicada por una fuente, muchos jardines de estas viejas mansiones señoriales se hallan en un triste estado de desorden y abandono. Se han marchitado los arrayanes y los setos de boj, an­tes orgullo de sus dueños, y ya no hay flores en los macizos. Queda un jardín que muestra cómo, aunque no muy cuidadas, las plantas crecen y florecen al aire fresco de la Villa. En tiempos pa­sados, tuvo este jardín un árbol gigantesco que era su orgullo; ahora, sólo existe su venerable tronco para hablarnos de pasadas glorias. Pero los poyos están llenos de flores durante todo el año, y los autóctonos picos de paloma (Lotus Bertheloiü) florecen mejor aquí que en ningún otro jardín. Cubren los muros, y medio inva­den los caminos y los bancos de piedra con sus guirnaldas de sua­ve gris verdoso, cubriéndose, en primavera, con sus «picos», de color rojo oscuro. Las paredes se alegran con alhelíes, claveles, verbenas, geranios, azucenas, y multitud de otras plantas. Bordean la entrada largos setos de LJbonia floribunda, que los canarios lla­man bandera de España, porque sus flores rojas y amarillas les representan los colores de la bandera nacional y, en apartados y húmedos rincones, viven blancas calas, injuriadas orejas de burro, así llamadas por los campesinos, que motejan certeramente no sólo a las flores sino, también, a las personas.

Aunque los españoles distinguidos constituyen una clase social muy exclusiva, sólo he recibido atenciones por su parte cuando les he pedido permiso para ver sus patios o jardines, pero no puedo decir lo mismo de las clases baja y media de hoy, que son claramente xenófobas. Las clases bajas parecen considerar un derecho el re­cibir un incesante río de dinero, e insultan y apedrean, cuando se ignoran sus peticiones de limosnas e, incluso, los comerciantes son descorteses con los extranjeros. Se nota una actitud de inde­pendencia y republicanismo. Es natural que un patrono no pueda controlar a sus obreros, que trabajan cuando quieren o, con más frecuencia, no trabajan cuando no quieren, y el padre o la madre de familia tampoco controlen a sus hijos. Un día, pregunté a mi jardinero por qué no enviaba a sus hijos a la escuela para apren­der a leer y escribir, aprovechando que se lamentaba por no ser capaz de leer los nombres de las semillas que estaba sembrando. Pensé que era una ocasión oportuna para dar un buen consejo, pero él se encogió de hombros, y me dijo que ellos no se molesta­rían en la, que no tenían zapatos y que no iban a acudir descalzos a k escuela. Este hombre vivía sin pagar impuestos, ganaba un salario semejante al de un obrero inglés de nivel medio, tenía dos hijos trabajando que contribuían a los gastos de la casa, y percibía La renta de una pequeña parcela de terreno que cultivaba k familia los domingos; pues aun así, no podía adquirir unos zapatos para que sus hijos pudieran aprender a leer y escribir. Otro hombre me dijo, con orgullo, que uno de sus hijos iba a la escuela. Como te­nía dos, le pregunté: «¿Por qué sólo uno?». Me contestó que el otro, una niña, solía ir pero que ahora se negaba, y ni él ni su mujer podían obligarla. ¡Aquel independiente personaje tenía nueve años! Una de las mayores curiosidades de la Villa fue el Drago Grande y, aunque ya no existe, aún se señala a los visitantes el rugar en el que estuvo, y se les habla de su inmensa edad. Cuando lo visitó Humboldt, le estimó un mínimo de 6.000 años y, aunque esto pueda haber sido exagerado, no cabe duda de que era extre­madamente viejo. Fue parcialmente derribado por un vendaval, y los restos quedaron destruidos, en 1867, por un incendio accidental, por lo que sólo viendo antiguos grabados podemos tener idea de su asombroso tamaño. Su tronco hueco era tan amplio como una habitación mediana y, en tiempos de los guanches, cuando se con­vocaba una asamblea para nombrar un nuevo jefe, la reunión tenía lugar en el Drago Grande. La finca en la que estuvo fue vallada más tarde, convirtiéndose en el jardín del marqués del Sauzal.

Era curiosa la ceremonia de designación de un jefe. El más importante de ellos era el mencey o rey de Taoro (antiguo nom­bre de La Orotava), que tenía 6.000 guerreros bajo su mando. Si bien esta dignidad era hereditaria, no pasaba necesariamente de padre a hijo y, más frecuentemente, se transmitía entre hermanos. «Para esta ceremonia de designación de un mencey, cada señorío conservaba, envuelto en pieles, un hueso de uno de los más re­motos antepasados de su linaje, y se convocaba a los más anti­guos consejeros reviniéndolos en el "Tagoror", lugar donde se celebraba la asamblea. Después de su elección, el nuevo rey besa­ba aquellas reliquias y las ponía sobre su cabeza. Luego, los demás notables tocaban con ellas los hombros del elegido, mientras él decía: Agoñeyacoron jñat^ahaña Chcoñamet (Juro por el hueso el día en que me habéis enaltecido). Así concluía la ceremonia de la co­ronación y, el mismo día, se llamaba al pueblo para que supiera quién era su nuevo rey, que era homenajeado, y había un festín general a expensas del nuevo mencey y sus familiares. Parece que estos dignatarios estaban rodeados de gran pompa, nadie se les acercaba por el camino, cuando se trasladaban desde sus residen­cias veraniegas de las montañas a las de invierno en la costa. En­tonces, se aguardaba a que pasara para postrarse ante él, y levan­tarse limpiando los pies del rey con el borde de su vestidura de piel» (ver The Guanches of Tenerife, por Sir Clement Markham). Después de la Conquista, los españoles convirtieron en capilla el templo de los guanches, celebrando una misa bajo el árbol.

En la Villa hay bonitas iglesias antiguas, cuyas torres y tejados constituyen su mejor adorno. La principal es la de la Concepción, con una cúpula que domina todo el pueblo. Es muy bello su as­pecto exterior, pero el interior no es tan interesante. Es curioso "aginar cómo puede haber llegado a pertenecer a esta iglesia la ru5todia de plata que, según se dice, fue de la catedral londinense de San Pablo. Generalmente, se acepta la teoría de que, tanto esta custodia como otra semejante que existe en la catedral de Las Palmas, son restos dispersos de los magníficos objetos de culto vendidos y desperdigados por orden de Oliver Cromwell.

La bella portada y la torre del convento y de la iglesia de San­to Domingo datan del tiempo en que los españoles eran más sen­sibles que ahora a la belleza.

Las empedradas y empinadas calles de La Orotava no carecen x interés, y los viejos balcones, las talladas celosías y los zaguanes que se abren a los floridos patios, con espléndidos macizos de enredaderas desbordándose por la tapia de un jardín o enroscán­dose en un viejo portalón, se combinan para lograr un pueblo de lo más pintoresco. Un detalle característico de casi todas las casas españolas es una especie de pequeño armario enrejado que con­tiene un filtro de piedra. En muchas casas antiguas, estos armarios están cubiertos de enredaderas y heléchos, aprovechando la continua humedad procedente del filtro, e incluso crecen culantrillos lo que no se considera contrario a la acción purificadora de la piedra, en la que confían plenamente los naturales. A mí me pare­es increíble que el agua limpia pueda mejorarse pasando a través del polvo acumulado en estos filtros durante muchos años, ya que no es posible limpiarlos superficialmente. Los rojos recipientes jarro, de formas rotundamente clásicas, son de todas las capa­cidades, por lo que es posible ver a una niña pequeñita apren­diendo a llevar a la cabeza uno proporcionado a su estatura; pronto afirmará su paso, ahora inseguro, y, en uno o dos años, marchará con firme andar, llevando un gran cántaro casi sin sentirlo, y de­jando libres sus manos para cualquier otra cosa.

Un agradable paseo, a pie o en burro, lleva desde la Villa al Realejo Alto, a través de una hermosa campiña, pasando por los caseríos de La Perdoma y La Cruz Santa. Al comienzo de la pri­mavera, la flor de los almendros tiñe de rosa muchas zonas baldías y, en los pueblos, el aire vuelca, desde las tapias de los huertos, el aroma del azahar. A esta altura, los árboles parecen menos afec­tados por el mortífero pulgón negro que ha exterminado todos los naranjales de las tierras bajas, y toda la vegetación impresiona por ser más lozana y más pujante. Las tapias de los huertos esta­ban jubilosamente florecidas; durante nuestro paseo, vimos alhelíes de colores malva y blanco, favoritos de los naturales; largas hileras de geranios, guirnaldas de picos de paloma, claveles dobles y sen­cillos, y multitud de otras flores.

El Realejo Alto es, sin duda, el pueblo más pintoresco que he visto en Canarias. Su situación, en una pendiente ladera, con las casas aparentemente apiladas unas sobre otras, parece un pueblo de montaña italiano. Se supone que una parte de la iglesia de Santiago, la que está unida a  la torre, corresponde al templo más antiguo de la isla, y el remate de aquélla, que es el punto más destacado del pueblo y de sus alrededores, puede haber pertenecido al viejo edifi­cio. El interior de éste no deja de ser interesante cuando está bien iluminado, y se dice que su bella portada es obra de canteros espa­ñoles activos muy poco después de la Conquista. La obra de piedra labrada que enmarca esta puerta, y es muy semejante a la que hay en el pueblo de abajo, son ejemplos únicos de este estilo en las islas.

En el barranco que separa los dos Realejos, tuvo lugar, en 1820, una gran riada que asoló ambos pueblos. El Realejo Bajo, aunque no tan pintoresco como el Alto, vale bien una visita, pues sus habitantes están justamente ufanos porque tienen un drago, rival de uno de Icod que algún día puede llegar a ser tan célebre como el de La Orotava.

Estos dos pueblos son grandes centros de producción de bordados o calados. A través de las puertas de entrada a las casas, se ven mujeres y muchachas jóvenes inclinadas sobre unos basti­dores en los que se tensan sus labores. Éstas son, en su mayor parte, de baja calidad, muy toscamente trabajadas con pobres ma­teriales, y da lástima el que, por lo visto, no haya mejores y más delicados trabajos. Los visitantes se cansan de ver enormes canti­dades de colchas y manteles que se les ofrecen, cuando, en reali­dad, no es posible compararlos ventajosamente, ni en calidad ni en precio, con los que vienen de Oriente.

Unos días claros, a finales de febrero, nos decidimos a hacer una excursión a Las Cañadas que atraen al viajero corriente más que la ascensión al propio Pico, excepto a los habituados a escalar montañas que siempre desean llegar a la máxima altura y a la más alta cumbre que ven. A pesar de las perspectivas de buen tiempo de la víspera, la mañana se presentó nubosa y húmeda, de modo que, a las seis, salimos llenas de dudas y reservas sobre lo que ocurriría a la salida del sol. Habíamos decidido ir en auto hasta donde nos lo permitiera la carretera, porque nos dijeron que, yendo en muía, se tardaría nueve o diez horas. Nuestros informa­dores eran más bien exagerados. Unos, nos dijeron que la expedi­ción era tan extenuante que sabían de quienes seguían enfermos después de una semana de haberla realizado. Otros, decían que el cielo nunca estaba despejado en lo más alto, que debíamos prepa­rarnos para estar permanentemente empapados por la humedad, para los tropezones de las muías cayendo, probablemente, en un salto mortal y, en fin, que, con seguridad, debíamos esperar toda una serie de desastres. Nuestras muías se nos reunieron en el Reale­jo Alto, después de una hora de auto desde El Puerto, y allí discu­timos sobre si decidíamos continuar o nos conformábamos con una excursión más breve y a menos altitud.

La salida del sol no mejoró las perspectivas, ya que unos espe­sos nubarrones cubrían Pedro Gil, mientras que ligeras nubes blancas iban acumulándose bajo Tigaiga y el aspecto del mar no era más esperanzador. Las muías llegaron con retraso, a la buena manera española, y consultamos a unos cuantos vecinos, conoce­dores de los cambios del tiempo, que fueron reuniéndose en la plaza, alrededor de nuestro coche, protegiéndose con sus mantas del frió mañanero. Miraron compasivamente a aquellas chifladas extranjeras que habían abandonado sus camas a semejantes horas, sin tener necesidad de hacerlo —porque el español no madruga— y se proponían viajar hasta las nubes. Los miembros optimistas del grupo decían: «No es más que una neblina mañanera», mientras que los pesimistas advertían: «Mi experiencia me dice que las neblinas mañaneras producen las nubes del mediodía».

La llegada de las muías dio fin a la discusión. Los arrieros es­peraban y confiaban en que se dispersaran las nubes o, al menos, que, al llegar a remontar la zona de éstas, hallaríamos el cielo des­pejado; de manera que, aunque nuestro encapotado amigo mur­muró, para sus adentros, «¡Pobrecitas!», emprendimos la marcha provistas de abrigos para protegernos de la humedad y del frío que íbamos a encontrar. El rumor de las pisadas de las muías, cuando subíamos la pendiente calle del pueblo, asomó muchas cabezas a las ventanas; los verdes postiguitos se abrían apresura­damente para que la multitud que parecía habitar cada casa pudie­se echar una mirada a las inglesas. Al decir a donde íbamos, se nos repetía el mismo comentario («Tiempo muy malo») con gran indignación de nuestros hombres que gruñían: «¡No digan eso!».

El pedregoso camino lleva, siempre cuesta arriba, a Palo Blan­co, un disperso caserío formado por chozas de carboneros, a una altitud de 700 metros. Espirales de humo azulado surgían de sus fogatas mezclándose con la niebla, pero ya había señales de mejoría del tiempo porque iba saliendo el sol y las nubes eran menos den­sas.

Las voces de los carboneros son algo habitual en estas regiones, pero yo nunca averigüé si se trata de una cantinela que les hace más llevadera su caminata cuesta abajo, o de una señal de su proximidad para que se aparten los posibles caminantes, porque el tamaño de la carga que llevan sobre sus espaldas les dificulta con frecuencia, el pasar por determinados lugares. De pronto aparecieron dos muchachas, andando con ondulante y firme paso; sus desnudos pies parecían pisar el áspero suelo con mayo: soltura que los mal herrados cascos de nuestras monturas porque no se cuidaban de pisar con tiento, atentas sólo a llegar lo antes posible a su destino y soltar las cargas de sus cabezas.

Con ansioso interés, les preguntamos cómo estaba el tiempo por arriba; sin 1a menor duda, nos contestaron: «Muy claro», y, en pocos minutos una racha de aire barrió las nubes como por arte de magia, y oímos una triunfal exclamación de los hombres.

Abajo, se extendía todo el valle de La Orotava. La pintoresca villa quedaba a lo lejos, a la izquierda.

Los pueblecitos de La Perdoma, La Cruz Santa y los dos Rea lejos, Alto y Bajo, estaban más cerca de nuestros pies y, distantes il otro lado del Puerto, se veían Santa Úrsula, El Sauzal, y el disperso poblado de Tacoronte. Pedro Gil y toda la larga cadena d montañas de la izquierda lucían amplias manchas de nieve, brillando al sol con deslumbrante blancor. Había habido un invierno de mucha nieve, lo que, como nos decían, explicaba que aún s conservase a finales de febrero con alegría por nuestra parte, por que aquella nieve añadía una gran  belleza al paisaje. En el Monte Verde, hicimos un alto por consideración a los hombres y a la bestias y, mientras los arrieros recobraban fuerzas con sustanciosas rebanadas de pan integral y tajadas de queso de cabra del país, blanco como la nieve, y nuestras mulas disfrutaban de unos cinco minutos para recuperar el aliento libres de sus cinchas, dimos un paseo para contemplar el bello barranco de LLarena. Allí, los árboles aún han escapado de la destrucción a ma­nos de los carboneros, y las empinadas lomas se cubren con va­riedades autóctonas de laureles, mezclados con amplias matas de Erica arbórea, brezo que cubre toda la zona del Monte Verde. Es muy lamentable la casi total deforestación causada por los carbo­neros, y resulta triste imaginar hasta qué punto debe haber sido más hermosa esta región antes de haberla despojado de sus gran­des pinos y laureles. Las autoridades no tomaron medidas para poner coto a esta total destrucción de los bosques hasta que fue demasiado tarde e, incluso ahora, aunque se han arbitrado dispo­siciones en este sentido, no se toman la molestia de ver lo que tienen la obligación de ver. Ahora, la ley no sólo permite la explo­tación de los bosques, sino que es bastante fácil hacer leña: uno va al monte, rompe ramas de árboles o de retama y, unas semanas más tarde, se da una vuelta y las recoge como leña, con lo que la ley queda burlada. Como hay una interminable demanda de car­bón, único combustible consumido por los españoles, las cosas seguirán así hasta que no quede nada que cortar.

Estábamos, sin duda, en el mismo camino seguido por Humboldt, en 1799, cuando visitó Tenerife y subió al Teide. Su des­cripción de la vegetación muestra cómo la despiadada hacha de los leñadores ha destruido algunos de los más bellos bosques del mundo. En 1795, Humboldt se había visto obligado a abandonar sus viajes a Italia sin visitar los parajes volcánicos de Napóles y Sicilia, cuyo conocimiento era indispensable para sus estudios geológicos. Cuatro años más tarde, el gobierno español le había dispensado una espléndida acogida, y había puesto a su disposi­ción la fragata Pitarra para su viaje a las regiones equinocciales de Nueva España. Después de haberse librado, apuradamente, de caer en manos de unos corsarios ingleses, los alisios lo impulsa­ron hasta Canarias. El 21 de junio de 1799, se encontraba camino de la cumbre del Pico, acompañado por su amigo Bonpland, M. le Gros, secretario del consulado francés en Santa Cruz, y el jar­dinero de Durazno (los jardines botánicos de La Orotava). No parece que el día fuera bien elegido. La cumbre del Pico estuvo cubierta por espesas nubes, desde la salida del sol hasta las diez de la mañana. No hay más que un camino que lleve desde La Orota­va a través de campos de retama y de malpaís. «Éste es el camino que han de seguir los viajeros que disponen de poco tiempo en Tenerife. Cuando la gente sube al Pico (son palabras de Hum­boldt) es como cuando visitan Chamonix o el Etna: hay que se­guir a los guías, y sólo se logra ver lo que han visto y descrito otros viajeros». Como a ellos, al desembarcar, le impresionó el contraste de la vegetación en estas zonas de Tenerife y los alre­dedores de Santa Cruz.

«Un estrecho sendero pedregoso conduce, a través de unos castañares, a regiones llenas de brezos y laureles y, más adelante, a la cascada de Dornajito, único manantial que se encuentra ca­mino del Pico. Paramos bajo un solitario abeto para proveernos de agua. Este lugar es conocido como Pino del Dornajito. Sobre esta región de brezos arborescentes, llamada Monte Verde, está la de los heléchos. En ninguna parte de la zona templada he vis­to tal abundancia de Pteris, Bkcchium y Aspleniunr, sin embargo, ninguna de estas plantas ofrece el aspecto imponente de los heléchos arborescentes que, alcanzando el porte de las palme­ras, constituyen el principal ornamento de la América equinoc­cial. La raíz de la Pteris aquilina sirve de alimento a los habitantes de La Palma y La Gomera. La trituran hasta convertirla en pol­vo, y la mezclan con harina de cebada. Cuando se cuece esta mezcla, se llama gofio; el consumo de tan grosero alimento prueba la extrema pobreza de las clases bajas en Canarias» (el gofio se consume mucho todavía).

«A la región de los heléchos sigue un bosque de enebros y abetos, que ha sufrido muchos daños por la acción de violentos huracanes (ahora no queda ninguno). Mr. Edén afirma que, en este lugar, nombrado por algunos viajeros como Caraveles, vio, en 1705, unas llamitas que, de acuerdo con las ideas de los natura­listas de aquellos tiempos, atribuyó a la combustión espontánea de emanaciones sulfurosas. Continuamos subiendo hasta llegar a la roca de La Gaita y al Portillo. Atravesando este angosto paso entre dos montañas basálticas, accedimos a la gran llanura de Spartium... Tardamos dos horas en cruzar el Llano de la Retama, que semeja un inmenso mar de arena blanca. En medio de este lla­no, hay macizos de retamas, que es la Spartium nubigenum de Aitón. M. de Martiniére ha querido introducir este bello arbusto en el Languedoc, donde es muy escasa la leña. Crece esta planta hasta casi tres metros de alto, y se cubre de flores aromáticas con las que engalanaban sus sombreros los cazadores que encontramos por el camino. Las cabras del Pico, que son de color pardo oscu­ro, las comen con gusto; devoran Spartium, y corretean libremente por estos desiertos desde tiempo inmemorial». Al pasar la noche en estas montañas, los viajeros se quejaron del frío, aunque era verano, porque no disponían de tiendas ni de mantas. A las tres de la madrugada, encendieron antorchas para emprender la etapa final de la ascensión al Pico. «Un fuerte viento del Norte impul­saba las nubes. La luz de la Luna, atravesando, de vez en cuando, los vapores que la ocultaban, asomaba su disco sobre un firma­mento de oscurísimo azul, y la visión del volcán daba al paisaje nocturno un majestuoso aspecto».

«A veces, la niebla ocultaba totalmente el Pico a nuestra vista y, en otras ocasiones, aparecía sobre nosotros con abrumadora proximidad. Como una enorme pirámide, proyectaba su sombra sobre las nubes, que se despeñaban a nuestros pies».

Al escalar el Pico por el nordeste, llegó la partida, en dos horas, a  Alta Vista. Habían seguido el mismo camino que los viajeros de ihora, pasando por el malpaís (región de restos vegetales, y cubierta de lava) y visitando las cuevas de hielo. A la zona de los laureles siguió la de los heléchos gigantes, los enebros y los pinos (ahora no queda ninguno de ellos), a lo largo del camino que lleva al Portillo.

Éste quedaba aún lejos, por encima de nosotros. Teníamos que atravesarlo para llegar a Las Cañadas, y el camino de piedras, iunque bien señalado, serpentea por una cuesta no muy pendien­te, pasadas unas ásperas lomas donde, por todas partes, aparecen zonas de piedra pómez. Los brezos, que estaban empezando a florecer, se cubrirían, en pocas semanas, de unas más bien insigni­ficantes florecillas blancas o rosadas, y se entremezclaban con los codesos (Adenocarpus viscosas), de diminutas hojitas de pálido gris izulado. Durante toda la larga subida, no hay señales del Pico. El camino está tan adaptado a la vertiente inferior de la ladera que sólo cuando se llega al propio Portillo aparece el Teide, súbita­mente, ante nuestros ojos. Es grandioso el panorama que se nos presenta. El espacio rocoso del fondo se mezcla con grandes ma­cizos de retamas del Teide (Spartocytisus nubigens), planta que se considera característica de esta tierra. Al desarrollarse, se parece ilgo a Spartium junceum, más conocida en Inglaterra como «escoba española», pero que es más grueso y, quizá, menos elegante. En mayo, cuando florece, da un aroma suave y tan intenso que no sólo invade el aire de esta montaña sino que, según los marinos, se percibe a muchas millas mar adentro. Nuestros guías nos dije­ron que algunas matas tienen flores blancas y, otras, blancas teñi­das de rosa. En esta estación, grandes manchas de nieve despla­zan a las flores, pero también es posible ver macizos de retama asomando a través de la densa capa helada que cubre el Pico has­ta una altitud de 3.000 metros.

Me habían dicho que toda la belleza del Pico se pierde cuando se está cerca de él, que la imponente pirámide de roca y nieve, que se eleva hasta unos 3.700 metros y domina el valle de La Orotava, me parecería una simple colina cuando la viera alzarse de la fosa de arena fina, que es a lo que más se parecen Las Caña­das; que, en fin, se perdería todo el encanto. Incluso, un escritor ha llegado a llamarlo «feo montón de cenizas» al verlo, desde Las Cañadas, por el otro lado, y a decir que se encontraba «en un mundo sin vida, silencioso, abrasado, muerto, la abominación de la desolación, donde alguna vez se inflamó un ardiente infierno sobre un lago de hirviente lava». Estoy segura de que el autor de este párrafo llegó allí de mala gana, porque es curioso observar que, cuando se está muy fatigado, el frío y la humedad impiden a uno reconocer la belleza de un paisaje mientras que, otros, que, como nosotras, lo hayan visto bajo un sol maravilloso, lo descri­birán como una de las más bellas visiones del mundo.

El camino se bifurca justamente en el Portillo (2.200 metros), y los que se proponen subir al Teide siguen el sendero del lado de la Montaña Blanca, un promontorio cubierto de nieve en la base oriental del Pico. El propio cono recibe el nombre de Lomo Tie­so, inclinándose con una pendiente de 28°. En una choza de pie­dra que hay en Alta Vista (3.300 metros) es donde pasa la noche algún fatigado excursionista antes de cubrir la etapa final: un tra­mo de 430 metros a pie, porque las muías se dejan en la choza. Con el cielo despejado, el excursionista se considera, sin duda, bien satisfecho al contemplar el panorama que Mr. Sander Brown describe así: «Los que no puedan subir podrían probablemente, imaginarlo al contemplar un cráter lunar con un telescopio. Los alrededores son el summum de la desolación y de la ruina. Por un lado, la redondeada cima de la Montaña Blanca; por el otro, los amenazantes cráteres del Pico Viejo y de Chahorra. Este de 1.400 metros de diámetro y a 3.200 metros de altitud, fue una hirviente caldera y, aún hoy, puede reventar con furia en cualquier momen­to. Abajo, el cuenco circular de las Cañadas, surcado por corrien­tes de lava, y rodeado de aserradas murallas multicolores. En tor­no, numerosos volcanes, empinados, según Piazzy Smyth, como peces sobre sus colas, con las bocas plenamente abiertas en un bostezo. Coronando las laderas, bosques de pinos y, allá abajo, distante, el mar con los Seis Satélites (las islas de La Palma, Go­mera, Hierro, Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote) flotando en la lejanía, con el enorme horizonte dando la impresión de que el espectador está en una suerte de pozo más que en una gran al­tura que, considerada en relación con lo que la circunda, no tiene otra comparable en el mundo».

Desde el pequeño refugio de La Fortaleza, donde hubo que hacer una breve parada, el camino baja hasta Las Cañadas. Un espacio de amarilla y fina arena, como las del Sahara, plenamente tostado por el sol, tentó sin remedio a una de las muías y, sin hacer caso de su arriero, ni tener en cuenta la cesta de las provi­siones, se dio un buen revolcón en el suave y tibio lecho, afortu­nadamente sin más consecuencias. Después de un bien acogido descanso, a la sombra de unas retamas, volvimos las espaldas al Pi­co y abandonamos este bello y solitario paraje. La isla de La Palma estaba como flotando en las nubes; la línea del horizonte, dividiendo mar y cielo, parecía infinitamente alejada; realmente, estos luga­res semejan un mundo misterioso y espectral y, aunque hoy el Pico ruede estar sereno y en calma, bañado por la luz del Sol y cubierto de nieve, sigue recordándonos la muerte y destrucción causados con sus tormentas de fuego, y quién sabe si algún día puede desesper­ar de su largo sueño, y sacudir toda la isla desde sus cimientos.

Se ha aceptado la teoría de que las propias Cañadas fueron un  inmenso cráter, el segundo mayor del mundo, y que, alguien a quien se preguntó si era muy fatigoso, y contestó: «¡No, porque no tiene que guiar a la mula. Usted móntese, y deje lo demás a la mula y a la Providencia!». (Florence Du Cane, 2005).

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