Tibiabin y
Tamonante
“La noción amazighe de
naturaleza, concebida en un tiempo continuo y dotada de una dimensión mística,
confirió un papel muy destacado a las personas especializadas en la
administración de una realidad tan sutil como estratégica. Ese complejo
imaginario requería lecturas minuciosas e interpretaciones pragmáticas de todos
sus fenómenos, bien fueran celestes y terrestres o bien tenidos por sobrenaturales.
Del culto a la docencia o de la adivinación a la astronomía, estos personajes
operaban sobre conocimientos que, en buena medida, contribuían a pautar la
reproducción de las condiciones de existencia, material y espiritual, de la
comunidad. Su autoridad, la aceptación pública de la influencia que destilaban
sus cualidades intelectuales y morales, en alguna ocasión les encumbró hasta el
ejercicio de funciones más ejecutivas en la vida social, incluso como algo más
que consejeros áulicos de los jefes principales, pero la dinámica de las
relaciones que cruzaron el poder y el saber no siempre ha quedado bien
delineada en las páginas de nuestra Historia Antigua. Dr.Ignacio Reyes Garcia,
en:Mundo Guanche…”
Una pared de piedra, extendida de
mar a mar, dividía la isla de Fuerteventura y separaba sus dos reinos. Guise
era monarca de Maxorata; Ayose de Jandía. Sus continuas discordias acabaron
cuando el muro fue alzado y el aislamiento hizo posible la tranquilidad y la
convivencia sin hostilidades.
Tanto Guise como Ayose y sus
súbditos profesaban gran estima a Tibiabin la pitonisa. Adivinatoria como
Guañameñe, el augur de Tenerife, y como Yoñe, el oráculo del Hierro, sus
vaticinios siempre se habían confirmado. Igual estima y respeto sentían por
Tamonanate, hija de Tibiabin, sibila como ella y consejera de gran
predicamento. La voz de Tamonante era oída en las asambleas de los nobles a
quienes exhortaba a cumplir sus juramentos y a mirar por el bienestar de los
isleños. Ella cuidaba que las leyes no fuesen meras palabras dictadas en vano.
Y Guise y Ayose quisieron conocer
el porvenir de sus reinos y los acontecimientos que aguardaba a sus vidas. Se
reunieron con Tibiabin y Tamonante, las pitonisas de Fuerteventura: -“¿Qué fin
es el que nos espera?”
Varios gánigos de leche vertió
Tibiabin sobre el efequén invocando las señales del futuro. Tamonante, con el
tafiaque de pedernal, sacrificó una pequeña baifa y entregó las vísceras a su
madre. La sangre aún tibia y reciente sobre los despojos, en ella leyó
Tibiabin: -“Llegarán gentes poderosas por el mar en sus casas blancas. No
temáis ni le tratéis con violencia. Antes bien, recibidles con alegría y
entregaros a sus designios pues solo beneficios traerán a nuestra tierra.”
No agradó a Guise, tampoco a
Ayose, lo que Tibiabin acababa de profetizar, mas nada dijeron. Marcharon
silenciosos cada uno a sus dominios tras la ringlera de piedras del muro.
La arribada de las naves de la
expedición de Juan de Bethencourt y Gadifer de la Salle quebró la calma
maliciosa de la isla. Los europeos de tardaron en revelar sus propósitos: les
guiaba el afán de riqueza, el deseo de hacer esclavos para venderlos. Y tanta
era su ambición que entre ellos mismos, gascones y normandos, se producían
indisciplinas y desórdenes, desvíos y traiciones. Aprovecharon pues los isleños
para sumar victorias en los combates y aniquilaron a los guardianes del
castillo de Risco Roque, la fortaleza que habían edificado los invasores. Más
Tibiabin y Tamonante auguraron grandes desgracias si no cesaban las hostilidades,
si no rendían sus fuerzas y se doblegaban a los extranjeros.
Fue mucha la sangre acumulada
bajo el vuelo siempre siniestro de los guirres. Guise y Ayose comenzaron a
sufrir reveses en la contienda ya que los extranjeros andaban mejor armados.
Sin embargo, los dos soberanos de Fuerteventura veían en sus derrotas el
castigo por haber desoído las voces proféticas de las pitonisas. Y así, primero
el uno, después el otro, ambos en compañía de buen número de adictos,
resolvieron entregarse a los invasores.
Creyó entonces Tibiabin que se
iniciaría una nueva era de fecunda y apacible prosperidad para la isla. Tal
vez, como le había oído a ciertos europeos que visitaron Fuerteventura antes de
la expedición de Juan de Bethencourt, empezaría el tiempo de paz perpetua y de
felicidad que traía consigo el bautismo. Eso pensaba Tibiabin que secretamente
guardaba las enseñanzas de aquellos europeos. Eso dijo su hija Tamonante. Y eso
repetían ambas a quienes aún se negaban a rendirse.
Ya no Guise, sino Luis. Tampoco
Ayose, sino Alfonso. Tales fueron los nuevos nombres impuestos al ser
bautizados a quienes habían sido los monarcas de Fuerteventura. Y con sus
nuevos nombres, ellos que poseyeron toda la islas, recibieron cuatrocientas
fanegas de labrentío y frutal, exentas de tributos durante nueve años. También
Tibiabin obtuvo merced de tierras de parte de los conquistadores.
Poco a poco propagaron los
europeos sus modos y sus normas, mientras recorrían la isla proporcionándose
orchilla y otros productos de los que se sacaban pingües ganancias. Aprendieron
los isleños a confeccionar muchos alimentos, a hablar en otro idioma y creer en
otra religión, a cultivar los campos y a construir más amplias y mejores
habitaciones.
Mas luego que Juan de Bethencourt
delegara en su sobrino, el tiránico Maciot, el gobierno de la isla, y cuando
fue escasa la orchilla y el sequero agotó las simientes, los europeos trataron
con miserable desdén a los isleños muchos de los cuales fueron presos y
vendidos. El miedo y las amenazas se establecieron en la isla. Tibiabin y
Tamonante, las pitonisas que vaticinaron una nueva época, fecunda y feliz, por
amor de los extranjeros, sintieron sobre ellas el peso del odio y el desprecio
de sus gentes. Como una maldición secreta pero ineludible.
Cruzó el viento por sobre los
jables de la isla, persistieron calcosas, aulagas y verodes bajo el cielo parco
de lluvias, Maciot de Bethencourt huyó y vino Hernán Peraza a sucederle, y
aquella maldición nunca dicha que pesaba sobre Tibiabin y Tamonante hubo de cumplirse.
Desembarcaron los piratas en las playas de Fuerteventura y, con asombrosa
rapidez, capturaron a algunos pastores y varias mujeres. Tibiabin cayó
prisionera. El alisio hinchó las velas del navío cuando, sin que pudieran
evitarlos los isleños, se alejó de la playa con rumbo incierto.
No soportó Tamonante el verse
sola, apartada de su madre. El dolor le fue adentrando hasta doblegarla, hasta
confundir sus sentidos y anegar su entendimiento como en una nube de calima.
Nadie reparó en ella cuando se detuvo al borde del barranco del Janubio. Ni
siquiera supo por que se arrojó al vacío.
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