UNA HISTORIA
RESUMIDA DE CANARIAS
ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920
CAPITULO-VIII
Eduardo Pedro García Rodríguez
1912.
Ve la luz pública en
Londres, un libro de la viajera británica Florence Du Cane, en el que narra su
larga estancia en el Archipiélago Canario, dejando un significativo cuadro del
paisaje y la sociedad colonial canaria de principios
del siglo XX.
Descripción del Valle de Taoro-Tenerife.
A
unos trescientos metros sobre el Puerto de La Orotava, en el largo y gradual
declive que desciende desde Pedro Gil formando el Valle de La Orotava, se encuentra la
villa o ciudad del mismo nombre. Ésta es la
más pintoresca de las viejas poblaciones canarias, y mucho más interesante que
su pobre puerto, siendo la residencia
de muchas antiguas familias españolas, cuyas hermosas viviendas son los mejores ejemplos de arquitectura
hispánica en Canarias. Junto a sus tranquilos patios, sombríos y frescos
incluso en los más cálidos días estivales, las fachadas de muchas de estas casas son de extraordinaria belleza. La admirable
labor de talla en piedras, balcones y
contraventanas, y los hierros forjados, no pueden dejar indiferente a quien
contemple estos edificios que van
convirtiéndose, rápidamente, en ejemplares únicos, pues los españoles como,
desdichadamente, otros muchos pueblos, han perdido el gusto por la arquitectura, y las casas modernas, que están
surgiendo con demasiada celeridad, estremecen al contemplarlas. Unas, han sido
edificadas para reemplazar a las desaparecidas
en incendios y, otras, fueron, simplemente, construidas por negociantes
enriquecidos con el negocio bananero. No contentos con sus viejas y
sólidas moradas, con sus bellas portadas de piedra y con sus volados balcones de madera, están destruyéndolos despiadadamente
para levantar una menguada monstruosidad moderna, más cómoda, posiblemente, para habitarla, pero más desagradable a la vista. Parece que también está
decayendo su amor a los jardines y,
como oí exclamar en cierta ocasión, «sólo les interesan los plátanos», porque es cierto que el cultivo de las
bananas está viviendo un momento de atractivo interés.
Aunque
los patios de las casas pueden estar animados con plantas, al ser fresco y
húmedo el ambiente debido al rocío y al agua salpicada por una fuente,
muchos jardines de estas viejas mansiones
señoriales se hallan en un triste estado de desorden y abandono. Se han
marchitado los arrayanes y los setos de boj, antes orgullo de sus dueños, y ya no hay flores en los macizos. Queda un jardín que muestra cómo, aunque no muy
cuidadas, las plantas crecen y florecen al aire fresco de la Villa. En tiempos pasados, tuvo este jardín un árbol gigantesco que era
su orgullo; ahora, sólo existe su
venerable tronco para hablarnos de pasadas glorias. Pero los poyos están llenos de flores durante todo el año, y los autóctonos picos de paloma (Lotus
Bertheloiü) florecen mejor aquí
que en ningún otro jardín. Cubren los muros, y medio invaden los
caminos y los bancos de piedra con sus guirnaldas de suave gris verdoso, cubriéndose, en primavera, con
sus «picos», de color rojo oscuro. Las paredes se alegran con alhelíes,
claveles, verbenas, geranios, azucenas, y multitud de otras plantas. Bordean la entrada largos setos de LJbonia floribunda, que
los canarios llaman bandera de
España, porque sus flores rojas y amarillas les representan los colores de la
bandera nacional y, en apartados y húmedos rincones, viven blancas
calas, injuriadas orejas de burro, así
llamadas por los campesinos, que motejan certeramente no sólo a las
flores sino, también, a las personas.
Aunque
los españoles distinguidos constituyen una clase social muy exclusiva, sólo he
recibido atenciones por su parte cuando les he pedido
permiso para ver sus patios o jardines, pero no puedo decir
lo mismo de las clases baja y media de hoy, que son claramente xenófobas. Las
clases bajas parecen considerar un derecho el recibir un incesante río de dinero, e insultan y apedrean, cuando se ignoran sus peticiones de limosnas e, incluso, los
comerciantes son descorteses con los
extranjeros. Se nota una actitud de independencia y republicanismo. Es natural
que un patrono no pueda controlar a
sus obreros, que trabajan cuando quieren o, con más frecuencia, no trabajan
cuando no quieren, y el padre o la madre de familia tampoco controlen a sus hijos. Un día, pregunté a mi
jardinero por qué no enviaba a sus hijos a la escuela para aprender a leer y
escribir, aprovechando que se lamentaba por no ser capaz de leer los nombres de
las semillas que estaba sembrando. Pensé
que era una ocasión oportuna para dar un buen consejo, pero él se
encogió de hombros, y me dijo que ellos no se molestarían en la, que no tenían zapatos y que no iban a acudir descalzos a k escuela. Este hombre vivía sin pagar
impuestos, ganaba un salario semejante al de un obrero inglés de nivel
medio, tenía dos hijos trabajando que contribuían a los gastos de la casa, y
percibía La renta de una pequeña parcela de
terreno que cultivaba k familia los
domingos; pues aun así, no podía adquirir unos zapatos para que sus
hijos pudieran aprender a leer y escribir. Otro hombre me dijo, con orgullo, que uno de sus hijos iba a la
escuela. Como tenía dos, le pregunté: «¿Por qué sólo uno?». Me contestó que el
otro, una niña, solía ir pero que ahora se negaba, y ni él ni su mujer
podían obligarla. ¡Aquel independiente personaje tenía nueve años! Una de las
mayores curiosidades de la Villa
fue el Drago Grande y, aunque ya no existe,
aún se señala a los visitantes el rugar
en el que estuvo, y se les habla de su inmensa edad. Cuando lo visitó
Humboldt, le estimó un mínimo de 6.000 años y, aunque esto pueda haber sido
exagerado, no cabe duda de que era extremadamente viejo. Fue
parcialmente derribado por un vendaval, y los
restos quedaron destruidos, en 1867, por un incendio accidental, por lo que sólo viendo antiguos grabados podemos
tener idea de su asombroso tamaño. Su
tronco hueco era tan amplio como una habitación
mediana y, en tiempos de los guanches, cuando se convocaba una asamblea para
nombrar un nuevo jefe, la reunión tenía lugar en el Drago Grande. La finca en la que estuvo fue vallada más
tarde, convirtiéndose en el jardín del marqués del Sauzal.
Era curiosa la
ceremonia de designación de un jefe. El más importante
de ellos era el mencey o rey de Taoro (antiguo nombre de La Orotava), que tenía 6.000 guerreros bajo su
mando. Si bien esta dignidad era hereditaria, no pasaba necesariamente de padre
a hijo y, más frecuentemente, se transmitía entre hermanos. «Para esta ceremonia de designación de un mencey,
cada señorío conservaba, envuelto en
pieles, un hueso de uno de los más remotos antepasados de su linaje, y se
convocaba a los más antiguos
consejeros reviniéndolos en el "Tagoror", lugar donde se celebraba
la asamblea. Después de su elección, el nuevo rey besaba aquellas reliquias y las ponía sobre su cabeza. Luego, los demás notables tocaban con ellas los hombros del
elegido, mientras él decía: Agoñeyacoron
jñat^ahaña Chcoñamet (Juro por el hueso el día en que me habéis
enaltecido). Así concluía la ceremonia de la coronación y, el mismo día, se llamaba al pueblo para que supiera quién
era su nuevo rey, que era homenajeado, y había un festín general a expensas del nuevo mencey y sus
familiares. Parece que estos
dignatarios estaban rodeados de gran pompa, nadie se les acercaba por el
camino, cuando se trasladaban desde sus residencias veraniegas de las montañas
a las de invierno en la costa. Entonces, se aguardaba a que pasara para
postrarse ante él, y levantarse
limpiando los pies del rey con el borde de su vestidura de piel» (ver The Guanches of Tenerife, por
Sir Clement Markham). Después de la Conquista, los españoles
convirtieron en capilla el templo de los guanches, celebrando una misa
bajo el árbol.
En
la Villa hay
bonitas iglesias antiguas, cuyas torres y tejados constituyen su mejor adorno. La
principal es la de la
Concepción, con una cúpula
que domina todo el pueblo. Es muy bello su aspecto exterior, pero el interior no es tan interesante. Es curioso "aginar cómo puede haber llegado a pertenecer
a esta iglesia la ru5todia de plata que, según se dice, fue de la
catedral londinense de San Pablo.
Generalmente, se acepta la teoría de que, tanto esta custodia como otra semejante que existe en la
catedral de Las Palmas, son restos
dispersos de los magníficos objetos de culto vendidos y desperdigados por orden
de Oliver Cromwell.
La bella portada y
la torre del convento y de la iglesia de Santo
Domingo datan del tiempo en que los españoles eran más sensibles que ahora a la belleza.
Las empedradas y
empinadas calles de La Orotava
no carecen x interés, y los viejos balcones, las talladas
celosías y los zaguanes que se abren a los floridos patios, con espléndidos
macizos de enredaderas desbordándose por la tapia de un jardín o enroscándose en un viejo portalón, se combinan para lograr
un pueblo de lo más pintoresco. Un
detalle característico de casi todas las casas españolas es una especie de pequeño armario enrejado que contiene un filtro de piedra. En muchas casas antiguas,
estos armarios están cubiertos de enredaderas y heléchos, aprovechando la continua
humedad procedente del filtro, e incluso crecen culantrillos lo que no se
considera contrario a la acción purificadora de la piedra, en la que confían plenamente los naturales. A mí me parees
increíble que el agua limpia pueda mejorarse pasando a través del polvo
acumulado en estos filtros durante muchos años, ya que no es posible limpiarlos
superficialmente. Los rojos recipientes jarro, de formas rotundamente clásicas,
son de todas las capacidades, por lo
que es posible ver a una niña pequeñita aprendiendo a llevar a la cabeza uno proporcionado a su estatura; pronto afirmará su paso, ahora inseguro, y, en uno o dos
años, marchará con firme andar, llevando un gran cántaro casi sin sentirlo, y
dejando libres sus manos para cualquier otra cosa.
Un agradable paseo,
a pie o en burro, lleva desde la
Villa al Realejo Alto, a
través de una hermosa campiña, pasando por los caseríos de La Perdoma y La Cruz Santa. Al
comienzo de la primavera, la flor
de los almendros tiñe de rosa muchas zonas baldías y, en los pueblos, el
aire vuelca, desde las tapias de los huertos, el aroma del azahar. A esta altura, los árboles parecen menos afectados por el mortífero pulgón negro que ha
exterminado todos los naranjales de las tierras bajas, y toda la
vegetación impresiona por ser más lozana y
más pujante. Las tapias de los huertos estaban jubilosamente florecidas; durante nuestro paseo, vimos alhelíes de colores malva y blanco, favoritos de los
naturales; largas hileras de geranios, guirnaldas de picos de paloma, claveles
dobles y sencillos, y multitud de otras flores.
El Realejo Alto es,
sin duda, el pueblo más pintoresco que he visto
en Canarias. Su situación, en una pendiente ladera, con las casas aparentemente apiladas unas sobre otras,
parece un pueblo de montaña italiano.
Se supone que una parte de la iglesia de Santiago, la que está unida a
la torre, corresponde al templo más antiguo de la isla, y el remate de aquélla, que es el punto
más destacado del pueblo y de sus
alrededores, puede haber pertenecido al viejo edificio. El interior de
éste no deja de ser interesante cuando está bien iluminado, y se dice que su
bella portada es obra de canteros españoles
activos muy poco después de la
Conquista. La obra de piedra labrada que enmarca esta
puerta, y es muy semejante a la que hay en el pueblo
de abajo, son ejemplos únicos de este estilo en las islas.
En
el barranco que separa los dos Realejos, tuvo lugar, en 1820,
una gran riada que asoló ambos pueblos. El Realejo Bajo, aunque
no tan pintoresco como el Alto, vale bien una visita, pues sus
habitantes están justamente ufanos porque tienen un drago, rival
de uno de Icod que algún día puede llegar a ser tan célebre como
el de La Orotava.
Estos
dos pueblos son grandes centros de producción de bordados o
calados. A través de las puertas de entrada a las casas, se ven mujeres y
muchachas jóvenes inclinadas sobre unos bastidores
en los que se tensan sus labores. Éstas son, en su mayor parte, de baja calidad, muy toscamente trabajadas
con pobres materiales, y da lástima el que, por lo visto, no haya
mejores y más delicados trabajos. Los visitantes se cansan de ver enormes cantidades
de colchas y manteles que se les ofrecen, cuando, en realidad, no es posible compararlos ventajosamente, ni
en calidad ni en precio, con los que
vienen de Oriente.
Unos
días claros, a finales de febrero, nos decidimos a hacer una excursión a Las
Cañadas que atraen al viajero corriente más que la ascensión al propio Pico,
excepto a los habituados a escalar montañas
que siempre desean llegar a la máxima altura y a la más alta cumbre que ven. A pesar de las perspectivas
de buen tiempo de la víspera, la mañana se presentó nubosa y húmeda, de modo que,
a las seis, salimos llenas de dudas y reservas sobre lo que ocurriría a la salida del sol. Habíamos decidido
ir en auto hasta donde nos lo
permitiera la carretera, porque nos dijeron que, yendo en muía, se
tardaría nueve o diez horas. Nuestros informadores eran más bien exagerados.
Unos, nos dijeron que la expedición era tan
extenuante que sabían de quienes seguían enfermos después de una semana
de haberla realizado. Otros, decían que el cielo nunca estaba despejado en lo
más alto, que debíamos prepararnos para
estar permanentemente empapados por la humedad, para los tropezones de las muías cayendo, probablemente, en un salto
mortal y, en fin, que, con seguridad, debíamos esperar toda una serie de desastres. Nuestras muías se nos
reunieron en el Realejo Alto, después de una hora de auto desde El
Puerto, y allí discutimos sobre si
decidíamos continuar o nos conformábamos con una excursión más breve y a
menos altitud.
La
salida del sol no mejoró las perspectivas, ya que unos espesos
nubarrones cubrían Pedro Gil, mientras que ligeras nubes blancas
iban acumulándose bajo Tigaiga y el aspecto del mar no era más esperanzador.
Las muías llegaron con retraso, a la buena manera española, y consultamos a
unos cuantos vecinos, conocedores de los cambios del tiempo,
que fueron reuniéndose en la plaza, alrededor de nuestro
coche, protegiéndose con sus mantas del frió mañanero. Miraron compasivamente a
aquellas chifladas extranjeras que habían abandonado sus camas a semejantes
horas, sin tener necesidad de hacerlo
—porque el español no madruga— y se
proponían viajar hasta las nubes. Los miembros optimistas del grupo decían: «No es más que una neblina
mañanera», mientras que los pesimistas advertían: «Mi experiencia me dice que
las neblinas mañaneras producen las nubes del mediodía».
La llegada de las
muías dio fin a la discusión. Los arrieros esperaban
y confiaban en que se dispersaran las nubes o, al menos, que, al llegar a remontar la zona de éstas,
hallaríamos el cielo despejado; de
manera que, aunque nuestro encapotado amigo murmuró, para sus adentros,
«¡Pobrecitas!», emprendimos la marcha provistas
de abrigos para protegernos de la humedad y del frío que íbamos a encontrar. El rumor de las pisadas de
las muías, cuando subíamos la pendiente calle del pueblo, asomó muchas cabezas a las ventanas; los verdes postiguitos se
abrían apresuradamente para que la multitud que parecía habitar cada
casa pudiese echar una mirada a las
inglesas. Al decir a donde íbamos, se nos repetía el mismo comentario
(«Tiempo muy malo») con gran indignación de nuestros hombres que gruñían: «¡No
digan eso!».
El
pedregoso camino lleva, siempre cuesta arriba, a Palo Blanco,
un disperso caserío formado por chozas de carboneros, a una altitud de 700
metros. Espirales de humo azulado surgían de sus fogatas mezclándose con la niebla, pero ya había señales de mejoría del
tiempo porque iba saliendo el sol y las nubes eran menos densas.
Las
voces de los carboneros son algo habitual en estas regiones, pero
yo nunca averigüé si se trata de una cantinela que les hace más llevadera su
caminata cuesta abajo, o de una señal de su proximidad
para que se aparten los posibles caminantes, porque el tamaño de la carga que llevan sobre sus espaldas
les dificulta con frecuencia, el pasar por determinados lugares. De pronto aparecieron dos muchachas, andando con ondulante y
firme paso; sus desnudos pies parecían pisar el áspero suelo con mayo: soltura que los mal herrados cascos de nuestras
monturas porque no se cuidaban de
pisar con tiento, atentas sólo a llegar lo antes posible a su destino y
soltar las cargas de sus cabezas.
Con ansioso interés, les preguntamos cómo estaba el tiempo por
arriba; sin 1a menor duda, nos contestaron: «Muy claro», y, en pocos
minutos una racha de aire barrió las nubes
como por arte de magia, y oímos una triunfal exclamación de los hombres.
Abajo,
se extendía todo el valle de La
Orotava. La pintoresca villa
quedaba a lo lejos, a la izquierda.
Los pueblecitos de La Perdoma, La Cruz Santa y los dos
Rea lejos, Alto y Bajo, estaban más cerca de nuestros pies y, distantes il otro
lado del Puerto, se veían Santa Úrsula, El Sauzal, y el disperso poblado de Tacoronte. Pedro Gil y toda la
larga cadena d montañas de la izquierda lucían amplias manchas de nieve,
brillando al sol con deslumbrante blancor. Había habido un invierno de mucha nieve, lo que, como nos decían, explicaba
que aún s conservase a finales de febrero con alegría por nuestra parte,
por que aquella nieve añadía una gran belleza al paisaje. En el Monte Verde, hicimos un alto por consideración a los
hombres y a la bestias y, mientras los arrieros recobraban fuerzas con sustanciosas rebanadas de pan integral y tajadas de
queso de cabra del país, blanco como
la nieve, y nuestras mulas disfrutaban de unos cinco minutos para recuperar el aliento libres de sus cinchas, dimos un paseo para contemplar el bello
barranco de LLarena. Allí, los
árboles aún han escapado de la destrucción a manos de los carboneros, y las empinadas lomas se cubren con variedades autóctonas de laureles, mezclados con
amplias matas de Erica arbórea, brezo que cubre toda la zona del
Monte Verde. Es muy lamentable la casi total
deforestación causada por los carboneros,
y resulta triste imaginar hasta qué punto debe haber sido más hermosa esta región antes de haberla despojado
de sus grandes pinos y laureles. Las
autoridades no tomaron medidas para poner coto a esta total destrucción de los
bosques hasta que fue demasiado tarde
e, incluso ahora, aunque se han arbitrado disposiciones en este sentido, no se toman la molestia de ver lo que tienen la obligación de ver. Ahora, la ley no
sólo permite la explotación de los
bosques, sino que es bastante fácil hacer leña: uno va al monte, rompe
ramas de árboles o de retama y, unas semanas más
tarde, se da una vuelta y las recoge como leña, con lo que la ley queda burlada.
Como hay una interminable demanda de carbón, único combustible consumido por los españoles, las cosas seguirán así hasta que no quede nada que cortar.
Estábamos,
sin duda, en el mismo camino seguido por Humboldt, en 1799, cuando visitó
Tenerife y subió al Teide. Su descripción de la vegetación
muestra cómo la despiadada hacha de los leñadores ha
destruido algunos de los más bellos bosques del mundo. En
1795, Humboldt se había visto obligado a abandonar sus viajes a Italia sin visitar
los parajes volcánicos de Napóles y Sicilia, cuyo conocimiento era
indispensable para sus estudios geológicos.
Cuatro años más tarde, el gobierno español le había dispensado una espléndida
acogida, y había puesto a su disposición
la fragata Pitarra para su viaje a las regiones equinocciales de Nueva España. Después de haberse librado,
apuradamente, de caer en manos de unos
corsarios ingleses, los alisios lo impulsaron hasta Canarias. El 21 de junio de 1799, se encontraba camino de la cumbre del Pico, acompañado por su amigo
Bonpland, M. le Gros, secretario del consulado francés en Santa Cruz, y
el jardinero de Durazno (los jardines
botánicos de La Orotava).
No parece que el día fuera bien elegido. La cumbre del Pico estuvo cubierta por espesas nubes, desde la salida del sol
hasta las diez de la mañana. No hay
más que un camino que lleve desde La
Orotava a través de campos de retama y de malpaís.
«Éste es el camino que han de seguir los
viajeros que disponen de poco tiempo en Tenerife. Cuando la gente sube al Pico (son palabras de Humboldt) es como cuando visitan Chamonix o el Etna:
hay que seguir a los guías, y sólo se logra ver lo que han visto y descrito otros viajeros». Como a ellos, al desembarcar, le
impresionó el contraste de la vegetación en estas zonas de Tenerife y los alrededores
de Santa Cruz.
«Un
estrecho sendero pedregoso conduce, a través de unos castañares,
a regiones llenas de brezos y laureles y, más adelante, a
la cascada de Dornajito, único manantial que se encuentra camino
del Pico. Paramos bajo un solitario abeto para proveernos de
agua. Este lugar es conocido como Pino del Dornajito. Sobre esta
región de brezos arborescentes, llamada Monte Verde, está la de los heléchos.
En ninguna parte de la zona templada he visto tal
abundancia de Pteris, Bkcchium y Aspleniunr, sin embargo, ninguna
de estas plantas ofrece el aspecto imponente de los heléchos arborescentes que,
alcanzando el porte de las palmeras, constituyen el principal
ornamento de la América
equinoccial. La raíz de la Pteris aquilina sirve
de alimento a los habitantes de La Palma y La Gomera. La trituran
hasta convertirla en polvo, y la mezclan con harina de cebada. Cuando se cuece
esta mezcla, se llama gofio; el consumo de tan grosero
alimento prueba la extrema pobreza de las clases bajas en
Canarias» (el gofio se consume mucho todavía).
«A
la región de los heléchos sigue un bosque de enebros y abetos, que ha sufrido
muchos daños por la acción de violentos huracanes
(ahora no queda ninguno). Mr. Edén afirma que, en este lugar,
nombrado por algunos viajeros como Caraveles, vio, en 1705,
unas llamitas que, de acuerdo con las ideas de los naturalistas
de aquellos tiempos, atribuyó a la combustión espontánea de
emanaciones sulfurosas. Continuamos subiendo hasta llegar a la roca de La Gaita y al Portillo.
Atravesando este angosto paso entre dos montañas basálticas, accedimos a la
gran llanura de Spartium... Tardamos dos horas en cruzar el Llano de la Retama, que semeja un inmenso mar de arena blanca. En
medio de este llano, hay macizos de
retamas, que es la Spartium
nubigenum de Aitón. M. de
Martiniére ha querido introducir este bello arbusto en el Languedoc, donde es muy escasa la leña. Crece esta
planta hasta casi tres metros de
alto, y se cubre de flores aromáticas con las que engalanaban sus sombreros los cazadores que encontramos por el
camino. Las cabras del Pico, que son de color pardo oscuro, las comen con gusto; devoran Spartium, y
corretean libremente por estos
desiertos desde tiempo inmemorial». Al pasar la noche en estas montañas, los
viajeros se quejaron del frío, aunque era verano, porque no disponían de tiendas ni de mantas. A las tres de la madrugada, encendieron antorchas para
emprender la etapa final de la ascensión al Pico. «Un fuerte viento del Norte
impulsaba las nubes. La luz de la Luna, atravesando, de vez en cuando, los vapores que la ocultaban, asomaba su disco
sobre un firmamento de oscurísimo azul, y la visión del volcán daba al
paisaje nocturno un majestuoso aspecto».
«A
veces, la niebla ocultaba totalmente el Pico a nuestra vista y,
en otras ocasiones, aparecía sobre nosotros con abrumadora proximidad. Como una
enorme pirámide, proyectaba su sombra sobre las nubes, que se
despeñaban a nuestros pies».
Al
escalar el Pico por el nordeste, llegó la partida, en dos horas, a Alta Vista. Habían seguido el mismo camino
que los viajeros de ihora, pasando por el malpaís (región de
restos vegetales, y cubierta de lava) y visitando las
cuevas de hielo. A la zona de los laureles siguió la de
los heléchos gigantes, los enebros y los pinos (ahora no queda ninguno de
ellos), a lo largo del camino que lleva al Portillo.
Éste
quedaba aún lejos, por encima de nosotros. Teníamos que
atravesarlo para llegar a Las Cañadas, y el camino de piedras, iunque
bien señalado, serpentea por una cuesta no muy pendiente, pasadas unas ásperas
lomas donde, por todas partes, aparecen zonas de
piedra pómez. Los brezos, que estaban empezando a florecer,
se cubrirían, en pocas semanas, de unas más bien insignificantes florecillas
blancas o rosadas, y se entremezclaban con los codesos (Adenocarpus
viscosas), de diminutas hojitas de pálido gris izulado. Durante toda la larga
subida, no hay señales del Pico. El camino
está tan adaptado a la vertiente inferior de la ladera que sólo cuando se llega al propio Portillo aparece el
Teide, súbitamente, ante nuestros
ojos. Es grandioso el panorama que se nos presenta. El espacio rocoso
del fondo se mezcla con grandes macizos de
retamas del Teide (Spartocytisus nubigens), planta que se considera
característica de esta tierra. Al desarrollarse, se parece ilgo a Spartium junceum, más conocida en
Inglaterra como «escoba española»,
pero que es más grueso y, quizá, menos elegante. En mayo, cuando florece, da un aroma suave y tan
intenso que no sólo invade el aire de
esta montaña sino que, según los marinos, se percibe a muchas millas mar adentro. Nuestros guías nos dijeron
que algunas matas tienen flores blancas y, otras, blancas teñidas de rosa. En esta estación, grandes manchas de
nieve desplazan a las flores, pero también
es posible ver macizos de retama asomando a través de la densa capa helada que
cubre el Pico hasta una altitud de 3.000 metros.
Me
habían dicho que toda la belleza del Pico se pierde cuando se
está cerca de él, que la imponente pirámide de roca y nieve, que
se eleva hasta unos 3.700 metros y domina el valle de La Orotava, me parecería una simple colina cuando la viera
alzarse de la fosa de arena fina, que es a lo que más
se parecen Las Cañadas; que, en fin, se perdería todo el encanto.
Incluso, un escritor ha llegado a llamarlo «feo montón de cenizas»
al verlo, desde Las Cañadas, por el otro lado, y a decir que se
encontraba «en un mundo sin vida, silencioso, abrasado, muerto,
la abominación de la desolación, donde alguna vez se inflamó un
ardiente infierno sobre un lago de hirviente lava». Estoy segura
de que el autor de este párrafo llegó allí de mala gana, porque es
curioso observar que, cuando se está muy fatigado, el frío y la
humedad impiden a uno reconocer la belleza de un paisaje mientras
que, otros, que, como nosotras, lo hayan visto bajo un sol
maravilloso, lo describirán como una de las más bellas visiones del
mundo.
El
camino se bifurca justamente en el Portillo (2.200 metros), y
los que se proponen subir al Teide siguen el sendero del lado de la Montaña Blanca,
un promontorio cubierto de nieve en la base oriental del
Pico. El propio cono recibe el nombre de Lomo Tieso,
inclinándose con una pendiente de 28°. En una choza de piedra que hay en Alta
Vista (3.300 metros) es donde pasa la noche algún
fatigado excursionista antes de cubrir la etapa final: un tramo
de 430 metros a pie, porque las muías se dejan en la choza. Con el cielo
despejado, el excursionista se considera, sin duda, bien
satisfecho al contemplar el panorama que Mr. Sander Brown describe
así: «Los que no puedan subir podrían probablemente, imaginarlo al contemplar
un cráter lunar con un telescopio. Los alrededores
son el summum de la desolación y de la ruina. Por un lado,
la redondeada cima de la
Montaña Blanca; por el otro, los amenazantes
cráteres del Pico Viejo y de Chahorra. Este de 1.400 metros de diámetro y a
3.200 metros de altitud, fue una hirviente caldera y, aún hoy, puede
reventar con furia en cualquier momento. Abajo, el cuenco circular de las
Cañadas, surcado por corrientes de lava, y rodeado de aserradas murallas
multicolores. En torno, numerosos volcanes,
empinados, según Piazzy Smyth, como peces
sobre sus colas, con las bocas plenamente abiertas en un bostezo. Coronando las
laderas, bosques de pinos y, allá abajo, distante, el mar con los Seis
Satélites (las islas de La Palma,
Gomera, Hierro, Gran Canaria, Fuerteventura
y Lanzarote) flotando en la lejanía,
con el enorme horizonte dando la impresión de que el espectador está en una
suerte de pozo más que en una gran altura
que, considerada en relación con lo que la circunda, no tiene otra
comparable en el mundo».
Desde
el pequeño refugio de La
Fortaleza, donde hubo que hacer una
breve parada, el camino baja hasta Las Cañadas. Un espacio de amarilla y fina arena,
como las del Sahara, plenamente tostado por
el sol, tentó sin remedio a una de las muías y, sin hacer caso de su arriero, ni tener en cuenta la
cesta de las provisiones, se dio un buen revolcón en el suave y tibio lecho,
afortunadamente sin más consecuencias. Después de un bien acogido descanso, a la sombra de unas retamas, volvimos
las espaldas al Pico y abandonamos este bello y solitario paraje. La isla de La Palma estaba como flotando
en las nubes; la línea del horizonte, dividiendo mar
y cielo, parecía infinitamente alejada; realmente, estos lugares semejan un mundo misterioso y espectral y,
aunque hoy el Pico ruede estar
sereno y en calma, bañado por la luz del Sol y cubierto de nieve, sigue recordándonos la muerte y
destrucción causados con sus
tormentas de fuego, y quién sabe si algún día puede desesperar de su largo sueño, y sacudir toda la isla
desde sus cimientos.
Se
ha aceptado la teoría de que las propias Cañadas fueron un inmenso cráter, el segundo mayor del mundo, y
que, alguien a quien se preguntó si era muy fatigoso, y
contestó: «¡No, porque no tiene que guiar a
la mula. Usted móntese, y deje lo demás
a la mula y a la
Providencia!». (Florence Du Cane, 2005).
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