jueves, 1 de mayo de 2014

EFEMERIDES CANARIAS





UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920



CAPITULO-VI


Eduardo Pedro García Rodríguez
1911 diciembre 7.
El autor de esta carta manuscrita, Nicolás Díaz Dorta nace el 14 de abril de 1860 en  Buenavista del Norte. Casado en 1881 con Doña Clara Eugenia Yanes Linares, maestra de primera enseñanza, se animó a cursar magisterio, obteniendo el título de maestro en 1886 con sobresaliente. Tras ejercer poco tiempo en Arure (La Gomera), regresa a su pueblo natal donde consigue su plaza definitiva. De su prole, un niño y siete niñas, sólo sobrevivieron éstas últimas, siguiendo una de ellas, Fidela, los pasos de sus progenitores en la enseñanza, además de notable escritora y poetisa. Don Nicolás fallece el 22 de enero de 1925, tras sufrir el año anterior un accidente reconstruyendo su casa del que nunca se recuperó.
Sus paisanos han perpetuado su memoria dando su nombre a uno de los colegios públicos de la villa y colocando un busto suyo en la plaza de Los Remedios, ubicada en el casco de la localidad.
A  su valioso trabajo pedagógico, se une una interesante labor histórica y genealógica, que divulgaría a través de diversos artículos de prensa. De su producción bibliográfica, destaca la obra Apuntes históricos del pueblo de Buenavista (1908), que optó al Premio al talento de la Real Academia de la Historia  en 1910, y también, en 1913 publica Cuaderno explicativo del árbol genealógico de la familia real indígena de Tenerife, y descendientes de ella que más se han distinguido.
El documento propuesto menciona a D. Juan de Bethencourt Alfonso, considerado el fundador del folklore canario y autor de Historia del pueblo guanche. D. Nicolás estaba documentándose para sus investigaciones genealógicas amparado por D. Juan de Bethencourt.
A continuación les ofrecemos el texto íntegro de la epístola:

 7 de diciembre de 1911

Sr. Dn. Ramón Peraza
Arico

Muy apreciable Sr. mío y de mi atención:
Por indicación de mi respetable amigo
el Sr. Dn. Juan de Bethencourt Alfon-
so y en nombre de él me dirijo a usted con
la presente carta.

Dedicado algún tiempo a trabajos genea-
lógicos, especialmente a los que se refieren
a la hidalguía indígena, estoy ahora ha-
ciendo un árbol (en un cuadro que pu-
blicaré ó regalaré al Museo de Sta. Cruz)
de la nobleza real indígena de la que
tengo muchos datos; pero deseando que //
figuren en él todos los individuos que se
hayan distinguido y sus allegados (ó el
mayor número que se pueda obtener, le
agradeceré a usted tuviese la bondad de
enviarme algunas notas ó citas de las
personas descendientes de los Menceyes
que pueda entroncarlas con los del
referido árbol que actualmente con-
fecciono.

Según me manifiesta el expresa-
do Señor Dn. Juan de Bethencourt (que
espontáneamente me da la recomen-
dación para usted) me sería muy útil
obtener copia del arbolito que posee V.
de los García Izquierdos ó de cual/es/quie-
ra otros que desciendan ó entronquen
con los Menceyes.

Mi propósito en el trabajo de que
se trata, no es el lucro, sino hacer
luz en lo que se pueda en beneficio//
de la historia, ya que tanta confusión existe
en casi todo lo que se refiere á nuestras
antigüedades.

Si usted  no conoce una obrita que tengo
publicada, titulada “Apuntes histó-
ricos” con su aviso se la remitiré.
 Y dándole las gracias anticipadas,
me ofrezco de vsted su más atento seguro servidor.

Que  Besa. Su Mano
 Nicolás Díaz Dorta
(ES38200AHPTF2. 1. 12, Sig.: 13.837).

1912. Nace en Telde, Tamaránt (Gran Canaria) Patricio Pérez Moreno. Estudia Magisterio, aunque no ejerce como docente. En Telde forma parte de la tertulia de Montiano Placeres y luego se traslada a la capital de la isla donde colabora en la prensa cultural como crítico de arte y en diversas actividades culturales. A veces utiliza seudónimos como Lotario o Montsalvat. Muere en 1990. Obras: Ajedrez (1945), poesía.
1912.
Ve la luz pública en Londres, un libro de la viajera británica Florence Du Cane, en el que narra su larga estancia en el Archipiélago Canario, dejando un significativo cuadro del paisaje  y  la sociedad colonial canaria de principios del siglo XX.

Muchas personas compartirían, probablemente, mi desilusión al recalar en Santa Cruz. Desde hada mucho tiempo, yo había obser­vado que pocos lugares coinciden con las ideas preconcebidas. En este caso, la que me había forjado yo no era muy bella; pero, aun así, me sorprendió la absoluta fealdad de la capital de Tenerife.

Un cielo anormalmente despejado en el mar nos había ofreci­do nuestra primera vista del Pico, alzándose como una montaña fantástica entre las nubes, a cien millas de distancia; pero, cuando nos acercamos a tierra, se habían concentrado aquellas nubes y el cono estaba envuelto en un velo de niebla. Vista desde el mar, no decepciona la primera impresión de la isla. La cadena de monta­ñas, en dientes de sierra, parecía despeñarse sobre la costa, desga­rrada por algún cataclismo natural; los profundos barrancos mos­traban misteriosas sombras azul oscuro; un litoral profundamente dentado se extendía a lo lejos, y yo pensaba que aquella tierra te­nía bien merecido el ser llamada una de las islas Afortunadas.

Cuando nuestro barco entraba en el puerto, Santa Cruz o, pa­ra consignar su nombre completo, Santa Cruz de Santiago, pare­cía haber sido edificado la víspera e, incluso, estar aún en construcción, a pesar de ser una de las ciudades más antiguas de Cana­nas. Las casas bajas, de desteñido color amarillo y tejados rojos, ¿escansan junto a la orilla, estrechamente apiñadas; la extrema fealdad de la población se alivia con las torres de un par de viejas iglesias que miran con disgusto a las casas modernas que las ro­dean. Unas áridas laderas descienden, gradualmente, detrás de la ciudad, totalmente exentas de vegetación. Suspendido en una es­carpada montaña, está el Hotel Quisisana, del que no puede decirse que añada belleza alguna al panorama, y yo sentí volcarse toda mi compasión por los que, en busca de la salud, se hayan visto conde­nados a pasar todo un invierno en tan desolado paraje.

No hay, probablemente, ciudad extranjera alguna tan total­mente desinteresada de la atención a los viajeros. A la llegada, los objetos pintorescos que captan la atención hacen sentir que, cuando se ha dado el último paso por la pasarela del barco, Ingla­terra y todo lo inglés han quedado atrás. La multitud de tostados holgazanes que haraganean por el muelle, con ligeras ropas blan­cas o amarillas, son dignos hijos de una raza meridional que ríen y charlan animadamente con lindas muchachas de ojos negros. Fuertes campesinas cargan pesados bultos sobre sus asnos, y se disponen a treparse en ellos y emprender su viaje hacia las mon­tañas. Su típica vestimenta se caracteriza por un diminuto som­brero de paja, no mayor que un plato de postre, que sirve de apo­yo para la carga que llevan en la cabeza de la que cuelga un am­plio pañuelo negro que flota al viento, o se ciñe alrededor de los hombros, como un chal.

Por todas partes quedan casas antiguas, de cuando el comercio de los vinos estaba en su plenitud y, aunque muchas de ellas se han convertido ahora en sedes de consulados y oficinas de consig­natarios de buques, no están a tono con los edificios más baratos y más recientes que las rodean. En muchas de aquellas frescas y es­paciosas viviendas, la abierta entrada permite ver las amplias escale­ras y las profundas galerías que encuadran unos patios umbrosos. Al fondo de éstos, se almacenaban los vinos, y las habitaciones se abrían, en el primer piso, a los amplios pasillos. En varios lugares, hav plazuelas abiertas, donde pimenteros de colgantes ramas dan sombra a unos bancos de piedra, lugares de reposo, pero todos y cada uno de ellos cubiertos de una espesa capa de tierra gris, que daba a la ciudad un triste aspecto. Calles angostas y mal pavimenta­das, que obligan a trepar; unas mulas exhaustas arrastran pesados y ruidosos carros, y yo sacudo el polvo santacrucero de mis pies; pe­ro no sólo éste, porque, a menos que haya llovido muy reciente­mente, el polvo se encuentra por todas partes. Un tranvía eléctrico se abre camino con lento andar, subiendo la pendiente que respalda a la ciudad, lo que da tiempo para contemplar el panorama.

Las únicas plantas que parecen ambientadas en el seco y pol­voriento suelo son las chumberas o nopales, recuerdos del cultivo de la cochinilla. En aquellos dichosos tiempos, los terrenos áridos fueron dedicados a aquel cultivo, y se plantaron cactus por todos todos. En el siglo dieciocho, los isleños consideraban a la cochini­lla, simplemente, como una repugnante especie de plaga, y se prohibió recolectarla porque se temía perjudicar a las chumberas; pero se olvidó aquel prejuicio y, cuando se vio que se había dado con una posible fuente de riqueza cultivando la Opuntia cocnnellife-ra, que es el cactus idóneo para el insecto, comenzó la explota­ción. Como apenas había terreno disponible, se trabajó duramen­te para romper capas de lava, con el fin de sacar a la luz las tierras subyacentes; se terraplenaron colinas dondequiera que fue posi­ble; se hipotecaron las tierras para adquirir nuevas propiedades. En realidad, los isleños creyeron que su suelo valía tanto como una mina de oro. Mr. Sander Brown ha dado las siguientes cifras, para mostrar la extraordinaria rapidez del desarrollo de este co­mercio: «En 1831, el primer embarque fue de ocho libras, siendo su primer precio de unas diez pesetas por libra; diez años más tarde, la exportación había aumentado a 100.566 libras; y, en 1869, había alcanzado un total de 6.076.869 libras, con un valor total de 789.993 libras esterlinas». La noticia del descubrimiento de los colorantes derivados de la anilina alarmó a los canarios; pero, durante algún tiempo, su producción, insuficiente, no afectó seriamente al comercio de la cochinilla, aunque la caída de los precios hizo que los traficantes empezaran a temer la posibilidad de la sobreproducción. La crisis surgió en 1874, cuando el precio en Londres cayó a un chelín y seis peniques o dos chelines, y la ruina de la industria de la cochinilla fue algo inevitable. El gusto del público había aceptado los colorantes de la anilina y, aunque se ha demostrado que la cochinilla es el tinte rojo más resistente a la lluvia y a unas condiciones de uso más duras, la demanda es ahora pequeña, y los comerciantes que habían comprado y alma­cenado el insecto seco se quedaron con sus invendibles existen­cias en las manos. El hundimiento, como hemos dicho, fue in­mediato, repentino y total, y el productor, que había gastado tanto en adaptar, palmo a palmo, su tierra a aquel cultivo, vio que tenía que arrancar las chumberas, o hacer frente al hambre.

Probablemente, hay otras muchas personas tan ignorantes so­bre el tema de la cochinilla como yo lo era al llegar a Canarias. Aparte del hecho de que la cochinilla es un tinte rojo a veces uti­lizado como colorante en la preparación de alimentos, yo no habría podido contestar, con seguridad, pregunta alguna sobre este tema. Me desagradó mucho saber que se trata de la sangre de un insecto parecido al resultado de un cruce entre la cochinilla de la humedad y la chinche, abultado como una pasa de Corinto. Creo que el procedimiento más comente de cultivo consiste en dejar que el insecto se adhiera en primavera a un trozo de tela que se conserva en una caja de madera llena de «madres», dentro de una habitación a temperatura muy alta. La tela se sujeta luego a una pala de chumbera, mediante las espinas de ésta. Una vez ad­herida a la hoja del cactus, la madre permanece inmóvil. Había dos diferentes maneras de matar los insectos para exportarlos: no, consistía en ahumarlos con azufre y, el otro, en sacudirlos ¿entro de un saco. Una colonia de estos insectos sobre una pala de nopal recuerda a una mancha de pulgones agrupados, lo bas­tante desagradable como para que cualquiera decida no tomar jamás nada teñido con cochinilla.

Ahora, el terreno, al haber cesado la lluvia de oro de los días de la cochinilla, escalonado en terrazas, se dedica a la producción de patatas y tomates para el mercado inglés, aunque el cultivo del plátano parece hacer revivir aquella época dorada en otras partes de la isla.

La Laguna, a unos diez kilómetros de Santa Cruz, es una de las ciudades más antiguas de Tenerife; fue la plaza fuerte de los guanches y el escenario de la lucha más desesperada contra los invasores. Hoy parece, meramente, una pequeña ciudad dormida, pero puede jactarse de poseer algunas bonitas iglesias antiguas, además del viejo convento de San Agustín, ahora convertido en un centro oficial de enseñanza -que contiene una amplísima bi­blioteca pública— y el Palacio Episcopal, con una bella fachada de piedra. La catedral parece estar en perpetuo estado de reparación o de reconstrucción pues, aunque empezaron a levantarla en 1513, aún no la han concluido. Una de las cosas más dignas de verse en La Laguna es el maravilloso drago, viejo árbol cuya edad se ignora, existente en el jardín del Seminario, anejo a la iglesia de Santo Domingo. La pretina que ciñe su tronco habla, por sí sola, de su inmensa edad. A mí no me sorprendió oír que, ya en el siglo XV, era un ejemplar tan singular que el terreno donde se halla tomó el nombre de «huerta del Drago».

Los viajeros consideran esta ciudad como un buen punto de partida para sus excursiones que, a juzgar por la lista de nuestra guía, son casi innumerables. Se podría hacer fácilmente una gira hasta el bello pinar de La Mina, siempre que la vereda de suave lodo no esté resbaladiza por la lluvia. Después de una larga per­manencia en Santa Cruz, e incluso en La Orotava, donde son es­casos los grandes árboles, se siente uno a gusto en un monte ar­bolado por estos espléndidos pinos, Pinus canarienses, y en estos húmedos lugares, y se deleita con los heléchos y los musgos, tan diferentes de la vegetación a la que está habituado.

A Alexander von Humboldt, que pasó unos días en Tenerife, de paso hacia Sudamérica, llegando a Santa Cruz el 19 de junio de 1799, le sorprendió mucho el contraste entre los climas de La La­guna y de Santa Cruz. Lo que sigue son unos párrafos de su relato del viaje que hizo, a través de la isla, para subir al Pico: «A medida que nos aproximábamos a La Laguna, íbamos notando el gradual descenso de la temperatura. Esta sensación nos resultaba muy agradable, porque habíamos encontrado muy agobiante el aire de Santa Cruz. Como nuestros organismos se sienten más afectados por las impresiones desagradables que por las gratas, el cambio de temperaturas se hizo más sensible a nuestro regreso de La Laguna al puerto; entonces nos parecía que íbamos asomándonos a la bo­ca de un horno. Sentimos la misma impresión cuando, en la costa de Caracas, bajamos del monte Ávila al puerto de La Guaira... Su permanente aire fresco hace que La Laguna sea considerada un delicioso lugar de residencia».

«Situada en un pequeña llanura rodeada de jardines, con la pro­tección de una colina coronada por un bosque de laureles, arraya­nes y madroños, la antigua capital de Tenerife está hermosamente situada. Nos engañaríamos si, por la  lectura de relatos de algunos viajeros, la creyéramos a la orilla de un lago. A veces, la lluvia forma una balsa de considerable extensión, y los geólogos, que en todo contemplan más el pasado que el estado actual de la naturaleza, pueden creer que toda la llanura es una gran cuenca desecada».
«La Laguna ha decaído de su anterior opulencia desde que las erupciones laterales destruyeron el puerto de Garachico, onvirtiéndose Santa Cruz en el punto principal del comercio insular. Ahora sólo tiene 9.000 habitantes, 400 de los cuales son religiosos distribuidos en seis conventos. La ciudad está rodeada de gran número de molinos de viento, señal del culti­vo del trigo en estas zonas altas».

«La Laguna está rodeada por un gran número de capillas, que los españoles llaman ermitas. Sombreadas por árboles de perpe­tuo verdor, y levantadas en pequeñas eminencias del terreno, es sus capillas contribuyen al pintoresco efecto del paisaje. El interior de la población no es tan pintoresco. Las casas, sólidamente cons­truidas, son viejas, y las calles parecen desiertas. Un botánico no restaría atención a la antigüedad de los edificios, distraído por que los muros y los tejados están cubiertos de plantas como los elegantes trichomanes, mencionados por todos los viajeros. Estas ríanlas viven gracias a la abundante humedad...».

«El clima invernal de La Laguna es extremadamente neblinoso, y sus habitantes suelen quejarse de frío. Pero jamás se ha visto una nevada, lo que parece indicar que la temperatura de esta ciudad debe exceder de los 19° C, es decir, que es más alta que la de Napóles...».

«Me sorprendió saber que M. Broussonet plantó un árbol del pan (Artocarpus inásé) y unos cinamomos (Lauras dnnamomuni) en el húmedo jardín del marqués de Nava. Estas valiosas espe­cies de los Mares del Sur y de las Indias orientales se han acli­matado allí, así como en La Orotava

Lo acostumbrado para ir a Tacoronte en ruta hacia La Orota­va, destino más frecuente de la mayor parte de los viajeros, es seguir la carretera que conduce al punto más alto poco más allá de La Laguna, a una altitud de unos 630 metros. Lo más atractivo de la carretera, por otra parte carente de interés, es la larga doble fila de eucaliptos, que dan una agradecida sombra en verano. Sí no se tiene en cuenta el tiempo y la distancia, y se hace el viaje en au­tomóvil, es preferible la carretera más baja, que pasa por Tejína. Los altos bordes de los caminos están orillados por viejos cedros. En primavera, las hermosas pendientes se alegran con flores sil­vestres y, por todas partes, la amarilla retama (spartittm jtmceum) llena el aire con su delicioso aroma. Las curvas de la carretera descubren inesperadas vistas del Pico en la larga bajada al pueblecito de Tegueste y, allá abajo, se tiende Tejina, a escasa altura so­bre el nivel del mar. Aquí gira la carretera, vuelve a subir hacia Tacoronte, y se nos aparece de nuevo el Pico, sobre un borde de nubes que cubre su base.

En Tacoronte termina el tranvía, y el viajero tiene que tomar un coche de caballos o un auto para recorrer los veintiocho kiló­metros que lo separan del fértil valle de La Orotava. Este valle es justamente célebre por su belleza y, en un claro día de invierno, cuando el Pico está plenamente cubierto de nieve, no es posible contener una exclamación ante la belleza del paisaje cuando, en una revuelta del camino, se muestra toda la hondonada tendida a sus pies, bañada por la luz solar y encerrada en un semicírculo de montañas nevadas. Las nubes expanden sombras azules sobre las laderas, y vellones de blanca niebla cruzan el valle; el oscuro pinar se extiende en fuerte contraste con el brillante colorido de los cas­taños de las zonas más altas, cuyas hojas se han vuelto de color de oro rojizo por efecto de las heladas. En el fondo del valle, anchas fajas de platanares se intercalan con terrenos sin cultivar donde aún quedan almendros, higueras y chumberas, y grupos de palmeras canarias ondean al viento sus emplumadas copas. Apenas sorprende que, incluso un viajero tan avezado como Humboldt, se impre­sionara hasta tal punto con la belleza del paisaje que, según se di­ce, se arrodilló para saludarlo como lo más hermoso del mundo.

Sin caer en un gesto tan extravagante como el del gran v vale la pena parar y contemplar esta vista aunque, por precaución vehículos circulan en Tenerife a tan baja velocidad que dispone del tiempo suficiente para contemplar el panorama ángel guardián del valle —el Pico— domina, en tiempos de placidez una amplia extensión de tierra y mar como una plácida y compre pirámide blanca. Pero, en ocasiones, la montaña se ha enfurecido v ha esgrimido una espada llameante sobre la tierra, por lo que los guanches lo llamaron Pico de Teíde o Infierno aunque, al par también lo consideraron como el trono de la Divinidad.

El mismo Humboldt describe el panorama con las síguietes palabras; «El valle de Tacoronte (síc) es la entrada a este paisaje encantador del que han hablado con extático entusiasmo los extranjeros de todas las procedencias. En la zona tórrida, yo he encontrado lugares en los que la Naturaleza es más majestuosa - -rica en la ostentación de formas orgánicas; pero, después haber cruzado las orillas del Orinoco, las cordilleras del Perú los hermosos valles de México, confieso que nunca he contemplado  una perspectiva más variada, más atractiva, más armónica en la distribución de las masas de verdor y de rocas que en costa occidental de Tenerife».

«El litoral se destaca con líneas de palmeras datileras y cocoteros; más arriba, agrupamientos de musa forman un agradable contraste con los dragos, cuyos troncos han sido acertadamente comparados con las tortuosas formas de las serpientes. Las laderas están cubiertas de vides que extienden sus ramas sobre arma­zones de palos. Naranjos cargados de flores, arrayanes v cipreses hermosean las capillas alzadas por los devotos sobre las aisladas colinas. Las lindes entre las propiedades se señalan con hileras de agaves y cactus. Los muros están cubiertos por cantidades incalculables ceplantas criptógamas entre las que predominan los heléchos rega­dos por pequeñas corrientes de agua cristalina».

«En invierno, cuando el volcán queda oculto bajo la nieve y el hielo, este paraje disfruta de perpetua primavera. En verano, al atardecer, las brisas marinas difunden un delicioso frescor...»

«Desde Tegueste y Tacoronte hasta San Juan de la Rambla (célebre por su exquisito vino de malvasía) las colinas están culti­vadas como jardines. Podríamos compararlas con las inmediacio­nes de Capua y Valencia, si esta parte occidental de Tenerife no fuera infinitamente más bella debido a la proximidad del Pico que muestra, por cada lado, un aspecto diferente».

«El de esta montaña es interesante. No sólo por su gigantesca masa, sino porque estimula la imaginación, haciéndola retroceder hasta el origen de la misteriosa fuente de su actividad volcánica. Durante miles de años, no han sido vistas luces ni llamas en la cúspide del Pico, pero enormes erupciones laterales, la última de las cuales tuvo lugar en 1798, prueban que aquella actividad dista mucho de haberse extinguido. Hay algo que produce también una melancólica impresión al contemplar un cráter en el mismo cen­tro de una campiña tan fértil y tan bien cultivada. La historia del globo nos dice que los volcanes destruyen lo que ha sido creado a lo largo de las edades. Las islas, alzadas sobre el agua por la fuerza de los fuegos submarinos, se han ido vistiendo gradualmente con rico y riente verdor, pero estas nuevas tierras son frecuentemente asoladas por la renovada acción de la misma fuerza que las hizo surgir del fondo del océano. Los islotes, que ahora no son más que montañas de escoria y de cenizas volcánicas, fueron, quizá, un día tan fértiles como las colinas de Tacoronte y El Sauzal. ¡Dichoso el país donde el hombre no tiene nada que temer del suelo que pisa!».

Allá abajo, en la costa, reposa el pequeño puerto de La Orotava, conocido como El Puerto para distinguirlo de la Villa, más antigua y más importante, de La Orotava que se extiende a unos cinco kilómetros tierra adentro. Más allá, siguiendo la costa, está San Juan de la Rambla y, en las laderas más bajas de la vertiente opuesta al valle, se encuentran los pueblos de Realejo Alto y Realejo Bajo, mientras que Icod el Alto está encaramado en el mismo borde del precipicio de Tigaiga, a unos 500 metros de altitud.

Una garganta en la montaña siguiente es conocida como El Portillo. La Fortaleza se alza sobre esta «entrada», y en este punto comienza k larga pendiente de Tigaiga que impide la vista de to­do el cono del Pico desde el valle. Sobre la Villa de La Orotava, se encumbran Pedro Gil y la Montaña Blanca, con el Sol brillan­do sobre la nieve recién caída y, muy cerca, como al alcance de la mano, están El Sauzal, Santa Úrsula, La Matanza y La Victoria.

Aunque Humboldt los describe como «sonrientes caseríos», comenta los nombres de estos últimos diciendo que «aparecen en todas las colonias españolas, y forman un desagradable contraste con los apacibles y sosegados sentimientos que estos campos ins­piran». Matanza significa carnicería o exterminio; y la palabra, por sí sola, recuerda el precio que hubo que pagar por la victoria. En el Nuevo Mundo, señala la derrota de los nativos; en Tenerife, la villa de La Matanza fue fundada en el lugar donde los españoles fueron dominados por los mismos guanches que, poco después, se vieron vendidos, como esclavos, en los mercados europeos.

Al comienzo del invierno, las escalonadas montañas, planta­das de trigo y patatas, desnudas y de color pardo, son una man­cha del paisaje; pero, al surgir la primavera, después de las llu­vias invernales, estas laderas se transformarán en extensiones verde esmeralda; entonces es cuando el valle alcanza, su máximo esplendor. Durante unos días, demasiado pocos, los almendros se engalanan con sus delicadas flores rosa pálido, pero la lluvia de una noche, o unas horas de viento fuerte, esparcirán todas las flores, y de aquel sonrosado encanto sólo quedará una al­fombra de caídos y maltrechos pétalos.

El valle presenta claras muestras del despertar de la naturaleza en un remoto pasado: son las anchas corrientes de lava, que en un tiempo se vertieron sobre el valle, resto gris y desolado, casi exen­to de vegetación. Aunque totalmente estériles, no podemos dejar de admirar los dos montones de cenizas, semejantes a enormes y ennegrecidos tumores. Nadie parece conocer su historia ni su exacta edad, pero es muy posible que hayan aparecido con inde­pendencia de cualquier erupción del propio Teide aunque, quizá, no «brotando en una sola noche», como me lo han asegurado se­riamente. Una teoría, que no parece improbable, es que los terrenos volcánicos sobre los que han sido edificados varios chalés ingleses, la iglesia y el Grand Hotel, proceden de una de estas montañas, y que la colina donde se alza este hotel era el borde del acantilado. Se supone que la lava cayó sobre este borde, volcándose en el mar hasta formar el relleno sobre el que ahora está El Puerto.

El pueblecito no deja de tener su atractivo, aunque las calles son polvorientas y sin barrer, ya que sólo se limpian una vez al año, con ocasión de la fiesta del Corpus Christi, día en el que los lugares por donde ha de pasar la procesión se cubren con pétalos de flores formando alfombras de complicados dibujos. En una primera impresión, el pueblo me pareció un lugar desierto. Ape­nas encontré algún transeúnte, y mi propio borrico era el único animal de carga en la calle principal. Espléndidas masas de buganvillas asomaban por encima de las tapias de los jardines vién­dose, a través de las puertas abiertas, los patios cubiertos de enre­daderas. Los tallados balcones con sus tejados son inseparables de las casas antiguas. Especialmente, las contraventanas o postigos tras los que los moradores parecen pasar muchas horas atisbando las calles, fueron siempre para mí un motivo de extrañeza. La calle principal termina en el muelle y, frente al mar, las olas parecen saltar hasta la calle misma. El pueblo se despierta a la vida con la llegada de algún vapor carguero y, entonces, una larga cola de ca­rros, tirados por los más hermosos bueyes que jamás he visto, se abre camino hacia el muelle para descargar las jaulas de plátanos que, muchas veces, son vendidas allí mismo a los contratistas. ». (Florence Du Cane, 2005).

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