UNA HISTORIA
RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920
CAPITULO-VI
Eduardo Pedro García Rodríguez
1911
diciembre 7.
El autor de esta carta manuscrita, Nicolás
Díaz Dorta nace el 14 de abril de 1860 en Buenavista del Norte. Casado en
1881 con Doña Clara Eugenia Yanes Linares, maestra de primera enseñanza, se
animó a cursar magisterio, obteniendo el título de maestro en 1886 con
sobresaliente. Tras ejercer poco tiempo en Arure (La Gomera), regresa a su
pueblo natal donde consigue su plaza definitiva. De su prole, un niño y siete
niñas, sólo sobrevivieron éstas últimas, siguiendo una de ellas, Fidela, los
pasos de sus progenitores en la enseñanza, además de notable escritora y
poetisa. Don Nicolás fallece el 22 de enero de 1925, tras sufrir el año
anterior un accidente reconstruyendo su casa del que nunca se recuperó.
Sus paisanos han perpetuado su memoria
dando su nombre a uno de los colegios públicos de la villa y colocando un busto
suyo en la plaza de Los Remedios, ubicada en el casco de la localidad.
A su valioso trabajo pedagógico, se
une una interesante labor histórica y genealógica, que divulgaría a través de
diversos artículos de prensa. De su producción bibliográfica, destaca la obra Apuntes
históricos del pueblo de Buenavista (1908), que optó al Premio al
talento de la Real
Academia de la
Historia en 1910, y también, en 1913 publica Cuaderno
explicativo del árbol genealógico de la familia real indígena de Tenerife, y
descendientes de ella que más se han distinguido.
El documento propuesto menciona a D. Juan
de Bethencourt Alfonso, considerado el fundador del folklore canario y autor de
Historia del pueblo guanche. D. Nicolás estaba documentándose
para sus investigaciones genealógicas amparado por D. Juan de Bethencourt.
A continuación les ofrecemos el texto
íntegro de la epístola:
7 de
diciembre de 1911
Sr. Dn.
Ramón Peraza
Arico
Muy apreciable
Sr. mío y de mi atención:
Por indicación de
mi respetable amigo
el Sr. Dn.
Juan de Bethencourt Alfon-
so y en nombre de
él me dirijo a usted con
la presente
carta.
Dedicado algún
tiempo a trabajos genea-
lógicos,
especialmente a los que se refieren
a la hidalguía
indígena, estoy ahora ha-
ciendo un árbol
(en un cuadro que pu-
blicaré ó
regalaré al Museo de Sta. Cruz)
de la nobleza
real indígena de la que
tengo muchos
datos; pero deseando que //
figuren en él
todos los individuos que se
hayan distinguido
y sus allegados (ó el
mayor número que
se pueda obtener, le
agradeceré a
usted tuviese la bondad de
enviarme algunas notas
ó citas de las
personas
descendientes de los Menceyes
que pueda
entroncarlas con los del
referido árbol
que actualmente con-
fecciono.
Según me
manifiesta el expresa-
do Señor Dn.
Juan de Bethencourt (que
espontáneamente
me da la recomen-
dación para
usted) me sería muy útil
obtener copia del
arbolito que posee V.
de los García
Izquierdos ó de cual/es/quie-
ra otros que
desciendan ó entronquen
con los Menceyes.
Mi propósito en
el trabajo de que
se trata, no es
el lucro, sino hacer
luz en lo que se
pueda en beneficio//
de la historia,
ya que tanta confusión existe
en casi todo lo
que se refiere á nuestras
antigüedades.
Si usted no
conoce una obrita que tengo
publicada,
titulada “Apuntes histó-
ricos” con su
aviso se la remitiré.
Y dándole
las gracias anticipadas,
me ofrezco de
vsted su más atento seguro servidor.
Que Besa. Su Mano
Nicolás Díaz Dorta
(ES38200AHPTF2. 1. 12, Sig.:
13.837).
1912.
Nace en Telde, Tamaránt (Gran Canaria) Patricio Pérez Moreno. Estudia
Magisterio, aunque no ejerce como docente. En Telde forma parte de la tertulia
de Montiano Placeres y luego se traslada a la capital de la isla donde colabora
en la prensa cultural como crítico de arte y en diversas actividades
culturales. A veces utiliza seudónimos como Lotario o Montsalvat. Muere en
1990. Obras: Ajedrez
(1945), poesía.
1912.
Ve la luz pública en Londres, un libro de la viajera británica Florence
Du Cane, en el que narra su larga estancia en el Archipiélago Canario, dejando
un significativo cuadro del paisaje y la sociedad colonial canaria de principios
del siglo XX.
Muchas
personas compartirían, probablemente, mi desilusión al recalar
en Santa Cruz. Desde hada mucho tiempo, yo había observado que pocos lugares
coinciden con las ideas preconcebidas. En este caso, la
que me había forjado yo no era muy bella; pero, aun así, me
sorprendió la absoluta fealdad de la capital de Tenerife.
Un cielo
anormalmente despejado en el mar nos había ofrecido nuestra primera vista del
Pico, alzándose como una montaña fantástica entre las nubes, a
cien millas de distancia; pero, cuando nos acercamos a tierra, se habían
concentrado aquellas nubes y el cono estaba envuelto en un velo de niebla.
Vista desde el mar, no decepciona la primera
impresión de la isla. La cadena de montañas, en dientes de sierra, parecía despeñarse sobre la costa, desgarrada
por algún cataclismo natural; los profundos barrancos mostraban misteriosas
sombras azul oscuro; un litoral profundamente dentado se extendía a lo lejos, y
yo pensaba que aquella tierra tenía bien merecido el ser llamada una de las
islas Afortunadas.
Cuando
nuestro barco entraba en el puerto, Santa Cruz o, para consignar su nombre
completo, Santa Cruz de Santiago, parecía haber sido edificado la
víspera e, incluso, estar aún en construcción, a pesar de ser una de las
ciudades más antiguas de Cananas. Las casas bajas, de desteñido color amarillo
y tejados rojos, ¿escansan junto a la
orilla, estrechamente apiñadas; la extrema fealdad de la población se
alivia con las torres de un par de viejas iglesias
que miran con disgusto a las casas modernas que las rodean. Unas áridas
laderas descienden, gradualmente, detrás de la ciudad, totalmente
exentas de vegetación. Suspendido en una escarpada
montaña, está el Hotel Quisisana, del que no puede decirse que añada belleza alguna al panorama, y yo sentí
volcarse toda mi compasión por los
que, en busca de la salud, se hayan visto condenados a pasar todo un invierno
en tan desolado paraje.
No hay,
probablemente, ciudad extranjera alguna tan totalmente
desinteresada de la atención a los viajeros. A la llegada, los objetos
pintorescos que captan la atención hacen sentir que, cuando se ha dado el último paso
por la pasarela del barco, Inglaterra y
todo lo inglés han quedado atrás. La multitud de tostados holgazanes que
haraganean por el muelle, con ligeras ropas blancas o amarillas, son dignos hijos de una raza meridional que ríen y charlan animadamente con lindas muchachas de ojos
negros. Fuertes campesinas cargan
pesados bultos sobre sus asnos, y se disponen a treparse en ellos y emprender
su viaje hacia las montañas. Su típica vestimenta se caracteriza por un
diminuto sombrero de paja, no mayor que un plato de postre, que sirve de apoyo
para la carga que llevan en la cabeza de la que cuelga un amplio pañuelo negro
que flota al viento, o se ciñe alrededor de los hombros, como un chal.
Por todas
partes quedan casas antiguas, de cuando el comercio de los vinos
estaba en su plenitud y, aunque muchas de ellas se han convertido
ahora en sedes de consulados y oficinas de consignatarios de
buques, no están a tono con los edificios más baratos y más recientes que las
rodean. En muchas de aquellas frescas y espaciosas
viviendas, la abierta entrada permite ver las amplias escaleras y las profundas
galerías que encuadran unos patios umbrosos. Al fondo de éstos, se almacenaban
los vinos, y las habitaciones se abrían, en
el primer piso, a los amplios pasillos. En varios lugares, hav plazuelas
abiertas, donde pimenteros de colgantes ramas dan sombra a unos bancos de
piedra, lugares de reposo, pero todos y cada uno de ellos cubiertos de una
espesa capa de tierra gris, que daba a la
ciudad un triste aspecto. Calles angostas y mal pavimentadas, que obligan a trepar; unas mulas exhaustas
arrastran pesados y ruidosos carros,
y yo sacudo el polvo santacrucero de mis pies; pero no sólo éste, porque, a
menos que haya llovido muy recientemente, el polvo se encuentra por
todas partes. Un tranvía eléctrico se abre
camino con lento andar, subiendo la pendiente que respalda a la ciudad, lo que
da tiempo para contemplar el panorama.
Las únicas
plantas que parecen ambientadas en el seco y polvoriento suelo son las chumberas
o nopales, recuerdos del cultivo de la cochinilla. En aquellos dichosos
tiempos, los terrenos áridos fueron
dedicados a aquel cultivo, y se plantaron cactus por todos todos. En el
siglo dieciocho, los isleños consideraban a la cochinilla, simplemente, como una repugnante especie de plaga, y se prohibió
recolectarla porque se temía perjudicar a las chumberas; pero se olvidó aquel
prejuicio y, cuando se vio que se había dado con
una posible fuente de riqueza cultivando la Opuntia cocnnellife-ra, que
es el cactus idóneo para el insecto, comenzó la explotación. Como apenas había
terreno disponible, se trabajó duramente
para romper capas de lava, con el fin de sacar a la luz las tierras subyacentes; se terraplenaron colinas dondequiera
que fue posible; se hipotecaron las
tierras para adquirir nuevas propiedades. En realidad, los isleños creyeron que
su suelo valía tanto como una mina de oro. Mr. Sander Brown ha dado las
siguientes cifras, para mostrar la
extraordinaria rapidez del desarrollo de este comercio: «En 1831, el primer
embarque fue de ocho libras, siendo su
primer precio de unas diez pesetas por libra; diez años más tarde, la exportación había aumentado a 100.566
libras; y, en 1869, había alcanzado un
total de 6.076.869 libras, con un valor total de 789.993 libras esterlinas». La noticia del descubrimiento de los colorantes derivados de la anilina alarmó a
los canarios; pero, durante algún tiempo, su producción, insuficiente,
no afectó seriamente al comercio de la
cochinilla, aunque la caída de los precios hizo que los traficantes empezaran a
temer la posibilidad de la sobreproducción. La crisis surgió en 1874, cuando el
precio en Londres cayó a un chelín y seis peniques o dos chelines, y la ruina
de la industria de la cochinilla fue algo inevitable. El gusto del público había aceptado los colorantes de la
anilina y, aunque se ha demostrado que la cochinilla es el tinte rojo
más resistente a la lluvia y a unas
condiciones de uso más duras, la demanda es ahora pequeña, y los comerciantes que habían comprado y almacenado el insecto seco se quedaron con sus
invendibles existencias en las manos. El hundimiento, como hemos dicho, fue inmediato,
repentino y total, y el productor, que había gastado tanto en adaptar, palmo a
palmo, su tierra a aquel cultivo, vio que tenía que arrancar las chumberas, o hacer frente al hambre.
Probablemente,
hay otras muchas personas tan ignorantes sobre el tema de la cochinilla como
yo lo era al llegar a Canarias. Aparte del
hecho de que la cochinilla es un tinte rojo a veces utilizado como colorante en la preparación de
alimentos, yo no habría podido contestar, con seguridad, pregunta alguna sobre este
tema. Me desagradó mucho saber que se trata de la sangre de un insecto parecido al resultado de un cruce entre
la cochinilla de la humedad y la
chinche, abultado como una pasa de Corinto. Creo que el procedimiento más comente de cultivo consiste en dejar
que el insecto se adhiera en primavera a un trozo de tela que se conserva en una caja de madera llena de
«madres», dentro de una habitación a
temperatura muy alta. La tela se sujeta luego a una pala de chumbera, mediante las espinas de ésta. Una vez adherida a la hoja del cactus, la madre permanece
inmóvil. Había dos diferentes maneras
de matar los insectos para exportarlos: no, consistía en ahumarlos con azufre y, el otro, en sacudirlos ¿entro de un saco. Una colonia de estos insectos
sobre una pala de nopal recuerda a una mancha de pulgones agrupados,
lo bastante desagradable como para que cualquiera decida no tomar jamás nada teñido con cochinilla.
Ahora, el
terreno, al haber cesado la lluvia de oro de los días de la cochinilla,
escalonado en terrazas, se dedica a la producción de patatas y tomates para el mercado inglés, aunque el cultivo del plátano parece hacer revivir aquella época
dorada en otras partes de la isla.
La Laguna,
a unos diez kilómetros de Santa Cruz, es una de las ciudades más antiguas de
Tenerife; fue la plaza fuerte de los guanches y el escenario de la lucha más
desesperada contra los invasores. Hoy parece, meramente, una pequeña ciudad
dormida, pero puede jactarse de poseer algunas bonitas iglesias antiguas, además del viejo convento de San Agustín, ahora
convertido en un centro oficial de
enseñanza -que contiene una amplísima biblioteca pública— y el Palacio Episcopal, con una bella fachada de piedra. La catedral parece estar en perpetuo estado
de reparación o de reconstrucción
pues, aunque empezaron a levantarla en 1513,
aún no la han concluido. Una de las cosas más dignas de verse en La Laguna es el maravilloso
drago, viejo árbol cuya edad se ignora,
existente en el jardín del Seminario, anejo a la iglesia de Santo Domingo. La pretina que ciñe su tronco
habla, por sí sola, de su inmensa edad. A mí no me sorprendió oír que,
ya en el siglo XV, era
un ejemplar tan singular que el terreno donde se halla tomó el nombre de
«huerta del Drago».
Los viajeros
consideran esta ciudad como un buen punto de partida para sus excursiones que,
a juzgar por la lista de nuestra guía, son casi innumerables. Se
podría hacer fácilmente una gira hasta el bello pinar de La Mina, siempre que la vereda
de suave lodo no esté resbaladiza por la lluvia. Después de una larga permanencia
en Santa Cruz, e incluso en La
Orotava, donde son escasos los
grandes árboles, se siente uno a gusto en un monte arbolado
por estos espléndidos pinos, Pinus canarienses, y en estos húmedos
lugares, y se deleita con los heléchos y los musgos, tan diferentes de la
vegetación a la que está habituado.
A Alexander
von Humboldt, que pasó unos días en Tenerife, de paso
hacia Sudamérica, llegando a Santa Cruz el 19 de junio de 1799, le sorprendió
mucho el contraste entre los climas de La
Laguna y de Santa Cruz. Lo que sigue son unos párrafos de su
relato del viaje que hizo, a través de la
isla, para subir al Pico: «A medida que
nos aproximábamos a La Laguna,
íbamos notando el gradual descenso de la temperatura. Esta sensación nos
resultaba muy agradable, porque habíamos encontrado muy agobiante el aire de
Santa Cruz. Como nuestros organismos se sienten más afectados por las
impresiones desagradables que por las gratas, el cambio de temperaturas se hizo
más sensible a nuestro regreso de La
Laguna al puerto; entonces
nos parecía que íbamos asomándonos a la boca de un horno. Sentimos la misma
impresión cuando, en la costa de Caracas, bajamos del monte Ávila al
puerto de La Guaira... Su
permanente aire fresco hace que La Laguna sea considerada un delicioso lugar de residencia».
«Situada en
un pequeña llanura rodeada de jardines, con la protección de una colina coronada
por un bosque de laureles, arrayanes y
madroños, la antigua capital de Tenerife está hermosamente situada. Nos
engañaríamos si, por la lectura de
relatos de algunos viajeros, la creyéramos a
la orilla de un lago. A veces, la lluvia forma una balsa de considerable
extensión, y los geólogos, que en todo contemplan más el pasado que el estado
actual de la naturaleza, pueden creer que
toda la llanura es una gran cuenca desecada».
«La Laguna ha decaído de su
anterior opulencia desde que las erupciones laterales destruyeron el puerto de
Garachico, onvirtiéndose Santa Cruz en el punto principal del
comercio insular. Ahora sólo tiene 9.000 habitantes, 400 de los
cuales son religiosos distribuidos en seis conventos. La
ciudad está rodeada de gran número de molinos de viento, señal
del cultivo del trigo en estas zonas altas».
«La Laguna está rodeada por un
gran número de capillas, que los españoles
llaman ermitas. Sombreadas por árboles de perpetuo verdor, y levantadas en pequeñas eminencias del terreno, es sus
capillas contribuyen al pintoresco efecto del paisaje. El interior de la
población no es tan pintoresco. Las casas, sólidamente construidas, son
viejas, y las calles parecen desiertas. Un botánico no restaría atención a la antigüedad de los edificios, distraído por que los
muros y los tejados están cubiertos de plantas como los elegantes trichomanes,
mencionados por todos los viajeros. Estas ríanlas viven gracias a la abundante
humedad...».
«El clima
invernal de La Laguna
es extremadamente neblinoso, y sus habitantes suelen quejarse
de frío. Pero jamás se ha visto una nevada, lo que parece indicar
que la temperatura de esta ciudad debe exceder de los 19° C, es decir, que es
más alta que la de Napóles...».
«Me
sorprendió saber que M. Broussonet plantó un árbol del pan (Artocarpus
inásé) y unos cinamomos (Lauras dnnamomuni) en
el húmedo jardín del marqués de Nava. Estas valiosas especies de los Mares del
Sur y de las Indias orientales se han aclimatado allí, así como en La Orotava
Lo
acostumbrado para ir a Tacoronte en ruta hacia La Orotava,
destino más frecuente de la mayor parte de los viajeros, es seguir la
carretera que conduce al punto más alto poco más allá de La Laguna, a una altitud de
unos 630 metros. Lo más atractivo de la carretera, por otra parte carente
de interés, es la larga doble fila de eucaliptos,
que dan una agradecida sombra en verano. Sí no se tiene en cuenta el tiempo y la distancia, y se hace
el viaje en automóvil, es preferible
la carretera más baja, que pasa por Tejína. Los altos bordes de los caminos
están orillados por viejos cedros. En
primavera, las hermosas pendientes se alegran con flores silvestres y, por todas partes, la amarilla retama (spartittm
jtmceum) llena el aire con su
delicioso aroma. Las curvas de la carretera descubren inesperadas vistas
del Pico en la larga bajada al pueblecito de Tegueste y, allá abajo, se tiende
Tejina, a escasa altura sobre el nivel del
mar. Aquí gira la carretera, vuelve a subir hacia Tacoronte, y se nos aparece de nuevo el Pico, sobre
un borde de nubes que cubre su base.
En Tacoronte
termina el tranvía, y el viajero tiene que tomar un coche de
caballos o un auto para recorrer los veintiocho kilómetros que lo separan del
fértil valle de La
Orotava. Este valle es justamente
célebre por su belleza y, en un claro día de invierno, cuando el Pico está
plenamente cubierto de nieve, no es posible contener una exclamación ante la
belleza del paisaje cuando, en una revuelta del camino, se muestra toda la
hondonada tendida a sus pies, bañada por la luz solar y encerrada
en un semicírculo de montañas nevadas. Las nubes expanden sombras azules sobre
las laderas, y vellones de blanca niebla cruzan el
valle; el oscuro pinar se extiende en fuerte contraste con el brillante colorido de los castaños
de las zonas más altas, cuyas hojas se han vuelto de color de oro rojizo por efecto de las heladas. En el fondo
del valle, anchas fajas de platanares
se intercalan con terrenos sin cultivar donde aún quedan almendros, higueras y chumberas, y grupos
de palmeras canarias ondean al viento
sus emplumadas copas. Apenas sorprende que,
incluso un viajero tan avezado como Humboldt, se impresionara
hasta tal punto con la belleza del paisaje que, según se dice, se arrodilló para saludarlo como lo más hermoso
del mundo.
Sin caer en
un gesto tan extravagante como el del gran v vale la pena
parar y contemplar esta vista aunque, por precaución vehículos
circulan en Tenerife a tan baja velocidad que dispone del tiempo suficiente
para contemplar el panorama ángel guardián del valle —el Pico— domina, en tiempos
de placidez una amplia extensión de tierra y
mar como una plácida y compre pirámide blanca. Pero, en ocasiones, la montaña
se ha enfurecido v ha esgrimido una
espada llameante sobre la tierra, por lo que los guanches lo llamaron
Pico de Teíde o Infierno aunque, al par también
lo consideraron como el trono de la Divinidad.
El mismo
Humboldt describe el panorama con las síguietes palabras; «El
valle de Tacoronte (síc) es la entrada a este paisaje encantador
del que han hablado con extático entusiasmo los extranjeros
de todas las procedencias. En la zona tórrida, yo he encontrado
lugares en los que la
Naturaleza es más majestuosa - -rica
en la ostentación de formas orgánicas; pero, después haber cruzado
las orillas del Orinoco, las cordilleras del Perú los hermosos valles de
México, confieso que nunca he contemplado
una perspectiva más variada, más atractiva, más armónica
en la distribución de las masas de verdor y de rocas que en costa occidental de
Tenerife».
«El litoral se destaca con líneas
de palmeras datileras y cocoteros;
más arriba, agrupamientos de musa forman un agradable contraste con los dragos, cuyos troncos han sido
acertadamente comparados con las
tortuosas formas de las serpientes. Las laderas están cubiertas
de vides que extienden sus ramas sobre armazones de palos. Naranjos cargados de flores, arrayanes v cipreses hermosean
las capillas alzadas por los devotos sobre las aisladas colinas. Las lindes
entre las propiedades se señalan con hileras de agaves y cactus. Los
muros están cubiertos por cantidades incalculables ceplantas criptógamas entre las que predominan los heléchos regados
por pequeñas corrientes de agua cristalina».
«En invierno, cuando el volcán
queda oculto bajo la nieve y el hielo, este
paraje disfruta de perpetua primavera. En verano, al atardecer, las
brisas marinas difunden un delicioso frescor...»
«Desde
Tegueste y Tacoronte hasta San Juan de la Rambla (célebre por su exquisito vino de
malvasía) las colinas están cultivadas como jardines. Podríamos compararlas
con las inmediaciones de Capua y Valencia,
si esta parte occidental de Tenerife no fuera infinitamente más bella debido a la proximidad del Pico que muestra, por cada lado, un aspecto diferente».
«El de esta montaña es
interesante. No sólo por su gigantesca masa, sino porque estimula la
imaginación, haciéndola retroceder hasta el origen de la misteriosa fuente de
su actividad volcánica. Durante miles de
años, no han sido vistas luces ni llamas en la cúspide del Pico, pero enormes
erupciones laterales, la última de las cuales tuvo lugar en 1798,
prueban que aquella actividad dista mucho de
haberse extinguido. Hay algo que produce también una melancólica impresión al
contemplar un cráter en el mismo centro de una campiña tan fértil y tan
bien cultivada. La historia del globo nos dice que los volcanes destruyen lo
que ha sido creado a lo largo de las
edades. Las islas, alzadas sobre el agua por la fuerza de los fuegos
submarinos, se han ido vistiendo gradualmente con rico y riente verdor, pero
estas nuevas tierras son frecuentemente asoladas por la renovada acción de la
misma fuerza que las hizo surgir del fondo
del océano. Los islotes, que ahora no son más que montañas de escoria y de
cenizas volcánicas, fueron, quizá, un día tan fértiles como las colinas de
Tacoronte y El Sauzal. ¡Dichoso el país
donde el hombre no tiene nada que temer del suelo que pisa!».
Allá abajo,
en la costa, reposa el pequeño puerto de La Orotava, conocido como El Puerto para
distinguirlo de la Villa,
más antigua y más importante, de La Orotava que se extiende a
unos cinco kilómetros tierra adentro. Más allá, siguiendo
la costa, está San Juan de la Rambla y, en las laderas
más bajas de la vertiente opuesta al valle, se encuentran
los pueblos de Realejo Alto y Realejo Bajo,
mientras que Icod el Alto está encaramado en el mismo borde del precipicio
de Tigaiga, a unos 500 metros de altitud.
Una garganta
en la montaña siguiente es conocida como El Portillo. La Fortaleza se alza sobre
esta «entrada», y en este punto comienza k larga pendiente de
Tigaiga que impide la vista de todo el cono del Pico desde el
valle. Sobre la Villa
de La Orotava,
se encumbran Pedro Gil y la
Montaña Blanca, con el Sol brillando sobre la
nieve recién caída y, muy cerca, como al alcance de la mano, están El Sauzal,
Santa Úrsula, La Matanza
y La Victoria.
Aunque
Humboldt los describe como «sonrientes caseríos», comenta los nombres de estos
últimos diciendo que «aparecen en todas las colonias españolas, y forman un
desagradable contraste con los apacibles y sosegados sentimientos que estos campos inspiran».
Matanza significa carnicería o exterminio; y la palabra, por sí sola, recuerda el precio que hubo que pagar por
la victoria. En el Nuevo Mundo,
señala la derrota de los nativos; en Tenerife, la villa de La Matanza fue fundada en el
lugar donde los españoles fueron
dominados por los mismos guanches que, poco después, se vieron vendidos, como esclavos, en los mercados
europeos.
Al comienzo
del invierno, las escalonadas montañas, plantadas de trigo y patatas, desnudas
y de color pardo, son una mancha del paisaje; pero, al surgir la primavera,
después de las lluvias invernales, estas laderas se
transformarán en extensiones verde esmeralda; entonces es cuando el valle alcanza,
su máximo esplendor. Durante unos días,
demasiado pocos, los almendros se
engalanan con sus delicadas flores rosa pálido, pero la lluvia de una noche, o unas horas de viento fuerte,
esparcirán todas las flores, y de
aquel sonrosado encanto sólo quedará una alfombra de caídos y maltrechos
pétalos.
El valle presenta claras muestras
del despertar de la naturaleza en un remoto pasado: son las anchas corrientes
de lava, que en un tiempo se vertieron
sobre el valle, resto gris y desolado, casi exento de vegetación. Aunque totalmente estériles, no podemos dejar de
admirar los dos montones de cenizas, semejantes a enormes y ennegrecidos tumores. Nadie parece conocer su
historia ni su exacta edad, pero es
muy posible que hayan aparecido con independencia de cualquier erupción del propio Teide aunque, quizá, no
«brotando en una sola noche», como me lo han asegurado seriamente. Una teoría, que no parece improbable, es
que los terrenos volcánicos sobre
los que han sido edificados varios chalés ingleses, la iglesia y el Grand Hotel, proceden de una de
estas montañas, y que la colina donde
se alza este hotel era el borde del acantilado. Se supone que la lava cayó sobre este borde,
volcándose en el mar hasta formar el
relleno sobre el que ahora está El Puerto.
El
pueblecito no deja de tener su atractivo, aunque las calles son
polvorientas y sin barrer, ya que sólo se limpian una vez al año,
con ocasión de la fiesta del Corpus Christi, día en el que los lugares por
donde ha de pasar la procesión se cubren con pétalos de flores
formando alfombras de complicados dibujos. En una primera
impresión, el pueblo me pareció un lugar desierto. Apenas
encontré algún transeúnte, y mi propio borrico era el único animal de carga en
la calle principal. Espléndidas masas de buganvillas asomaban por encima de las
tapias de los jardines viéndose, a través de las puertas abiertas, los patios
cubiertos de enredaderas. Los tallados
balcones con sus tejados son inseparables de las casas antiguas. Especialmente, las contraventanas o postigos tras los
que los moradores parecen pasar muchas horas atisbando las calles, fueron siempre para mí un motivo de
extrañeza. La calle principal termina
en el muelle y, frente al mar, las olas parecen saltar hasta la calle
misma. El pueblo se despierta a la vida con la llegada de algún vapor carguero y, entonces, una larga cola de carros, tirados por los más hermosos bueyes que
jamás he visto, se abre camino hacia
el muelle para descargar las jaulas de plátanos que, muchas veces, son
vendidas allí mismo a los contratistas. ». (Florence Du Cane, 2005).
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