jueves, 24 de abril de 2014

DESVENTURAS DE LA CONCIENCIA NACIONAL(y III)





Frantz Fanón

El partido debe ser la expresión directa de las masas

En un país subdesarrollado, el partido debe orga­nizarse de tal manera que no se contente con mantener contactos con las masas. El partido debe ser la expresión directa de las masas. El partido no es una administración encargada de trasmitir las órdenes del gobierno. Es el portavoz enérgico y el defensor incorruptible de las ma­sas. Para llegar a esta concepción del partido, es necesa­rio antes que nada desembarazarse de la idea muy occi­dental, muy burguesa y, por tanto, muy despreciativa de que las masas son incapaces de dirigirse. La experiencia prueba, en realidad, que las masas comprenden perfec­tamente los problemas más complicados. Uno de los ma­yores servicios que la revolución argelina habrá presta­do a los intelectuales argelinos es haberlos puesto en contacto con el pueblo, haberles permitido contemplar la extrema, inefable miseria del pueblo y asistir, al mis­mo tiempo, al despertar de su inteligencia, a los progre­sos de su conciencia. El pueblo argelino, esa masa de ham­brientos y analfabetos, esos hombres y mujeres sumergidos durante siglos en la oscuridad más terrible se han sostenido contra los tanques y los aviones, contra las bombas incendiarias y los servicios psicológicos, pero sobre todo contra la corrupción y el lavado de cerebro, contra los traidores y los ejércitos «nacionales» del general Bellounis. Ese pueblo se ha sostenido a pesar de los débiles, de los vacilantes, de los aprendices de dictadores. Este pueblo se ha sostenido porque durante siete años su lucha le ha abierto campos cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ahora trabajan ar­merías en pleno djebelvzúos metros bajo tierra, los tribuna­les del pueblo funcionan en todos los niveles, comisiones locales de planificación organizan el desmembramiento de las grandes propiedades, elaboran la Argelia de mañana. Un hombre aislado puede mostrarse rebelde a la compren­sión de un problema, pero el grupo, la aldea, comprende con una rapidez desconcertante. Es verdad que si se toma la precaución de emplear un lenguaje sólo comprensible para los licenciados en derecho o en ciencias económicas, se pro­bará fácilmente que las masas deben ser dirigidas.

Pero si se habla el lenguaje concreto, si no se está obsesionado por la voluntad perversa de confundir las cartas, de desembara­zarse del pueblo, se advierte entonces que las masas captan todos los matices, todas las astucias. Recurrir a un lenguaje técnico significa que se quiere considerar a las masas como profanas. Ese lenguaje disimula mal el deseo de los confe­renciantes de engañar al pueblo, de dejarlo fuera. La empre­sa de oscurecimiento del lenguaje es una máscara tras la cual se perfila una más amplia empresa de despojo. Se pre­tende al mismo tiempo arrebatarle al pueblo sus bienes y su soberanía. Todo puede explicarse al pueblo a condición de que se quiera que comprenda realmente. Y si se piensa que no se necesita de él, que por el contrario amenaza con rom­per la buena marcha de las múltiples sociedades privadas y de responsabilidad limitada cuyo fin es hacer al pueblo to­davía más miserable, el problema está zanjado.

La revolución exige soluciones radicales
Si se piensa que puede dirigirse perfectamente un país sin que el pueblo meta las narices, si se piensa que el pueblo por su sola presencia obstaculiza el juego, sea porque lo retrase o porque por su natural incons­ciencia lo sabotee, no debe haber ninguna vacilación: hay que apartar al pueblo. Pero resulta que el pueblo, cuando se le invita a la dirección del país no retrasa, sino que acelera el movimiento. Nosotros, los argelinos, he­mos tenido en el curso de esta guerra la oportunidad, la fortuna de palpar algunas cosas. En ciertas regiones rurales, los responsables político-militares de la revolución se han en­frentado en efecto a situaciones que han exigido soluciones radicales. Abordaremos algunas de esas situaciones.

En el curso de los años 1956-1957, el colonialismo francés había prohibido ciertas zonas, y la circulación de personas en esas regiones estaba estrictamente reglamenta­da. Los campesinos no tenían, pues, la posibilidad de acu­dir libremente a la ciudad para renovar sus provisiones. Los abarroteros acumularon enormes utilidades durante ese pe­riodo. El té, el café, el azúcar, el tabaco y la sal alcanzaron precios exorbitantes. El mercado negro triunfaba con una singular insolencia. Los campesinos que no podían pagar en especie hipotecaban sus cosechas, sus tierras, o desmembraban a pedazos el patrimonio familiar y, en una segunda etapa, ya lo trabajaban a cuenta del abarrotero. Los comisarios políticos, cuando tomaron conciencia de ese peligro, reaccionaron de manera inmediata. Así se instituyó un sistema racional de aprovisionamiento: el abarrotero que va a la ciudad está obligado a hacer sus compras en los almacenes de dueños nacionalistas que le entregan una factura donde se precisan los precios de las mercancías. Cuan­do el detallista llega al aduar, debe presentarse antes que nada al comisario político, que controla la factura, fija el margen de utilidades y determina el precio de venta. Los precios fijados son anunciados en la tienda y un miembro del aduar, una especie de inspector, está presente para in­formar al fellah sobre los precios a que deben ser vendidos los productos. Pero el detallista descubre rápidamente un amaño y, después de tres o cuatro días, declara que se han agotado sus existencias. Por debajo, reanuda su tráfico y continúa la venta en el mercado negro. La reacción de la autoridad político-militar fue radical. Importantes sanciones se formularon; las multas recogidas y pagadas a la caja de la aldea sirvieron para obras sociales o de interés colectivo. Algunas veces, se decidió cerrar durante algún tiempo el comercio. Y en caso de reincidencia, los fondos del comercio son inmediatamente requisados y un comité de gestión electo los administra, entregando una mensualidad al ex propietario. A partir de estas experiencias, se explicó al pueblo el funcionamiento de las grandes leyes económicas basán­dose en casos concretos. La acumulación del capital dejó de ser una teoría para convertirse en un comportamiento muy real y muy presente. El pueblo comprendió cómo a base de un comercio es posible enriquecerse y agrandar el comer­cio. Sólo entonces los campesinos contaron cómo ese aba­rrotero les prestaba a tasas de usura; otros recordaron cómo los habían expulsado de sus tierras y cómo se habían con­vertido de propietarios en obreros. A medida que el pueblo comprende mejor, se hace más vigilante, más consciente de que en definitiva todo depende de él y de que su salvación reside en su cohesión, en el conocimiento de sus intereses y la identificación de sus enemigos. El pueblo comprende que la riqueza no es el fruto del trabajo, sino el resultado de un robo organizado y protegido Los ricos dejan de ser hombres respetables, no son ya sino bestias carnívoras, chacales y cuervos que se ceban en la sangre del pueblo. En otra pers­pectiva, los comisarios políticos han tenido que decidir que ya nadie trabajaría para nadie. La tierra es de quienes la trabajan. Es un principio que se ha convertido en ley funda­mental de la Revolución argelina. Los campesinos que em­pleaban peones se han visto obligados a dar participación a sus antiguos empleados.

Se advirtió entonces que el rendimiento por hec­tárea se triplicaba, a pesar de los asaltos numerosos de los franceses, los bombardeos aéreos y la dificultad de adquisición de abonos. Los fellabs que, en el momento de la cosecha, podían apreciar y pesar los productos obtenidos, trataron de comprender el fenómeno. Fácil­mente descubrieron que el trabajo no es una noción sim­ple, que la esclavitud no permite el trabajo, que el traba­jo supone la libertad, la responsabilidad y la conciencia.

En esas regiones donde pudimos realizar expe­riencias edificantes, donde asistimos a la construcción del hombre por la institución revolucionaria, los campe­sinos comprendieron muy claramente el principio que establece que se trabaja con tanto mayor gusto cuando uno se compromete más lúcidamente en el esfuerzo. Se pudo hacer entender a las masas que el trabajo no es un gasto de energía, ni el funcionamiento de ciertos músculos, sino que se trabaja más con el cerebro y el corazón que con los mús­culos y el sudor. Igualmente, en esas regiones liberadas, pero al mismo tiempo excluidas del antiguo circuito comer­cial hubo que modificar la producción, dirigida antes única­mente hacia las ciudades y la exportación. Se estableció una producción de consumo para el pueblo y para las unidades del ejército de liberación nacional. Se cuadruplicó la producción de lentejas y se organizó la obtención de carbón de madera. Las legumbres verdes y el carbón se dirigieron de las regiones del Norte hacia el Sur por las montañas, mien­tras que las zonas del Sur enviaban carne hacia el Norte. Fue el F.L.N. quien decidió esa coordinación, quien im­plantó el sistema de comunicaciones. No teníamos técni­cos, planificadores procedentes de las grandes escuelas occidentales. Pero en esas regiones liberadas, la ración diaria alcanzaba la cifra hasta entonces desconocida de 3.200 calorías. El pueblo no se contentó con triunfar de esa prueba. Se planteó problemas teóricos. Por ejemplo: ¿Por qué ciertas regiones no veían jamás una naranja antes de la guerra de liberación, cuando se expedían anualmente millares de toneladas hacia el extranjero? ¿Por qué las uvas eran desconocidas para un gran número de argelinos cuando millones de racimos hacían las delicias de los pueblos europeos? El pueblo tiene ahora una no­ción muy clara de lo que le pertenece. El pueblo argeli­no sabe ahora que es el propietario exclusivo del suelo y del subsuelo de su país. Y si algunos no comprenden la decisión del F.L.N. de no tolerar ninguna violación de esa propiedad y su feroz voluntad de rechazar toda tran­sacción en cuestión de principios, unos y otros harían bien en recordar que el pueblo argelino es ahora un pueblo adul­to, responsable, consciente. En resumen, el pueblo argelino es un pueblo propietario.
Importancia de la lucha para tomar conciencia
Si hemos tomado el ejemplo argelino para aclarar nuestros puntos de vista no es para enaltecer a nuestro pue­blo, sino simplemente para mostrar la importancia que ha tenido su lucha para llegar a tomar conciencia Es claro que otros pueblos han llegado a otros resultados por vías dife­rentes. En Argelia, ahora lo sabemos mejor, la prueba de fuerza era inevitable, pero otras regiones han conducido a sus pueblos a los mismos resultados a través de la lucha política y el trabajo de clarificación realizado por el partido. En Argelia, comprendimos que las masas están a la altura de los problemas con los que se enfrentan. En un país sub-desarrollado, la experiencia prueba que lo importante no es que trescientas personas conciban y decidan, sino que to­dos, aun al precio de un tiempo doble o triple, comprendan y decidan. En realidad, el tiempo perdido en explicar, el «perdido» en humanizar al trabajador será recuperado en la ejecución. La gente debe saber hacia donde va y por qué. El político no debe ignorar que el futuro permanecerá cerrado mientras la conciencia del pueblo sea rudimentaria, prima­ria, opaca. Nosotros, políticos africanos debemos tener ideas muy claras sobre la situación de nuestro pueblo. Pero esa lucidez debe ser profundamente dialéctica. El despertar de todo el pueblo no se hará de un solo golpe, su dedicación racional a la obra de edificación nacional será lineal, prime­ro porque las vías de comunicación y los medios de trasmi­sión están poco desarrollados y además porque la tempora­lidad debe dejar de ser la del instante o de la próxima cose­cha para convertirse en la del mundo; porque, por último, el desaliento instalado muy hondamente en el cerebro por el dominio colonial siempre está a flor de piel. Pero no de­bemos ignorar que la victoria sobre los nudos de menor resistencia, herencias del dominio material y espiritual del país es una necesidad que ningún gobierno podría evadir.
Veamos el ejemplo del trabajo en régimen colonial. El colo­no no ha dejado de afirmar que el indígena es lento. Ahora, en algunos países independientes, oímos a los cuadros re­petir esa acusación. En verdad, el colono quería que el esclavo fuera entusiasta. Quería, por una especie de mixtificación que constituye la más sublime enajenación, persuadir al esclavo de que la tierra que trabaja le pertenece, que las minas donde pierde su salud son de su propiedad. El colono olvidadaza singularmente que se enriquecía con la agonía del esclavo. Prácticamente, el colono decía al colonizado: “Muérete, pero que yo me enriquezca.” Ahora debemos proceder de otra manera. No debemos decir al pueblo: “Muérete, pero que se enriquezca el país.” Sí queremos aumentar el ingreso nacional, disminuir la importación de ciertos productos inútiles o nocivos, aumentar la producción agrícola y luchar contra el analfabetismo, tenemos que explicar. Es necesario que el pueblo comprenda la importancia de lo que está en juego. La cosa pública debe ser cosa del público. Se desemboca, pues, en la necesidad de multiplicar las células de base. Con demasiada frecuencia, en efecto, se instalan solo organismos nacionales en la cima y siempre y siempre en la capital: la Unión de Mujeres, la Unión de Jóvenes, los sindicatos etcétera. Pero si se va a buscar detrás de la oficina instalada en la capital, si se pasa a la trastienda donde deberían estar los archivos, se asusta el vacío, la nada, el bluff. Hace falta una base, células que dan precisamente el contenido y dinamismo. Las masas deben poder reunirse, discutir, proponer, recibir instrucciones. Los ciudadanos deben tener la posibilidad de hablar, de expresarse, de inventar.  La reunión de célula, la reunión del comité es un acto litúrgico. Es una ocasión privilegiada que tiene el hombre para oír y decir. En cada reunión, el cerebro multiplica sus vías de asociación, el ojo descubre un panorama cada vez más humanizado.
La juventud: Problemas específicos

La gran proporción de jóvenes en los países subdesarrollados plantea al gobierno problemas específicos que debe abordar lúcidamente. La juventud urbana inactiva y con frecuencia analfabeta se entrega a toda clase de expe­riencias disolventes. A la juventud subdesarrollada se le ofre­cen casi siempre distracciones de los países industrializados. Normalmente, en efecto, existe homogeneidad entre el ni­vel mental y material de los miembros de una sociedad y los placeres que brinda esa sociedad. Pero, en los países subdesarrollados, la juventud dispone de distracciones pensa­das para la juventud de los países capitalistas: novelas policíacas, máquinas traganíqueles, fotografías obscenas, literatura pornográfica, filmes prohibidos a los menores de dieciséis años, y sobre todo el alcohol... En Occidente, el marco familiar, la escolarización, el nivel de vida relativa­mente elevado de las masas trabajadoras sirven de barrera relativa a la acción nefasta de esas distracciones. Pero en un país africano donde el desarrollo mental es desigual, donde el choque violento de dos mundos ha quebrantado consi­derablemente las viejas tradiciones y ha dislocado el uni­verso de la percepción, la afectividad del joven africano, su sensibilidad están a merced de las distintas agresiones con­tenidas en la cultura occidental. Su familia se muestra con frecuencia incapaz de oponer a esas violencias la estabili­dad, la homogeneidad.

En este campo, el gobierno debe servir de filtro y de estabilizador. Los comisarios encargados de la juven­tud en los países subdesarrollados cometen frecuente­mente errores. Conciben su papel a la manera de los comisarios encargados de la juventud en los países desa­rrollados. Hablan de fortalecer el alma, de desarrollar el cuerpo, de facilitar la manifestación de cualidades de­portivas. En nuestra opinión, deben cuidarse de esta con­cepción. La juventud de un país subdesarrollado es frecuentemente una juventud ociosa. Primero hay que darle ocupación. Por eso el comisario para la juventud debe de­pender institucionalmente del Ministerio del Trabajo. El Mi­nisterio del Trabajo, que es una necesidad en un país subdesarrollado, funciona en estrecha colaboración con el Mi­nisterio de Planificación, otra necesidad en un país subdesarrollado. La juventud africana no debe dirigirse a los esta­dios, sino al campo, al campo y a las escuelas. El estadio no es ese sitio de exhibición instalado en las ciudades, sino un espacio en medio de las tierras que se siembran, que se trabaja y se ofrece a la nación. La concepción capitalista del deporte es fundamentalmente distinta de la que debería exis­tir en un país subdesarrollado. El político africano no debe preocuparse por formar deportistas sino hombres conscien­tes que, además, sean deportistas. Si el deporte no se inte­gra a la vida nacional, es decir, a la construcción nacional, si se forman deportistas nacionales y no hombres conscientes pronto se contemplará la podredumbre del deporte por el profesionalismo, el comercialismo. El deporte no debe ser un juego, una distracción que se brinda la burguesía de las ciudades. La tarea más importante es comprender en todo momento lo que sucede en el país. No hay que cultivar lo excepcional, buscar el héroe, otra forma del líder. Hay que elevar al pueblo, ampliar el cerebro del pueblo, llenarlo, diferenciarlo, humanizarlo.
La politización: Educación de las masas
Volvemos a caer en la obsesión que nos gustaría ver compartida por todos los políticos africanos, la nece­sidad de ilustrar el esfuerzo popular, de iluminar el tra­bajo, cíe desembarazarlo de su opacidad histórica. Ser responsable en un país subdesarrollado es saber que todo descansa en definitiva en la educación de las masas, en la elevación del pensamiento, en lo que suele llamarse dema­siado apresuradamente la politización.

Con frecuencia se cree, en efecto, con una ligere­za criminal, que politizar a las masas es dirigirles episódicamente un gran discurso político. Se piensa que le basta al líder o a un dirigente hablar en tono doctoral de las grandes cosas de la actualidad para cumplir con ese imperioso deber de politización de las masas. Pero politizar es abrir el espíritu, despertar el espíritu, dar a luz el espíritu. Es como decía Césaire: «inventar almas». Politizar a las masas no es, no puede ser hacer un discur­so político. Es dedicarse con todas las fuerzas a hacer comprender a las masas que todo depende de ellas, que si nos estancamos es por su culpa y si avanzamos tam­bién es por ellas, que no hay demiurgo, que no hay hombre ilustre y responsable de todo, que el demiurgo es el pueblo y que las manos mágicas no son en definitiva sino las ma­nos del pueblo. Para realizar esas cosas, para encarnarlas verdaderamente, hay que repetirlo, es necesario descentra­lizar al extremo. La circulación de la cima a la base y de la base a la cima debe ser un principio rígido, no por preocu­pación de formalismo, sino porque simplemente el respeto de ese principio es la garantía de la salvación. Es de la base de donde suben las fuerzas que dinamizan a la cima y le permiten dialécticamente dar un nuevo paso hacia adelan­te. También en este caso los argelinos hemos comprendido rápidamente estas cosas porque ningún miembro de ningu­na cima ha tenido la posibilidad de revestirse de ninguna misión de salvación. Es la base la que pelea en Argelia y esa base no ignora que sin su combate cotidiano, heroico y difí­cil, la cima no se sostendría. Como sabe que sin una cima y sin una dirección, la base se dispersaría en la incoherencia y la anarquía. La cima no recibe su valor y su solidez, sino de la existencia del pueblo en el combate. Literalmente, es el pueblo el que se da libremente a la cima y no la cima la que tolera al pueblo.

Las masas deben saber que el gobierno y el par­tido están a su servicio. Un pueblo digno, es decir, cons­ciente de su dignidad es un pueblo que no olvida jamás esas evidencias. Durante la ocupación colonial se dijo al pueblo que era necesario que diera su vida por el triun­fo de la dignidad. Pero los pueblos africanos compren­dieron pronto que su dignidad no sólo era impugnada por el ocupante. Los pueblos africanos comprendieron en seguida que había una equivalencia absoluta entre la dignidad y la soberanía. En realidad, un pueblo digno y libre es un pueblo soberano. Un pueblo digno es un pueblo responsable. Y de nada sirve «demostrar» que los pueblos africanos son infantiles o débiles. Un gobierno y un partido tienen el pueblo que se merecen. Y en un plazo más a me­nos largo un pueblo tiene el gobierno que se merece.

La experiencia concreta en ciertas regiones compaieba estas posiciones. En el curso de reuniones, sucede a ve­ces que algunos militantes, para resolver los problemas difí­ciles, se refieren a la fórmula: «no hay más que...». Esta re­ducción voluntarista donde culminan peligrosamente espon­taneidad, sincretismo simplificado!", falta de elaboración in­telectual, triunfa con frecuencia. Cada vez que encontramos esta abdicación de la responsabilidad en un militante no basta con decirle que está equivocado. Hay que hacerlo res­ponsable, invitarlo a llegar al final de su razonamiento y hacerle comprender el carácter, con frecuencia atroz, inhu­mano y en definitiva estéril de ese «no hay más que...». Na­die posee la verdad, ni el dirigente ni el militante. La busca de la verdad en situaciones locales es asunto colectivo. Algunos tienen una experiencia más rica, elaboran más rápi­damente su pensamiento, han podido establecer en el pasa­do un mayor número de asociaciones mentales. Pero deben evitar sofocar al pueblo, porque el éxito de la decisión adop­tada depende de la participación coordinada y consciente de todo el pueblo. Nadie puede retirar su alfiler del juego. Todos serán muertos o torturados y en el marco de la na­ción independiente todos tendrán hambre y participarán del marasmo. El combate colectivo supone una responsabilidad colectiva en la base y una responsabilidad colegiada en la cuna. Sí, hay que comprometer a todo el mundo en el combate por la salvación común. No hay manos puras, no hay inocen­tes, no hay espectadores.

Todos nos ensuciamos las manos en los pantanos de nuestro suelo y el vacío tremendo de nuestros cerebros. Todo espectador es un cobarde o un traidor.

El deber de una dirección es tener a las masas con ella. Pero la adhesión supone la conciencia, la comprensión de la misión a cumplir, una intelectualización aunque sea embrionaria. No hay que hechizar al pueblo, no hay que disolverlo en la emoción y la confusión. Sólo los países subdesarrollados dirigidos por élites revolucionarias salidas del pueblo pueden permitir en la actualidad el acceso de las masas al escenario de la historia. Pero, una vez más, debe­mos oponernos vigorosa y definitivamente al surgimiento de una burguesía nacional, de una casta de privilegiados. Politizar a las masas es actualizar a toda la nación en cada ciudadano. Es hacer de la experiencia de la nación la expe­riencia de cada ciudadano. Como lo recordó tan oportuna­mente el presidente Sekou Touré en su mensaje al Segundo Congreso de Escritores Africanos: «En el campo del pensa­miento, el hombre puede pretender ser el cerebro del mun­do, pero en el plano de la vida concreta donde toda inter­vención afecta al ser físico y espiritual, el mundo es siempre el cerebro del hombre porque es en ese nivel donde se encuentran la totalización de sus potencias y unidades pensantes, las fuerzas dinámicas de desarrollo y perfeccionamiento, es allí donde se opera la fusión de las energías y donde se inscribe en definitiva la suma de los valores intelectuales del hombre.” La experiencia individual, por ser nacional,  eslabón de la existencia nacional, deja de ser individual, limitada, restringida y puede desembocar en la verdad de la nación y del mundo. Lo mismo en cada etapa de lucha cada combatiente tenía la nación al alcance de la mano, en la face de la construcción nacional cada ciudadano debe continuar, en su acción concreta de todos los días, asociado a la tot6alidad de la nación, encarnando la verdad constantemente dialéctica de la nación, propugnando aquí y ahora por el triunfo del hombre tota. Sí la construcción de un puente no ha de enriquecer la conciencia de los que trabajan allí, vale más que no se construya el puente, que los ciudadanos sigan atravesando el río a nado o en barcazas. El puente no debe caer en paracaídas, no debe ser impuesto por un deus ex machina al panorama social, sino que debe surgir por el contrario de los músculos y del cerebro de los ciudadanos. Y por supuesto harán falta quizás ingenieros y arquitectos absolutamente extranjeros, pero los responsables locales del partido deben estar presentes para que la técnica se infiltre en el desierto cerebral del ciudadano, para que el puente, en sus detalles y en su conjunto, sea deseado, concebido y asumido. Hace falta que el ciudadano se apropie el puente. Sólo entonces todo es posible.

Integrar a la juventud en la nación

Un gobierno que se proclama nacional debe asumir la totalidad de la nación y en los países subdesarrollados la juventud representa uno de los sectores más impor­tantes. Hay que elevar la conciencia de los jóvenes, esclare­cerla. Es esa juventud la que encontramos en el ejército na­cional. Si la labor de explicación se ha hecho al nivel cíe los jóvenes, si la Unión Nacional de la Juventud ha cumplido si tarea que es integrar a la juventud en la nación, entonces podrán evitarse los errores que han hipotecado y minado e futuro de las repúblicas de América Latina. El ejército no e: nunca una escuela de guerra sino una escuela de civismo una escuela política. El soldado de una nación adulta no e un mercenario, sino un ciudadano que defiende a la nación por medio de las armas. Por eso es fundamental que el sol dado sepa que está al servicio del país y no de un oficia por prestigioso que éste sea. Hay que aprovechar el servid nacional, civil y militar, para elevar el nivel de la conciencia nacional, para destribalizar y unificar. En un país subdesarrollado hay que esforzarse, lo más rápidamente posible por movilizar a hombres y mujeres. El país subdesarrollado debe abstenerse de perpetuar las tradiciones feudales que consagran la prioridad del elemento masculino sobre el elementó femenino. Las mujeres recibirán un lugar idéntico los hombres, no sólo en los artículos de la constitución sino en la vida cotidiana, en la fábrica, en la escuela, en 1: asambleas. Si en los países occidentales se acuartela a 1os militares, eso no quiere decir que sea siempre la mejor fe muía. No es indispensable militarizar a los reclutas. El Se vicio puede ser civil o militar y de todas maneras es recomendable que cada ciudadano capacitado pueda ingresar en cualquier momento en una unidad de combate y defender las conquistas nacionales y sociales.

Milicias: La nación entera trabaja y combate

Las grandes obras de interés colectivo deberían ser ejecutadas por los soldados. Es un medio prodigioso para activar las regiones inertes, para dar a conocer a un mayor número de ciudadanos las realidades del país. Hay que evitar la conversión del ejercito en un cuerpo autónomo que tarde o temprano ocioso y sin misión, se dedicará ha “hacer política” y a amenazar al poder. Los generales de salón, a fuerza de frecuentar las antecámaras del poder, sueñan con los pronunciamientos. El único medio de evitarlo es politizar al ejército, es decir, nacionalizarlo. Igualmente es urgente multiplicar las milicias. En caso de guerra, es la nación entera la que combate y trabaja. No debe haber soldados de oficio y el número de oficiales de carrera al mínimo, Primero, porque con mucha frecuencia los oficiales son escogidos entre los cuadros universitarios que podrían ser mucho más útiles en otra parte: un ingeniero es mil veces más indispensable  a la nación que un oficial. Después porque hay que evitar la cristalización de un espíritu de casta.

     Nacionalismo: De la conciencia nacional a la conciencia política y social

            Hemos visto en las páginas anteriores que el nacionalismo, ese canto magnifico que sublevó a las masas contra el opresor, se desintegra después de la independencia. El nacionalismo no es una doctrina política, no es un programa. Sí se quiere evitar realmente al país ese retroceso, esas interrupciones, esas fallas hay que pasar rápidamente de la conciencia nacional a la conciencia política y social. La  nación no existe en ninguna parte, si no es en un programa elaborado por una dirección revolucionaria y recogido lúcidamente y con entusiasmo las masas. Hay que situar constantemente el esfuerzo nacional en el marco general de los países subdesarrollados frente del hambre y la oscuridad, el frente de la miseria conciencia embrionaria debe estar presente en el espíritu en los músculos de hombres y mujeres. El trabajo de masas, su voluntad de vencer las plagas que las han excluido de la historia del pensamiento humano durante siglos deben fundarse en los de todos los pueblos subdesarrollados. Las noticias que interesan a los pueblos del Tercer Mundo no son las que se refieren al matrimonio del Balduino o a los escándalos de la burguesía italiana. Lo que queremos saber son las experiencias de los argentinos o birmanos en el marco de la lucha contra el analfabetismo contra las tendencias dictatoriales de los dirigentes. Esos son elementos que nos fortalecen, nos instruyen y decuplican nuestra eficacia. Como se ve, un gobierno que quiera re mente liberar política y socialmente al pueblo necesita programa. Programa económico, pero también doctrina, del hombre la distribución de las riquezas y sobre las relaciones sociales. En realidad, hace falta una concepción del hombre, una concepción del futuro de la humanidad. Lo que quiere decir que ninguna fórmula demagógica, ninguna complicidad con el antiguo ocupante sustituye a un programa. Los pueblos, primero inconscientes, pero cada vez más todos exigirán vigorosamente ese programa. Los pueblos a canos, los pueblos subdesarrollados -al contrario de lo que  suele creerse- edifican rápidamente su conciencia política y social. Lo que puede ser grave es que con mucha frecuencia llegan a esa conciencia social antes de la fase nacional, y es posible encontrar en los países subdesarrollados la emergencia violenta de una justicia social que, paradójicamente está aliada a un tríbalismo con frecuencia primitivo.

Los pueblos subdesarrollados tienen un comportamiento de gente hambrienta. Lo que significa que los días de quienes se divierten en África están rigurosamente contados. Quere­mos decir con esto que su poder no podría prolongarse in­definidamente. Una burguesía que da a las masas el único alimento del nacionalismo fracasa en su misión y se enreda necesariamente en una sucesión de desventuras. El nacio­nalismo, si no se hace explícito, si no se enriquece y se profundiza, si no se transforma rápidamente en conciencia política y social, en humanismo, conduce a un callejón sin salida. La dirección burguesa de los países subdesarrolla­dos confina a la conciencia nacional en un formalismo esterilizante. Sólo la dedicación masiva de hombres y muje­res a tareas inteligentes y fecundas presta contenido y den­sidad a esta conciencia. Si no es así, la bandera y el palacio de gobierno dejan de ser los símbolos de la nación. La na­ción se aleja de esos sitios iluminados y ficticios y se refugia en el campo donde recibe vida y dinamismo. La expresión viva de la nación es la conciencia dinámica de todo el pue­blo. Es la práctica coherente e inteligente de hombres y mujeres. La construcción colectiva de un destino supone asumir una responsabilidad a la medida de la historia. De otra manera es la anarquía, la represión, el surgimiento de partidos tribalizados, del federalismo, etcétera. El gobierno nacional, si quiere ser nacional, debe gobernar por el pue­blo y para el pueblo, por los desheredados y para los des­heredados. Ningún líder, cualquiera que sea su valor, pue­de sustituir a la voluntad popular, y el gobierno nacional debe, antes de preocuparse por el prestigio internacional, devolver la dignidad a cada ciudadano, poblar los cerebros, llenar los ojos de cosas humanas, desarrollar un panorama humano, habitado por hombres conscientes y soberanos.

Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.


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