sábado, 5 de abril de 2014

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS






ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1901-1910



CAPITULO –XIV




Eduardo Pedro García Rodríguez
1906 marzo 26.

CRÓNICAS DEL VIAJE REGIO. DIARIO DE LA VISITA DE ALFONSO XIII A LA COLONIA DE LAS   ISLAS CANARIAS


PREPARATIVOS CIUDADANOS EN TENERIFE

El sábado 24 de marzo de 1906, el gobernador civil Ramón Ledesma Hernández recibió un telegrama del presidente del Consejo de Ministros por el que se le notificaba que la comitiva regia embarcaría en Cádiz a las doce de la mañana de ese mismo día, teniendo previsto arribar al puerto de Santa Cruz de Tenerife el lunes 26, dos días después, a las 11 de la mañana. Según información publicada por el Boletín Oficial, formaban parte de ella los ministros de Marina, Concas; de Guerra, Luque; y de Fomento, Gasset, a última hora sustituido por el conde de Romanones, ministro de Gobernación. Las autoridades provinciales, con la anterioridad requerida, habían completado el programa de actos y adoptado las complejas medidas de seguridad solicitadas3. Para financiar los gastos extraordinarios derivados del recibimiento regio, el Ayuntamiento capitalino preparó un presupuesto adicional de 15.000 pesetas.

Nada más conocer oficialmente la comunicación, el alcalde de Santa Cruz, Pedro Schwartz y Matos, publicó en la prensa la fecha y hora prevista de la llegada. En ese comunicado animaba al pueblo, con entusiastas expresiones, a rendir el tributo merecido al Soberano, haciendo hincapié en que se trataba de la primera visita de un monarca español, que venía además a conocer directamente las necesidades y aspiraciones de todo el Archipiélago. A su vez, los periódicos señalaban el permanente interés del Rey y su Gobierno en el bienestar y progreso de esta provincia canaria. Con este viaje, se inicia una etapa de regeneración y desarrollo, ya que su objeto primordial no era otro que el de conocer directamente, solucionar problemas y allanar dificultades. El domingo 25 llega a Santa Cruz la banda de música de Arafo, mientras que las de Güímar y San Juan de la Rambla ya se encontraban en la capital, para contribuir unas y otras, con sus alegres músicas, a dar un tono de festividad al evento. Todo estaba preparado, pues, para el recibimiento real.

Una amplia escalera de desembarco daba acceso al airoso templete, construido en el muelle, según diseño del arquitecto Estanga. En su cúpula rectangular ostentaba los escudos de Santa Cruz y de España, y en sus esquinas, artísticas coronas. En el puerto se colocaron mástiles con banderas que hacían ondear los colores nacionales. Sus edificios presentaban un extraordinario ornato, en especial el kiosco «Recreo del Marino». A la salida del muelle, próximo a la Alameda de la Marina, se alzaba el gran arco que la ciudad dedicaba al Soberano. Asimismo, la plaza de La Constitución, adornada con palmeras y banderolas, y los establecimientos de la zona habían engalanado sus escaparates y fachadas. La Sociedad Colombófila construyó un ingenioso arco-palomar, en el que se colocaron centenares de palomas que, al paso del Monarca, serían puestas en libertad. En la calle de la Candelaria, se levantó un segundo arco monumental, homenaje de los exportadores de frutos de Tenerife. Esta arcada, realizada por el pintor Manuel González Méndez, estaba decorada con los productos agrícolas que constituían la principal riqueza del país.

Frente a la sede social del Salón Frégoli, se levantó otro arco, en el que se colocaron varios socios vestidos de marinos, que obsequiarían al Rey y a los Infantes con sendos ramos de flores. En la calle del Castillo, las sociedades La Benéfica y La Bienhechora habían erigido otro arco. Las casas comerciales de esa importante vía estaban todas embellecidas y encortinadas. Además, se habían colocado pancartas artísticas con rótulos de bienvenida y alusivos también a las dificultades por las que pasaba Tenerife. A la entrada de la Alameda de Weyler se hallaba un elegante arco adornado con atributos militares y de la Marina, en cuyo remate se representaba a España con el estandarte real.

La Cruz Roja hizo gala de ingenio para exhibir todos los elementos que la acompañan en las columnas de entrada de la plaza del Príncipe. En los extremos de uno de sus paseos laterales, se mostraban varias tiendas de campaña para heridos, exhibiendo los útiles precisos para ser usados en los desgraciados tiempos de conflictos bélicos. Igualmente estaba expuesta una bomba de incendios y cuantos medios se requieren para la extinción del fuego. Los vecinos de El Cabo adornaron el puente y levantaron arcos. Para los periodistas4 nacionales que se hallaban en esta capital con motivo del viaje, se habilitó una habitación en el Gobierno Civil y un despacho en la Central de Telégrafos. En resumen, la ciudad presentaba su mejor cara en honor a su Rey.

LUNES, 26 DE MARZO. EL RECIBIMIENTO

Pasadas las doce del mediodía del 26 de marzo fondeó en el puerto santacrucero, procedente de Cádiz, el vapor de la Compañía Trasatlántica Alfonso XII que conducía al Soberano español y a sus hermanos los Infantes María Teresa y Fernando María de Baviera. Una escuadra española, al mando del contralmirante Matta, daba escolta al navío real. Componían dicha flota los buques Pelayo, Princesa de Asturias, Carlos V, Extremadura, Río de la Plata y el yate real Giralda4, en el que viajaban los representantes de los medios informativos nacionales. Nada más desprenderse del costado del Alfonso XII la falúa de vapor del Pelayo que transportaba al Rey y avanzar por entre las dos hileras de botes ocupadas por las comisiones de los distintos centros y por particulares, el fuerte de Almeida hizo las salvas de ordenanza, a las que respondieron al unísono las bandas de música interpretando la «Marcha Real», se escucharon al tiempo las sirenas de los vapores, resonaron las aclamaciones de los tripulantes de los buques de guerra y, mientras repicaban alegres las campanas de las torres, una nube de cohetes surcó el aire, estallando de aquí y de allá.
Alfonso XIII viste uniforme de capitán general con fajín, grandes cruces, venera del Toisón de Oro y banda de Carlos III. Responde militarmente a los saludos, acompañados con una ancha sonrisa que articula en ese rostro suyo tan borbónico, curtido por el aire del mar. Nada más pisar el muelle, y tras las presentaciones de rigor en el flamante templete de hierro, signo de la época, se forma la comitiva que en seis carruajes parte hacia la iglesia Matriz de La Concepción. En primer lugar marchaba un landó con cubos dorados, capota descubierta y cocheros con chistera engalanada de galones de oro, que conducía al Monarca5, a su hermana la Infanta María Teresa y al esposo de ésta, el Infante Fernando de Baviera; flanquea el estribo derecho el gobernador militar y el izquierdo el jefe de carrera, precedido y seguido por los Batidores de Caballería de Tenerife. En el coche inmediato viajan el ministro de la Guerra, el alcalde de Santa Cruz y el diputado a Cortes Eduardo Domínguez Afonso. Los otros carruajes transportan al ministro de la Gobernación, conde de Romanones, y al senador del Reino Pedro Poggio y Álvarez, y al ministro de Marina, acompañado por el marqués de Casa Laiglesia, diputado a Cortes. Y en los siguientes, va el alto personal palatino, la dama de honor de la Infanta, cuarto militar y ayudantes del Rey, y del Infante. Luego, tras ellos, las autoridades provinciales, con el gobernador civil a la cabeza, las representaciones de la Audiencia Territorial, Diputación Provincial, Ayuntamiento y Cabildo Catedral, el director y claustro de profesores del Instituto General y Técnico, los caballeros Grandes Cruces y de las Órdenes Militares, y los representantes de los Juzgados Ordinarios y de los Fueros de Guerra y Marina, seguidos por los delegados de la Comisión Internacional de Cruz Roja, Cámara Oficial de Comercio, Asociación del Magisterio de Primera Enseñanza, Colegio de Abogados, y los directivos del Casino Principal, del Club Náutico Tinerfeño y Club Inglés. El cortejo lo cierra otra compañía de Batidores a caballo.

Recorrieron la Alameda de la Marina, las Ramblas de Ravenet y Gutiérrez, costado norte de la plaza de La Constitución, calles Cruz Verde, Imeldo Serís, Candelaria y Noria. El inmenso gentío, que desde los contornos del dique Sur llenaba todo el trayecto hasta invadir la carrera, aclama con frenesí al Monarca, mientras las bandas de música interpretan de nuevo la «Marcha Real». Ante la puerta principal de La Concepción lo recibe el obispo de la Diócesis, acompañado por el Cabildo Catedral, clero y hermandades parroquiales. Las personas reales entran en el templo bajo palio. Allí tuvo lugar el solemne Te Deum, interpretado por la Sociedad Filarmónica. Luego, el párroco José Pestano y

Olivera, entregó al Soberano la medalla de Oro y a los Infantes, sendas medallas de plata sobredorada con la inscripción: «Confraternos del Santísimo Sacramento de esta parroquia». La comitiva continuó por las calles Noria, Santo Domingo, Cruz Verde, Alfonso XIII, plaza de Weyler, hasta la Capitanía General. Durante el trayecto, el Monarca caminó, entre una lluvia de flores y palomas lanzadas al vuelo a su paso, calurosamente aplaudido por la multitud.

El desfile de las tropas se efectuó con gran orden. Desde un balcón del palacio de Capitanía, el joven Soberano presencia la parada. Al retirarse, ante los incesantes vítores de los congregados en el lugar, el Monarca permitió que el pueblo entrara al interior del palacio. Se hizo un gran silencio respetuoso en la entrada y en los engalanados salones, abarrotados de gente, en su mayoría santacruceros de a pie, agolpados tras las líneas de la guardia. Accede, muy solemne y ceremonioso, el gran séquito en el salón del Trono, e inmediatamente el Rey y, dos pasos más atrás, la Infanta María Teresa, y luego su marido, el Infante Fernando de Baviera; cierra el cortejo el piquete de la guardia, que va aumentando con los situados hasta entonces a lo largo de la carrera. Las personas reales suben al estrado y se colocan bajo el dosel. El Rey, con una sonrisa prendida en la cara, el labio ligeramente colgante, la mirada viva y un aire satisfecho, tiene a su derecha a su hermana, algo pálida aunque morenucha y con una sonrisa que agracia su rostro árido, junto a su esposo, muy rubio y peripuesto, en uniforme de capitán de Húsares de Pavía, con la insignia del Toisón de Oro al cuello. En aquel momento comienzan a desfilar las más de mil personas que, curiosas y reverentes, aguardaban para saludarlos, y entre las que se encontraba un grupo de sesenta campesinas, comisiones y representaciones de diversas entidades, y una nota exótica: los jefes de kábila y santones llegados desde Río de Oro, acompañados por el capitán Francisco Bens Argañona, gobernador de aquella factoría. Éstos, después de rendirle pleitesía —aprovecharon para recabar algunas ventajas para el aumento del tráfico comercial en aquella posesión—, le entregaron una gumía de plata, presente correspondido por Don Alfonso con diversos obsequios. Terminada la recepción, el Monarca y su séquito pasaron al comedor de palacio, donde se sirvió el banquete, amenizado por la Banda del Regimiento. Finalizado el almuerzo, el Monarca visitó y elogió las habitaciones que le habían reservado en Capitanía, allí escribió sendos telegramas a su madre y a su prometida, para posteriormente trasladarse al muelle y subir otra vez a bordo del Alfonso XII. Mientras tanto, el acorazado inglés Isis se aproximaba a las aguas de Santa Cruz, saludando la presencia del Rey con las salvas reglamentarias, correspondidas por la batería de Almeida y por las de los buques de guerra anclados en el puerto. A la flota española se había incorporado, procedente de Lisboa, el crucero de guerra portugués San Rafael, de 1.800 toneladas, armado de 18 cañones y con 234 tripulantes.

LA FIESTA REGIONAL

A las cinco de la tarde regresó a tierra, acompañado por su séquito, se dirigió a la plaza de Toros, donde la Sociedad Salón Frégoli, a iniciativa de Diego Crosa y de Sergio de Logendio y Garín, capitán de Artillería y presidente de esa entidad, había organizado una fiesta de carácter típico y regional. A la llegada del Soberano, los vítores y aplausos se confundían con los acordes de la «Marcha Real». Una vez ocuparon sus localidades Don Alfonso y sus hermanos, y luego que las bandas de música interpretaran a modo de introducción los Cantos Canarios de Teobaldo Power, comenzó un romántico espectáculo que resumía los usos y costumbres vernáculos. Se presentaron campesinos con su vestuario tradicional, «magas» con sus típicos pañuelos y sombreros de palma, la yunta que trilla, la que ara, las tomateras, las vendedoras, tal como vienen a la ciudad con sus frutos, las carboneras y las que transportan a la cabeza la pinocha del monte. También carretas conduciendo romeros a las fiestas populares, camellos que sobre sus angarillas llevaban atractivas jóvenes, fornidos atletas, que efectuaron varios ejercicios de lucha y de juego del palo. Una exhibición de los bailes y cantos típicos. Todo ello a cargo de los socios del Salón Frégoli y de distinguidas señoritas santacruceras. Alfonso XIII elogió el festival, en particular a los luchadores, y mostró su sorpresa ante la demostración de silbo gomero que fue practicada por dos soldados de Infantería naturales de esa isla. Al finalizar, los organizadores presentaron al Rey a las señoritas y a los socios participantes, con los que departió largo rato.

De regreso al Puerto, se detuvo frente al Hotel Quisisana, y bajó del coche para apreciar la vista que desde allí presenta la capital isleña. Luego, tras un breve descanso en el trasatlántico, salió vestido con el uniforme de gala de almirante y el Toisón de Oro al cuello, dispuesto para asistir al banquete oficial con que lo obsequiaba la Diputación Provincial. La comida fue amenizada por la orquesta de la Sociedad Filarmónica. A los postres realizó Don Alfonso varios brindis por la prosperidad de la ciudad, la provincia y por el Ejército español, que fueron contestados por las autoridades presentes con votos de larga vida para el Monarca y felicitaciones por su próximo enlace. El presidente de la Diputación le hizo entrega de un álbum de vistas de Tenerife, obsequio de la Sociedad de Dependientes de la Industria y del Comercio. Finalizada la cena, abandonaron el edificio de la Diputación para dirigirse al Casino Principal, donde la junta directiva, presidida por Blas Cabrera Tophan, había organizado una recepción y baile de gala. Ante las aclamaciones del pueblo, que llenaba la plaza y calles adyacentes, el Monarca y los Infantes se asomaron a uno de los balcones del Casino para corresponder y saludar. Pasadas las diez y media de la noche, abandonaron esa sociedad. La comitiva, al pasar delante de la tabaquería de Ángel Carrillo, se detuvo para contemplar los retratos de la princesa Victoria (1887-1969) —nacida Ena de Battenberg, que tras su conversión al catolicismo cambió su nombre por el de Victoria Eugenia— y del propio Alfonso XIII, colocados en el escaparate de aquel negocio. En el muelle lo esperaba una comisión de la Asociación del Magisterio Primario de Tenerife, que fue invitada a subir a bordo, y allí le hicieron entrega al Soberano de una bandera de raso blanco bordada al realce, por las señoras Antonia Zamora y Julia Martín de Sansón. Con esa improvisada audiencia finalizó esta primera jornada en Santa Cruz de Tenerife.

MARTES, 27 DE MARZO

A las siete de la mañana, con el nacimiento del día, desembarcó el Rey, Todos juntos marcharon, en coche especial del tranvía, hacia La Laguna. El Monarca, enfundado en uniforme militar de diario y morrión bruñido bien encajado sobre la testa. La Infanta, con traje oscuro y sombrero a juego. Don Fernando María, en uniforme de paseo de oficial de Húsares. A pesar de la copiosa lluvia de las primeras horas, la entrada de la comitiva real en la ciudad de los Adelantados fue clamorosa. A las nueve, el tranvía en que viajaban llegó a la población. Se dispararon entonces los cohetes y la batería de la montaña de San Roque hizo una salva de bienvenida al Soberano. Referente a esta histórica jornada lagunera, contamos con la excepcional crónica de Ramón de Ascanio y León 6, que nos relata con gracia:

Anunciada la visita de S. M. a La Laguna para el tercer día de su estancia en Tenerife corre de improviso la nueva de que tendría lugar en el segundo. Todo estaba atrasado: los arcos a medio levantar, los galladertes sin repartir, las fachadas de los edificios sin adornar. Eran las dos de la tarde y a las nueve de la siguiente mañana seríamos honrados con la visita regia. ¡Para mayor apuro el viento soplaba con fuerza y la lluvia caía de vez en cuando! Pero ¿qué importa? Un esfuerzo de la voluntad y la situación cambiaría por completo. ¡Y el esfuerzo vino! ¡Y se trabajó sin descanso la noche entera! ¡Y al lucir el nuevo sol, bien poco, detalles sólo, quedaban por terminar!....

Aún recuerdo a los entusiastas trabajadores de la Sociedad católica de obreros, colocando con gran peligro, a la luz de las linternas, la corona o remate de un arco de herramientas colosales, que dedicaban a S. M. el Rey. Aún creo ver a los representantes del comercio, luchando denodados contra el viento y la lluvia, que se empeñaban en hacer jirones el delicado arco de musgo por ellos erigido a la entrada de la Ciudad. Aún bullen delante de mis ojos los alumnos del Instituto, preparando festones para otro arco elegantísimo y ayudando con entusiasmo en la confección de una artística alfombra de flores.

En la plaza de San Cristóbal aguardaban el alcalde, Juan Reyes Vegas, y la corporación en pleno y bajo mazas. A continuación, la comitiva se trasladó por las calles de Santo Domingo, plaza del Adelantado, Nava y Grimón, San Agustín y los Álamos, hasta el Santuario del Santísimo Cristo, a los acordes de la «Marcha Real», interpretada por diferentes bandas de música, y los alegres repiques de todas las campanas de la ciudad. En el Santuario, suntuosamente decorado con valiosos e históricos objetos litúrgicos, el obispo Nicolás Rey Redondo celebró la Eucaristía. A su conclusión, el prelado entregó al Rey y a los Infantes unas artísticas medallas, en oro, de la Venerable Esclavitud, y de manos del Esclavo Mayor Carlos Hamilton y Monteverde recibió el nombramiento de Esclavo Mayor Perpetuo del Cristo; a continuación, firmó en el libro de oro de la Esclavitud. Más tarde se trasladaron al Instituto Provincial, en cuya puerta esperaban Adolfo Moris y Fernández Vallín, rector de la Universidad de Sevilla, y el director de la institución, Adolfo Cabrera Pinto, quien, ya en el salón de actos, saludó a Alfonso XIII con un elocuente discurso de bienvenida, que fue contestado por el ministro de la Gobernación, conde de Romanones. El claustro de profesores regaló al Monarca un álbum de vistas de La Laguna cuya cubierta estaba realizada en plata repujada, obra del orfebre señor Trujillo. Seguidamente, el Rey estampó su homenaje en el libro de actas y descubrió una lápida conmemorativa, para después recorrer detenidamente los departamentos de aquel centro docente.

Finalizada la visita al Instituto Provincial, se dirigieron al Palacio Episcopal, finamente decorado para la ocasión. La muchedumbre que aguardaba en la calle no cesaba de aclamarlo, por lo que el Monarca tuvo que salir a saludar desde el balcón central. En ese palacio almorzaron el Rey y los Infantes, la alta servidumbre, los ministros del Gobierno, el rector de la Universidad Literaria de Sevilla, el alcalde de la ciudad, autoridades provinciales, el senador Pedro Poggio y los diputados señores Romeo y marqués de Casa Laiglesia. Terminado el banquete, la comitiva se dirigió por la plaza de San Francisco y calles de las Cruces, carretera de Tejina, y caminos de la fuente de Cañizales y de San Diego, hasta el antiguo convento de este nombre, donde se encuentra el Colegio de La Asunción. En ese convento se produjo el emotivo reencuentro de Doña María Teresa con la Superiora, que había sido profesora suya. Ascanio nos relata el ambiente que ese día se respiraba en el valle de Agüere y la despedida de la que fue objeto el Monarca:

El cielo estaba despejado; las plantas brillaban con las gotas que aún sostenían de la reciente lluvia; el pueblo se agolpaba a entrambos lados de la carretera y corría en dirección a la Ciudad al paso del coche regio; los hombres agitaban sus sombreros, las mujeres sus pañuelos; los niños arrojaban a S. M. y A. A. flores silvestres. El Rey, apoyado en la capota del coche, casi en pié, saludaba a uno y otro lado y sonreía satisfecho. Era una excursión en medio de flores. Todo era alegre, todo dulce, todo encantador. El sol calentaba sin quemar, la brisa refrescaba los pulmones, la niebla se desvanecía a lo lejos. Los corazones no cabían en los pechos, la sonrisa asomaba a los labios, la satisfacción se retrataba en los semblantes. Todo era placidez, todo dulzura, toda paz… Aún no había llegado el momento de los grandes entusiasmos. […] Entramos en la Laguna. La gente corría por las calles transversales para adelantarse a la comitiva y gozar de la presencia del Rey y de los Infantes. De las ventanas les arrojaban flores y palomas. Oíanse vítores continuados. Así atravesó la población y llegamos a la plaza de San Cristóbal. S. M. se apeó y entró en el tranvía. El pueblo acudió presuroso y en un momento invadió la plaza. Se aproximaba el momento de la despedida. Unos cuantos vivas electrizaron la multitud. […] Alfonso XIII se quitó el casco y saludó con gracia a derecha e izquierda. La ovación entonces subió de punto. El Rey estuvo largo rato, casi inmóvil, contemplando aquella manifestación entusiasta. Yo le vi. Pálido, demudado, se conocía que los sentimientos de adhesión del pueblo le habían conmovido profundamente. Al fin se decidió. El coche empezó a moverse, el pueblo se precipitó tras él, y bien pronto fue ganando terreno hasta desaparecer de la vista.

A la llegada a Santa Cruz, en los Cuatro Caminos, esperaban al Rey comisiones con  banderas y estandartes, que lo escoltaron hasta la alameda de Weyler. Seguidamente visitó el parque de Artillería y los cuarteles de San Carlos y de Almeida. Además, revisó el personal y material de la Cruz Roja. El Rey fue muy aplaudido y durante el trayecto se le arrojaban flores desde ventanas y balcones. Por su parte, la Infanta María Teresa, acompañada por la condesa de Mirasol, el conde de Romanones, el presidente de la Diputación Provincial y el alcalde, visitó los asilos de beneficencia, el Hospital Civil y el de Niños. En esa última institución fue recibida por la junta de señoras, visitó detenidamente sus instalaciones y solicitó a sus acompañantes detalles sobre los diversos servicios que prestaban. En el Hospital Civil le fue ofrecida la presidencia honoraria, cargo que aceptó de buen grado. Luego, Alfonso XIII donaría 1.000 pesetas y la Infanta 500 para el proyectado «Asilo Victoria», destinado a la recogida, educación y alimento de niños necesitados, cuya junta directiva presidía Áurea Díaz-Flores, esposa del alcalde Pedro Schwartz y Matos.

Las dos comitivas se reunieron, pasadas las cuatro y media de la tarde, en el Club Tinerfeño. Allí se había organizado una fiesta deportiva en honor del Monarca. Las pruebas dieron comienzo con dos canoas del club, y seis botes pertenecientes a los buques de la escuadra tomaron parte en la segunda regata. Terminadas aquéllas, se le ofreció un «lunch», tras el cual visitó con detenimiento la sede social, haciendo elogios de la obra del arquitecto Mariano Estanga y de las artísticas decoraciones del pintor Francisco Bonnin. La junta directiva ofreció al Rey la presidencia honoraria del club, designación que aceptó complacido y, a su vez, concedió a esa sociedad el título de Real, con derecho a usar la corona en sus banderas. Firmó un retrato suyo vestido de almirante y acordó con el presidente que, al mando de éste, una falúa del club lo esperaría al día siguiente para el desembarco. Desde el propio club la comitiva Real embarcó para regresar a bordo y efectuar un reparador descanso.

BANQUETE EN EL TEATRO PRINCIPAL

A las ocho de la noche se dirigió el Monarca, junto a su séquito, al Teatro Principal de la ciudad, donde tendría lugar el banquete organizado por los cosecheros y exportadores, amenizado por la Orquesta del Círculo de Amistad XII de Enero. El espacio había sido bellamente ornamentado. En la sala de butacas se colocaron cinco grandes mesas perpendicularmente al escenario, y paralelo a éste, presidiendo el resto de mesas, la ocupada por el Rey y los Infantes. En las plateas, adornadas con colgaduras rojas, se colocaron exuberantes plataneras. Las dos galerías de palcos, cerrados al frente por columnas rojas con espirales de tomates. El techo se hallaba cubierto por guirnaldas verdes y otros huecos por hojas de palmera, naranjas y sarmientos de vid. Tras la mesa real dos palmeras y en medio una faja de damasco amarillo con la inscripción A. S. M. el Rey. La puerta de acceso al palco principal simulaba una casa de campo. El escenario lucía en el fondo una decoración campestre y en el proscenio trofeos hechos con atados de tomates y naranjas, huacales de plátanos y haces de caña dulce. El menú fue diseñado por el litógrafo Romero.

Hacen su entrada las personas reales. De inmediato la orquesta toca la «Marcha Real». El Rey en uniforme de gala, la venera del Toisón y banda de Carlos III, cara a la sala, se cuadra y saluda sonriendo; detrás viene la Infanta, viste traje claro, enguirnaldado de rosas, un penacho de plumas, en la cabeza y fastuosa gargantilla de perlas y brillantes, se curva en una perfecta reverencia de Corte. Dos pasos más atrás Don Fernando María, también en uniforme de gala, ostenta los atributos de su rango. El Rey escucha complacido los aplausos y pasa detallada revista a la concurrencia que, puesta en pie, no se mueve de sus respectivos sitios hasta que aquél toma asiento. Sin terminar la comida, después de servir el segundo plato, la familia Real abandona el salón. De ese modo los organizadores, libres de formalidades, podrían expresar con mayor libertad sus problemas a los miembros del Gobierno. Era éste un proceder habitual, si bien, en el presente caso, la rápida partida del Monarca obedecía asimismo a la evidente tensión existente entre varios invitados, en pugna por su signo político y por el denominado «pleito insular». Entre las demandas a tratar destacaban la supresión del impuesto sobre el transporte de la producción agrícola, el fomento del cultivo del tabaco, la reforestación de los montes, la creación de un Cuerpo de Guardias Forestales, así como la construcción de muelles y embarcaderos. Romanones señaló que ya estaba firmado el Real Decreto para la creación de una granja agrícola en Santa Cruz. Al final del banquete pronunciaron elocuentes brindis —que constituyeron el momento más tenso de la cena— los señores Benito Pérez Armas, Schwartz, La Rosa, Rancés, Poggio y Romero; y el ministro de Marina, Víctor Concas y Palau; el de Guerra, Agustín Luque y Coca; y el de Gobernación —a quien acompañaba su secretario, Niceto Alcalá Zamora, que alcanzaría a ser presidente de la II República—, Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), conde de Romanones, doctor en Derecho por la Universidad de Bolonia. Este personaje, desde 1901, en que desempeñó la alcaldía de Madrid y alcanzó su primera cartera ministerial, y hasta el advenimiento de la Dictadura, lo fue todo en política: ministro, presidente del Consejo, jefe del partido liberal…, ostentó la presidencia del Ateneo y perteneció a las Reales Academias de Bellas Artes, de Ciencias Morales y Políticas y de la Historia.

En el puerto destacaba la brillante iluminación de los buques y embarcaciones, en consonancia con la que presentaba la población capitalina. Sobresalían la de los buques de guerra extranjeros San Rafael y Condé, acorazado francés de 10.014 toneladas, 40 cañones y 610, tripulantes al mando del comandante monsieur Frugut, que había fondeado ese mismo día, y el inglés Isis, ya mencionado anteriormente.


MIÉRCOLES, 28 DE MARZO. LA EXCURSIÓN AL VALLE DE LA OROTAVA
A las siete y media de la mañana ya había desembarcado el Rey y su séquito. El monarca de uniforme de diario, cubierto con teresiana, y como único distintivo luce, bordadas en la guerrera, las cruces de las cuatro órdenes militares españolas. La Infanta María Teresa viste traje de viaje gris y gabardina. Don Fernando María va de uniforme de capitán de Caballería. Tras una breve parada en la estación del tranvía en La Cuesta, donde se le ofreció una copa de champagne. Cruzaron por la antigua capital de la Isla, cuenta Ascanio:

Poco después de amanecer retumbaron en el espacio buen número de cohetes, anunciando a los vecinos que se aproximaba el tránsito del Rey. Todos acudieron a la plaza de San Cristóbal. Allá me dirigí también. Confieso la verdad. No me pareció gran concurso. Esperaba más. Dieron las ocho, y al fin se dejó ver el coche regio. Pero ¿Cómo?... Una compacta muchedumbre, que hasta la Cruz de Piedra se había adelantado a esperarle, rodeábale y seguíale, aclamando sin cesar al Rey y Altezas Reales. La expedición venía retrasada y no fue posible detenerse. El tranvía arrancó cuesta arriba y todos seguimos detrás. Cuando ganamos el repecho, ya apenas se distinguía al final de la calle de Herradores la bandera de la patria, que flameaba en el troley….

La comitiva continuó camino hasta Tacoronte. Los tacoronteros y los vecinos de las tierras cercanas salieron a ver pasar el cortejo, repitiéndose los vítores y aclamaciones. Tras tomar un ligero desayuno en el Hotel Camacho de Tacoronte, continuaron hacia el Valle de La Orotava.

A lo largo de la carretera y frente a los pueblos por los que pasó la comitiva real, Tacoronte, El Sauzal, La Matanza y La Victoria se levantaron arcos triunfales. El primero de ellos con la leyenda: A. S. M. el Rey el Ayuntamiento. El difícil paso del barranco Hondo, que marca el límite entre La Victoria y Santa Úrsula, retrasó la marcha y la comitiva se detuvo ante la presencia de las dos corporaciones municipales, entonces una niña obsequió a Don Alfonso con un ramo de flores al tiempo que trasmitía, la petición de un puente. El Rey comprometió su palabra, para la construcción del viaducto. Se trata del popular Puente de Hierro, oficialmente denominado de Alfonso XIII, que sería realizado sólo dos años después. La carretera se encontraba profusamente adornada con banderas y arcos. En la finca de «San Pablo», propiedad de Enrique de Ascanio y Estévez7, el Rey bajó del carruaje y presenció las operaciones de recogida, corte y empaquetado de plátanos. Ascanio explicó al Monarca la importancia de ese cultivo para el desarrollo económico de Canarias. En tanto que su hija María de Ascanio y Méndez, sobriamente vestida de blanco y con un lazo con los colores nacionales, entregaba a la Infanta un ramo de flores. Abandonó el empaquetado en un landó abierto, de ruedas negras, tirado por dos briosas yeguas españolas, propiedad de Enrique de Ascanio, que sería el vehículo real utilizado ese día.
Lo espléndido del tiempo, la hermosura del Valle, causaron una profunda admiración en los visitantes. En el Gran Hotel Humboldt Kurhaus ofreció un almuerzo el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, que presidía su alcalde Melchor Luz y Lima. Cabe señalar que el Monarca hizo retirar del menú el Salmón du Rhin, ya que aún le esperaba otro banquete en La Orotava. El camino desde la bifurcación hasta la entrada, aparecía adornada con artísticos arcos y templetes erigidos por la dirección del Hotel y el municipio portuense, diseñados por el pintor Marcos Baeza Carrillo, concejal de ese Ayuntamiento. En el Puerto de la Cruz y tras el Te Deum en la iglesia de Nuestra Señora de la Peña, el Monarca dio un paseo por la población, llegando hasta Martiánez donde se le entregó una súplica para la construcción de un puerto en aquella zona. De camino a La Orotava se apeó en el Jardín Botánico.

El Soberano que venía a caballo del Puerto, acompañado por el alcalde, en funciones, de La Orotava, Tomás Salazar y Cólogan, se detuvo en la hacienda de San Nicolás, donde le esperaban los carruajes. A las cuatro de la tarde llegó a la Villa y en la calle del Calvario fue recibido por el Ayuntamiento. En la plaza de la Constitución una compañía del Regimiento de Infantería Orotava, con bandera y banda, formada al mando del coronel Juan Zubía, rindió los honores de ordenanza. El trayecto que comprendía el paseo sur de la plaza de la Constitución8 y las calles de San Agustín, Agua e Iglesia estaba cubierto de alfombras de flores, y adornado con arcos y gallardetes. Alfonso XIII traía de su brazo a la infanta Doña María Teresa, vestida de gris, con gabardina y paraguas, flanqueada a la izquierda por su marido el Infante Fernando de Baviera, e inmediatamente seguidos por el séquito. Muy sonrientes, fascinados por la belleza del entorno y colorido de los tapices, de modo que para contemplarlos mejor, decidieron continuar a pie. Siempre, entre una multitud que no cesaba de aclamarles, mientras que las campanas de las iglesias de la Villa repicaban sin descanso y una lluvia de cohetes ensordecía el aire.

Así hasta la monumental parroquia de La Concepción. A su puerta aguardaban las autoridades comárcales y locales y los representantes de diversas corporaciones. Nada más llegar, la banda municipal interpreta la «Marcha Real». Las personas reales entraron en el templo bajo palio, cuyas varas sostenían Bernardo Cólogan y Ponte, marqués de El Sauzal; Fernando del Hoyo y Afonso, marqués de San Andrés y vizconde de Buen Paso, José de Llarena y Lercaro, conde de El Palmar, y Enrique de Ascanio y Estévez. Los tres primeros serían nombrados gentilhombres de Cámara y el cuarto recompensado con la Gran Cruz del Mérito Agrícola. El interior, abarrotado de gente que lanza flores y agita sus pañuelos en señal de saludo, en medio de una interminable ovación. Se cantó un Te Deum y el párroco Manuel Martínez Rodríguez pronunció unas breves palabras de saludo y bienvenida —previamente Romanones le había pedido concisión— y con ello concluyó la función.

Desde la parroquia matriz, por la calle Home, se dirigieron al palacio Municipal, en la plaza, por entonces denominada Viera y Clavijo, había un gran tapiz hecho con flores y semillas que representaba el escudo de España, acompañado de una dedicatoria: A S. M. y AA RR, obra de Felipe Machado y Benítez de Lugo. El diseño sobresalía por la original superposición de planos curvos y rectos, conformando un rosetón sobre el que descansaba, enmarcado, el emblema. Tanto el Soberano como los Infantes quedaron seducidos, hasta el punto de negarse a pisarla, por lo que la bordearon camino al Ayuntamiento. Luego se descubrió una lapida con la inscripción Alfonso XIII -1906 nuevas denominaciones de la plaza9. Una vez en el interior del edificio, el Rey y sus hermanos se asomaron al balcón central y permanecieron largo tiempo respondiendo sonrientes a las insistentes aclamaciones y los vítores de la multitud congregada en la plaza. Seguidamente, se celebró un banquete; en el salón de plenos, lujosamente decorado y ocupado por una gran mesa adornada con camelias.

Pablo Domingo Torres Ramos10, rememora el lance siguiente:


Durante el banquete, se produjo el hecho anecdótico de la ruptura de uno de los espejos que ornamentaban el salón de sesiones, cuyos trozos serían posteriormente subastados entre aquellos interesados en hacerse con un recuerdo de la estancia del Rey en la localidad. Como curiosidad, el fragmento del espejo de mayor tamaño fue adquirido por Fernando Méndez y León Huerta, por la cantidad considerable para la época de setenta pesetas.

Al finalizar, se le hizo entrega al Soberano de un plano en relieve de la isla de Tenerife, realizado en Londres por la firma Elkington & Cª, con los escudos de España y La Orotava entrelazados, y, a continuación, Tomás Salazar y Cólogan, alcalde accidental leyó un escrito del alcalde Nicolás de Ponte y Urtusáustegui, ausente por enfermedad, en el que manifestaba su inmensa alegría por la presencia del Monarca en La Orotava y exponía los principales problemas de la Villa y su comarca.

Antes de salir, hizo entrega al alcalde accidental de un donativo de 1000 pesetas para los más necesitados y de otra cantidad similar con destino a las obras de remodelación de la plaza que ahora llevaba su nombre. La Orotava causó gratísima impresión en el ánimo del Rey, y desde Cádiz cursó una solicitud concediendo el tratamiento de Excelencia a su Ayuntamiento. Además, requirió a la Villa a participar en los actos organizados en Madrid con motivo de su boda, confeccionando una alfombra de flores en la plaza de Toros de Ventas.

Pasadas las seis de la tarde la comitiva dejó la población, camino de Santa Cruz. Si a la ida, las gentes de la comarca aplaudieron delirantemente, a la vuelta lo aguardaban portando farolillos y aclamándole constantemente. Retomemos el relato de Ramón de Ascanio:
A las ocho y media avisaron de Tacoronte que el tranvía acababa de partir. El público se agolpaba en la plaza de la Antigua. La ansiedad era grande. El tiempo parecía haber plegado sus alas…Una luz apareció al extremo de la calle. Era el coche explorador. Pasó por nosotros.

Transcurrieron unos minutos. De pronto, el espacio se iluminó. Miles de cohetes estallaron en el aire. Las campanas se echaron a vuelo. Una luz rojiza, luz de una gran bengala encendida en lo alto de de la iglesia próxima, iluminó la plaza, mientras el coche real avanzaba lentamente rodeado de inmenso gentío, que sin cesar vitoreaba. Llegó, por último: El Alcalde Sr. Reyes Vega, subió a él para ofrecer sus respetos a S. M. y A. A. R. R. y de nuevo emprendió la marcha.

¡Empresa poco menos que imposible! ¿Cómo avanzar en medio de aquella ola humana, que se estrellaba contra el coche? Hubo un momento de zozobra. De seguir adelante corríase el peligro de ocasionar victimas. Al fin, en medio de grandes esfuerzos, logróse despejar un tanto la vía y continuar la marcha interrumpida. El transito por toda la calle de Herradores se efectuó en iguales condiciones. El pueblo se agolpaba junto al tranvía, saltaba a los estribos, ponía las manos en las barandas. Todos pugnaban por ver de cerca al Rey y a los Infantes, por contemplarles, por expresarles su amor, su satisfacción, su alegría…
Varios amigos, cogidos del brazo, caminábamos detrás del coche, como a ocho metros de distancia.

Refiero lo que vi: refiero lo que presencié. ¡Cuantos sombreros en el aire! ¡Que vivas estertóreos, repetidos por miles de gargantas! ¡Cuanto entusiasmo! ¡Que delirio! Eran incesantes los vítores. ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva la Reina Dª María Cristina! ¡Viva la princesa Victoria! ¡Vivan los Infantes! Y en medio de esa ovación indescriptible ¿Cuál era la actitud de las Reales personas? ¿Cómo recibían estas muestras de adhesión del pueblo? ¡OH! ¡Cuanta bondad, cuanta delicadeza, cuanta dulzura! Su Majestad, siempre sonriente, no se daba un punto de reposo. Tan pronto se asomaba por una ventana, como por otra. Ora aparecía en la plataforma anterior, ora en la posterior. […]

Llegamos, por fin, a la plaza de San Cristóbal. ¡Más de una hora se había invertido en recorrer un kilómetro! El coche se detuvo para que S. M y A. A pudiesen contemplar la elevación simultánea de miles de cohetes. Prodújose en los aires un incendio formidable: el cielo se llenó de estrellas fugaces. A su resplandor y al de las bengalas distinguíanse muy bien la extensa plaza cubierta de seres humanos. Toda la población estaba allí. No bajaban de ocho mil almas. […]

El tranvía se puso de nuevo en marcha; el público, al igual que en la mañana, corrió tras él; y poco a poco se fue alejando, hasta ocultarse en un recodo del camino, aquella luz, que se llevaba las esperanzas y la alegría de todo un pueblo.


Era cerca de las once de la noche cuando llegaron al apeadero del tranvía de Santa Cruz, desde allí continuaron hasta el muelle, en carruajes, por la rambla de Pulido, alameda de Weyler, calle del Castillo y plaza de la Constitución. En el momento de embarcar la Banda del Regimiento de Tenerife, interpretó un nuevo y precioso popurrí de los Cantos Canarios de Francisco Martín Rodríguez, dedicado a Alfonso XIII.

JUEVES, 29 DE MARZO

En ese último día de estancia en Santa Cruz. El Rey desembarcó a primera hora de la mañana en uniforme de capitán general, con fajín, la insignia del Toisón de Oro al cuello, banda de Carlos III y condecoraciones, en compañía de su cuñado Don Fernando, que vestía el uniforme de oficial de Húsares con el Toisón de Oro, banda y condecoraciones. En el propio muelle, pasa revista a una compañía de Infantería con bandera. En seguida, se les unió la Infanta, que lleva un elegante traje estampado en vivos colores y se tocaba con un sombrero con adornos florales. A las diez de la mañana se inició una misa de Campaña oficiada por el obispo Nicolás Rey Redondo e inmediatamente la jura de bandera por los reclutas recientemente incorporados a filas. La ceremonia se efectuó frente al palacio de Capitanía y en las avenidas de Méndez Núñez y 25 de Julio. Luego, desde las escaleras de entrada a palacio, el Monarca contempló el desfile de más de trescientos reclutas, al mando del coronel Manuel Díaz Rodríguez. En la parada también desfilaron, el batallón de La Gomera, un escuadrón de Cazadores, la batería de Montaña y la tropa de Ingenieros, así los marinos pertenecientes a las escuadras ancladas en el puerto. Alfonso XIII que amaba cuanto con las armas se relacionase, se mostraba atento y complacido. Más tarde visitó la proyectada plaza entre las calles 25 de julio y Viera y Clavijo donde colocó la primera piedra del Monumento a Leopoldo O’Donnell.

Después la comitiva se dirigió a la alameda del Príncipe Alberto para visitar la sede de Cruz Roja, allí les aguardaba su presidenta Julieta Verdugo Bartlet y antes de abandonarla el Rey estampó su firma en el libro de Honor de esa entidad. Posteriormente regresarían a bordo del Alfonso XII, donde tuvo lugar un banquete y baile en honor a las autoridades y representaciones tinerfeñas. Entre los invitados, más de trescientos, se contaban además, los personajes de mayor significación de la vida intelectual y social de la provincia. Finalizó el almuerzo y tras los brindis de rigor, el alcalde de Santa Cruz Pedro Schwartz y Matos expuso al Soberano, en presencia del ministro de la Gobernación, las más perentorias necesidades de la población. Luego, al despedirse, Alfonso XIII entregó al Sr. Schwartz 5000 pesetas para los pobres de la ciudad. Dio, también, al gobernador Civil 4000 pesetas para distribuir entre los más necesitados de los municipios de La Laguna, La Orotava y Puerto de la Cruz. Confirmo la concesión de una granja agrícola experimental, la donación al municipio capitalino del castillo de San Cristóbal para su posible derribo y posterior aprovechamiento de su solar; y concedió el indulto a los periodistas procesados por un asunto anterior a su visita. También entregó 300 pesetas a repartir entre los conductores de los carruajes regios durante los días de su estancia y mandó telegrafiar al presidente de la Real Sociedad Colombófila, agradeciendo su colaboración y ayuda. Al anochecer el Alfonso XII levó anclas y partió rumbo a la isla de La Palma.

VIERNES, 30 DE MARZO

Soplaba un noroeste muy fuerte con riesgo de empeorar. La mar muy gruesa, casi arbolada, y el puerto palmero carecía de muelle de abrigo, por lo que fondear allí suponía grave peligro. De modo que el ministro de Marina Víctor María Concas y Palau al mando del Alfonso XII, deliberó con los ministros de Gobernación y Guerra y acordaron consultar con el Rey. Entonces, a las seis de la mañana del día 30, decidieron aplazar para unos días más tarde la visita a La Palma y se ordenó al timonel cambiar de rumbo y dirigirse al puerto de La Luz.

A las cuatro de la tarde de ese mismo día el Alfonso XII fondeó en el puerto de la Luz, ante la sorpresa y el nerviosismo de las autoridades, ya que se adelantaban dos fechas a lo previsto y lógicamente no estaban aun terminados los preparativos para el recibimiento. El Rey decidió permanecer ese día a bordo. Así daba un plazo a los organizadores y podría descansar del trajín tinerfeño. Únicamente desembarcó Romanones, quien convino con el gobernador Civil y el alcalde de las Palmas Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez-Galdós los cambios en la programación. De modo que el 30 de marzo constituyó un paréntesis en la visita regia a Canarias. Sin embargo, al gentío apiñado en el puerto pudo ver desde lejos, al Rey sobre la cubierta del barco.
Mientras en la ciudad los organizadores trabajaban sin descanso, para concluir la ornamentación y ultimar detalles de programación. Semanas antes se había constituido una comisión integrada las cámaras de Comercio, y Agrícola, el Gabinete Literario, la Filarmónica, la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Las Palmas, el Museo Canario, el Círculo Mercantil, la Asociación de la Prensa, y la de Trabajadores, El Recreo, el Fomento Canario y el Diario de Las Palmas. El montante de los gastos ascendía a unas 60.000 pesetas que fue sufragado totalmente gracias a una suscripción popular patrocinada por el Ayuntamiento.


Preparativos y recibimiento de Las Palmas de Gran Canaria

En el muelle de Santa Catalina el cuerpo de Ingenieros de Obras Públicas había construido un admirable pabellón, según diseño de Julián Cirilo Moreno, ayudante de Obras Públicas. El muelle estaba adornado, en toda su extensión, con mástiles, banderas y trofeos, mientras que en el extremo opuesto al pabellón se erigían dos arcos triunfales uno del Cuerpo de Obras Públicas y otro de los obreros del Puerto.
La ciudad transformó la apariencia urbana en un bello escenario de guirnaldas, banderas, pancartas y toda clase de decoraciones. Desde el puerto de La Luz hasta Las Palmas, las casas y comercios lucían colgaduras, banderas y distintivos con los colores de España, así como pancartas con inscripciones halagüeñas alusivas al monarca, cruzadas a lo ancho de la vía y en las fachadas. En el trayecto destacaban los arcos levantados por el Hotel Metropole, el Ejército, el Clero, la colonia inglesa y por los ayuntamientos de Gáldar, Telde, Ingenio, Agüimes y Las Palmas. Ese último arco sobresalía por sus elegantes proporciones y diseño de inspiración modernista, obra del arquitecto Laureano Arroyo y Velasco. Además, muchas casas comerciales y particulares rivalizaron en su ornamentación lo que, sin duda, contribuyó a crear un ambiente de solemne festividad.

En cuanto al resto de la ciudad dice Pablo Torres:

Desde el parque de San Telmo, la calle Mayor de Triana presentaba un deslumbrante aspecto, con un colosal arco de bienvenida y por el gusto en la ornamentación de los edificios con banderas, guirnaldas de flores y trofeos. Esta imagen de gala era extrapolable a otras vías de la ciudad como la del General Bravo, Buenos Aires, Pérez Galdós, San Francisco, Muro, Obispo Codina, Dr. Chil Naranjo, Castillo y la plaza de Santa Ana, destacando todas ellas por su parafernalia decorativa y a instalación de iluminación eléctrica en muchos comercios de la zona. Entre ellos sobresalía la sede de la Compañía Elder Dempster, cuya fachada estaba cuajada de luces de colores combinadas en la decoración de guirnaldas y banderas. En lo alto lucía una magnífica corona y en los extremos dos grandes escudos de España e Inglaterra configurados por arcos voltaicos. En el centro de la fachada se leía en grandes caracteres: Viva.
En el parque de San Telmo fueron levantadas diversas tribunas para presenciar los actos, descollando la destinada a las personas reales, proyectada por el arquitecto Fernando Navarro; además de la plataforma del cuerpo de Artillería. La plaza de Santa Ana fue cubierta por un toldo compuesto por banderas y gallardetes y adornada con hojas de palma. El palacio Episcopal cedido por el obispo para residencia del Soberano y de los Infantes, había sido redecorado por una comisión de señoras de reconocido buen gusto. En la carretera que conduce a San Mateos se erigieron varios arcos, entre ellos sobresalía por su exuberante decoración, el erigido por el Hotel Bella Vista de Tafira.

SÁBADO, 31 DE MARZO

A las once de la mañana, las salvas del Pelayo, buque insignia de la armada, las del Princesa de Asturias, y las del acorazado francés Condé advirtieron que el Monarca abandonaba el Alfonso XII. En el pabellón del muelle de Santa Catalina aguardaban las autoridades para la recepción oficial. El Rey, que vestía uniforme de capitán general y las insignias propias de su rango, desembarcó entre los vítores y aclamaciones de la multitud que llenaba el entorno. Los ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva la reina Madre! ¡Vivan los Infantes! no dejaron de escucharse, coreados por las miles de personas presentes, confundidos con el estruendo de las salvas de la batería de San Fernando, los repiques de las campanas y la incesante lluvia de cohetes lanzados desde diferentes sitios. En las gradas del templete, fue cumplimentado por el alcalde Ambrosio Hurtado de Mendoza y Pérez Galdós —que era sobrino de Don Benito y sería nombrado gentilhombre de Cámara—. De inmediato pasó revista al Escuadrón de Cazadores, que haría las funciones de escolta real. Luego, a los acordes de la «Marcha Real», subió al carruaje que le transportaría a la ciudad de Las Palmas.

La comitiva marchó con el siguiente orden: abría la carrera un primer vehículo que trasportaba al gobernador civil y al delegado del Gobierno; en el segundo venían el general marqués de Pacheco, comandante general de Alabarderos, en funciones de Mayordomo Mayor; el conde de San Román, primer Montero del Rey; el general José Bascarán, jefe del Cuarto Militar de Su Majestad, en funciones; y el capitán de Navío Claudio Boado y Montes, ayudante del Rey. A continuación escoltado, precedido y seguido por el escuadrón de Batidores, aparecía un lujoso landó descubierto, brillante como esmaltado, tirado por un tronco de magníficos caballos, que ocupaba Alfonso XIII, los Infantes y el alcalde de Las Palmas. El coche real fue cedido por Francisco Manrique de Lara y Manrique de Lara, posteriormente nombrado gentilhombre de Cámara. Los inmediatos transportaban a la escolta real, a los ministros de Gobernación, Guerra y Marina y a Rosa de Arístides y Doz, condesa de Mirasol. En otros carruajes se acomodaron los restantes funcionarios palatinos, autoridades, títulos de Castilla, diputados a Cortes y diputados provinciales, concejales, comisiones, a si como representantes de sociedades de diversa índole.

Al traspasar el arco de los obreros portuarios, una comisión de aquellos le ovacionó largamente, rasgo que el Rey agradeció complacido. Entre el clamor y agitar de pañuelos pasó la comitiva por las calles León y Castillo, Mayor de Triana, General Bravo, plaza de Carrasco, calles de Muro y obispo Codina, hasta llegar a las puertas de la catedral de Santa Ana. En tanto, desde los balcones y tribunas le arrojaban flores, homenaje que las personas reales acogían complacidos, respondiendo sonrientes a un pueblo cautivado con su presencia.

Se apearon a la puerta de la catedral, a cuyo interior accedieron —El Rey y los Infantes— bajo palio, que portaban los concejales del Ayuntamiento. En el templo el coro de la Filarmónica cantó un solemne Te Deum, seguido de unas palabras de bienvenida pronunciadas por el obispo Fray José Cueto y Díez de la Maza. Al concluir la ceremonia, Don Alfonso felicitó al alcalde por la ejecución musical y expresó su deseo, si existía esa oportunidad, de volver a escuchar a la Filarmónica. Asimismo se mostró admirado ante la monumental catedral, que le recordaba a la de Málaga.
De inmediato se dirigieron a las Casas Municipales, siempre en medio del calor popular, y a los acordes de la «Marcha Real», ejecutada al unísono por varias bandas de música, entre ellas la de Telde. Como insistían aclamándole, el monarca se asomó al balcón principal del palacio municipal, lo que provocó el delirio de la multitud. La recepción oficial se efectuó en el «Salón Dorado», allí el Soberano ocupó un trono, bajo dosel de terciopelo de seda morado, sentándose a su izquierda Doña María Teresa y su marido el Infante Fernando María de Baviera, e inmediatamente detrás de ellos, la condesa de Mirasol. De pie y a la derecha del trono se colocaron los ministros de Gobernación, Guerra y Marina, junto a los altos funcionarios palatinos, a los que se habían unido el teniente coronel Luis Cortés, el gentilhombre de Cámara Luis van de Walle y Quintana, marqués de Guisla-Ghiselin y otros distinguidos vecinos de la ciudad. La Cámara Agraria aprovechó el «besamanos» para solicitar reformas en la política agraria, mejoras en las comunicaciones, la reforestación y protección de los montes de la Isla.
En ese momento abandonaron el Ayuntamiento y se dirigieron al Museo Canario, allí les esperaba su director Luis Millares y Cubas, quien mostró al Rey las más valiosas colecciones custodiadas y le explicó las tareas científicas que allí realizaban. El soberano expresó su sorpresa por esa riqueza museística y su satisfacción por el cometido cultural que efectuaban. Antes de salir, firmó en el libro de Actas con un Alfonso XIII, Rex Hispaniae, y continuación lo hicieron todos los miembros del séquito. Desde el Museo Canario regresaron a las Casas Consistoriales donde en un espacioso salón habilitado al efecto, se celebró el banquete de bienvenida. En la mesa real se sentaron el Rey, los Infantes y la condesa de Mirasol, y en otra gran mesa, enfrentada a la primera se acomodaron las restantes personalidades14.
Al finalizar, se trasladaron, siempre entre el clamor popular, al palacio episcopal, que cedido por el obispo y ornamentado por un equipo de señoras, dirigidas por María Dolores Manrique de Lara y Bravo de Laguna, que serviría de residencial real. Visitaron las diversas dependencias, que encontraron muy de su gusto. El rey felicitó a las decoradoras y agradeció la delicadeza de colocar las fotografías de la Reina Madre y de su prometida la princesa Victoria Eugenia de Battenberg en sendos marcos de plata, con estas palabras: Agradezco con toda el alma este gesto de fina y delicada atención que han tenido ustedes para conmigo. Al contemplar el retrato de su novia comentó alegremente, ¿Verdad señoras que no he tenido mal gusto? Así que esa noche durmieron en el palacio episcopal.

A las cuatro de la tarde salieron y recorrieron las calles Obispo Codina, Muro, San Francisco, Buenos Aires y Mayor de Triana, a su paso las señoras agitaban sus pañuelos y abanicos y los hombres, sombrero en mano, no cesaban de aclamar. Al llegar a la calle León y Castillo, el coche aligeró el paso, aunque no por ello desistió el pueblo de seguir al carruaje hasta la entrada del Hotel Santa Catalina, donde se celebró un garden party, obsequio de la colonia británica, representada por los señores Miller, Swabnsdon y Seddon, que el monarca aceptó, como una gentileza a la nación de su prometida. A la fiesta acudieron, las autoridades insulares y los primeros personajes de la sociedad canaria. En ella, además de los juegos de sport típicamente británicos, se hizo una exhibición de «Luchada» canaria. A las seis de la tarde el Rey acompañado por su cuñado, abandonó el Santa Catalina para girar una visita de inspección a los cuarteles de Artillería, Caballería, Ingenieros e Infantería, de cuyas instalaciones y personal quedó muy satisfecho. En tanto que, la Infanta se trasladó al Alfonso XII.
Una hora después, ya anochecido, la iluminación del muelle y la ciudad brillaban en toda su plenitud, comenzaron diversas veladas populares en plazas y alamedas, amenizadas por diferentes conjuntos musicales. El Monarca y su séquito regresaron a tierra para dirigirse al Pérez Galdós, donde en función de gala, la compañía dramática de los señores Jiménez y Morano representaría tres actos, el primero Amor y Ciencia de Benito Pérez Galdós; el segundo Tierra Baja, de Ángel Guimerá, y Tan cerca y tan lejos, de los hermanos Agustín y Luis Millares Cubas, este último en riguroso estreno. A las nueve y media, en punto, llegaron al Teatro. En la sala decorada con lujosos tapices y plantas, esperaba un selecto público vestido de etiqueta. Alfonso XIII, en uniforme de gala capitán general, la insignia del Toisón al cuello y sobre el pecho, la banda de Carlos III; tras él la Infanta, viste traje de noche de alegres colores, tocado de plumas, brillantes y ostentosa cascada de perlas sobre el pecho, y su esposo de uniforme de Húsar, con banda y condecoraciones. Al entrar se interpretó la «Marcha Real» y finalizado el himno, los espectadores, en pie tributaron una intensa ovación, que el Rey y el Infante, cara a la sala, corresponden con una inclinación de cabeza y amplias sonrisas y la Infanta con una impecable reverencia de corte, que su dama la condesa de Miraflor hace detrás de ella al mismo tiempo. Los actos fueron muy aplaudidos y el último causó especial admiración del Rey, quien solicitó la presencia de los hermanos Millares Cubas, felicitándolos vivamente.

Al concluir el público asistente despidió con una gran ovación, repetidas en la calle por la multitud que aguardaba a la salida y les acompañó hasta el palacio episcopal. Como había sucedido en anteriores ocasiones, ante la insistencia de la gente que aglomerada no dejaba de vitorear y, a pesar de lo avanzado de la hora, el Monarca y los Infantes salieron al bacón a saludar, antes de retirarse a descansar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario