Lothar Siemens Hernández
Licenciado en Filosofía, (Musicología) por la Universidad de Hamburgo
*Extractado de la Música en Canarias 2ª Ed. Museo Canario 1977
Licenciado en Filosofía, (Musicología) por la Universidad de Hamburgo
*Extractado de la Música en Canarias 2ª Ed. Museo Canario 1977
I.-LA MÚSICA ABORIGEN
¿Podremos saber a estas alturas cómo era la
música de nuestros aborígenes? Posiblemente no; pero hoy contamos con ciencias
auxiliares, como la organografía y la musicología comparada, que nos
permiten sistematizar esta cuestión más ventajosamente de lo que hubieran
podido hacerlo nuestros historiadores de siglos pasados. Hay una serie de
observadores e impresiones dispersas entre los testimonios de los antiguos
cronistas, a la par que unos pocos objetos arqueológicos de funcionalidad aún
incierta que conviene ordenar y comparar con los métodos y datos que hoy
poseemos para obtener una idea, siquiera muy somera, de lo que pudo ser la
praxis musical de nuestra población prehispánica. Creemos que el resultado no
puede ser negativo, aunque sí insuficiente. A pesar de ello, el material
computable requiere unos análisis y consideraciones imposibles de incluir en el
reducido espacio de un texto divulgativo, razón por la cual llamamos la
atención del lector, cuyo espíritu crítico quede insatisfecho, sobre trabajos
más amplios en revistas especializadas.
Nos referimos aquí por separado,
circunscribiéndonos al Archipiélago en su etapa prehispánica, a los tres
aspectos fundamentales que hay que contemplar en cualquier cultura musical: los
instrumentos, las canciones y las danzas. Luego abordaremos brevemente el
problema de las supervivencias aborígenes en el folklore actual.
2. Los instrumentos
Las crónicas e historias de la conquista de las
islas atribuyen a los aborígenes un instrumentario muy pobre. Sólo Viana habla
de flautas de caña, tamboriles y gaitas de canutos con embocadura de tallo de
cebada (sin duda un tipo de lengüeta simple) y declara que desconocían los
instrumentos de cuerda. Esta información, que siguen Núñez de la Peña, Viera y
otros, hay que desecharla por completo, dado que se refiere a un instrumentario
rural de la segunda mitad del siglo XVI, cuyos elementos son producto de un
fenómeno de aculturación, en el que predomina la aportación de origen hispánico.
El tambor de cualquier tipo no sólo es desconocido en las crónicas más
antiguas, sino que ni siquiera los restos arqueológicos nos deparan, entre lo
encontrado hasta ahora, nada que pueda asemejársele.
Los cronistas más antiguos nos refieren que los aborígenes
carecían de instrumentos y que sus sones eran producidos solamente
cantando y con la primaria percusión de pies y manos. Gómez Escudero
añade que los de la Gomera hacían además sonsonetes sacudiendo piedrecitas
dentro de un recipiente de barro, observación muy interesante que luego se
repite de forma parecida en Tenerife, en tiempos de Viana. De resto, nada.
Algunas acciones instrumentales de tipo ritual, como el batir de palos en las
danzas o el golpear el agua en ceremonias rogativas pluviales, se citan, pero
sin que los cronistas les atribuyan valor organográfico alguno, aunque sí lo
tienen.
Los restos arqueológicos añaden muy poco más:
primer lugar, collares sonoros escasamente desarrollados y usados probablemente
en las danzas rituales cuyos elementos más importantes, aparecidos
principalmente en La Palma y Lanzarote, son cuentas hechas con duros
caracolitos marinos. Llama luego nuestra atención el hallazgo en Tenerife de
algunas «espátulas» de hueso de pequeño tamaño, cuya tipología parece denotar
el conocimiento previo de las bramaderas o zumbaderas, instrumentos éstos
relacionados generalmente con los ritos de iniciación. Hacemos referencia, por
último, a dos parejas de «bumerangs» encontrados en un enterramiento de La
Palma, cuya tipología en general no deja lugar a dudas sobre su parentesco con
los modelos africanos de esta difundidísima arma de lanzar, si bien el mango
labrado de nuestros ejemplares dará que pensar a los etnólogos difusionistas,
ya que representa un rasgo tipológico al parecer típicamente mesoamericano. Nos
interesa aquí hacer hincapié sobre la existencia de esas dos parejas de
bastoncillos palmeros,
habida cuenta de que, según Curt Sachs, son
objetos de funcionalidad dual y está bien comprobado en los cinco continentes
su empleo como bastoncillos de entrechoque con los que se producen ritmos en
danzas guerreras y de caza.
Apenas hemos hablado de las acciones
instrumentales corporales (batir de pies y manos) que, según los cronistas,
eran las más usuales y más frecuentes en todas las Islas. Pero como puede
comprobarse, el instrumentario musical no corporal era muy rudimentario y
extraordinariamente pobre, ya que ni siquiera a los escasísimos hallazgos se
les puede dar mayor trascendencia, pues al aplicar un criterio de intensidad a
estos rasgos culturales vemos que, por su rareza, apenas merecen mayor atención
dentro del contorno. Su valor principal consiste en la contribución que su
existencia supone para matizar al detalle las formas prehispánicas de cultura
en las Islas y su vinculación tipológica a otras culturas similares del área
mediterránea o del África vecina.
Tenemos que abandonar aquí todo el prejuicio
esteticista que nos viene de nuestra cultura europea occidental y contemplar
respetuosamente lo que nos cuentan los cronistas del canto aborigen en sus
diversas facetas; y para irnos ambientando, comenzaremos diciendo que la gran
grita en el momento de la batalla es una costumbre muy repetida por todo los
protohistoriadores de Canarias, a la que hay que contemplar aquí con toda su
importancia como rasgo característico de una cultura. Dentro de este marco de
cantos rituales se contemplará también la rogativa de lluvias en forma de gran
griterío, al que en alguna isla añadían los balidos de las reses sedientas o e
desesperado clamor de los baifitos separados de sus madres, mezcla sonora
humana y animal de no poco interés. Algunas veces se nos dice que no era tal
gritería, sino un masivo canto triste con interpolada imploraciones a la deidad
principal; téngase presente que los cronistas juzgaban lo que veían u oían por
lo que conocían, y que tratándose de un sistema musical diferente al europeo
siempre hay tendencia a interpretar como desordenado y triste lo que no se
entiende.
Algunos cronistas supieron
transmitir con más detalle ciertas escenas rituales. Gaspar Frutuoso nos narra
un espeluznante sacrificio religioso contemplado secretamente por Juan Machín y
su gente en el Hierro, la cual ceremonia era acompañada de canto impresionantes. Abreu
Galindo, por otra parte, no describe los pormenores de una ceremonia palmera
reproduciendo la letra de la canción ritual: «Muerto el animal y sacada la
asadura, se iban con ello dos personas, y llegados junto al roque decían
cantando el que llevaba la asadura: Y iguida y iguan Idafe, que quiere
decir «dice que caerá ldafe. Y respondía el otro, cantando: Que guerte yguan
taro, que quiere decir: «dale lo que trae y no caerá. Se trata de un
testimonio de alto valor etnográfico y musical.
En general, los cantos aborígenes
producían un efecto sentido y lastimoso; en ellos, según testimonio de Gómez
Escudero, se repetía una frase muchas veces, a modo de estribillo, lo que
indujo a Núñez de La Peña a considerarlos como un guineo. En otro orden
de cosas, sabemos que los gomeros tenían cantares de gestas, en los que se
rememoraba a los antiguos valientes de la isla; que las mujeres de La Palma,
excepcionalmente, cantaban con especial gracia y donaire, lo que, repiten
varios cronistas; que en Gran Canaria se juntaban hombres y mujeres en las
casas de los poblados a cantar y bailar, cuyos cantares parecían «dolorosos y
tristes, o amorosos o funestos», cúmulo de atributos con los que Abreu Galindo
no nos acaba de decir gran cosa. Este mismo fraile nos informa que cuando un
guanche tinerfeño iba a visitar a otro no entraba en su casa, sino que se
sentaba a su puerta y silbaba y cantaba hasta que le oían de dentro; no hay que
pensar que cantara cualquier cosa, sino que seguramente se trataba de
determinados cantos y silbidos ceremoniosos para llamar la atención.
Hablemos finalmente de las famosas «endechas de
Canaria», cuya melodía conocemos a través de ciertas fuentes españolas de
mediados del siglo XVI. Torriani nos dice que los descendientes de los
aborígenes gomeros, así como los de otras islas, las cantaban en lengua
prehispánica aún en la segunda mitad de tal siglo, y reproduce las dos estrofas
siguientes recogidas por él, con su aclaración lingüística correspondiente:
Endecha Canaria
Aicá maragá, aititú aguahae
Maicá guere, demancihani
Neiga haruuiti alemalai.
(-Sed bienvenido; mataron a nuestra madre esta
gente extranjera, pero ya que estamos juntos, hermano, quiero unirme, pues
estamos perdidos»).
Endecha de El Hierro
Mimerahaná zinu zinuhá
Abemen aten harán huá
Zu Agarfú fenere nuzá.
(¿Qué importa que lleven y traigan aquí
leche agua y pan, si Agarfa -nombre de mujer- no quiere mirarme?»).
Hoy en día conocemos la música con que se
cantaban estas endechas en lenguas aborígenes y castellana, pues tal melodía,
según Torriani, fue publicada entonces por varios vihuelistas españoles, lo
cual es verdad, como ha podido constatar Pérez Vidal. La melodía aparece
repetidamente ya en el cancionero de los Reyes Católicos, sin que nada tenga
que ver todavía con Canarias, y que el tema literario está relacionado con la
literatura lamentosa de los judíos perseguidos. No se trata, pues, en nuestra
opinión de música prehispánica de ninguna especie, sino de un rasgo judaico de
tipo inconformista que adoptaron los habitantes rurales de ciertas islas que
pronto llegó a constituirse en una de las primera células de nuestro folklore
musical en su nueva etapa hispánica, con una devolución a la Península de esa
melodía que interesó mucho allá hacia 1550.
En resumen, lo que sabemos de los cantos de
nuestros aborígenes nos permite establecer dos núcleos bien definidos: el de
los cantos rituales y el de los cantos festivos, que no debieron tener menor
importancia, toda vez que la mayoría de los cronistas coinciden en que los
habitantes de todas las islas eran «grandes cantadores y bailadores». Pero de
ninguna manera podemos pensar en una praxis del canto como arte, sino siempre
como función complementaria de otra actividad principal.
Las noticias de los cronistas acerca de las
danzas aborígenes no son menos vagas que las que se refieren a los cantos.
Esencialmente, parece traslucirse que sólo había dos maneras en que nuestros
antiguos danzantes acostumbraban a disponerse: en rueda y en filas enfrentadas.
Estos dos esquemas de organización en los bailes «coreados» o colectivos eran
similares a los que predominaban en la Europa de aquel entonces. La observación
de estos dos tipos de danza en Canarias es lo que hace declarar a Recco, según
la versión del manuscrito atribuido a Bocaccio referente a la expedición que
visitó las Islas en 1341, que las danzas de los aborígenes canarios eran
parecidas a las de los campesinos franceses. Entrando más en detalles, las
noticias de nuestros cronistas bastan para darnos una idea de que estas formas
correspondían a tres motivos principales de danza: danzas competitivas, danzas
rituales y danzas festivas. Esta diferencia debió estar bien definida en casi
todas las Islas, pues parecen coincidir, a pesar de sus diversas culturas, en
la distribución de dicha formas.
Las danzas competitivas, que parece tuvieron
mayor intensidad en Gran Canaria y La Palma, se realizaban con palos que los
danzantes manipulaban diestramente para mostrar sus habilidades. Danzas de
palos similares a las aludidas por nuestros cronistas no desprovistas de cierto
sentido guerrero, puede observarse aún hoy entre determinados grupos de
nuestros vecinos saharauis de la costa africana, siendo curioso reseñar que
suelen componer uno de lo números obligados en la celebración de casamientos lo
que establece también Sedeño para los aborígenes de Gran Canaria.
Las danzas rituales, en rogativas de lluvia y en
ceremonias de tipo religioso, eran en rueda, como dice Abreu Galindo.
Consistían en bailar alrededor de un símbolo religioso, ya fuese este una roca,
un montículo de piedras o un palo en forma de lanza clavado en tierra (tal vez
una especie de ídolo). Esta forma de danza está documentada en varias islas por
diferentes cronistas. Sobre el adorno de los danzantes nada se nos dice,
excepto que para ciertas rogativas llevaban en las manos varas o ramos de
árboles, especialmente en Gran Canaria.
Las danzas festivas observaban una forma algo
desordenada (que es lo que hay que interpretar cuando Abreu Galindo dice «en
folía»). Se enfrentaban dos filas de danzantes, quienes, dando graciosos
saltos, se acercaban y alejaban entre sí. Es lo que, hablando en términos
técnicos, se denomina «danza de requerimiento y rechazo». Esta danza de
gracioso salto es la que dio en llamarse el canario, que pasó a la
Península con los esclavos canarios y allí fue adoptada, primero popularmente y
luego en círculos cortesanos, para saltar luego de España a toda Europa.
Son varios los cronistas (no sólo de Canarias,
sino también de Indias) que nos dan fe de este auténtico origen insular del
baile canario. Lo interesante es que, desde entrado el siglo XVI hasta
comienzos del XVIII, los tratados de danzar publicados en las diversas cortes
europeas siguen respetando la forma coreográfica original del baile que nos
describen los cronistas: la pareja enfrentada que se une y se separa con
graciosos saltitos y taconeos. Puede decirse que el canario ha sido la
más importante aportación cultural a Europa de nuestros aborígenes isleños.
No queremos cerrar este apartado
sin aludir a las muchas figuras en actitud danzante, alguna con una vara en la
mano, que aparecen entre los petroglifos del barranco de Balos (Gran Canaria).
Ello no debe extrañarnos si tenemos en cuenta la insistencia de los cronistas
recalcando el mucho tiempo que los aborígenes dedicaban a competir, cantar y
bailar. Lo que sí nos interesa de estos grabados rupestres es la reiteración
del falo en las figuras, detalle que se remarca también en algunos ídolos
aborígenes de los encontrados en Gran Canaria. ¿Existiría una danza fálica? A
ello no prestaríamos mayor atención, habida cuenta de la profusión de este tipo
de grabados rupestres en otras partes, si recientemente no hubiéramos
constatado en todo el barranco de Guayadeque, antiguo e importante asentamiento
aborigen vecino a Balos, la existencia de una curiosa danza fálica de
requerimiento y rechazo hasta los albores de nuestro siglo: cualquiera puede
preguntar allí por «el baile del pámpano roto», que está vivo en la memoria de
muchas personas. Como se sabe, las danzas fálicas suelen estar relacionadas con
comunidades cuya supervivencia peligra, caso en el que muy bien pudieron
encontrarse las primeras oleadas de pobladores al arribar a las islas, y tienen
la función, como rito fertilizante, de dignificar y estimular la procreación de
una manera oficial, por así decirlo.
El párrafo anterior nos da pie a pensar que
algunos otros restos de la actividad musical aborigen pudieran haber llegado
hasta nuestros días. De hecho, sin embargo, nuestro legado folklórico actual
nada más contiene que pueda relacionarse con una antigua y pobre cultura de
tipo funcional, porque después de la conquista, cambiado por completo el orden
de vida espiritual y económica, es lógico que lo que estaba en función de otros
presupuestos se haya esfumado Hay que convenir, no obstante, en que el sirinoque
palmero contiene la esencia de la danza y de la música del canario; pero
se trata de un canario acortesanado, devuelto tardíamente desde el
continente con sus saltillos medidos, su indumentaria de gala y su música de
ocho compases de giga, la cual presenta incluso aditamentos extraños a
lo que fue el canario cortesano del siglo XVII, que es en el que está
inspirado.
La cuestión de las «supervivencias aborígenes» ha
sido una inquietud constante entre los numerosos amantes de nuestra tradición
musical. No ha faltado quien se haya atrevido a contestarla afirmativamente,
basándose no sólo en su deseo de responder que sí, sino también en
observaciones directas de ciertos ejemplos, en los que creía ver rasgos
culturales absolutamente nuestros. Tal, por ejemplo, Domingo José Navarro, cuando
pensaba que el tono cortés y comedido de la folía no podía derivarse sino del
espíritu noble y gallardo de nuestros antiguos pobladores; era una época en la
que todavía se pensaba (y aún hoy) en la «inocencia paradisíaca del salvaje»,
tendencia que tiene sus raíces más atrás, sin que venga al caso que nos paremos
en ella ahora.
Insistimos en que los cronistas del siglo XVI
recogieron casi unánimemente una impresión triste y lamentable de la música
indígena. Para hacernos una idea de cómo pudo haber sonado, podemos fijar
nuestra atención en la música de los bereberes de la vecina costa africana, en
la que la tristeza y monotonía del canto (según opinión de muchos profanos)
contrasta con un brioso ritmo de batir palmas y pies, mientras los danzantes
hacen a veces alardes de habilidad con unos palos. Aun conscientes de que debe
haber una gran diferencia entre uno y otro tipo de música, parece evidente que
la tradición musical de nuestros aborígenes estaba más relacionada con estas
danzas berberiscas tan extrañas a nosotros, por ejemplo, que con lo que hoy se
toca, se canta y se baila en Canarias. Las raíces de nuestro folklore actual
son fundamentalmente hispánicas.
6. Síntesis
etnológico-musical en trance anímico extraordinario,
los efectos de poderes de la naturaleza cuyas causas el aborigen ignora:
muerte, procreación, fertilidad, sequía, tempestades, etc. la atribución por
nuestros aborígenes de poderes mágicos al sonido se acusa claramente en un
breve párrafo de fray Alonso de Espinosa, en el que se consigna cómo al lanzar
peleando sus dardos imitaban con la boca el típico chasquido de la cuerda tensa
de las ballestas contrarias al soltarse, pensando que en el sonido y no en el
mecanismo estribaba la efectividad mortífera del arma hispana. Este tipo de
lógica nos parece muy revelador. Nos encontramos, pues, ante una población
primitiva de cultura exótica cuya música no procede de una tarea intelectual
sino de su más elemental vida intuitiva e imaginativa.
Desgraciadamente, la música tradicional de los
pueblos no es un producto tangible, visible o «exportable» que nos permita
trazar su andadura histórica fácilmente; pero sí lo son los productores de
sonido, los instrumentos musicales. De ahí el mayor esfuerzo del etnomusicólogo
por lograr un inventario del instrumental aborigen, incluyendo los objetos de
funcionalidad dudosa cuya tipología denota rudimentos formales que permiten una
comparación con productores de sonido similares de otras culturas.
El instrumentario aborigen canario inventariado,
como conjunto, se reduce a lo que se utilizaba ya en el Paleolítico superior, y
ni siquiera cubre toda la breve gama de objetos de producir sonido conocida
hasta las postrimerías de ese
Sabemos que, al tratar sobre un
género de cultura como la que ostentaban los habitantes prehispánicos de las
Canarias, no podemos pensar en música como arte ni como producto
elaborado a partir de una estética: el fenómeno es un cauce de expresión de
origen mágico tendente a combatir o invocar, período: no se halla constancia de
la existencia de raspadores ni de algunos aerófonos tan elementales como las
trompas de caracola o de cuerno. Y, lo que es más sorprendente, ninguna de las
aportaciones instrumentales que se producen a partir del Mesolítico son
conocidas en las Canarias prehispánicas (ni aún los más elementales membranófonos
de golpeo o tambores). Este hecho nos induce a las siguientes consideraciones
finales:
1.ª Según Sachs, los instrumentarios más antiguos
y primitivos deberían encontrarse todavía en épocas tardías, de acuerdo con su
teoría difusionista, en la periferia, es decir, en los territorios polares de
América del Norte y del Sur y en la costa occidental de África, lo
cual pudo comprobarse en muchos casos. Pues bien, la fisonomía elementalísima
de nuestro instrumentario musical aborigen refrenda, casualmente o no, la idea
de Sachs. Es justo consignar el perfecto encuadramiento del instrumentario
aborigen canario dentro de la teoría de uno de lo más eminentes musicólogos que
han existido, sin que podamos aportar por, ahora otra explicación mejor para justificar
la extraordinaria primitividad del mismo.
2.ª La población básica y primera
del Archipiélago por tanto, pudo ser la portadora directa de algunas
tradiciones de gran antigüedad, lo que parece corresponderse con la indudable
antigüedad de la raza, según refrendan también los estudios de antropología
física al acusar el predominio de tipos cromagnoides entre nuestros aborígenes.
3.ª Contactos culturales más tardíos fueron
capaces de aportar a esta población básica que llegó a Canarias algunas
técnicas eneolíticas, como las formas elementales de agricultura, ganadería,
cerámica y otras elaboraciones artesanales, las cuales, por su utilidad,
fueron asimiladas; pero se debió mantener con viva fuerza el espíritu de una
cultura muy anterior, despreciándose en muchos casos la adopción de formalismos
más «avanzados» en las expresiones espirituales comunitarias.
Sabemos, según vimos en el capítulo anterior a
éste, que, con la excepción del baile «canario», las prácticas musicales
aborígenes desaparecieron después de la conquista de las Islas. Antes de
realizar un análisis sistemático del folklore musical actual, la cuestión que
se impondría sería la siguiente: ¿Cómo se conformó la tradición músico-popular
de Canarias tal como la conocemos hoy? Análisis de lo actual aparte, un primer
camino para conocer nuestro pasado musical debe partir del examen de la
documentación histórica de todo tipo: crónicas, relaciones, libros de viajeros,
procesos inquisitoriales, protocolos notariales, etc. El material que así hemos
reunido referente a la historia de nuestra música popular es muy abundante, y
aunque no hayamos oído cómo sonaba en siglos pasados, sí hay detalles
suficientes que nos dan clara idea de importantes cambios funcionales y
estilísticos ocurridos en varias épocas. Daremos aquí un resumen muy somero
sobre este asunto.
La crónica más antigua cuyo
contenido merece un estudio de importancia desde el punto de vista
organográfico es, sin duda, Le Canarien, el relato de la conquista de
Lanzarote y Fuerteventura realizada por el noble normando Juan IV de
Bethencourt en los albores del siglo XV, escrito por su propio capellán. La
parte más importante para nuestro objeto es el capítulo que se refiere a la
llegada de una expedición de colonizadores, acabada ya la conquista. Se
describe con interesantes pormenores el ruidoso concierto improvisado que
ejecutaron desde los barcos muchos de los expedicionarios al ir a tomar tierra.
Se citan los nombres de los más destacados instrumentos musicales de membrana,
de soplo y de cuerda, y se declara incluso el efecto sonoro del conjunto desde
los puntos de vista físico, estético y psicológico. El paisaje ha sido
rechazado como invención inverosímil del cronista por el eminente hispanista A.
Cioranescu. Sin embargo, aplicando al texto los conocimientos la metodología
que nos presta la ciencia musicológica, resulta más que real: no sólo la
relación de los instrumentos en su perfecto encuadramiento histórico sino
también el acto en sí, tan extraño para nuestra mentalidad de hoy como
corriente para la de aquella época. Se trataba de una ruidosa manifestación de
euforia colectiva como las que los teóricos de entonces calificaban bajo el
epígrafe de música irregularis de la que existen copiosos testimonios en
las relaciones históricas de aquella época, ya que era considerada como una de
las más extendidas formas de la praxis músico-popular. Lo más importante es que
aquí se nos habla de un contingente de colonizadores entre los que venían aficionados
con sus instrumentos, los cuales, como más adelante se insiste, eran capaces de
amenizar con su música algunos actos solemnes.
Este punto de partida de la música europea
occidental en nuestras islas hay que completarlo teniendo en cuenta la presencia
de la música militar (trompetas, pífanos y tambores) en las expediciones
anteriores y posteriores a la de Bethencourt hasta el final de la conquista de
todas las Islas. No faltan datos sobre esto en los diversos cronistas. Téngase
en cuenta que el pífano militar ha dado origen a los pitos de caña de nuestro
folklore actual, y que el amarre de las membranas de algunos tambores populares
acusa una técnica que los entronca directamente con diversos tipos de tambores
militares.
La segunda fuente histórica canaria de atractivo
contenido organográfico es el poema «Antigüedades» de Viana, publicado en 1604.
En una exótica escena, el autor trata de describirnos la música de los
aborígenes.
El instrumentario que cita Viana (quien escribe
cien años después de culminada la larga conquista) es un testimonio de gran
valor por lo que nos revela de un mestizaje musical de ambas culturas: la
insular y la europea. Junto al meridional binomio flauta-tamboril
aparece un curioso sonajero deprobables raíces prehispánicas, y también un
grupo de cuatro aerófonos tipo clarinete tocando en coro; esto último se
explica al hablarnos Viana de embocaduras de tallos de cebada y, por
consiguiente, al ser el sonido de uno solo de estos instrumentos demasiado
tenue como para combinarse en singular con la flauta, el tamboril y los
sacudidores. Probablemente, «el clarinete» en cuestión era también un elemento
cultural importado de España, donde existe aún en el folklore actual; e
importada también sería la praxis instrumental de esta música. No así lo
tocado, un «guineo» que identifica el autor con el dulce «son canario».
Viana declara que no había instrumentos de
cuerda. Los que hubo llegaron con los colonizadores en diferentes etapas. Entre
los más antiguos documentos de la Inquisición existe una causa contra un
ciudadano Millares acusado de haber cantado y tocado con su guitarra en estado
de embriaguez cosas irreverentes en una procesión religiosa. Luego se suceden
las esporádicas citas de guitarras, «virgüelas» grandes y chicas (léase tímples),
etc., no sólo en documentos de la Inquisición, sino principalmente en
inventarios de bienes enumerados en actas notariales de los siglos XVI al
XVIII.
Las relaciones de fiestas celebradas en las
ciudades con motivo del nacimiento de príncipes en la Corte, que se incluyen en
historias de Canarias desde Núñez de la Peña a Viera, más otras impresas aparte
por Pedro Agustín del Castillo y otros, nos revelan interesantes aspectos de un
instrumento variado y cada vez de diferentes matices.
Los instrumentos populares de
Canarias en la época actual varían según las islas. Pero existe un elenco común
a todas ellas, que es el que conforma las típicas rondallas con que se
acompañan los bailes: varias guitarras, laúdes y bandurrias, uno o dos timples,
un pandero y, a veces, el aditamento de ciertos idiófonos, como el triángulo o
el raspador de caña. Estas agrupaciones no deben ser excesivamente antiguas, a
juzgar por lo que se observa en determinados ámbitos insulares donde las
tradiciones parecen haber perdurado sin sujetarse tanto a los cambios de
costumbres. Las asociaciones instrumentales más simples en el interior de Gran
Canaria, por ejemplo, consistían tradicionalmente sólo en una guitarra y un
laúd, existiendo la conciencia de que la añadidura del timple es algo
relativamente reciente en los campos, por haber sido su hábitat primero las
comunidades costeras de la isla. En la Gomera hay que destacar una peculiar
agrupación tradicional en el acompañamiento de su típico «baile del tambor»,
danza de marcadas concomitancias astúricas: el tambor de cilindro corto y unas
enormes y barrigudas castañuelas, que son repiqueteadas enérgicamente por
hombres danzantes. El Hierro ofrece otra asociación instrumental diferente,
también de carácter tradicional: las «chácaras» o castañuelas, elaboradas éstas
a la usanza andaluza, junto con «el pito», (flauta travesera) y un tambor
mayor, de cilindro mediano. Estos grupos más característicos de instrumentos,
que sobreviven o han sobrevivido hasta hace muy poco en unas zonas del
Archipiélago administrativamente más marginadas,
pueden darnos una idea de lo que debió ser norma en cuanto a asociaciones
organográficas peculiares en las islas antes de que se conformaran las
rondallas actuales.
Baste concluir que todo el instrumentario que se
usa hoy popularmente en Canarias es de origen europeo, pero es el
timple el más popular y arraigado de todos ellos.
2.Timple].
Todos consideramos el timple como el instrumento
musical más representativo de nuestro pueblo canario. Sin embargo, ¿qué sabemos
de sus orígenes y de su historia? A veces se leen en la prensa local opiniones
de personajes vinculados al timple: que si fue su inventor un antiguo
constructor de guitarras de Lanzarote, que si lo ideó cierto catalán que recaló
por las Islas hace doscientos años, etc. ¿Hay algo de cierto en todo esto? Hace
tiempo, en efecto, oímos decir a un señor de San Nicolás de Tolentino que
antiguamente se conocía el timple en la Aldea como «guitarrillo majorero».
Estas tradiciones nos indican que, de alguna
manera, Lanzarote y Fuerteventura han tenido algo que ver con la personalidad
instrumental del timple. Este es un dato importante a tener en cuenta. Pero,
profundizando en la investigación, no tenemos más remedio que rechazar la
creencia de que se haya inventado completamente en Canarias. Veamos por qué.
En primer lugar, sabemos de seguro que los
antiguos canarios no tenían instrumentos de cuerdas, puesto que, por un lado,
no hay noticias ni restos de ellos, y por otro, el poeta tinerfeño Viana, en 1604,
publicó que, efectivamente, los guanches desconocían este tipo de artefactos
musicales. Hay que pensar, por lo tanto, en que fueron los habitantes
hispanizados del Archipiélago quienes idearon el timple. Pero, ¿lo inventaron o
lo copiaron?
Si examinamos el panorama de instrumentos
musicales populares de la Península Ibérica, vemos que son numerosas las
provincias que utilizan guitarrillos equivalentes a nuestro timple. Cierto que
nuestro ejemplar tiene una forma diferente; pero en tamaño y afinación hay
varios instrumentos similares desde la costa portuguesa a la levantina. La
primera conclusión, por lo tanto, es que a nuestro timple hay que considerarlo
como una variante más dentro de la amplia gama de guitarrillos ibéricos,
incluyendo los que existen en Iberoamérica como consecuencia de la expansión
hispano-portuguesa. No olvidemos que en Venezuela, Puerto Rico, Colombia, etc.,
hay ejemplares no sólo parecidos al nuestro, sino que además son conocidos con
el nombre de «tiple», sin m. Ello se debe a que, de hecho, estos guitarrillos,
al ser más agudos, están considerados como los instrumentos sopranos [o tiples
dentro de la familia de las guitarras.
El nombre «tiple» está vinculado a ellos desde
muy antiguo. En 1752 publicó en Madrid don Pablo Minguet un método para
aprender a tocar «la guitarra, el tiple y la vandola», además de otros
instrumentos. Este método, tan curioso como raro, es el primero que se conoce
en su género, y en él vemos que ese tiple antiguo y el moderno timple canario
tienen las mismas cuerdas, la misma afinación y la misma manera de tocarse,
tanto punteado como rasgueado. Pero volviendo a nuestra historia, tenemos que
decir que sólo en la segunda mitad del siglo pasado, hace apenas cien años,
aparecen documentos describiendo fiestas populares en Las Palmas donde se habla
ya de nuestro instrumento como de cosa propia, aunque llamándole tiple y no
timple. Se ve que la m es una adición canaria probablemente muy
reciente.
Lo que verdaderamente diferencia a nuestro timple
de los demás guitarrillos españoles y portugueses es su caja de resonancia
estrecha, alargada y abombada por debajo. Esto sí que no hemos logrado
encontrarlo en la Península, aunque sí en el ámbito hispano-americano, donde
seguramente la importante emigración canaria ha impuesto la manera nuestra de
construir ciertos guitarrillos tiples. Esta forma tan peculiar de caja
resonadora, ¿se trata de un invento canario? ¿Será un producto del ingenio de
aquellos constructores de Fuerteventura o Lanzarote a los que la tradición popular
evoca?
No debemos desestimar el dato histórico aportado
por nuestro diligente cronista Néstor Álamo, quien asegura haber leído en un
viejo cuaderno de apuntes del antiguo ejecutante de timples lanzaroteño
Jeremías Dumpiérrez que la caja abombada del timple fue invento de un tal
Alpañe, carpintero catalán que ejerció su oficio en Las Palmas a fines del
siglo XVIII. Este interesante dato, desde luego, está pendiente de más precisas
comprobaciones paralelas al manuscrito de Dumpiérrez. Pero que se hable allí de
«invención» podría considerarse aventurado, pues podemos demostrar que la caja
abombada del timple ya estaba inventada desde mucho antes... fuera de Canarias.
Detengámonos en ello para dejar en el aire las posibles vías de penetración,
sin descartar el dato de que el tal Alpañe haya podido ser una de ellas.
En primer lugar, hemos de olvidarnos de lo que
ahora existe en la Península y remontarnos a lo que ya existía siglos atrás.
Se sabe que en tiempos pasados hubo en Canarias
muchos esclavos traídos de la costa de África. A mediados del siglo XVI había
en Fuerteventura y Lanzarote más moriscos que españoles. Varias veces fueron
esas islas arrasadas por la piratería berberisca y repobladas con profusión de
africanos capturados en la costa atlántica. Nos preguntamos ahora si la
construcción canaria del clásico guitarrillo tiple español con una caja
resonadora inspirada en la de aquellas guitarras morunas, precisamente como
novedad vinculada a Lanzarote y Fuerteventura (según evocan nuestras
tradiciones), no será una consecuencia de la huella africana que debió quedar
en las islas más orientales de nuestro Archipiélago.
Estas alternativas sólo van referidas, como queda
expresado, a la introducción de la actual forma del timple en el Archipiélago,
pero sin excluir la existencia en Canarias de guitarrillos tiples con otras
formas en épocas muy anteriores a aquella, por ejemplo, en que se dice que
llegó el misterioso catalán Alpañe. En este sentido hay que consignar que en
las islas orientales existen dos variantes de afinación, tocantes a la tercera
cuerda, y que en Tenerife se elimina la quinta, dejándole al instrumento sólo
cuatro cuerdas. Todo esto, que presupone la coexistencia actual de por lo menos
tres técnicas de digitación diferenciadas, parece indicar que la vigente forma
del timple, al imponerse, absorbió a diferentes tipos de guitarrillos de
rasgueo que ya existían y se tocaban en Canarias y que mostraban marcadas
diferencias entre sí.
Sea como fuere, lo cierto es que nuestro timple
cumplido y de fondo jorobado, el «camellillo», como familiarmente se le llama,
ha cobrado en las Islas una personalidad propia y, por su gran aceptación
colectiva, casi forma parte ya de la idiosincrasia insular.
Desde luego que el siglo XVI fue
en Canarias el siglo de las endechas. Sabemos que éstas se cantaban desde más
antiguo, tanto en la Gomera como en Lanzarote, y también que constituían un
elemento cultural de aportación judaica. En nuestra disquisición sobre la
música aborigen ya nos extendimos algo sobre el particular. Sabemos que esta
moda llegó a arraigar tan profundamente que incluso los descendientes de los
aborígenes cantaban las endechas en su lengua vernácula, en la cual recogió
aquellos dos preciosos testimonios el ingeniero italiano Torriani. Nos
consta también que su frecuente ejecución por
nuestro pueblo canario dio lugar a que los músicos españoles del postrero
Renacimiento recogieran la melodía en sus cancioneros, para darla a conocer en
la Península bajo el título de «Endechas de Canaria». La realidad es que musicalmente
la melodía está ya documentada en cancioneros españoles del siglo XV y en
colecciones relacionadas con lamentos judaicos. ¿Por qué a la muerte de Guillén
Peraza se cantan endechas judaicas? ¿Por qué ocurre lo mismo en relación con la
historia de la famosa Ana Sánchez, princesa aborigen de la Gomera, «flor del
Valle de Gran Rey»? ¿Nos encontraremos ante el resultado de una relativa
judaización de Canarias en el siglo XV? ¿Qué se sabe acerca de esto? Se intuye
aquí un atractivo tema, sobre el que no se ha investigado aún lo suficiente.
Al margen de las endechas, tenemos noticias de
canciones menos difundidas que eran propias de diversos sectores de la
población; tal, por ejemplo, el caso de una canción perseguida por la
Inquisición por estar dedicada al diablo, cuya letra decía: Aunque me maten,
vida, por amor de ti, aunque me maten no lo he de sentir.
Artífices de estas canciones eran ciertas mujeres
intrigantes, las cuales han legado a nuestro folklore actual ciertos cantos
brujeriles que, lo mismo que han llegado hasta nuestros días, se recuerdan en
Cuba como tono de brujas canarias:
De Canarias somos,
de Madrid venimos
no hace un cuarto de hora
que de allá salimos.
Racimo de uvas,
racimo de moras,
¿quién ha visto dama
bailando a estas horas?
Fuente muy útil para el conocimiento de algunas
canciones populares en Canarias durante el siglo XVII son algunos villancicos
barrocos del maestro de capilla de la catedral de Las Palmas Diego Durón. Sus
obras de ambientación canaria abundan en pareados de los que se cantan en La
Palma y la Gomera. Justamente, uno dice:
«De la Palma a la Gomera van barquitos a la
vela.»
Algunos de estos pareados usados por Durón están
vigentes aún por aquellas islas. Inclusive una melodía pastoril se identifica
con un ejemplo recogido hace años en La Palma por Cobiella Cuevas. El poder
documentar con un testimonio musical del siglo XVII una melodía popular actual
es un rarísimo lujo.
En el repertorio de canciones populares actuales
se manifiestan dos estratos diferenciales: el de las canciones que acompañan
las danzas (isas, folías, malagueñas, etc.) y el de las canciones de trabajo
(aradas, trillas, cantos de recolección, de arrieros, etc.). Este segundo
estrato presenta arcaismos muy acusados, en tanto que el primero, del que la
gente gusta más y es por eso más conocido y manoseado, no se remonta, en
general, más atrás del siglo XVIII. En ambos estratos se vislumbran con gran
claridad los antecedentes hispano-portugueses.
Al margen de los dos núcleos de cantos a los que
nos acabamos de referir, cabe aludir a un tercer grupo de canciones: las
rituales, tanto profanas como religiosas. En él cabría incluir todo lo
relacionado con la vida, con la muerte y con las creencias. Las primitivas
endechas y los cantos brujeriles que antes mencionábamos entran aquí de lleno,
pero también otras manifestaciones musicales actuales de muy peculiar
configuración, como los villancicos navideños, cuya estructura melódica en
Canarias está relacionada con la música aplicada a ciertos estribillos de isa,
los ranchos de ánimas, cuya audición nos pone en contacto con un mundo
sonoro muy distinto al habitual en las Islas, y los llamados Aires de Lima, a
los que nos referimos más abajo.
Los ranchos de ánimas son tonadas
lamentosas que se cantan sólo entre el día de los Difuntos y el primer domingo
del febrero siguiente. Durante esa época invernal se constituyen en las zonas
rurales de nuestras islas orientales unas cofradías de legos (el «rancho») que,
al caer de la tarde, van de puerta en puerta interpretando sus largas coplas
y desechas con el objeto de recopilar fondos para dedicar misas de
redención a las ánimas del Purgatorio. Son cantos monótonos y tristes,
acompañados de un lento y rítmico sonsonete metálico producido por triángulos,
espadas, panderos de sacudir, etc. El repertorio abarca desde la narración
pormenorizada de milagros de san tos hasta las loas fúnebres, pasando por las
copias propiamente dedicadas a las almas en pena. De todo esto existen
manifestaciones similares en España y Portugal, y aún en toda el área
mediterránea de. Nada tienen que ver con los cantos peruanos, como se ha
llegado a pensar con no poca ingenuidad. Aunque rara ya, su peculiar melodía,
que perdura más intensamente en Gran Canaria, es de estructura enteramente
modal y existe en el Minho portugués, en pueblos ribereños del río Limia (Lima
en la lengua lusitana), al que sin duda se rememora en Canarias al denominar
estos aires por ser originarios de allí.
Sin olvidarnos de destacar,
siquiera de pasada, el interés de la aportación músico-popular del romancero
tradicional en Canarias, cabe aludir, por último, a un curioso canto de trabajo
que posee al mismo tiempo un mucho de canto ritual:
el utilizado por los pescadores de las Islas para
pescar morenas. Consiste en una combinación de silbidos y «llamados» que se
realizan en una entonación muy particular, lo que verdaderamente llama la
atención. El repertorio de sus letrillas es tan extenso como curioso, y cabe
señalar que de una manera muy semejante se practican estos cantos por los
pescadores de la vecina isla portuguesa de Madeira. En realidad, se sabe que
nuestros pescadores usaban de estos cantos ya desde los primeros tiempos de la
colonización, y que tienen un origen mediterráneo, pues también están
documentados en la literatura de la antigua Grecia.
Es un hecho conocido que «el canario» como baile
sobrevivió en las islas a título de único recuerdo musical de los primeros
aborígenes hasta épocas muy recientes: todavía era común en varias de ellas
durante la primera mitad del siglo XIX, si bien sus formas se habían ya
suavizado mucho y su música había sufrido serias alteraciones. Hoy en día, la
esencia de esta primitiva danza se conserva en el baile llamado «el sirinoque»,
que se practica en la isla de La Palma, si bien hay que observar que, mezclado
con él, conviven otros elementos ajenos, como el toque de cierta flautilla de
pico y el juego de las «relaciones».
La amalgama de pobladores que vinieron a las
islas después de la conquista fue verdaderamente importante. Si es cierto que,
ante todo, se establecieron en ellas gentes de la zona occidental de Andalucía,
no menos cierto es que también llegaron, en menor proporción, pequeños
contingentes que procedían de muchas otras partes de la Península. El comercio
y la industria azucarera, además, estaban muy dominados por los mercaderes
portugueses, y como esclavos fueron traídos, especialmente a las islas más
orientales, gran número de berberiscos de la vecina costa africana y más
adelante hombres de color capturados en el África negra. Todos estos elementos
contribuirían a conformar un folklore musical característico a lo largo de los
siglos.
Como ejemplos concretos de lo que acabamos de
exponer cabe señalar que algunos documentos de la Inquisición en Canarias,
referentes al primer tercio del siglo XVI, nos describen con detalle las
exóticas danzas rituales practicadas ocultamente por pseudoconversos africanos
en el seno de las comunidades berberiscas de Lanzarote y Fuerteventura. Estos
moriscos criptoislámicos realizaban reuniones y ritos en lugares apartados. En
los procesos inquisitoriales seguidos entre 1532 y 1534 contra Luis Bucar y
Pedro Berrugro por tomar parte activa en actos de esta índole se describen
curiosas danzas; en ellas intervenía una mujer adivinadora que entraba en
trance, era azotada y caía al suelo, mientras un hombre la hostigaba dando
saltos a su alrededor e invocaba a los demonios en lengua arábiga, retemblando
una lanza con la mano y dando alaridos «a fuer de moro». El hecho, acaecido en
Lanzarote, no era raro; lo que sí es raro es encontrar una descripción tan
puntual de la danza. También existe otra excepcional descripción de parecida
danza adivinatorio practicada en Pozo Negro (Fuerteventura), donde tras la
escena de la mujer adivinadora se completaba el rito con el trance del hombre
después de actuar sobre llamas de fuego desparramando con las manos las brasas
de la hoguera nocturna.
Al margen de todo esto, y sólo para dar una idea
de lo que pudo ser el arranque de las danzas colectivas entre nuestras primeras
comunidades de colonos, podemos señalar que los bailes populares ciudadanos que
describen algunos historiadores de los siglos XVI, XVII y XVIII, tomados de
relaciones sobre fiestas muy significadas, solían ser gremiales: danzas de labradores,
de pastores, de marineros, etc., y no faltan tampoco, a veces, como
consecuencia de una situación geográfica «puente» entre dos continentes
exóticos, las danzas de indios hispanoamericanos o de negritos. De todo esto
sólo queda la constancia histórica que nos dejaron muy viejas plumas.
Hay otras antiguas danzas de tipo rural que sí
han persistido hasta nuestros días en apartados rincones del Archipiélago. Tal,
por ejemplo, el llamado tango de la isla de El Hierro, acaso identificable
con el baile de tres observado allí como cosa pujante todavía a
finales del siglo XVIII.
Consiste el tango herreño en una danza
amorosa entre tres parejas de hombres y mujeres, ataviados con una indumentaria
que bien recuerda a la del Ribatejo portugués y a la de nuestra Extremadura, en
la que el vigoroso repique de las castañuelas de lo tres danzantes masculinos y
sus enérgicas vueltas, saltos y mudanzas contrastan con las finas y delicadas
contorsiones y vaivenes de las bailarinas que se les enfrentan. Esta bellísima
danza va acompañada por el ritmo simple de un tambor grande, la voz de un
campesino que interpreta una curiosa canción «de aliento entrecortado» y la
incidencia, en contrapunto «ostinato», de una popular flauta travesera a la que
el cantante alude continuamente en el estribillo llamándola «nai». Se trata
esto, sin duda, de una reminiscencia morisca, pues ése es el nombre que reciben
diversos tipos de flautas a lo largo y ancho de la cultura islámica y sus zonas
limítrofes.
Más curioso todavía es el llamado baile del
vivo, también propio de la isla de El Hierro. Se trata de la única danza
pantomímica que se conoce en el Archipiélago y consiste en un baile de pareja
sola, en el que el papel preponderante lo lleva la mujer. Esta simula
arreglarse la cara, peinarse, mirarse en un espejo de mano, ajustarse el talle,
componerse las faldas y amarrarse los zapatos, mientras que el hombre, frente a
ella, tiene que imitar burlescamente todos sus movimientos. Mientras ella se
desplaza y lo cerca, trata de distraerle con sus gesticulaciones para tirarle
al suelo de un repentino manotazo el sombrero con que él está tocado,
culminación que marca el fin de la danza. Un baile de parecidas gesticulaciones
se conserva entre los judíos sefarditas de Tetuán, y el baile-juego del
sombrero ha llegado hasta ciertos pueblecitos de los Andes, lo que demuestra la
larga andadura de esta remota danza hispana, que ha pasado al corazón de
América a través de Canarias.
Ya desde el siglo XVII abundan los procesos inquisitoriales
contra brujas acusadas de practicar bailes rituales. Según los testigos y las
confesiones de las ensartadas, estos bailes eran practicados por tres mujeres
desnudas, acompañándose de castañetas y panderos; sobre este tema hemos dejado
puntual constancia en un dilatado trabajo.
Era muy frecuente en los medios rurales de
Canarias el utilizar la música como vehículo idóneo para la aproximación entre
ambos sexos. Este aspecto sociológico de la canción popular (la que los
moralistas llamarían «obscena») debe ser contemplado con sumo interés para la
recolección seria de un cancionero del Archipiélago. El material es muy
abundante. En determinados sitios de Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura,
por ejemplo, perdura aún el recuerdo de cierta danza ocultista, primitivamente
relacionada también con prácticas brujeriles, llamada el baile del gorgojo. Esta
danza se bailaba de noche en lugares apartados, en cuclillas y dando saltos, y
algunas veces aparecían los danzantes completamente desnudos. Sin relación
aparente con este baile se practicó también hasta principios de este siglo, en
el sur de Gran Canaria, una danza fálica llamada el baile del pámpano roto,
cuyo recuerdo sigue todavía entre los habitantes del barranco de
Guayadeque. Era éste un baile de dos filas enfrentadas de hombres y mujeres en
el que se intentaba atravesar, en evoluciones propias de las llamadas «danzas
de requerimiento y rechazo» (como lo era también el primitivo canario), una
enorme hoja de ñamera que llevaban las mujeres colgada de la cintura a modo de
delantal, constituyendo el hacerlo (acción absolutamente optativa para el
hombre) un compromiso matrimonial ineludible.
Otro baile de filas enfrentadas de hombres y
mujeres que ha llegado con gran pujanza hasta nuestros días en la isla de La
Gomera es el baile del tambor, llamado también tajaraste gomero. El
tajaraste consiste, efectivamente, en un baile ejecutado sobre un corto esquema
rítmico muy característico, cuya estructura es bien conocida en relación con
los antiguos ritmos populares de tambor y, en particular, con el de una popular
danza barroca europea llamada precisamente «le tambourin». De qué forma llegó
esta conocida danza a Canarias y fue adoptada por el pueblo es algo todavía por
investigar. Lo cierto es que sobre el mismo ritmo gomero se baila hoy el tajaraste
en Tenerife, si bien no se trata aquí ya de una danza de filas enfrentadas,
sino en rueda, caracterizándose por los saltos que dan los bailadores, no sólo
hacia adelante, sino especialmente hacia atrás y apiñándose en dirección al
punto central de la rueda. Se trata de una evolución coreográfica que llama
mucho la atención y que también aparece en el tajaraste final del llamado baile
de la Florida, pago de La Orotava, en Tenerife, y en determinadas danzas
lanzaroteñas que nada tienen que ver musicalmente con el tajaraste. Estos
saltos tan característicos son particularmente hermosos ejecutados por los
danzantes de Lanzarote. Posiblemente nos encontramos ante un substrato
coreográfico más antiguo en las islas que el propio ritmo de tambor sobre el
que se basan los tajarastes.
En otro orden de cosas, hay que dejar constancia
de la supervivencia en la isla de La Palma de una de las más bellas danzas
agrícolas que conocemos: el baile del trigo. Se trata de un juego que recuerda
con indudable intencionalidad pedagógica todas las operaciones que hay que
realizar con este cereal, desde sembrarlo hasta comerlo en forma de pan:
cantando sin otro acompañamiento que un sordo batir del compás, los danzantes
evocan a coro cada uno de los procesos del trabajo con gesticulaciones muy
gráficas a lo largo de la danza. La melodía tiene cierto sabor galaico. También
los judíos sefarditas de Tetuán han conservado hasta hoy esta tradición de
origen hispano, que incluso se recuerda todavía en algún lugar de la Península,
como Cáceres, si bien relegada ya a la órbita de los juegos infantiles. En
relación con este singular baile palmero tenemos que referirnos a otra danza
agrícola que se practica en Lanzarote: la saranda, que se baila manipulando
enormes aperos propios de aventar y recoger también el trigo, pero que es, al
parecer, un invento coreográfico reciente Quién sabe si no se trata de una
nueva concreción de más antiguos recuerdos provenientes también de una danza
agrícola paralela a la que se practica en La Palma.
Todas estas danzas que hemos citado se
practicaban ya en Canarias muy probablemente antes del siglo XVIII y
constituyen los principales restos de unas formas culturales decantadas y
consolidadas tras la conquista española de las islas.
Durante la decimoctava centuria tienen lugar en
toda España una serie de cambios económicos y sociales que afectarán muy
profundamente a ciertos usos y costumbres, extendiéndose a partir de entonces
por las comunidades rurales una serie de moda generales que adquirieron pronto
tanto arraigo como vigencia histórica. Es entonces cuando fandangos, jotas,
seguidillas y otros géneros se asientan en todas partes y, cómo no, llegan
también a Canarias. De esa época data el folklore canario que hoy más se
practica en todas las islas, formando un núcleo de expresión uniforme y común a
todas ellas, el cual se concretiza en tres géneros principales de los que se
derivan, a nivel de localidades concretas, sus particulares variantes. Estos
tres grupos son: el de las folías y la malagueña, el de los diversos tipos de
seguidillas y el de las isas.
Las folías populares de Canarias
constituyen una joya musical de inusitado interés. Son una fiel versión del
antiquísimo complejo formado por melodía y bajo acompañante que desde fines del
siglo XVI era conocido ya en toda Europa con el nombre de «Folías de España».
Esta danza cortesana debió extenderse entre el pueblo canario bastante después
del año 1700, y como género musical descendido de cultas esferas, conserva un
sello pomposo que viene dado principalmente por las evoluciones armónicas de su
«basso ostinato», que el pueblo ha sabido conservar con gran fidelidad. Se
bailan las folías muy delicadamente, con maneras cortesanas, y conservan, como
elemento más característico de la danza, la antigua tradición del cambio de
pareja por parte de la mujer, la cual retorna a la postre a bailar con su
primer acompañante.
Una variante más popular y tardía de estas
folías, si bien llegada a Canarias por otros derroteros no tan cultos, es la
que se conoce con el nombre de la malagueña. Las evoluciones armónicas
son las mismas que en el caso anterior, pero el canto se produce sobre esquemas
melódicos mejor conformados y de gran belleza, en tanto que en las folías lo
hacía sobre niveles más propios de un recitativo cantable. El baile de la
malagueña, también parsimonioso, observa en Canarias la característica de
contraponer al grupo de bailadores unos episodios solistas, protagonizados por
un hombre y dos mujeres, los cuales realizan un rico repertorio de evoluciones
coreográficas verdaderamente atractivas.
Las seguidillas también arraigaron en el
Archipiélago durante el siglo XVIII en muy variadas formas. Existe una versión
de baile muy dinámica y colorista, propia de las islas orientales, a la que se
conoce por seguidillas corridas. Otra versión es la de las saltonas,
caracterizadas porque los cantantes se alternan pasándose las estrofas que
cantan («seguidillas robadas»). También el llamado tanganillo es un tipo
de seguidillas caracterizado por un período melódico más amplio, en el que el
texto cantado se extiende en reiteraciones de ciertas palabras. Digamos, por
último, que una de las versiones más bonitas de seguidillas de cuantas se danzan
en las islas es la del llamado baile de la cunita, danza navideña que se
ejecuta en el pueblo de Guía, de Gran Canaria. El Niño Jesús aparece acostado
en una rústica cuna de madera de tamaño natural, alrededor de la cual gira los
danzantes en doble sentido: los hombres en una dirección y las mujeres en la
contraria, renovándose así las parejas de manera continua.
Todos estos bailes son «sueltos». Ahora bien: el
baile suelto por excelencia que, por su alegría y vistosidad, constituye una
pieza obligada en todos lo grupos de danza del Archipiélago es la isa. «Isa»
e una palabra proveniente del bable asturiano y significa, «¡salta!». En
realidad, la isa sólo es una versión canaria de la «jota» peninsular,
tanto por su música como por su coreografía, pero no cabe duda de que en las
islas ha adquirido tan sello dulzón y nostálgico que la diferencia y embellece.
«Jota, es palabra derivada también de «¡salta!», como es bien sabido, con este
término hay que relacionar el nombre de otro baile conservado hasta hoy en
Fuerteventura llamado el siote, por más que esta danza se ejecute allí
antes caminando que saltando. El particular gusto que sienten los canarios por la
isa ha sido la causa de que ésta muestre tan variado número de versiones,
tanto en lo que respecta a la coreografía de baile (muchas veces indignamente
manipulada) como a la melodía que se canta, aunque ésta, como ocurre en las
folías, opere sobre austeros niveles de recitativo. En esencia, sabemos que
la isa era hasta fines del siglo pasado un baile suelto de castañuelas,
cuyos saltos exigían gran destreza. Luego se ha sustituido la danza por una
serie de puentes, cadenas corros y figuras, copiando modelos de danzas que
pueden contemplarse hoy lo mismo en el folklore de Suiza que en el de la
Argentina.
Las más tardías incorporaciones de danzas
populares a Canarias datan del siglo XIX. Se trata de un grupo de bailes de
origen centroeuropeo que se manifiesta en la polca, la mazurca y la berlina,
más rara esta última, aunque es todavía bien recordada en Fuerteventura, La
Palma y El Hierro. Son también bailes sueltos y alegres, de muy dinámicas
mudanzas y saltos menudos, los cuales constituían la sal y pimienta de las
fiestas campesinas canarias hasta bien avanzado el presente siglo.
Este es someramente el panorama de las
principales danzas ejecutadas hasta hoy en Canarias. Al presente suelen revivir
con vigor nuevo en determinadas fiestas religiosas de gran trascendencia
popular, como la romería del Pino en Gran Canaria o la de San Benito en
Tenerife; otras romerías, como las bajadas de la Virgen en La Palma y El
Hierro, por ejemplo, muestran danzas propias que merecerían un estudio más
pormenorizado.
Frente a la costumbre de las danzas populares en
festejos al aire libre, desde mediados del siglo pasado se fue además
imponiendo, al menos en las islas orientales del Archipiélago, una práctica de
estos mismos bailes en locales cerrados y permitiéndose ya en ellos la
modalidad del baile «agarrado», en detrimento de la coreografía. Cierto que los
bailes en casas particulares se habían practicado antes en los medios rurales,
como culminación de las «velas de parida» en los bailes llamados de «última»,
un tipo de reuniones sociales que, por su carácter nocturno, dio lugar a que
cuando no se celebraban con ocasión del noveno o último día de la velada, se
les diera el nombre de «bailes de candil». Pero la novedad ahora consistía en
la explotación económica del acto, la cual venía determinada por el estricto
control de las personas que penetraban en el recinto: los hombre pagaban al
dueño u organizadores una taifa con derecho a entrar y bailar sólo dos o
tres danzas, habiendo de salir y pagar nueva contribución si quería continuar.
A principios de nuestro siglo estos «baile de taifas» constituían ya un motivo
de gran atracción en los medios populares de las islas, dándose lugar en ellos
a numerosos líos y disputas sobre el límite de los derechos que obtenía quién
pagaba religiosamente su taifa. La clerecía, durante el período de
puritanismo que siguió a la terminación de la guerra civil del 36, consiguió
abortar este tipo de práctica populares manipuladas, las cuales se vieron
asimismo desplazadas por el paulatino auge de este tipo d actividades en las
nuevas sociedades recreativas de los pueblos y suburbios y donde la música
popular tradicional fue radicalmente sustituida por las canciones y ritmos de
moda.
La creatividad musical constituye un destacado
capítulo de la historia cultural de Canarias. Desde que se conquistaron las islas
a fines del siglo XV no ha cesado en ellas una continua labor en este sentido,
de tal manera que, a través de cinco centurias, se ha ido constituyendo en el
archipiélago un importante patrimonio artístico cuya importancia sobrepasa con
creces el mero interés local.
La primera irrupción musical de Canarias en el
contorno de la cultura europea tiene lugar, en efecto a raíz de la conquista,
cuando rápidamente se difunde a través de España y por todo el Occidente una
vistosa danza de factura insular aborigen: el canario. Este
baile, que vivió en las cortes europeas hasta ya entrado el siglo XVIII, dio
lugar a numerosas versiones musicales realizadas por los más destacados
compositores de entonces, y aún pervivía como danza popular en Canarias a
mediados del pasado siglo. Paralelamente a la difusión del canario, otro
producto musical reelaborado en las islas, de presunto origen judaico, volvía a
la Península para popularizarse a mediados del siglo XVI: se trata de las
llamadas endechas de Canarias, reproducidas en sus publicaciones por los
más afamados vihuelistas y teóricos musicales del momento. El canario y
las endechas constituyeron, en suma, dos notables aportaciones musicales
de Canarias a la cultura europea del siglo XVI.
Terminada la conquista se erige en la ciudad de
Las Palmas su catedral, y en ella opera desde los primeros momentos una capilla
de música cuya actividad sería muy intensa durante los 350 años siguientes. Los
maestros de capilla se suceden a lo largo del siglo XVI, cultivando la
polifonía de los más afamados compositores flamencos, españoles e italianos de
aquel entonces: Josquin des Préz, Morales, Victoria, Palestrina, etc. Sin duda
alguna estaban «al día», como se dice ahora. Pero si bien no nos queda ninguna
obra de los propios maestros que actuaron en Canarias durante aquel siglo
-seguramente a causa de la devastadora toma de la ciudad por los holandeses en
1599-, sabemos que algunos de ellos fueron compositores notables, y que incluso
un canónigo canario aventajaba con creces la ciencia de los maestros que regían
en su tiempo la capilla musical de Las Palmas: don Bartolomé Cairasco de
Figueroa.
Cairasco, cuyo talento como poeta era ya
ponderado por sus coetáneos del Siglo de Oro español, se había formado en
Sevilla, Coimbra y Alcalá, y posiblemente también en Italia; tocaba con
destreza el clavicordio, cantaba más que medianamente, componía la música de
los villancicos y madrigales insertos en sus propias obras canarias de teatro y
también algunas «chanzonetas» polifónicas para determinadas festividades
litúrgicas de la catedral. Además nos legó entre su obra impresa un cúmulo de
referencias musicales que son bien conocidas por lo estudiosos de la historia
de la teoría musical española. En torno a Cairasco y al maestro Ambrosi López
se centra una época dorada de la actividad musical en Canarias, y es una
lástima que las dramáticas circunstancias históricas vividas por la ciudad de
Las Palmas en aquel entonces impidieran 1a conservación hasta nuestros días de
su legado. A pesar de ello, las obras de música compuestas o copiadas en los
siglos XVII, XVIII y XIX que se conservan en el archivo de la catedral de Las
Palmas sobrepasan en número las dos mil, y son en su mayoría piezas de gran
calidad artística.
Lo más original reside en la cuantiosa producción
de los compositores que actuaron en la catedral de Las Palmas a partir del
siglo XVII. Ya el más antiguo del que se conserva música, el maestro Melchor
Cabello, figura en las historias de la música hispana como fray Melchor de
Montemayor, llamado Diego Durón. Era hermano mayor de Sebastián Durón, el que
sería luego famoso maestro en la corte española y en el exilio; pero relegado
Diego al ámbito insular, permaneció trabajando silenciosamente en Las Palmas
durante cincuenta y cinco años, hasta que murió en 1731. Se trata sin duda de
un polifonista y policoralista de primera fila, entre cuya numerosa producción
(cerca de medio millar de obras) existen incluso composiciones de inspiración
canaria, en las que los textos encierran un marcadísimo interés folklórico.
Tal, por ejemplo, el villancico representado y cantado entre ángeles y pastores
en 1691, así como los llamados «Cuatro tratantas de la plaza», «El alcalde de
Tejeda», «Los muchachos de Canaria», etc. El sucesor de Durón, el valenciano
Joaquín García, trajo a Las Palmas otro estilo de desenfadado sabor
dieciochesco, y entre sus quinientas y pico de obras abundan las cantadas a
voz sola con acompañamientos instrumentales. Son obras que rezuman una gracia y
un españolismo extraordinarios.
Al socaire de toda esta música compuesta en
Canarias y para Canarias habrían de salir también en todo tiempo músicos
canarios; pero lo cierto es que sólo conservamos producción de compositores
insulares a partir de la segunda mitad del siglo XVIII siendo el primero de
ellos Mateo Guerra, el más aventajado discípulo de don Joaquín García. Le
siguen Antonio Oliva (tinerfeño de Garachico), José Rodriguez Martín, Agustín
José Betancur, José María de la Torre y Cristóbal José Millares, formados muchos
de ellos a la sombra del presbítero Mateo Guerra y de maestro de capilla
Francisco Torrens, el sucesor de García. Vive además en esta segunda mitad del
siglo XVIII otra personalidad canaria que proyectaría su labor musical y
literaria fuera del ámbito insular: el tinerfeño Tomás de Iriarte, original
compositor de abundantes melólogos y autor del célebre poema «La Música».
En conexión con la intelectualidad vinculada a la
Reales Sociedades Económicas de Amigos del País fundadas en Tenerife y Las
Palmas al comienzo del último cuarto de siglo de la Ilustración, se inicia en
las Islas una actividad musical ciudadana apoyada por ciertos sectores de la
burguesía y por los propios músicos de la iglesia de la Concepción de La Laguna
y de la catedral de Las Palmas, actividad creciente que culminaría, ya bien
entrado el siglo XIX, con la fundación en el Archipiélago de las dos Sociedades
Filarmónicas más antiguas de España.
Este hecho ocurriría gracias a la ininterrumpida
afluencia a Canarias de maestros de gran talla. Huyendo de la invasión
napoleónica llega primero a Las Palmas como maestro de capilla, procedente de
la corte portuguesa, el compositor madrileño José Palomino, quien, pese a haber
fallecido a los dos años de su llegada, dejó una profunda huella musical, tanto
a nivel eclesiástico (responsorios de Navidad) como profano (minuetos para
piano); su obra tuvo una larga vigencia durante el siglo XIX. Y al poco tiempo
arriba a Gran Canaria otra personalidad de gran brillantez: Benito Lentini,
siciliano, quien tras deslumbrar a la burguesía con la novedad sonora de sus
tocatas pianísticas no tardó en vincularse a la catedral, para la cual compuso
numerosas obras vocales e instrumentales de gran efecto y con calidades
rossinianas que eclipsaron sobremanera la producción del maestro sucesor de
Palomino, don Manuel Jurado Bustamante. Por otra parte, a mediados de los años
veinte llegó también a Tenerife un joven y notable compositor francés, don
Carlos Guigou, quien pese a venir de paso para La Habana, a donde iba
contratado, decidió quedarse en la isla del Teide y, de acuerdo con las
extravagantes modas musicales que irrumpían por entonces en París, no tardó en
organizar en Santa Cruz conciertos ejecutados por centenares de músicos
reunidos, requiriendo para ello la presencia en la capital tinerfeña de todas
las bandas de los pueblos y del mayor número posible de músicos de las demás
islas.
La división del obispado en Canarias en 1828, con
la consiguiente merma de rentas para el establecido en Gran Canaria, motivó una
crisis definitiva en la capilla de música de la catedral de Las Palmas y
precipitó la consolidación extraeclesiástica de los movimientos musicales
ciudadanos. La actividad sinfónica de carácter progresista iniciada años antes
en ambas islas (en 1818 se tocaban ya en Las Palmas sinfonías de Beethoven,
todavía en vida del gran maestro) cristalizaría al cabo de algún tiempo con la
organización definitiva de las Sociedades Filarmónicas. La de Las Palmas vio la
luz en 1845 bajo el patrocinio del Gabinete Literario, santuario liberal de la
intelectualidad insular, con un memorable concierto que dirigió el propio don
Benito Lentini un año antes de su muerte. En Tenerife se desconocen fechas
exactas, pero es presumible una organización anterior, bajo la tutela de don
Carlos Guigou y del músico Manuel Núñez.
La preocupación en las Islas por una continuidad
musical digna e independiente se concreta durante los años treinta y cuarenta
del pasado siglo en el doble proyecto frustrado de formar en el exterior dos
jóvenes músicos de gran talento. Se anticipó Tenerife, de donde partió a los
dieciocho años Eugenio Domínguez Guillén para estudiar durante cuatro años en
Madrid y luego en Nápoles. En Italia, tras dos años de actividad, se le
auguraba un gran porvenir como compositor operístico; mas contrajo allí una
terrible enfermedad que le obligó a volverse a su tierra, a la cual no
regresaría, pues falleció en Cádiz ya en vísperas de embarcar para Tenerife. En
Las Palmas, al morir en 1846 los dos pilares del movimiento musical ciudadano
Benito Lentini y Cristóbal José Millares, se crea una suscripción pública para
enviar a estudiar al conservatorio de Madrid al nieto de éste, Agustín Millares
Torres (1826-1896), joven de inteligencia extraordinaria. En la capital del
Reino estudia composición con Carnicer, además de violín, piano, arp canto,
pero regresa después de un año a Las Palmas porque, al haber fallecido
repentinamente su padre, hubo de hacerse cargo del mantenimiento de su madre y
de sus seis hermanos menores. No obstante, Millares Torres aprovechó muy bien
su año en la corte, no sólo dada su gran capacidad de trabajo, sino
especialmente porque cuando marchó a Madrid era ya un músico bien iniciado en
el arte de componer y de dirigir la orquesta.
Durante la década de los cincuenta del pasado
siglo desarrolló Millares Torres una gran labor musical en Las Palmas como
compositor y director de orquestas, reorganizando incluso la Sociedad
Filarmónica, para la que reestructuró y editó sus estatutos en 1855. Pero
pronto fue derivando hacia otras actividades literarias y eruditas más
compatibles con su amarrada profesión de notario, de manera que a partir de
1860 va en disminución progresiva su actividad musical pública y crece su
personalidad como novelista e historiador de Canarias.
La Filarmónica de Las Palmas se volvió a
reorganizar en 1866 y emprendió un nuevo camino con otros directivos y otros
maestros al frente, hasta que en 1878 fue contratado en a y Madrid un joven
discípulo de Arrieta que había triunfado al darse a conocer como compositor con
su aún célebre «Serenata española»: el aragonés Bernardino Valle (1850-1928).
Como tantos antecesores musicales suyos, Valle se desvinculó de la Península
para enterrarse en Las Palmas durante cincuenta años, y nos dejó una
copiosísima producción musical, entre la que destaca su cantata sobre el
descubrimiento de América, que fue premio nacional de música en 1892.
Para rematar el proceso del sinfonismo insular
decimonónico, no podemos pasar por alto la figura del tinerfeño Teobaldo Power
(1848-1884), quien de joven se trasladó a Barcelona para formarse como pianista
y compositor, desde donde pasa a residir en París, revelándose desde temprano
como destacado creador de obras sinfónicas y dramáticas. Durante una de sus
estancias en Tenerife, a donde acudió para reparar su quebrantada salud,
compuso los «Cantos canarios», pieza angular de la música orquestal del
Archipiélago en aquella época y que sigue vigente en el repertorio sinfónico
insular.
[6. Teobaldo Power].
Tanto Millares y Power como Valle fueron
asimismo cultivadores de la lírica teatral. Pero si bien las óperas y zarzuelas
de Millares se inspiran en temas literarios puramente románticos (que él mismo
escribía), el contorno geográfico y humano irá invadiendo cada vez más la
producción lírica de los compositores insulares, como ya ocurre en las obras
escénicas de Valle de principios de este siglo y también en la de su
contemporáneo en Las Palmas, Santiago Tejera (recordemos las zarzuelas de éste,
«Folias tristes» y «La hija del mestre») y, luego, en Tenerife, con Reyes
Bartlet. Otro compositor grancanario más sofisticado, don Andrés García de la
Torre, logra estrenar en Milán una ópera, «Rosella», cuya partitura es incluso
impresa allí por la casa Fantuzzi.
La actividad de estos últimos músicos se alarga
hasta casi la cuarta década de nuestro siglo, en que los prolegómenos de la
guerra civil española abrirán un paréntesis importante. El cambio de siglo
había tenido durante largos años el aliciente de las reiteradas estancias en
Gran Canaria de Camilo Saint Saëns, quien incluso participó activamente en la
vida musical isleña; aparte de sus conocidas obras para piano, «Las campanas de
Las Palmas» y «El vals canariote», existe en el archivo de la catedral una
curiosa composición suya escrita en notación de canto figurado, un himno a
Santa Teresa dedicado al obispo de Canarias fray José Cueto, el cual no figura
aún en los catálogos de obras del ilustre músico francés. Fue aquella, en
efecto, una época fecunda, dada la simultánea proliferación de intérpretes
canarios de talla: el barítono Néstor de la Torre: el violinista José
Avellaneda, que animó durante la «belle époque» a la afición de Las Palmas con
sus brillantes interpretaciones, sus composiciones violinísticas y los ciclos
de conciertos que organizó con su cuarteto de cuerdas; el joven y muy ingenioso
guitarrista Víctor Doreste, formado musicalmente en Alemania, quien en el ocaso
de sus años produjo aún dos expresivas composiciones para orquesta de cuerda,
etc.
Después de la guerra civil había que partir casi
de cero. Vuelven a reorganizarse las Sociedades Filarmónicas en los años
cuarenta, y si bien en Tenerife ello es menos difícil gracias a la
ininterrumpida labor del compositor y director insular Santiago Sabina, en Las
Palmas, tras un comienzo prometedor que se debió al entusiasmo del melómano don
Benítez Inglott y a la presencia fugaz del gran maestro Obradors, hay altibajos
hasta la llegada en 1951 del catalán Gabriel Rodó, violoncelista magnífico,
gran director y notable compositor sinfonista; éste dominaba a la perfección
las técnicas del postromanticismo orquestal con un interesantísimo lenguaje
musical expresionista, y ello durante unos años en que en España sólo
interesaba el andalucismo a ultranza. Rodó compuso música sinfónica para Las
Palmas, organizó el Conservatorio de Música, creó una orquesta juvenil y,
después de doce años de labor fecunda y poco comprendida, las rencillas
politiqueras urdidas en torno a la música acabaron con su paciencia. Marchó a
Bogotá en 1963, donde falleció a los pocos meses de su llegada. Rodó fue el
último director-compositor que pasó por Las Palmas.
En todos esos años actúan también en Las Palmas
una serie de compositores guitarristas canarios, cuyo principal exponente es
Francisco Alcázar. Había estudiado algún tiempo en Barcelona con Pujo y
componía, guiado de una imaginación delirante, piezas morunas de difíciles
ritmos y originales ideas. Y junto a la figura reciente del más insigne discípulo
de Alcázar, Efrén Casañas, aparece independientemente otro guitarrista
compositor interesante: Blas Sánchez, cuyo gran homenaje a Pablo Neruda ha sido
coreografiado recientemente por elementos del ballet de Maurice Béjart.
Paralelamente, mientras ocurría todo esto,
Canarias no era Miguel ausente a la gestación de los nuevos lenguajes musicales
que han abierto una nueva era en los últimos años. En este sentido, dejando a
un lado las creaciones insulares de corte ultratradicionalista (entre las que
caben destacarse la corta producción sinfónico regionalista de Néstor Álamo,
así como lo reiterados estrenos sinfónico-corales del compositor Navarro Grau
en Tenerife), hay que reseñar que un aventajado discípulo canario de Xavier
Montsalvatge Juan Hidalgo Cordorniú, estrena ya a partir de 1948 en Las Palmas
obras de cámara que resultaban «revolucionarias» en aquel entonces, de la misma
manera que diez años más tarde parecerían extravagantes la ejecuciones de las
obras sinfónicas y de cámara de cónsul italiano en Gran Canaria, Claudio
Ammirato. Ya por entonces había marchado Juan Hidalgo a Francia, Suiza e
Italia, donde aprende las técnicas de serialismo dodecafónico con Bruno Maderna
y un nueva concepción abierta de la música con John Cage. Cuando regresa a
España en 1959, su obra va media docena de años por delante de lo que acaban de
descubrir los jóvenes vanguardistas madrileños y catalanes. Desde entonces y
hasta nuestros días, Hidalgo ha continuado su trayectoria musical casi en
solitario, siempre en el incómodo vértice de la vanguardia. Desde Las Palmas se
incorpora más recientemente a la nueva escuela madrileña Carlos Cruz de Castro,
cuya obra alcanza ya resonancias internacionales, y en nuestra ciudad queda
Juan José Falcón, compositor forjado en ambiciones wagnerianas, que alcanzó en
su día un interesante lenguaje atonal de matices impresionistas y que se ha
sumido también últimamente en las técnicas de vanguardia, donde ha descubierto
un campo de expresión en verdad subyugador.
Expuestos quedan a grandes rasgos, y no sin
importantes lagunas, los hitos más destacados del devenir musical en Canarias.
Esta rica actividad, ininterrumpida a lo largo de quinientos años, ha ido
constituyendo en el Archipiélago el patrimonio artístico más importante de toda
su cultura, sin duda alguna. Este se concentra en tres legados principales: el
archivo de la catedral de Las Palmas, que abarca hasta el primer tercio del
siglo XIX; la sección musical del Museo Canario, a donde han ido a parar los
fondos de los músicos canarios postcatedralicios, y el Conservatorio de Santa
Cruz de Tenerife, en donde se está organizando la concentración de las obras de
músicos tinerfeños. En conexión con todo esto, el Museo Canario de Las Palmas
ha creado hace años un Departamento de Musicología, en el que colaboran Lola de
la Torre y quien estas líneas suscribe, con el fin de programar racionalmente
la recuperación, conservación e investigación de todo este legado musical. Ello
en la
conciencia de que la historia musical española no
acabará de conocerse hasta que no se escriba la historia musical de las
regiones de España.
«Algunos datos sobre música de moriscos en
Canarias», en Homenaje a Don Elías Serra Ráfols, editado por la
Universidad de La laguna La Laguna, IV (1973), pp. 381-389.
«Cantos de llamado», en Revista de Historia.
La Laguna, X (1949), pp. 248-253.
COBIELLA CUEVAS, Luis: «La música popular
en la isla de La Palma», en Revista de Historia, La Laguna,
Tenerife, (1947), pp. 454-484.
«De folklore canario: Romances con
estribillo y bailes romancescos», en Revista de Dialectología y
Tradiciones populares. Madrid, IV (1948), pp. 197-241.
«El archivo de música de la catedral
de Las Palmas», en El Museo Canario. Las Palmas de Gran Canaria,
I, en XXV (1964), pp. 181-242, y II, en XXVI (1965), pp. 147-203.
«El baile del trigo», en Revista
de Dialectología y Tradiciones Populares. Madrid, XI (1955), pp. 145-154.
«El estribillo en el romancero tradicional
canario: el responder, elemento uniforme e inseparable de los romances».
El Museo Canario, Las Palmas de Gran Canaria, 31-32 (julio-diciembre
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JIMÉNEZ SÁNCHEZ, Sebastián: «Danzas y
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«La folía histórica y la folía popular
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«Las endechas canarias del siglo XVI
y su melodía», en Homenaje a Don.Agustín Millares Carlo, editado
por la Caja Insular de Ahorros de Gran Canaria, Madrid, II (1975), pp. 281-310.
«Noticias sobre bailes de brujas en
Canarias durante el siglo XVII: Supervivencias actuales», en Anuario
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PÉREZ VIDAL, José: Endechas
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SIEMENS HERNÁNDEZ, Lóthar: «Instrumentos de
sonido en habitantes prehispánicos de las Islas Canarias», en Estudios
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música de la capilla de Las Palmas y el compositor don Sebastián Durón»,
en El Museo Canario, Las Palmas de Gran Canaria, XXIV (1963), pp. 39-49.
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