Una espesa columna de polvo se
levanta. Los pastores conducen un rebaño de cebús famélicos. Al abandonar su
aldea (Ngérigne Bambara) miran de reojo hacia la escuela de las mujeres,
un gineceo que les intriga y en cuyo interior suena la voz de Oureye Sall. Esta
matrona, ordinariamente despreciada por los hombres, era temida, sobre todo,
por las jóvenes. Y es que, desde hace siglos, las mujeres de su familia se
transmiten un terrible saber: el del njongal jigeen, la ablación.
A sus 53 años y a
punto de suceder a su madre, Oureye ha decidido romper con esta tradición.
"Lo aprendí todo, desde la técnica de la hoja bien afilada y la preparación
mística hasta los versículos que hay que decir... Hoy renuncio a eso. Prefiero
perder mi status social a continuar ejerciendo este oficio que atenta
contra la integridad de nuestras hijas".
La escuchan 30
mujeres. Están en la escuela, a la entrada de la aldea Ngérigne, a una hora de
Dakar. Este viernes -7 de noviembre- la mirada de las bambara está llena de
orgullo. Sus cantos y danzas exaltan un sentimiento nuevo: el reencuentro con
su dignidad. Y es que todas han jurado a una no hacerle jamás la ablación a sus
hijas. Un acto en una etnia donde son mutiladas sexualmente tres de cada cuatro
mujeres. Una victoria que llega tras una desigual lucha por la presión que han
tenido que soportar y por lo profundo de esta tradición. "Las razones
culturales son muchas: estética, iniciación, purificación y castidad. Los
bambara hacen la ablación del clítoris porque creen que ese dardo puede
causar la muerte del esposo. Otros creen que, cuando nace, todo ser humano es
andrógino y, por lo tanto, equívoco. Hay que diferenciar al hombre de la mujer
a través de la ablación", explica Ousman Djimara, profesor de la Universidad en Dakar.
Un millón de
mujeres. A pesar de haber sido recientemente condenada por el presidente
Abdou Diouf y su ministra de la
Mujer , Aminata Mbengue Ndiaye, esta práctica sigue afectando
al 20% de la población senegalesa, es decir a un millón de mujeres con edades
comprendidas entre un mes y 16 años. Y eso que las cifras de este país están
por debajo de otros, como Sudán (98%), Somalia (98%) o Etiopía (85%). Unicef
estima que más de 120 millones de mujeres de 28 países han sido mutiladas
genitalmente. Operaciones que van desde la ablación parcial o total del
clítoris hasta la excisión de los labios y el cierre del orificio externo de la
vagina para impedir la penetración.
"Se ha
convertido en algo comercial; cada persona que pasa por ella debe pagar un kilo
de jabón negro y 5.000 francos", explica Mareema Ndiaye, madre de siete
hijos. Además, el dolor es terrible porque la operación se hace sin anestesia,
con un cuchillo de cocina o una hoja de afeitar y a veces con un pedazo de
vidrio. "Tenemos que soportar el dolor sin llorar. No podemos gritar para
no convertirnos en la vergüenza de la familia. Sin hablar de las infecciones, a
menudo mortales", dice Lala Diarra.
Tras mucho tiempo
enterrados, Oureye Sall puede, por fin, dar rienda a sus recuerdos más
personales y dolorosos. Sin tabúes. "Se lo debemos a nuestra hermana
Suddenaya Naay...". Este nombre wolof es el de Molly Melching. Llegada a
Senegal en 1974 para terminar su tesis doctoral en literatura africana, esta
americana se quedó prendada del país.
Con unas cuantas
amigas, fundó la ONG Tostan ,
y con el apoyo de Unicef y del Gobierno senegalés puso en marcha un programa de
educación básica. El método es la discusión y el teatro."Gracias a todo
eso -confía Bettilokho Fall, la educadora de Ngérigne-hemos conseguido hablar
de la excisión, la contracepción y de la menopausia. Nada se les impone. Ellas
decidieron romper con esta práctica. Es su lucha".
El Corán. Un combate que habría podido tropezar con la religión. Algunos musulmanes intentan legitimar la excisión basándose en el Corán. "Nuestros temores se desvanecieron cuando el imam, Malamine Diagne, nos tranquilizó", cuenta Oureye Sall.
El jefe espiritual
de Ngérigne ha venido a apoyar a las mujeres: "No existe referencia
explícita a esta práctica entre las enseñanzas del Profeta. La ley islámica
coloca la excisión entre los ritos de aseo, igual que cortarse las uñas,
depilarse las axilas o recortar los bigotes. La oración es sagrada, la
excisión, no".
"La
cohabitación de diversas razas ha favorecido el mestizaje de ideas. Por
ejemplo, yo formo parte de las mujeres de la aldea, ciertamente minoritarias,
que no han sufrido la ablación", confía Rokhaya Ndiaye, nacida de padre
haal pulaar y de madre wolof.
Su vecina Lala
Diarra le quita la palabra: "Nuestras hermanas de Kër Simbara no tienen
esta suerte. Son todas bambara. Pero si hace falta, iremos allí para apoyarlas
y convencer a sus maridos".
Y a diez
kilómetros de Thiés aparece la aldea Kër Simbara. A la sombra de un baobab, las
educadoras Dossou Konaté y Cheikh Diop animan una charla informal. Muy pronto,
la discusión se torna en ataques verbales."La excisión es un asunto de los
jóvenes. Personalmente, no me opondré al abandono de ese rito", dice
Sambou Diawara, el jefe de la aldea. Un joven le responde: "Decir que es
peligrosa es una historia de occidentales. No somos corderos. Antes, nos decían
que no debíamos alimentar a nuestros bebés con la leche de sus madres, sino con
biberones. Ahora, nos dicen lo contrario". Un viejecillo intenta calmar
los ánimos: "Hace falta una ley. Una ley que se imponga a todos. Pero no
soy partidario de un juramento público, como hicieron en la aldea de Malicounda".
Otro anciano declara: "Esas mujeres ya no forman parte de nuestra
comunidad por su actitud sacrílega...".
Se hace el
silencio ante la evocación del juramento de Malicounda Bambara. El 31 de julio
de 1997, 70 mujeres, que habían seguido los cursos de Tostan, anunciaron
públicamente su decisión de detener la práctica de la excisión. Pese al apoyo
de su jefe y del imam empezaron a sufrir ataques. Maïmouna Traoré, la decana
del grupo, responde: "Nuestro error fue hablar en nombre del pueblo. Hay
muchas mujeres que siguen aferradas a las costumbres".
Su decisión es
irrevocable. "No renunciarán jamás -explica la educadora Ndeye Maguette
Diop- e intentarán convencer a sus hermanas. ¡Son auténticas bambara,
auténticas amazonas!".
Cada año dos
millones de niñas de entre cuatro y 12 años son víctimas de mutilaciones
genitales. La justificación que argumentan los practicantes de este rito va
desde motivos de higiene hasta considerarse como una fórmula para evitar la
promiscuidad. La realidad: cerca de un 45% de estas mujeres no obtiene placer
durante sus relaciones sexuales, buena parte de ellas tienen coitos dolorosos y
muchas pueden sufrir, posteriormente, graves complicaciones durante el parto.
Este tipo de
mutilación tiene consecuencias físicas serias desde el primer momento en que se
lleva a cabo. Dado que la mayoría de las veces se realiza en las peores
condiciones médicas y sin anestesia, las víctimas sufren mucho dolor e incluso
pérdida del conocimiento. Además, suelen producirse graves hemorragias e
infecciones. Muchas jóvenes mueren durante o poco tiempo después de la
intervención.
Las consecuencias
a largo plazo de esta mutilación van desde problemas menstruales, quistes e
infecciones crónicas de la pelvis hasta la infertilidad. Los expertos creen que
entre un 15% y un 20% de las mujeres mutiladas no puede tener hijos.
Psicológicamente, la ablación provoca estados de ansiedad, depresión y ataques
de pánico. Pero la castración femenina ha dejado de ser un rito practicado
únicamente en los países subdesarrollados. Informes publicados en revistas
médicas de prestigio han revelado que en Europa y Estados Unidos se está
produciendo un incremento de este tipo de mutilación parejo al aumento del
número de inmigrantes del África subsahariana.
Patricia Matey
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