jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 6

Cuentos contextualizados XV: Inesperado reencuentro.

Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 323 de BienMeSabe)
Poco a poco el sonido del helicóptero del Servicio Canario de Salud sobrevolaba la zona. Arriba, en la cresta de la ladera, Julián meditaba y con su pensamiento recordó aquella oscura y triste noche que con un farol en la mano acudió en busca de un médico y revivió el largo camino que tuvo que realizar años ha aquel médico para salvar la vida de su hija.
Aquella noche la niña permaneció balbuceando incomprensibles e imperceptibles palabras durante todo el tiempo. Solo, en alguna que otra ocasión, la llamada angustiosa a su madre (¡mamá, mamá!) se oyó con toda claridad en aquella casi oscura, húmeda y triste habitación.
 En un catre medio desvencijado, sobre un colchón de vieja paja, la pobre niña ardía en fiebre y un color amarillo pálido se iba extendiendo lentamente por todo su débil cuerpecito cual mancha de aceite de imparable recorrido.
 Serían las tres de la madrugada cuando Adelita perdió el conocimiento; parecía muerta. Por más que trataban sus padres de reanimarla todo fue en vano. No era necesario ser un experimentado galeno para saber que una grave enfermedad estaba presente en el cuerpecito de aquella pobre niña rubita de ojos azules y tez blanca. Julián, su padre, encendió el candil para salir apresurado de la casa en busca de un médico. Pero cuando intentó abandonar la casa, una ráfaga de aire frío apagó la llama de aquel corroído candil alimentado por un maloliente petróleo. Rápidamente corrió al destartalado pajero, situado junto a la casa, y en medio de la oscuridad de la noche, se abrió paso entre las cabras y ovejas, que tranquilamente dormían allí. Acertó por casualidad a encontrar un farol casi inservible, no por el uso sino por el paso del tiempo. Con manos temblorosas encendió la vela que había encontrado en una esquina del pajero y la colocó dentro del farol, cerrando rápidamente la pequeña ventanilla que servia de puerta.
 El amanecer comenzaba lentamente a despuntar en aquel barrio del Roque del Faro. Un barrio de humildes campesinos que si por algo se caracterizaba era precisamente porque nunca ocurría nada, nada que perturbara la monotonía que impera en la sosegada vida de un lugar perdido entre los pinares de los montes de Garafía.
 Para colmo de males, el único médico que había en Garafía, residente en el pueblo, había enfermado. Así que Julián tenía dos alternativas: o dirigirse a Los Llanos de Aridane o a Santa Cruz de la Palma. Sabía de sobra que si emprendía el camino a pie desde el Roque del Faro hasta Santa Cruz de la Palma tardaría más de un día en llegar a la Capital, y estaba seguro que de ser así cuando regresara a su casa, en compañía del médico, su hija ya habría muerto.
 El camino hasta Los Llanos, atravesando Puntagorda y Tijarafe, le pareció más corto, pero de todas formas cualquiera de las dos determinaciones le resultarían fatales ante la grave enfermedad que predecía padecía su hija porque, como decíamos, aunque él no era médico, su instinto natural le decía, una y otra vez, que la niña estaba al borde de la misma muerte.
 Repentinamente una idea afluyó a su atormentada mente. "¡Juan!", se dijo interiormente y pensó en un amigo que, años ha, conoció en el cuartel y que ahora vivía en Santa Cruz de la Palma. "¡Juan!", exclamó de nuevo y una y otra vez repetía su nombre, mientras nerviosamente colocaba la vela dentro de farol. El espeluznante frío de las tres de la madrugada de ese día se dejaba sentir entre el pinar del Roque del Faro, y éste entró raudo dentro de la casa, cuando Julián abrió la puerta dispuesto a adentrarse en la oscura noche que envuelve los fértiles valles de aquellos parajes.
 - Por Dios, Julián, abrígate bien -le aconsejó su mujer-.
- Dame ese saco, el de tres listas, el grande... me lo echaré por encima -decía Julián mientras buscaba la lanza de pastor, de afilado regatón, que guardaba celosamente tras la puerta de la casa-.
- Pero, Julián, ¿adónde vas a encontrar a ese amigo tuyo a las tres de la madrugada? -le requirió su mujer, mientras que el llanto, fruto de la derrota, se dejaba entrever en sus enrojecidos ojos-.
- El teléfono. El teléfono, mujer -repetía una y otra vez-.
 Salió Julián de la casa, y más que correr parecía que volaba. Las gotas de rocío le empapaban el saco que llevaba puesto a modo de gabardina. La lluvia había cesado, pero la tenue luz del farol no permitía a Julián ver dónde estaban los charcos. Así que sus viejas botas estaban completamente llenas de agua. Era tal su agitación nerviosa que no se percataba de que la humedad se extendía a través de sus desgastados huesos amenazando con paralizarle su cuerpo.
 Había que llegar al barrio de Franceses, ya que era el único lugar donde existía un teléfono por aquella lejana época de mediados del pasado siglo. El propio eco de sus pasos retumbaba en sus oídos y solo el graznido de alguna que otra corneja o coruja se dejaba sentir allá, a lo lejos, rompiendo el silencio en la helada noche invernal. Por fin, entre luces y sombras creyó divisar, en la lejanía, el barrio de Franceses. Aligeró el paso. El corazón parecía salírsele del pecho, pero ahora no era el momento de pensar en su salud. La vida de su hija estaba por encima de la suya propia.
 "¿Localizaré a mi amigo?", se preguntaba insistentemente. Recordaba que en cierta ocasión le dijo que tenía teléfono. Hacía tanto tiempo que apenas se acordaba de ello. ¿Estaría en su casa? ¿Se habría cambiado de domicilio? O quizás habría emigrado a Cuba o a Venezuela o en busca de fortuna.
 El viejo aldabón de hierro fundido que la puerta tenía sonó fuertemente y con insistencia una y otra vez. Esperó impaciente… Por fin una luz se encendió dentro de aquella vieja casona y una voz ronca, de hombre ya maduro y gastado por el paso del tiempo, preguntó:
  ¿Quién va?
- Soy Julián, el del Roque del Faro.
 Al instante se oyó el seco sonido producido al caer la tranca de la puerta cuando ésta abandonó su lugar, y con un fuerte chirrido, girando sobre sus propios goznes, se abrió la vieja puerta de gruesa y desteñida tea. Un hombre con cara de sorprendido, larga barba y de tez roja y arrugada por el paso de los años, casi que con su voluminoso cuerpo, cubrió el hueco de la entreabierta puerta.
 - Dios mío, ¿qué pasa Julián?
- Mi hija, Antonio, mi hija se está muriendo... se está muriendo -repetía Julián una y otra vez, mientras corría al teléfono-.
 Daba vueltas y más vueltas a la manecilla de aquel viejo aparato. Apenas esperaba la contestación para estar de nuevo dando más y más vueltas a la manecilla.
 - Sigue Julián -decía el viejo tabernero, dueño del aquel único teléfono que existía en el barrio-.
- Es de madrugada -comentaba el tabernero- y la central de La Palma está durmiendo; pero tú sigue, Julián, ya se despertará.
 Por fin la soñolienta voz de una mujer más bien madura se oyó al otro lado de la línea.
 - Número -preguntó-. ¡Número! -insistió sin esperar respuesta-.
- Señorita, por favor. Mi hija se está muriendo y necesito un médico.
- Sí, señor, le comprendo… pero un médico a esta hora es difícil.
- Quería yo hablar con un amigo mío que vive ahí, en La Palma.
- Dígame
su número -le contestó la centralita-.
- Yo solo sé que vive en la calle Navarra y que se llama Juan Hernández Pérez.
- Espere un momento, señor, no cuelgue -le dijo la centralita sin más comentario-.
 Por aquellos años en la calle Navarra solo había un teléfono, pero el titular de la línea, según constaba de la guía, no era el tal Juan.
 - Señor, ¿está usted en línea? -preguntó de nuevo-.
- Sí estoy, señorita, le escucho.
- Mire, señor, le pongo con el único teléfono que existe en la calle Navarra y que tenga usted suerte. Que tenga usted suerte, señor -repitió la centralita consciente de que algo grave estaba ocurriendo-.
 La señal de llamada se repetía una y otra vez. Julián desesperaba. Ahora que tenía la posibilidad de conectar con Juan, ¿no lo conseguiría? Desesperado, ya casi iba a colgar el teléfono cuando una voz se oyó al otro lado de la línea
 - Oigo, oigo -dijo aquella voz, y repitió-. ¿Quién habla a esta hora?
- Soy tu amigo Julián, el del Roque del Faro, el garafiano.
- ¿Qué pasó, hombre? ¡Qué pasa! -contestó sorprendido Juan-.
- Mi hija se me muere, Juan -y comentó la triste tragedia que estaba ocurriendo en su casa-.
 Por las explicaciones que dio Juan al médico, éste comprendió que se trataba de algo muy grave. Así que metió dentro de su maletín todo un equipo de urgencia y los medicamentos con los que, por aquel entonces, contaba la medicina. Ahora se trataba de llegar hasta el Roque del Faro... Allá, en la lejana Garafía. Una carretera de irregular firme, cubierto de tierra y algo de arena, unía Santa Cruz de La Palma con Los Sauces. La única carretera que existía por el Norte de la isla.
 Era don Antonio, el médico, uno de los dos o tres médicos que por aquella época ejercían tal profesión en Santa Cruz de La Palma y su comarca. Hombre éste muy entregado a su profesión, joven, recién terminada su carrera, de agradable conversación. Humilde con los humildes, compresivo y muy atento cuando a él la gente acudía en situaciones de angustiosas tragedias familiares. No más oír el relato de Julián, canceló todas las consultas que tenía pendientes para ese día, y de inmediato llamó a su enfermera ayudante para que le acompañara a este improvisado y urgente viaje a Garafía. Se encargó Juan de llamar a un pariente suyo, arriero de profesión, que vivía en Los Sauces y éste a su vez preparó tres caballos. Uno para el médico, otro para su ayudante y un tercero para el propio Juan, que quiso acudir en ayuda de su amigo Julián.
 Aquel viejo Ford corría a toda marcha, dando grandes saltos cuando caía dentro de un bache dejando tras de sí una turbia estela de polvo de varios metros de altura.
 - Algo pasa pa allá - comentaron dos viejas en Puntallana al ver pasar a ese coche a gran velocidad-.
- ¿Qué pasó? -preguntó a las viejas un hombre desde lo alto de un cerro-.
- Pos no lo sabemos, pero algo pasó pa allá, pa Sauces -le contestaron-.
 Durante el trayecto tuvieron que hacer un par de paradas para reponer de agua al calenturiento motor que amenazaba con estallar en mil pedazos. Serían las siete de la mañana cuando abandonaron la ciudad y eran ya casi las nueve cuando el coche, soltando vapor de agua y humo por todas partes, llegó a la plaza de Los Sauces.
 Rodrigo era el nombre el arriero que a pie les iba a acompañar hasta Garafía en un tortuoso y largo camino, subiendo y bajando barrancos, en caminos de herradura. Comenzó la marcha. Había que subir hasta Barlovento a través de un serpenteante camino. Peligrosas bajadas y subidas se sucedían durante todo el trayecto; ahora el jinete tendría que tenderse hacía atrás en la cabalgadura para no caer al suelo, resbalando por el cuello del caballo; ahora había que inclinarse hacia delante para facilitar al animal la subida en las inclinadas laderas de los barrancos.
 Pasado el barranco de Gallegos, una fina lluvia vino a empeorar el lento caminar de la caballería. Jinetes y caballos sufrían con resignación los efectos de aquel mal tiempo. El viaje fue silencioso, sin comentarios, solo el sonido de las herraduras de los caballos al rozar las piedras se dejaban oír entre el canto de los mirlos y el aleteo de algunas aves que al paso de la caballería emprendían asustadas raudo vuelo. Algunos viajeros de a pie, y otros a caballo, al presenciar el silencioso cortejo presentían que algo grave estaba ocurriendo. Parados, sorprendidos, inmóviles y tristes se colocaban a un lado del estrecho y angosto camino para dar paso a aquellos inesperados personajes.
 Era ya entrada la noche cuando arribaron al Roque del Faro. Para los visitantes no fue necesario adivinar cuál era la casa de Julián ya que los pocos vecinos que por aquella comarca vivían se habían agolpado a la puerta de la casa. Unos ansiosos por prestar ayuda a aquella familia en su desgracia, otros por acompañarles en tales trágicos momentos; y los menos por mera curiosidad.
 La niña permanecía inmóvil, postrada en aquel viejo catre, en estado de inconsciencia. A su lado la madre, afligida, lloraba y lloraba, mientras le cogía entre las suyas sus pequeñas manitas. Unas vecinas traían y llevaban, de aquí para allá, aguas de toronjil, sidriera y de otras hierbas medicinales recomendadas por las abuelas de aquel lugar.
 Ante la presencia del médico, abandonaron todas las vecinas la habitación y solamente el médico, la enfermera y su madre quedaron en ella. Don Antonio sacó una pequeña linterna de su bolso y, abriendo los ojos de la niña, escudriñó la pupila y el fondo del ojo... Un silencio profundo reinaba en la habitación. Preguntó el médico el nombre de la niña y la llamó por dos o tres veces, pero no obtuvo contestación. Acto seguido analizó cuidadosamente todo su cuerpecito, mas cuando llegó a la región de la inguinal, allí se detuvo. Palpó cuidadamente varias veces y al final dijo:
 - Debemos actuar inmediatamente, si no se nos muere.
- Llame Vd. a su marido, por favor-dijo el médico a la madre-.
 Inmediatamente entró Julián en la habitación y el médico les informó.
 - La niña tiene una apendicitis aguda ya gangrenosa y hay que intervenir de urgencia -comentó el médico-, pues de lo contrario entramos en peritonitis.
- Señor, nosotros haremos lo que Vd. nos diga -dijo el padre casi arrodillándose ante el médico-.
- Llevarla a Santa Cruz de La Palma sería una temeridad ya que ello supondría casi un día de viaje -manifestó el médico mientras examinaba el contenido de su maletín-. ¿Sabe usted de algún dispensario médico por estos alrededores? -preguntó Don Antonio al padre-.
- No sé, señor, no; lo único que tenemos aquí es una casa donde el médico vacuna y pasa consulta dos o tres veces al año.
- ¿Está ese consultorio muy lejos?
- No, señor, cerca, casi junto a esta casa.
- Rápidamente mande usted a que lo preparen, lo limpien cuidadosamente, y en cuanto todo este bien limpio lleven, con mucho cuidado, a la niña hasta allí.
 Tenía aquel consultorio una habitación de curas, que habitualmente se usaba para realizar las vacunaciones y otros actos médicos eventuales o rutinarios. Allí, sobre una improvisada mesa operatoria, Don Antonio, ayudado por su enfermera, colocó éter (cloroformo) en la boca de la niña, y mirando al cielo, como pidiendo clemencia, tomó entre sus manos el bisturí y comenzó la operación.
 Aunque todos los vecinos del barrio se agolparon en el exterior de aquella vieja casa cuya habitación ahora servía de quirófano, ni una voz se oía en el entorno. Parecía como si el pueblo durmiese en pleno día. Solo en balido de alguna cabra o el rebuznar de los caballos se oía allá, a lo lejos.
 Pasaron las horas angustiosamente... se jugaba la vida o la muerte de la niña. Tras la larga y angustiosa espera, por fin, aquella puerta se abrió y apareció la figura del joven médico bañada en sudor.
 - Los padres de la niña, por favor -reclamó el médico-.
- He hecho todo lo que estaba en mi mano. Ahora a pedir a Dios para que se recupere.
 Les entregó un escrito en el que constaban todos los cuidados a los que debían someter a la niña y les pidió por favor que le mantuviese informado.
 - Don Antonio, nosotros no tenemos todo el dinero que usted se merece para pagarle. Venderemos algunos animales y le pagaremos. ¿Cuánto le debemos, señor? -preguntó el padre-.
- Paguen ustedes al arriero y al coche y ya hablaremos en otra ocasión -contestó el médico mientras colocaba todo el instrumental dentro de su maletín-.
 Pasaron los años y todo aquel trágico acontecimiento se fue olvidando poco a poco. Adelita, la niña, se hizo mayor. Pronto se dio cuenta de que su futuro en aquel pobre barrio no tendría porvenir y se dedicó de lleno al estudio. Ingresó en la Universidad y terminó la carrera de Medicina con buenas notas. Sus padres fueron envejeciendo lentamente, al mismo ritmo en que discurre la sosegada vida del campo.
 Con el transcurso de los años, aquel barrio cambió totalmente. De no tener teléfono pasó a haber un teléfono en cada casa, sumándose la mayoría de los vecinos a la telefonía móvil. El asfalto cubrió los viejos caminos y la luz de la tea se trasformó en hermosas luminarias eléctricas. Aquel viejo arado y aquellos aperos de labranza permanecen en los trasteros, silenciosos, cubiertos de polvo, olvidados de todos. La cultivadora y el tractor los enviaron a descansar en paz in eternum.
 El fuerte chirrido de los frenos de un coche se oyó en medio de la oscuridad de la noche. A continuación un golpe seco seguido de un profundo silencio. Julián acababa de atender a los animales y ya rendido regresaba a la casa. Soltó la cántara de la leche que en su mano llevaba e instintivamente corrió hacia el lugar de donde procedió aquel chirriar de frenos.
 Corría entre brezos y hayas en dirección a la carretera que desde la cumbre descendía hasta el Roque del Faro. Oyó que alguien gritaba ¡papá, papá! Miró hacia atrás y vio que su hija Adela le seguía.
-         Corre, alguien ha tenido un accidente -le decía a su padre con una voz casi apagada por los nervios-.

- Sí, papá, vamos, es por allí, veo los faros de las luces de un coche en el fondo del barranco.
 Asidos unos a otros, padre e hija, descendieron por la escarpada ladera sorteando mil peligros y dificultades hasta llegar al fondo de aquel estrecho barranco. Efectivamente, las luces de los faros del coche permanecían encendidas. Un fuerte olor a gasolina y a aceite quemado impregnaba el ambiente, y entre aquel silencio apenas perceptible se oía el casi apagado quejido de un hombre.
 - ¡Dios mío! ¡Dios mío! Es un señor mayor y está gravemente herido -exclamaba Adela mientras trataba de llegar hasta aquel hombre que se encontraba inconsciente tras los airbags junto al volante-.
 Su padre intentó moverlo siguiendo el instinto natural que tenemos los humanos por sacar al herido de su lugar donde permanece atrapado, creyendo que con ello le salvamos la vida.
 - No, papá, no, no lo muevas -le dijo su hija elevando el tono de voz-.
 Sacando fuerzas de donde no las tenía, Adela se quitó su abrigo, rasgó con fuerza su blusa y a modo de venda o correa dio un torniquete en el brazo de aquel anciano para evitar que la hemorragia que sufría terminara con su vida. De inmediato metió la mano en el bolsillo de su pantalón en busca de su teléfono móvil, mas con sorpresa se dio cuenta de que lo había olvidado en la casa.
 - Papá, corre, vete a casa y llamas al 112, les dices que es muy urgente, que hay un herido muy grave en el fondo de un barranco. Se necesita un helicóptero. Da las señales completas.
 Mientras Julián, con mil trabajos, trepaba ladera arriba recordaba con qué agilidad en sus años de juventud salió una noche de su casa en busca de un médico que salvara la vida de su hija, la que ahora, precisamente, trataba de salvar la vida a otro. Los años habían pasado y la huella del tiempo transcurrido se dejaba sentir en sus ya cansadas piernas. Intentaba correr ladera arriba, pero notó que su corazón se lo prohibía. Así que por un momento se serenó y pensó que si quería salvar lo que le quedaba de vida a aquel anciano, debía aminorar la marcha.
 Mientras tanto abajo, en el fondo del barranco Adela trataba de reanimar a aquel hombre. Quedándose casi desnuda rompió en trozos su vestido para atajar las hemorragias que abundantemente brotaban una por aquí y otra por allá. Insistentemente decía: "Señor, señor, despierte usted", pero aquel pobre anciano parecía más cerca del otro mundo que de éste. En más de una ocasión le hizo la respiración boca a boca y entre llamada y llamada a la realidad le limpiaba el sudor de su frente.
 El tiempo se hacía interminable. Y el frío de la madrugada comenzaba a helar su cuerpo. Intentó mantener bien abrigado el cuerpo del herido. Cuando cubría su cuerpo con su propio abrigo, oyó como de la boca del malherido anciano salía un lastimero quejido. Intentó de nuevo reanimarlo y en aquel momento el hombre comenzó a abrir los ojos lentamente, muy lentamente. Le fallaron sus esfuerzos y los volvió a cerrar, pero por fin los abrió y miró fijamente a la joven médico. Adela quedó inmóvil con la vista fija en la cara del hombre. "Me recuerda a alguien", pensó y lo volvió a mirar con mucha atención... "Pero, ¿quién es?", se preguntaba interiormente una y otra vez. Sabía que aquella cara la había visto alguna que otra vez, pero no podía situarla en el espacio ni en el tiempo.
 En aquel momento el herido preguntó con una voz muy apagada, casi imperceptible: 
 - ¿Dónde estoy?
- Tranquilo, señor -contestó Adela-. Ha tenido usted un accidente pero ha salvado su vida. Ha tenido usted mucha suerte.
- ¿Quién es usted? -preguntó el anciano mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para que sus ojos no volvieran a cerrarse-.
- Soy un médico que estaba de paso por esta zona.
- ¿Un médico? -volvió a preguntar el herido, y a continuación, casi volviéndose a desmayar, dijo con voz entrecortada- Yo, yo… también soy… médico.
 En aquel mismo momento Adela creyó reconocer a aquella persona.
 - ¡Don Antonio, Don Antonio! -llamó con insistencia al herido mientras clavaba sus ojos en los de aquel viejo médico-.
- ¿Me… me… conoce usted, hija?
- Don Antonio, hace muchos años usted me salvó la vida.
 Adela reconoció el esfuerzo que el herido estaba haciendo para responder a sus palabras y cesó en su empeño. Miró hacia el cielo porque creyó oír un sonido muy lejano. Su percepción era una realidad. Poco a poco el sonido del helicóptero del Servicio Canario de Salud sobrevolaba la zona. Esperó con paciencia. En la oscura noche no podía hacer señales. De repente, se acordó que ella misma había apagado las luces de los faros del coche que tras el accidente permanecían encendidas para evitar que se consumiera la carga de la batería. Así que instintivamente dio vuelta al interruptor de la luz y miró al cielo. Al momento los potentes focos del helicóptero iluminaban el lugar y un hombre junto a una camilla descendía, colgado de un cable, hasta el fondo de aquel estrecho barranco de Garafía.
 Arriba, en la cresta de la ladera, Julián meditaba y con su pensamiento recordó aquella oscura y triste noche que con un farol en la mano acudió en busca de un médico y revivió el largo camino que tuvo que realizar años ha aquel médico para salvar la vida de su hija y… comparó con la rapidez que hoy se atiende a un hombre, que medio moribundo permanece herido en el fondo de un profundo y casi inaccesible barranco de Garafía. Lo que aún no sabia Julián era que el médico que salvó la vida de su hija era salvado de la muerte por su propia hija.


Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 329 de BienMeSabe)
Temí por mi propia vida. En mi niñez me habían contado que otros, en idénticas situaciones de angustia, habían muerto repentinamente y presentí ahora que era verdad, que se podía morir de espanto. Así que aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir a mi mente y los reviví como entonces pero con más amargura y angustia.
 Serían alrededor de las cinco de la madrugada de aquel frío sábado 20 de diciembre, de cuyo año no quiero ni recordar, cuando repentinamente algo inesperado interrumpió mi profundo y plácido sueño. Instintivamente, cual estatua petrificada, quedé sentado en mi cama. Con el corazón casi paralizado y la respiración contenida por el miedo, escuché atentamente durante unos segundos, que me parecieron años interminables.
 Una desagradable sensación de angustia y de terror recorrió todo mi cuerpo y por un momento me pareció que el corazón se me paraba definitivamente y que la sangre se congelaba dentro de mis venas. En esos momentos, algo me pareció sentir sobre mi cabeza, pasé la mano por mi cabellera y horrorizado me di cuenta de que mis cabellos estaban en posición rígida, y vertical: el miedo los había congelado y parecían, más que pelos, púas de puercoespín. Temí por mi propia vida. En mi niñez me habían contado que otros, en idénticas situaciones de angustia, habían muerto repentinamente y presentí ahora que era verdad, que se podía morir de espanto. Así que aquellos relatos de mi niñez y adolescencia volvieron a acudir a mi mente y los reviví como entonces pero con más amargura y angustia.
 Desde allá, desde lo lejos, llegaban a mis oídos unos largos y lastimeros lamentos. Escuché atentamente buscando la dirección de tales lamentos. Pude comprobar que procedían del Norte, tras una plantación de plátanos, que cerca de aquella vieja casona, donde yo pernoctaba, existía. La fría brisa era el vehículo portador de aquel lastimero lamento. Ahora, aquellos ya casi guturales gritos, ahogados por su propia sangre que presentía, brotaba a raudales de la garganta de quien moría, parecían que llamaban a la compasión y a la misericordia de alguien que desesperadamente lucha por no abandonar de este mundo.
 Por un momento me pareció oír el fúnebre canto de un cuervo que con su ronco graznido acompañaba a El Negro en su triste y lenta agonía. Sí, no estaba equivocado, el graznido era el de aquel cuervo carroñero que pocos días antes había tomado como residencia la copa del hermoso y más robusto pino de cuantos por aquella zona había. Por su natural instinto, presentía la muerte de El Negro y se mantenía a prudente distancia con la intención de no ser visto para así intervenir él con toda holgura, por si alguien abandonaba el cadáver.
 Poco a poco, aquellos lastimeros quejidos se fueron apagando lentamente, muy lentamente, y en el silencio de la noche comenzaron a oírse las silenciosas voces de unos hombres.
 Hice un esfuerzo sobrehumano por levantarme de la cama. Lo intenté por más de dos veces, pero el miedo me hacía retroceder instintivamente, y más que agazaparme, me escondía bajo las blancas sábanas. Por fin, lentamente me incorporé, y silenciosamente abrí una pequeña ventana que daba al lugar desde el cual procedían aquellos angustiosos lamentos.
 La luz de la luna iluminaba todo aquel ahora silencioso y tranquilo entorno. Esperé impacientemente unos segundos. Alguien se acercaba hasta mí. Por temor a ser descubierto cerré, con mucho cuidado, la pequeña y gruesa hoja de la ventana. Observé: efectivamente, unos hombres se acercaban. Por un momento creí que estaba fuera de mis cabales y que lo que veía ahora ante mis ojos era irreal, impensable, pero no. No era la imaginación, era la cruel realidad que la vida a veces nos muestra en su lado más amargo. El grupo lo constituían tres hombres corpulentos. Uno de ellos portaba en su mano un cuchillo de largas dimensiones que, por estar aún ensangrentado, intentaba limpiar con mucho cuidado para no dejar huella alguna que pudiera acusarle más tarde de aquel terrible crimen.
 - Hay que preparar algo para llevarlo -dijo con voz ronca unos de aquellos individuos, llamado Faustino-.
- Manos a la obra -le contestó el otro mientras encendía su vieja cachimba cargada con tabaco habano de baja calidad. Y aspiraba fuertemente la primera bocanada de humo-.
 Vi como, de entre algunos maderos que por allí había, escogieron un par de ellos, los más gruesos, y con mucho cuidado amarraban una soga en cada uno de los extremos.
 - ¿Está bien sujeta la soga? -preguntó el más viejo, a quien se encargaba de tales amarres-.
- Sí -contestó el otro-. Tranquilo, no se nos caerá al suelo.
 Al momento, aquellos tres hombres desaparecieron tras las sombras que proyectaban las frondosas y bien cuidadas plataneras. Ahora impacientemente, allá a los lejos, oía a alguien hablar, pero su lenguaje llegaba imperceptible hasta mis atentos oídos. En aquellos momentos, la noche, ya cansada, parecía despedirse lentamente y las primeras luces del día comenzaban tímidamente a hacer su presencia a hombros del sol de invierno que se dejaba ver en el horizonte. Por fin, oía aquellas voces cada vez más y más cerca.
 Lo que vi a continuación me produjo tal impacto que aún hoy, después de tantos años, el solo recuerdo me deja horrorizado y, créame o no el lector, el caso es que, aún a mi edad, paso muchas noches sin dormir recordando tan trágico acontecimiento que marcó para siempre mi vida.
 Amarrado a una cuerda apareció ante mis incrédulos ojos el cuerpo sin vida del El Negro.
 - ¡Dios mío! -exclamé mientras contemplaba aquel horrible espectáculo-.
 Mi exclamación fue tan espontánea que uno de aquellos hombres, llamado Esteban, mandó a callar a los demás.
 - ¡Cállense! -dijo-. Me pareció oír hablar a alguien -comentó con sus compañeros-.
 En ese momento, todos quedaron en silencio por si la suposición de quien lo dijo fuese cierta. Escucharon atentamente unos minutos y por fin uno de ellos dijo:
 - Tú estás soñando, Arturo, aquí no hay nadie que pueda delatarnos.
- Debemos terminar esto antes del amanecer -dijo el que a su lado estaba-.
 Vi como el cuerpo de El Negro era colocado sobre una especie de rústica cama de madera sin sábanas, sin colchón, y sin miramiento alguno lo dejaron caer sobre aquellos fríos y rústicos maderos. En ese momento sentí tanto miedo que me aparté de la pequeña ventana. Tenía el temor a ser llamado algún día ante los tribunales de justicia, como testigo de aquel horrible y execrable crimen.
 Volví a mi cama. Mas la curiosidad me tentó insistentemente una y otra vez... No resistí la tentación, y me acerqué cautelosamente a la ventana de nuevo. Ahora estaban lavando el cuerpo de El Negro. Habían encendido fuego y en una gran cacerola estaban calentado agua. A continuación, con una especie de cepillo, le frotaban su cuerpo, mientras que otros de aquellos hombres vertían el agua caliente sobre el cuerpo ahora sin vida de El Negro. Al ver las llamas pensé que iban a incinerar el cadáver de El Negro allí mismo pero al momento comprendí que lo que pretendían era limpiar cuidadosamente aquel cuerpo aún caliente, y me pregunté: "Si lo han tratado tan mal, ¿para qué lo lavan ahora?"
 De una pequeña caja sacaron una especie de navaja de afeitar y, sin miramiento alguno, rasuraron completamente aquel cadáver. Como cosa de un milagro, la piel negra iba desapareciendo y un blanco intenso, muy intenso, sustituía el negror de un cuerpo que en vida era tan negro como el carbón.
 Aquel cadáver era ahora blanco, muy blanco. Increíblemente blanco.
 - Vamos a comenzar -dijo uno de los hombres-.
 En esos momentos se oyó un estornudo; alguien se acercaba. Escuché atentamente: era un cuarto personaje. Pero no venía solo, le acompañaba uno más joven.
 - Esteban -dijo el más viejo-, ya era hora de que llegaras. Necesitamos tu ayuda para terminar esta faena.
 Colocaron el cuerpo boca arriba, mirando al cielo. Cada uno de aquellos hombres sujetaba fuertemente cada extremidad del yaciente cuerpo. El llamado Manuel Calero extrajo un gran cuchillo y comenzó a abrir un profundo surco a lo largo de su ahora blanquecina barriga.
 - Tenga cuidado con la vesícula -comentó uno de ellos-.
- ¿Qué pasa con la vesícula? -le respondió el otro-.
- Puede derramarse y dar tan mal olor, y ello nos delataría.
 Cuidadosamente abrieron en peritoneo y un humo blanco, de calor corporal, salió de entre las vísceras.
 - Déjame a mí ahora -dijo el otro, y acercando una gran vasija recogió íntegramente en ella todo el contenido del aparato digestivo-.
 La oquedad donde se albergaba el intestino quedó vacía, libre, al descubierto. Al fondo se veían dibujadas las costillas de aquel cadáver.
 Le tocó el turno a otro de los hombres que ahora con inusitada agilidad, dando un fuerte hachazo, había abierto el tórax a nivel del esternón y trabajaba en su interior. Cortó sin miramientos el aún caliente y casi palpitante corazón y rápidamente lo colocó en una bandeja. A continuación hizo lo mismo con los pulmones. Por un momento, mi pensamiento atravesó los mares a más velocidad que la luz y recordé las artes de magia y los rituales que algunos indígenas practican en las perdidas aldeas del África Negra.
 Pero en aquel mismo instante volví a la realidad, me arrepentí del pasado, y me dije: "¡Dios mío!... ¡Dios mío!..." Verdad que en vida envidié a El Negro y a veces hasta llegué a odiarlo y desear mil veces su muerte. Más, ahora, en presencia de su cadáver sentía lástima, mucha lástima... Me volví a arrepentir de mis pasados malos deseos y pensé en su salvación eterna.
 Pasado algún tiempo, me enteré que al El Negro, antes de morir, le concedieron su última voluntad y confesó todos sus pecados... Dijo que perdonaba a todos los que, como yo, le habían ofendido; y ello me tranquilizó de tal manera que ahora me sentí libre de la losa que sobre uno cae cuando comete un grave pecado.
 Yo había conocido a El Negro un año antes. Nunca supe su nombre verdadero; la verdad es que tampoco me interesé por saberlo. Procedía de Garafía, en nuestra querida isla de La Palma, y había sido enviado por la familia del Tío Esteban desde el pequeño puerto de La Fajana en Franceses. Recuerdo con cuánta ilusión fui a recibirlo al por entonces pequeño puerto de Santa Cruz de La Palma. Aún oigo a mi madre alabando sus cualidades.
 Vivió en mi casa, como uno más de la familia, y poco a poco El Negro fue creciendo. Su color negro se hacía cada día más fuerte y brillante. Sin embargo, era un gran comilón. Vivía por y para comer. Insaciable siempre, glotón, pedía más y más. Eran tiempos de postguerra, de escasez, de miseria, de hambruna. De crisis perpetua. Casi a diario acudíamos al monte a por castañas. Eran las castañas su comida preferida y para satisfacerle se las suministrábamos en cantidad. Pero él no se saciaba, se creía, el muy puñetero, merecedor de todo; y aunque no te reprochaba nada, con sus gruñidos parecía que decía tráeme más… más...
 - Tiene que engordarse más -decía una y otra vez mi madre-.
 Y El Negro asentía y comía y comía.
 Cuando te miraba, lo hacía con dificultad, porque tan gordo estaba que no podía levantar la cabeza. Así que solo miraba la comida, con la cabeza casi metida entre los alimentos. No trabajaba, solo comía, comía y dormía plácidamente. Mi envida era tremenda. Otras mil veces volví a desearle la muerte. Pensaba que muriendo él ahora descansaba yo.
 Allá, por los años cincuenta y principio de los sesenta, según mis informaciones, crímenes de esta naturaleza se cometieron muchos en nuestra isla y también en otras del Archipiélago Canario; pero la mayoría de ellos, por no decir todos, fueron silenciados cuando en realidad debieron de haber sido puestos en conocimiento de los tribunales de justicia para juzgar a los culpables con el fin de que pagaran con la cárcel por lo que hicieron...
Epílogo
 Descuartizado, separadas unas de otras las diversas partes de su cuerpo, sometidas éstas a salazón y cuidadosamente colocadas dentro de una pipota, al objeto de ser consumidas por los humanos a lo largo de todo un año.
 … Fue así como terminó la holgazana vida de aquel cochino o cerdo, como le llaman algunos, pero que yo a éste llamaba El Negro debido a su color negro azabache.
(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 347 de BienMeSabe)
Cuando, casi a diario, acudo al supermercado de mi ciudad para proveerme de los alimentos y demás cosas necesarias para el cotidiano vivir, no dejo de recordar aquellas viejas ventas desperdigadas por los pueblos y barrios de nuestra querida isla de La Palma...
Recuerdos del pasado acuden a mi mente e instintivamente me traslado a otra época muy remota para niños y jóvenes, pero muy cercana para los que como yo ya hemos atravesado la barrera del sonido: dicho así, amortiguamos el sentido o significado de la palabra viejos.
 Las ventas, aquellas viejas ventas, tenían de todo. De todo, sí, de todo lo que por aquel entonces necesitábamos para poder sobrevivir en una época de escasez. La verdad es que tampoco añorábamos poseer muchas cosas porque, salvo lo estrictamente necesario, apenas existían artículos o bienes de consumo que podíamos desear porque ni siquiera los conocíamos.
 - Dame una cuarta de aceite -decía aquella pobre mujer al ventero-.
 De entre las medidas de capacidad que el ventero guardaba celosamente dentro de su gaveta, extraía la de un cuarto de litro, la llenaba con un aceite espeso y viscoso procedente de un viejo bidón y se la entregaba a aquella mujer, que cuidadosamente introducía dentro de su vieja cereca.
 - ¿Algo más? -preguntaba el ventero mientras volvía a colocar cuidadosamente el cuarto de litro en su lugar de origen-.
- Sí, don Antonio. Necesitaba un litro de petróleo, pero me he olvidado de traer la botella del petróleo. ¿Podría usted prestarme una que yo se la devuelvo mañana?
- Sí, mujer -contestó don Antonio-, pero la botella que yo tengo es de medio litro.
- Bueno, con medio litro tengo para ahora -dijo la mujer-. Es que no tengo gas para el quinqué y la tea que me queda es para encender el fuego.
- Por cierto- insistió el ventero-, le voy a pedir un favor.
- Usted dirá...
- ¿Ve usted a don Luis esta semana?
- Se refiere usted a don Luis el del carbón... Sí, esta misma noche le tengo que ver.
- Dígale de mi parte que me traiga dos sacos de carbón para esta semana pues se me está acabando el que tengo y no puedo dejar a mis vecinos sin carbón.
- Dichoso el que puede gastarse el dinero en comprar carbón, porque yo para eso no tengo -dijo con cierto aire de tristeza la mujer-.
- ¿Y cómo se las arregla entonces? - preguntó don Antonio-.
- Así me ve usted buscando leña seca por las orillas de esos barrancos -contestó la mujer al mismo tiempo que daba un suspiro de dolor y abandonaba la tienda-.
- Buenas tardes, don Antonio -dijeron casi a la vez Pedro y José que, como siempre, acababan de dejar su pesada carga constituida por un feje (fleje) de hierba junto a la venta.
- Buenas -contestó Don Antonio, y sin que nadie le dijera algo se dirigió al lugar en el que tenía bien colocados los vasos del vino-.
- ¿Lo de siempre? -preguntó, en voz baja, a los dos hombres-.
- Sí, lo de siempre -contestaron al unísono-.
- Espere, veo que tiene sardinas saladas en esa barrica -dijo uno de ellos mientras curioseaba el interior de la barrica-.
- Sí, las acabo de recibir. Son de Lanzarote, me las mandó el compadre Manuel.
- Pues eche un par de ellas pa darle sabor a este morapio.
- El vino es bueno, lo acabo de traer de Las Breñas. Me lo vendió don Juan Leal, que como saben tiene buena bodega.
- Pues si es de Las Breñas llene usted bien los vasos con cuidado, pa que no se derrame ni una gota.
- Hola, Tomasito -dijo don Antonio al niño que acababa de entrar en la venta-. ¿Está tu madre mejor?
- Yo creo que sí -respondió el niño sin saber lo que decía porque tenía la vista fija el el farol, y no porque éste fuese bonito o feo, sino porque en su interior había alfajores, rapaduras, merengues, pilurines y otras golosinas-.
- ¿Tú querías algo, Tomasito? -preguntó don Antonio al niño-.
 Tomasito se desprendió del saco que traía puesto a modo de cucurucho para protegerse de la lluvia, y sacando dos hojas de col de una bolsa de tela dijo:
 - ¡Ah! sí . Me dijo mamá que le diera una cuarta de manteca y otra de tocino, y que se la envolviera en esta hoja de col para que no se me derrita por el camino.
 Tenía la venta de don Antonio un reservado en trastienda que servía de bodega-comedor, donde los parroquianos disfrutaban del vino de Mazo o de Las Breñas acompañados de buenos salmorejo de conejo, y cuando éste faltaba se sustituía por el cerdo bien asado o alguna que otra ave que caía en la cazuela; sin olvidar los chicharros hervidos en mojo.
 Todos estos mejunjes eran preparados por algunos amigos íntimos de don Antonio en una vieja cocina que estaba anexa a la tienda.
 Así que este reservado-escondrijo también se aprovechaba por los vecinos devotos del dios Baco para enjilarse los calmantes lejos de la vista del resto de los clientes que acudían a la tienda. Era habitual que cuando alguna otra persona, no muy conocida por el solicitante del vaso de vino, no quería que ésta se enterase lo decía de la siguiente manera:
 - Don Antonio, pongamos un par de condimentos pa mi mujer.
 Así que don Antonio servía los dos vasos en la trastienda sin pedir aclaraciones. En ese momento el cliente se sentía invitado y pasaba al reservado después de percatarse de que no era observado por los allí presentes.
 En almacén anexo guardaba don Antonio el racionamiento que la Junta de Abastos le asignaba para ese mes y que él, con estricto sentido de la justicia, repartía dando a cada cual lo que se le había asignado según la cartilla familiar que presentaban en la venta.
 - ¿Sabe usted cuándo nos dan arroz? -pregunta una vecina-.
- Me dijeron en la ciudad que están esperando el barco -contestó don Antonio y añadió-. Con razón está diciendo la gente que es más esperado que el barco del arroz, porque desde el año pasado están esperando el barco que traerá el arroz y éste nunca llega.
 Junto a los sacos de millo, llenos de gorgojos la mayoría de las veces, y otras con más gorgojos que millo, se apilaban los dos o tres sacos de azúcar moreno, garbanzos, algunos fideos y poco más. Aun así quedaba espacio suficiente para colocar un par de mesas donde echar un partidita de dominó cuando llegaba la tarde-noche. A veces daba tiempo para echar dos o más partiditas haciendo un descanso entre ellas, que tanto los ganadores como los perdedores celebraban refrescando su gaznate con el zumo de la uva o algún que otro coñac para espantar el frío.
 Farmacia, zapatería, perfumería, librería... estaban ubicadas casi dentro del mismo espacio. De tal manera que cuando querías una pastillas de aspirina okal, alcohol o esparadrapo don Antonio las encontraba después de mover de aquí para allá las botellas del Bisnú la brillantina, las alpargatas de lino y un sinfín de cosas.
 Para el petróleo, el carbón y la tea se disponía de un pequeño cuarto a medio encalar y de color más bien tirando a negro con un insoportable olor a humedad.
 La mayoría de los vecinos de aquel entorno poseían un cerdo que, llegado el mes de diciembre, pasaba a llenar el espacio vacío de la pipota que había dejado el anterior cerdo. Sin embargo, no todos tenían el lujo de disponer de tal reserva para el invierno. Sabedor de ello don Antonio disponía en su venta de una gran pipota que contenía en su interior al menos dos cerdos en salmuera y, como añadidos, colgaban desde el techo unas ristras de chorizos impregnadas con el humo de tabaco que se desprendía de la cachimba del empedernido fumador.
 Un olor, mezcla de tabaco en rama, pescados salados, plátanos maduros, oloroso vino, café en grano, mezclado con el humo de las velas o del quinqué, perfumaban el ambiente dando a la venta una inconfundible personalidad.
 No querría yo terminar este relato sin antes aclarar que, sin bien digo la verdad sobre aquellas viejas ventas, sin embargo el ventero que yo llamo don Antonio es producto de mi imaginación, representativo de los venteros de la época con aire de buenas personas todos ellos y figura de comer mucho y caminar poco.
 Había muchas ventas, que no eran las destinadas al racionamiento. En ellas solo se vendía, a veces, productos cosechados por el mismo ventero, vino en cantidad, aguardiente, tabaco y poco más.
 Hoy, gracias a Dios los tiempos han cambiado, las ventas han desparecido, los supermercados y las grandes superficies ofrecen a sus clientes aquellas cosas que en otros tiempos ni siquiera existían.
 Pero esto solo lo sabemos valorar los que, como yo, ya hemos pasado la barrera del sonido.

Cuentos contextualizados XVIII: El Saco.

(Manuel García Rodríguez.Publicado en el número 355 de BienMeSabe)
Por similitud se llegó a llamar a la americana actual saco de tal manera que a algunas personas mayores de la época se les oía decir ponte el saco o quítate el saco, refiriéndose a ponerse o quitarse la americana.
 Como si por arte de magia se tratara, en la actualidad, el saco ha desaparecido de los hogares rurales y ya casi nadie lo nombra ni se acuerda de él; o no ser algún nostálgico del pasado, como es mi caso.
- Si te vas por ahí, lleva el saco, por si te dan algo -decía una madre al hijo que abandonaba la casa para recorrer el barrio-.
 Por si le daban algo… y otros decían por si cae algo… Efectivamente, el muchacho cumplía a pie juntillas las órdenes de su madre. Sabía perfectamente dónde estaba el saco porque éste se aguardaba celosamente sobre la tranca, detrás de la puerta, doblado y muy bien colocado.
 José era el nombre de este chico, de unos doce años, que ya había abandonado la escuela y que ahora ayudaba a su madre en lo que podía. Como quien no quiere la cosa José, Joseíto -como le llamaban cariñosamente en el barrio-, con el saco al hombro, se acercaba por la huertas o canteros donde el vecino estaba cavando las papas y se quedaba mirando aquella operación como… haciéndose el despistado. Él no pedía papas. Solo quería hacerse notar. Así que el dueño de las papas apenas lo veía allí sabía a lo que venía y le preguntaba:
- ¿Tienes en donde llevarle unas papas a tu madre?
 La respuesta de Joseíto era rápida.
- Sí, señor, aquí tengo el saco.
 Inmediatamente Joseíto abría la boca del saco, esperaba que las papas entraran, y cuando a él le parecía decía muy educadamente:
- Ya está bien, don Nicolás. No ponga más.
 De su madre el chico había aprendido a ser agradecido con las personas y no exigente. Así que cuando decía no me ponga más sabía él que don Nicolás le ponía un par de kilos más. Esta vez Joseíto había conseguido su objetivo. Mas había ocasiones en que el niño volvía a su casa con el saco vacío; bien porque el que cavaba los boniatos se hizo el loco o bien porque nadie estaba recogiendo su cosecha. Era el saco, fabricado con fibra de henequén, el compañero inseparable del agricultor y en general de todos los campesinos de aquella época.
 Si ibas para el monte, tenías que llevar el saco, cuya utilización tenía al menos dos fines: o bien lo llenabas con algo o bien te servía de almohadilla para colocar entre el hombro y el fleje de hierba o de cualquier otro producto del monte, al objeto de amortiguar el impacto entre la carga y tu hombro... Si necesitabas salir de la casa y estaba achubascando tenías que llevar el saco para protegerte de la lluvia; aunque a veces era peor el remedio que la enfermedad ya que si llovía mucho el saco se empapaba y la gripe no había quien te la sacara de encima... Si ahora lo que querías era regar la huerta necesitabas del saco para que éste te sirviera de tapón a fin de derivar el agua en las atarjeas.
 Era compañero inseparable del saco el famoso cesto de carga ya que si no llevabas el saco las varillas del cesto de carga se te quedaban como clavadas en tus hombros y a veces aparecían las famosas llagas o morados. Si ya habías llegado a mayor y jubilado te encuentrabas, te era necesario el saco para que éste te sirviera de cojín, de tal forma que te pudieras sentar sobre cualquier muro o pared de piedra seca. Era, pues, en estas edades, un medicamento contra las hemorroides y demás enfermedades del trasero.
 Fundamentalmente había tres clases de sacos. Curiosamente todos los sacos que conocí procedían del extranjero. Los más utilizados eran los procedentes de Irlanda, que se importaban con papas de semilla para sembrar en Canarias. Por fuera traía una leyenda que decía en inglés see potatoes (papas de siembra) y más abajo up to date (época de siembra), y la gente los llamaba sacos de utodate. Otros también de procedencia irlandesa eran los King Eduard (Rey Eduardo). A éstos los llamaban kineguar.
 Otro tipo de saco, muy abundante, procedía de Alemania y venía lleno de sulfato de amoniaco o potasio. La gente los conocían por sacos de tres listas. Eran mayores que los de Irlanda y su contenido era de 100 kilos, que el agricultor cargaba desde el camión hasta su casa para, ya más tarde mezclado con otros abonos químicos, esparcirlos sobre el terreno.
 Por último existían los llamados sacos de azúcar. Creo, no estoy seguro, que procedían de Cuba. Abundaban poco y eran muy buscados por las amas de casa con dos fines: o para desteñirlos y confeccionar con ellos prendas de vestir, o para llevar el grano y traer el gofio del molino,
 El tratamiento dado al saco antes de su utilización era muy sencillo, Consistía en tenerlos un par de días a remojo en una pileta o charca, de tal manera que quedaran libres de restos de su anterior contenido. Después varios días al sol. Por último, se recogían del secadero y se recolocaban unos sobre otros con mucho cuidado.
 El saco era utilizado y reutilizado en muchas y variadas ocasiones; ora lleno de papas hasta la boca y cosido con la aguja de coser, ora lleno de coles para llevar a la plaza del mercado. Así iba y volvía a la casa de su dueño hasta que, ya gastado, terminaba tapando algún agujero.
 En verano, el saco se utilizaba como cortina en el pajero de las vacas. Para que estos animales no se asfixiaran con el calor se abría la puerta del pajero. El abrir la puerta del pajero tenía un inconveniente y era que entraban las moscas a visitar a las pobres vacas que no acertaban a matarlas todas con el rabo. Así que para que estuviesen tranquilas se colocaba una cortina de sacos en la puerta del pajero, de tal forma que las moscas no pudiesen entrar.
 El algunas ocasiones, cuando las humildes familias procreaban hijos y más hijos, se hacía necesario disponer de una habitación-dormitorio más en la vieja casa, de tejado a cuatro aguas, para separar a los hijos varones de las hijas. Así que una habitación se convertía en dos dividiéndola por medio de un tabique construido con sacos pintados con cal. Cuando los hijos eran mayores y se iban de la casa se retiraban los sacos y la habitación recobraba su aspecto original. Llegó a tener el saco tanta popularidad y tan apreciado estaba que en algunas escuelas públicas había un perchero para que los niños colocaran el saco que llevaban a la escuela en época de lluvias.
 Sirvió el saco como divertimiento del pueblo. Las corridas de sacos eran un número festivo que consistía en meterse dentro de cada saco una persona e intentar, corriendo, llegar a una meta previamente establecida.
 Por similitud se llegó a llamar a la americana actual saco de tal manera que a algunas personas mayores de la época se les oía decir ponte el saco o quítate el saco, refiriéndose a ponerse o quitarse la americana.
 Sin embargo, para lo que nunca sirvió el saco fue para cargar con los racimos de plátanos ya que, al ponerlo sobre el saco, los dedos del racimo quedaban marcados con el tejido del saco haciéndolo inservible para la exportación.
 De entre los refranes o sentencias populares de la época había uno que hacía referencia al saco y que decía: da más lata que un cochino dentro de un saco, refiriéndose a alguien que era muy repetitivo en sus exigencias. De la misma manera que las lecheras tienen su monumento en esta isla de La Palma, las vacas otros, etcétera, creo que en justicia se debería hacer un monumento a el saco en agradecimiento de los servicios prestados en el pasado.
 Así como el ordenador mató la máquina de escribir, el plástico mató el saco y este, ya olvidado de todos, duerme el sueño de los justos en algún rincón del pajero o en una vieja casona.
Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 366 de BienMeSabe)
El caso es que me contó cómo dentro de aquel túnel, del que yo ya sabía historias de fantasmas y de brujas embrujadas, había aparecido en la noche anterior el cadáver de un hombre, al que le habían extraído la sangre. Era un cadáver sin sangre...
 Todavía hoy, después de tantos años, el recuerdo de aquella fatídica noche emerge en mis sueños y me hace revivir lo que nunca deseé vivir.
 Era allá en la década de los cuarenta, del siglo pasado. En aquellos años, el cotidiano vivir transcurría sin sobresaltos, sin noticias del exterior, inmersos en una crisis. Sin saber que aquello era una crisis porque tampoco antes viviste años mejores. Se asumía que aquello era así y te decías es lo que hay y el conformismo te hacia feliz dentro de tu entorno. Eran los años en que por no haber noticias te las inventabas porque nada nuevo había que contar. La prensa escrita no circulaba, de la televisión ni noticias de su existencia se tenían y la radio era cosa de algunos ricos.
 A veces el conocimiento previo de sucesos ocurridos que del pasado tenemos nos salvan la vida. Cuántas y cuántas veces levantamos el pie del acelerador cuando pasamos por un lugar de la carretera donde sabemos que ha muerto alguien, quizás por exceso de velocidad...; y cuántas y cuántas veces tomamos otro camino porque conocemos a priori que aquel nos puede llevar a la muerte...
 Como todo en la vida, esta vez el conocimiento previo fue una excepción, y más que aminorar mis temores en aquella trágica noche los aumentó hasta tal extremo que presentí que la muerte se me acercaba a pasos agigantados.
 - ¿Te enteraste de lo que ocurrió anoche en el túnel? -me preguntó el amigo, más que por saber si estaba o no informado, por ganas o deseos de trasmitirme una información que aún hoy no sé si fue cierta o se la inventó él mismo con ánimo de asustarme-.
 El caso es que me contó cómo dentro de aquel túnel, del que yo ya sabía historias de fantasmas y de brujas embrujadas, había aparecido en la noche anterior el cadáver de un hombre, al que le habían extraído la sangre. Era un cadáver sin sangre. A veces solo una gota de agua es lo suficiente para que el vaso de derrame y así sucedió con esta historia contada por mi amigo. De tal manera que lo que ya sabía sobre el túnel, que no era poco, se sumó a esta nueva historia. Nunca supe si en realidad el hombre en cuestión murió dentro del túnel y menos aún si los vampiros o las brujas le chuparon la sangre -vaya usted a saber- con qué artes de brujería.
 Era el túnel, y es todavía hoy, una perforación del majestuoso Risco de la Concreción hecha antaño casi a nivel del mar y a escasos metros de éste... Era ayer y lo es hoy un agujero negro, oscuro, estrecho con algunos huecos de tramo en tramo abiertos al mar a manera de ventanas para que por ellos penetrara, aunque con dificultad, la luz del día. Ya atravesar el túnel en coche durante el día era una aventura que tenías de correr con verdadero terror, conteniendo la respiración no por el hecho de perder la visión de la luz diurna, sino por el temor a que una piedra o quizás el techo entero se desplomase sobre tu coche y, allí mismo, de tan miserable manera, se terminara toda la historia de tu pasada vida. Que las rocas se desprendían con facilidad del techo era un hecho cierto, tú lo sabías; no porque te lo contaran testigos presenciales sino porque tú mismo las veías depositadas al borde de la carretera. Si es que a aquella vía de circulación se le podía llamar carretera. En más de una ocasión o bien tenías que dar un desvío para no chocar con rocas desprendidas o te bajabas del coche para despejar tú mismo la vía y poder pasar. Para colmo de males, a las oquedades que daban al mar, durante la guerra civil española se le habían realizado algunas perforaciones para, según me contaron, colocar dinamita con la intención de volar el túnel, si el supuesto enemigo intentaba asediar la ciudad. Era el túnel así de oscuro, peligroso, silencioso y misterioso. Si a decir verdad, aquella leyenda, o tal vez realidad, que del túnel se conocía se vino a confirmar el día en que se desplomó.
 Meses y más meses estuvo el túnel cerrado, tapiado e incomunicado. Había que dar un largo rodeo si se quería acceder al otro lado de la isla. Según contaban, por aquella época no era fácil desencumbrar el túnel, porque se temía, y con razón, que la retirada de las rocas desprendidas propiciase el desprendimiento de las siguientes, de tal manera que la vida de los obreros acabase bajo los escombros de los siguientes desprendimientos. Así estuvo aquel túnel, de funestos recuerdos, meses y más meses, y quizá años, casi abandonado.
 Llegó el invierno y con él las filtraciones de agua de lluvia penetraron por las grietas que el calor del verano había dilatado. A la fragilidad de aquellas rocas, ahora se sumaba el efecto producido por la humedad y consecuentemente los desprendimientos eran cada vez más y más frecuentes. Por fin los obreros, aun a riesgo de sus vidas, despejaron los escombros y el túnel quedó abierto de nuevo al tráfico rodado y al paso de los asustados peatones, que casi obligatoriamente, a diario, por razones de trabajo o estudio, habrían de cruzarlo en ese ir y venir a la ciudad. Ahora aquel túnel ya no era un túnel completo, como lo era antes. Ahora quedaba dividido en dos mitades, una larga y otra corta, separada la una de la otra por un espacio vacío, a cielo abierto, como consecuencia de aquel derrumbamiento.
 Todo había cambiado. Ya no pensabas que quizás el túnel podría desplomarse y aplastarte dentro algún día, no, ya no era una hipótesis; ahora era una cruel realidad. Si bajo de las enormes montañas de rocas había alguna persona muerta fue una sospecha que se perpetuó en el tiempo hasta el día en que se retiraron las últimas rocas desprendidas. Lo que se contaba como cierto era que una muchacha murió dentro del túnel. Se decía, y se repetía constantemente, que la difunta entró dentro del túnel por la boca del Norte. Por Santa Cruz de la Palma rumbo a Las Breñas... Comentaban que la moza iba en compañía de otras dos muchachas y que la maldita roca desprendida del techo justamente cayó sobre de ella, que tranquilamente caminaba en el centro del grupo. Nunca supe ni el nombre ni los apellidos de la muerta. Mas unos contaban que se lo contaban y así llegó contado hasta mis oídos.
 Era una fría tarde otoñal. Yo había cruzado el túnel rumbo a Breña Baja. Por aquellos años mi vista era como la vista de un lince, veía a la perfección. Aun así, la penumbra que entre ventana y ventana del túnel existía me producía pánico. Sombras y luces se sucedían continuamente. A través de aquellas bocas mal formadas del túnel, que miraban al mar, alguna que otra ola intentaba penetrar dentro del mismo. A veces, algunas veces, lo conseguía y la salada agua marina te dejaba empapado. Así que sobre el miedo que ya llevabas en tu cuerpo se sumaba el de la fría y salada agua marina. Ahora la marea había subido y las olas se sentían batir con tal fuerza que el mismo túnel se estremecía desde sus cimientos al recibir el potente impacto de la enfurecida mar. En más de una ocasión intenté volver sobre mis pasos; pero solo pensar que para llegar a mi destino tardaría más de tres horas caminando a través de los sinuosos caminos o veredas que dando vueltas y más vueltas nos conducen hasta La Concepción, me disuadía de aquella idea, producto del miedo.
 Continué mi camino dentro de aquel túnel. Algún que otro transeúnte, quizás tan asustado como yo, se cruzaba en el camino. La penumbra no nos permitía reconocernos mutuamente, ni tampoco yo me acercaba mucho al que conmigo se cruzaba. Quizás era un buen hombre pero, ¡Dios mío!, podía ser un ladrón, o un vagabundo o quizás alguno de aquellos asesinos que chuparon la sangre al hombre que apareció muerto, aquella noche, dentro del túnel. Ahora el conocimiento previo de muertos, de brujas y de misteriosos sucesos acaecidos en un pasado lejano, que me habían contado, acudían persistentemente a mi mente y aquel misterioso batir de las olas con intervalos de un prolongado silencio envuelto en la penumbra acongojaba mi alma.
 Por fin logré llegar a la otra puerta del túnel. Respiré profundamente; miré el cielo y la tierra y gocé de la libertad que se siente cuando antes no se tuvo. Aquella alegría y aquel sentido gozo de felicidad pronto se truncó. El tiempo voló y la tarde se venía encima a pasos agigantados. Ahora se presentaba el regreso. La alternativa era la misma: o dar un gran rodeo o volver a atravesar a aquel maldito túnel. Al miedo se sumaba otro miedo y era que la luz del día estaba muriendo y la boca del túnel ahora era más negra que la negra noche. El regreso fue una odisea que jamás ser viviente ha vivido.. Al menos que yo sepa.
 Hice la señal de la cruz y atravesé la negra boca que ante mí se presentaba. La oscuridad más oscura lo envolvía todo. Caminaba lentamente temeroso de abrazar a algún fantasma. No veía nada y la nada era una nada absoluta. Constantemente, en medio de la oscuridad, creía oír voces, ahora procedentes de la mar como de algún náufrago que se ahoga. Ahora procedentes de aquellas negras ventanas, como si alguien estuviese escondido en ellas esperándome para terminar con mi pobre vida. Repentinamente se encendió una tenue luz a pocos metros de mí. Alguien prendía fuego a su cachimba y una tos honda, ronca y profunda vino a decirme que lo que pensaba era cierto. Me crucé con aquel hombre y ni yo lo vi ni él me vio. Seguí mi camino recto, a mi parecer, pero sin un referente que me sirviera de guía. Así que para orientarme rozaba con mis manos las frías y húmedas paredes de aquel túnel. No sabía por dónde estaba, si faltaba mucho o poco para salir de aquel infierno.
 Me pareció ver a una mujer, después a dos, incluso creí percibir sus risotadas dentro de aquel maldito túnel. Eran risas de terror, de miedo, de ultratumba, del más allá , Era el preludio a una nueva cacería y la víctima a cazar era yo. El eco de mis pasos retumbaba dentro del aquella oquedad. Temí que yo mismo, en mi angustioso caminar dentro del túnel, provocase la caída de alguna parte del techo. Me vi sepultado, pero vivo bajo aquellas agrietadas rocas desprendidas del techo. Pensé en lo que harían por mí. De seguro, me buscarían por todas partes, pensé. Yo gritaba, estaba vivo pero ellos no me oían. Intentaba gritar más fuerte, pero no podía. Hasta en mi ahora calurienta mente llegaban las voces de los que me llamaban para comprobar si estaba vivo bajo aquellas rocas. A través de una estrecha abertura percibí el olfato de un perro y hasta me pareció ver su afilada y mojada nariz. Era uno de esos perros que buscan cadáveres, pero yo no era un cadáver, estaba vivo.
 Por fin allá y a través de aquella maldita oscuridad, en la lejanía, una esperanza de vida creí percibir. Unas tenues luces fueron cada vez haciéndose más perceptibles, más y más. Eran las luces del pobre alumbrado público de Santa Cruz de la Palma. La vida volvió a mí; pero aquella trágica noche dentro del túnel se revivía en mis sueños una y otra vez.
 Mas ahora no. Ahora todo terminó y ese maldito túnel permanece cerrado, prisionero, abandonado como merecido castigo por tantos y tantos disgustos que el pasado dio a aquellas pobres gentes de su época.
 Aún hoy, cuando por la hermosa Avenida de Los Indianos, en las frías tarde de invierno o las calurosas del verano, bordeando el mar recorro el mismo trayecto que recorrí antaño, desvío la vista del viejo túnel por no traer a mi memoria recuerdos de un triste pasado.



No hay comentarios:

Publicar un comentario