sábado, 6 de junio de 2015

LA MÚSICA EN CANARIAS*


Lothar Siemens Hernández
Licenciado en Filosofía, (Musicología) por la Universidad de Hamburgo


*Extractado de la Música en Canarias 2ª Ed. Museo Canario 1977

I.-LA MÚSICA ABORIGEN
1. Cuestiones preliminares
¿Podremos saber a estas alturas cómo era la música de nuestros aborígenes? Posiblemente no; pero hoy contamos con ciencias auxiliares, como la organografía y la musicología comparada, que nos permiten sistematizar esta cuestión más ventajosamente de lo que hubieran podido hacerlo nuestros historiadores de siglos pasados. Hay una serie de observadores e impresiones dispersas entre los testimonios de los antiguos cronistas, a la par que unos pocos objetos arqueológicos de funcionalidad aún incierta que conviene ordenar y comparar con los métodos y datos que hoy poseemos para obtener una idea, siquiera muy somera, de lo que pudo ser la praxis musical de nuestra población prehispánica. Creemos que el resultado no puede ser negativo, aunque sí insuficiente. A pesar de ello, el material computable requiere unos análisis y consideraciones imposibles de incluir en el reducido espacio de un texto divulgativo, razón por la cual llamamos la atención del lector, cuyo espíritu crítico quede insatisfecho, sobre trabajos más amplios en revistas especializadas.
Nos referimos aquí por separado, circunscribiéndonos al Archipiélago en su etapa prehispánica, a los tres aspectos fundamentales que hay que contemplar en cualquier cultura musical: los instrumentos, las canciones y las danzas. Luego abordaremos brevemente el problema de las supervivencias aborígenes en el folklore actual.

 2. Los instrumentos
Las crónicas e historias de la conquista de las islas atribuyen a los aborígenes un instrumentario muy pobre. Sólo Viana habla de flautas de caña, tamboriles y gaitas de canutos con embocadura de tallo de cebada (sin duda un tipo de lengüeta simple) y declara que desconocían los instrumentos de cuerda. Esta información, que siguen Núñez de la Peña, Viera y otros, hay que desecharla por completo, dado que se refiere a un instrumentario rural de la segunda mitad del siglo XVI, cuyos elementos son producto de un fenómeno de aculturación, en el que predomina la aportación de origen hispánico. El tambor de cualquier tipo no sólo es desconocido en las crónicas más antiguas, sino que ni siquiera los restos arqueológicos nos deparan, entre lo encontrado hasta ahora, nada que pueda asemejársele.
Los cronistas más antiguos nos refieren que los aborígenes carecían de instrumentos y que sus sones eran producidos solamente cantando y con la primaria percusión de pies y manos. Gómez Escudero añade que los de la Gomera hacían además sonsonetes sacudiendo piedrecitas dentro de un recipiente de barro, observación muy interesante que luego se repite de forma parecida en Tenerife, en tiempos de Viana. De resto, nada. Algunas acciones instrumentales de tipo ritual, como el batir de palos en las danzas o el golpear el agua en ceremonias rogativas pluviales, se citan, pero sin que los cronistas les atribuyan valor organográfico alguno, aunque sí lo tienen.
Los restos arqueológicos añaden muy poco más: primer lugar, collares sonoros escasamente desarrollados y usados probablemente en las danzas rituales cuyos elementos más importantes, aparecidos principalmente en La Palma y Lanzarote, son cuentas hechas con duros caracolitos marinos. Llama luego nuestra atención el hallazgo en Tenerife de algunas «espátulas» de hueso de pequeño tamaño, cuya tipología parece denotar el conocimiento previo de las bramaderas o zumbaderas, instrumentos éstos relacionados generalmente con los ritos de iniciación. Hacemos referencia, por último, a dos parejas de «bumerangs» encontrados en un enterramiento de La Palma, cuya tipología en general no deja lugar a dudas sobre su parentesco con los modelos africanos de esta difundidísima arma de lanzar, si bien el mango labrado de nuestros ejemplares dará que pensar a los etnólogos difusionistas, ya que representa un rasgo tipológico al parecer típicamente mesoamericano. Nos interesa aquí hacer hincapié sobre la existencia de esas dos parejas de bastoncillos palmeros,
habida cuenta de que, según Curt Sachs, son objetos de funcionalidad dual y está bien comprobado en los cinco continentes su empleo como bastoncillos de entrechoque con los que se producen ritmos en danzas guerreras y de caza.
Apenas hemos hablado de las acciones instrumentales corporales (batir de pies y manos) que, según los cronistas, eran las más usuales y más frecuentes en todas las Islas. Pero como puede comprobarse, el instrumentario musical no corporal era muy rudimentario y extraordinariamente pobre, ya que ni siquiera a los escasísimos hallazgos se les puede dar mayor trascendencia, pues al aplicar un criterio de intensidad a estos rasgos culturales vemos que, por su rareza, apenas merecen mayor atención dentro del contorno. Su valor principal consiste en la contribución que su existencia supone para matizar al detalle las formas prehispánicas de cultura en las Islas y su vinculación tipológica a otras culturas similares del área mediterránea o del África vecina.
 3. Los cantos
Tenemos que abandonar aquí todo el prejuicio esteticista que nos viene de nuestra cultura europea occidental y contemplar respetuosamente lo que nos cuentan los cronistas del canto aborigen en sus diversas facetas; y para irnos ambientando, comenzaremos diciendo que la gran grita en el momento de la batalla es una costumbre muy repetida por todo los protohistoriadores de Canarias, a la que hay que contemplar aquí con toda su importancia como rasgo característico de una cultura. Dentro de este marco de cantos rituales se contemplará también la rogativa de lluvias en forma de gran griterío, al que en alguna isla añadían los balidos de las reses sedientas o e desesperado clamor de los baifitos separados de sus madres, mezcla sonora humana y animal de no poco interés. Algunas veces se nos dice que no era tal gritería, sino un masivo canto triste con interpolada imploraciones a la deidad principal; téngase presente que los cronistas juzgaban lo que veían u oían por lo que conocían, y que tratándose de un sistema musical diferente al europeo siempre hay tendencia a interpretar como desordenado y triste lo que no se entiende.
Algunos cronistas supieron transmitir con más detalle ciertas escenas rituales. Gaspar Frutuoso nos narra un espeluznante sacrificio religioso contemplado secretamente por Juan Machín y su gente en el Hierro, la cual ceremonia era  acompañada de canto impresionantes. Abreu Galindo, por otra parte, no describe los pormenores de una ceremonia palmera reproduciendo la letra de la canción ritual: «Muerto el animal y sacada la asadura, se iban con ello dos personas, y llegados junto al roque decían cantando el que llevaba la asadura: Y iguida y iguan Idafe, que quiere decir «dice que caerá ldafe. Y respondía el otro, cantando: Que guerte yguan taro, que quiere decir: «dale lo que trae y no caerá. Se trata de un testimonio de alto valor etnográfico y musical.

En general, los cantos aborígenes producían un efecto sentido y lastimoso; en ellos, según testimonio de Gómez Escudero, se repetía una frase muchas veces, a modo de estribillo, lo que indujo a Núñez de La Peña a considerarlos como un guineo. En otro orden de cosas, sabemos que los gomeros tenían cantares de gestas, en los que se rememoraba a los antiguos valientes de la isla; que las mujeres de La Palma, excepcionalmente, cantaban con especial gracia y donaire, lo que, repiten varios cronistas; que en Gran Canaria se juntaban hombres y mujeres en las casas de los poblados a cantar y bailar, cuyos cantares parecían «dolorosos y tristes, o amorosos o funestos», cúmulo de atributos con los que Abreu Galindo no nos acaba de decir gran cosa. Este mismo fraile nos informa que cuando un guanche tinerfeño iba a visitar a otro no entraba en su casa, sino que se sentaba a su puerta y silbaba y cantaba hasta que le oían de dentro; no hay que pensar que cantara cualquier cosa, sino que seguramente se trataba de determinados cantos y silbidos ceremoniosos para llamar la atención.
Hablemos finalmente de las famosas «endechas de Canaria», cuya melodía conocemos a través de ciertas fuentes españolas de mediados del siglo XVI. Torriani nos dice que los descendientes de los aborígenes gomeros, así como los de otras islas, las cantaban en lengua prehispánica aún en la segunda mitad de tal siglo, y reproduce las dos estrofas siguientes recogidas por él, con su aclaración lingüística correspondiente:
Endecha Canaria
Aicá maragá, aititú aguahae
Maicá guere, demancihani
Neiga haruuiti alemalai.
(-Sed bienvenido; mataron a nuestra madre esta gente extranjera, pero ya que estamos juntos, hermano, quiero unirme, pues estamos perdidos»).
 Endecha de El Hierro
Mimerahaná zinu zinuhá
Abemen aten harán huá
Zu Agarfú fenere nuzá.
(¿Qué importa que lleven y traigan aquí leche agua y pan, si Agarfa -nombre de mujer- no quiere mirarme?»).
Hoy en día conocemos la música con que se cantaban estas endechas en lenguas aborígenes y castellana, pues tal melodía, según Torriani, fue publicada entonces por varios vihuelistas españoles, lo cual es verdad, como ha podido constatar Pérez Vidal. La melodía aparece repetidamente ya en el cancionero de los Reyes Católicos, sin que nada tenga que ver todavía con Canarias, y que el tema literario está relacionado con la literatura lamentosa de los judíos perseguidos. No se trata, pues, en nuestra opinión de música prehispánica de ninguna especie, sino de un rasgo judaico de tipo inconformista que adoptaron los habitantes rurales de ciertas islas que pronto llegó a constituirse en una de las primera células de nuestro folklore musical en su nueva etapa hispánica, con una devolución a la Península de esa melodía que interesó mucho allá hacia 1550.
En resumen, lo que sabemos de los cantos de nuestros aborígenes nos permite establecer dos núcleos bien definidos: el de los cantos rituales y el de los cantos festivos, que no debieron tener menor importancia, toda vez que la mayoría de los cronistas coinciden en que los habitantes de todas las islas eran «grandes cantadores y bailadores». Pero de ninguna manera podemos pensar en una praxis del canto como arte, sino siempre como función complementaria de otra actividad principal.
 4. Las danzas
Las noticias de los cronistas acerca de las danzas aborígenes no son menos vagas que las que se refieren a los cantos. Esencialmente, parece traslucirse que sólo había dos maneras en que nuestros antiguos danzantes acostumbraban a disponerse: en rueda y en filas enfrentadas. Estos dos esquemas de organización en los bailes «coreados» o colectivos eran similares a los que predominaban en la Europa de aquel entonces. La observación de estos dos tipos de danza en Canarias es lo que hace declarar a Recco, según la versión del manuscrito atribuido a Bocaccio referente a la expedición que visitó las Islas en 1341, que las danzas de los aborígenes canarios eran parecidas a las de los campesinos franceses. Entrando más en detalles, las noticias de nuestros cronistas bastan para darnos una idea de que estas formas correspondían a tres motivos principales de danza: danzas competitivas, danzas rituales y danzas festivas. Esta diferencia debió estar bien definida en casi todas las Islas, pues parecen coincidir, a pesar de sus diversas culturas, en la distribución de dicha formas.
Las danzas competitivas, que parece tuvieron mayor intensidad en Gran Canaria y La Palma, se realizaban con palos que los danzantes manipulaban diestramente para mostrar sus habilidades. Danzas de palos similares a las aludidas por nuestros cronistas no desprovistas de cierto sentido guerrero, puede observarse aún hoy entre determinados grupos de nuestros vecinos saharauis de la costa africana, siendo curioso reseñar que suelen componer uno de lo números obligados en la celebración de casamientos lo que establece también Sedeño para los aborígenes de Gran Canaria.
Las danzas rituales, en rogativas de lluvia y en ceremonias de tipo religioso, eran en rueda, como dice Abreu Galindo. Consistían en bailar alrededor de un símbolo religioso, ya fuese este una roca, un montículo de piedras o un palo en forma de lanza clavado en tierra (tal vez una especie de ídolo). Esta forma de danza está documentada en varias islas por diferentes cronistas. Sobre el adorno de los danzantes nada se nos dice, excepto que para ciertas rogativas llevaban en las manos varas o ramos de árboles, especialmente en Gran Canaria.
Las danzas festivas observaban una forma algo desordenada (que es lo que hay que interpretar cuando Abreu Galindo dice «en folía»). Se enfrentaban dos filas de danzantes, quienes, dando graciosos saltos, se acercaban y alejaban entre sí. Es lo que, hablando en términos técnicos, se denomina «danza de requerimiento y rechazo». Esta danza de gracioso salto es la que dio en llamarse el canario, que pasó a la Península con los esclavos canarios y allí fue adoptada, primero popularmente y luego en círculos cortesanos, para saltar luego de España a toda Europa.
Son varios los cronistas (no sólo de Canarias, sino también de Indias) que nos dan fe de este auténtico origen insular del baile canario. Lo interesante es que, desde entrado el siglo XVI hasta comienzos del XVIII, los tratados de danzar publicados en las diversas cortes europeas siguen respetando la forma coreográfica original del baile que nos describen los cronistas: la pareja enfrentada que se une y se separa con graciosos saltitos y taconeos. Puede decirse que el canario ha sido la más importante aportación cultural a Europa de nuestros aborígenes isleños.
No queremos cerrar este apartado sin aludir a las muchas figuras en actitud danzante, alguna con una vara en la mano, que aparecen entre los petroglifos del barranco de Balos (Gran Canaria). Ello no debe extrañarnos si tenemos en cuenta la insistencia de los cronistas recalcando el mucho tiempo que los aborígenes dedicaban a competir, cantar y bailar. Lo que sí nos interesa de estos grabados rupestres es la reiteración del falo en las figuras, detalle que se remarca también en algunos ídolos aborígenes de los encontrados en Gran Canaria. ¿Existiría una danza fálica? A ello no prestaríamos mayor atención, habida cuenta de la profusión de este tipo de grabados rupestres en otras partes, si recientemente no hubiéramos constatado en todo el barranco de Guayadeque, antiguo e importante asentamiento aborigen vecino a Balos, la existencia de una curiosa danza fálica de requerimiento y rechazo hasta los albores de nuestro siglo: cualquiera puede preguntar allí por «el baile del pámpano roto», que está vivo en la memoria de muchas personas. Como se sabe, las danzas fálicas suelen estar relacionadas con comunidades cuya supervivencia peligra, caso en el que muy bien pudieron encontrarse las primeras oleadas de pobladores al arribar a las islas, y tienen la función, como rito fertilizante, de dignificar y estimular la procreación de una manera oficial, por así decirlo.
5. ¿Existen supervivencias?
El párrafo anterior nos da pie a pensar que algunos otros restos de la actividad musical aborigen pudieran haber llegado hasta nuestros días. De hecho, sin embargo, nuestro legado folklórico actual nada más contiene que pueda relacionarse con una antigua y pobre cultura de tipo funcional, porque después de la conquista, cambiado por completo el orden de vida espiritual y económica, es lógico que lo que estaba en función de otros presupuestos se haya esfumado Hay que convenir, no obstante, en que el sirinoque palmero contiene la esencia de la danza y de la música del canario; pero se trata de un canario acortesanado, devuelto tardíamente desde el continente con sus saltillos medidos, su indumentaria de gala y su música de ocho compases de giga, la cual presenta incluso aditamentos extraños a lo que fue el canario cortesano del siglo XVII, que es en el que está inspirado.
La cuestión de las «supervivencias aborígenes» ha sido una inquietud constante entre los numerosos amantes de nuestra tradición musical. No ha faltado quien se haya atrevido a contestarla afirmativamente, basándose no sólo en su deseo de responder que sí, sino también en observaciones directas de ciertos ejemplos, en los que creía ver rasgos culturales absolutamente nuestros. Tal, por ejemplo, Domingo José Navarro, cuando pensaba que el tono cortés y comedido de la folía no podía derivarse sino del espíritu noble y gallardo de nuestros antiguos pobladores; era una época en la que todavía se pensaba (y aún hoy) en la «inocencia paradisíaca del salvaje», tendencia que tiene sus raíces más atrás, sin que venga al caso que nos paremos en ella ahora.
Insistimos en que los cronistas del siglo XVI recogieron casi unánimemente una impresión triste y lamentable de la música indígena. Para hacernos una idea de cómo pudo haber sonado, podemos fijar nuestra atención en la música de los bereberes de la vecina costa africana, en la que la tristeza y monotonía del canto (según opinión de muchos profanos) contrasta con un brioso ritmo de batir palmas y pies, mientras los danzantes hacen a veces alardes de habilidad con unos palos. Aun conscientes de que debe haber una gran diferencia entre uno y otro tipo de música, parece evidente que la tradición musical de nuestros aborígenes estaba más relacionada con estas danzas berberiscas tan extrañas a nosotros, por ejemplo, que con lo que hoy se toca, se canta y se baila en Canarias. Las raíces de nuestro folklore actual son fundamentalmente hispánicas.
 6. Síntesis etnológico-musical en trance anímico extraordinario, los efectos de poderes de la naturaleza cuyas causas el aborigen ignora: muerte, procreación, fertilidad, sequía, tempestades, etc. la atribución por nuestros aborígenes de poderes mágicos al sonido se acusa claramente en un breve párrafo de fray Alonso de Espinosa, en el que se consigna cómo al lanzar peleando sus dardos imitaban con la boca el típico chasquido de la cuerda tensa de las ballestas contrarias al soltarse, pensando que en el sonido y no en el mecanismo estribaba la efectividad mortífera del arma hispana. Este tipo de lógica nos parece muy revelador. Nos encontramos, pues, ante una población primitiva de cultura exótica cuya música no procede de una tarea intelectual sino de su más elemental vida intuitiva e imaginativa.
Desgraciadamente, la música tradicional de los pueblos no es un producto tangible, visible o «exportable» que nos permita trazar su andadura histórica fácilmente; pero sí lo son los productores de sonido, los instrumentos musicales. De ahí el mayor esfuerzo del etnomusicólogo por lograr un inventario del instrumental aborigen, incluyendo los objetos de funcionalidad dudosa cuya tipología denota rudimentos formales que permiten una comparación con productores de sonido similares de otras culturas.
El instrumentario aborigen canario inventariado, como conjunto, se reduce a lo que se utilizaba ya en el Paleolítico superior, y ni siquiera cubre toda la breve gama de objetos de producir sonido conocida hasta las postrimerías de ese
Sabemos que, al tratar sobre un género de cultura como la que ostentaban los habitantes prehispánicos de las Canarias, no podemos pensar en música como arte ni como producto elaborado a partir de una estética: el fenómeno es un cauce de expresión de origen mágico tendente a combatir o invocar, período: no se halla constancia de la existencia de raspadores ni de algunos aerófonos tan elementales como las trompas de caracola o de cuerno. Y, lo que es más sorprendente, ninguna de las aportaciones instrumentales que se producen a partir del Mesolítico son conocidas en las Canarias prehispánicas (ni aún los más elementales membranófonos de golpeo o tambores). Este hecho nos induce a las siguientes consideraciones finales:
1.ª Según Sachs, los instrumentarios más antiguos y primitivos deberían encontrarse todavía en épocas tardías, de acuerdo con su teoría difusionista, en la periferia, es decir, en los territorios polares de América del Norte y del Sur y en la costa occidental de África, lo cual pudo comprobarse en muchos casos. Pues bien, la fisonomía elementalísima de nuestro instrumentario musical aborigen refrenda, casualmente o no, la idea de Sachs. Es justo consignar el perfecto encuadramiento del instrumentario aborigen canario dentro de la teoría de uno de lo más eminentes musicólogos que han existido, sin que podamos aportar por, ahora otra explicación mejor para justificar la extraordinaria primitividad del mismo.
2.ª La población básica y primera del Archipiélago por tanto, pudo ser la portadora directa de algunas tradiciones de gran antigüedad, lo que parece corresponderse con la indudable antigüedad de la raza, según refrendan también los estudios de antropología física al acusar el predominio de tipos cromagnoides entre nuestros aborígenes.
3.ª Contactos culturales más tardíos fueron capaces de aportar a esta población básica que llegó a Canarias algunas técnicas eneolíticas, como las formas elementales de agricultura, ganadería, cerámica y otras elaboraciones artesanales, las cuales, por su utilidad, fueron asimiladas; pero se debió mantener con viva fuerza el espíritu de una cultura muy anterior, despreciándose en muchos casos la adopción de formalismos más «avanzados» en las expresiones espirituales comunitarias.
 II.-LA APORTACIÓN DE INSTRUMENTOS Y CANCIONES DESDE LA ÉPOCA DE LA CONQUISTA
 1. Introducción
Sabemos, según vimos en el capítulo anterior a éste, que, con la excepción del baile «canario», las prácticas musicales aborígenes desaparecieron después de la conquista de las Islas. Antes de realizar un análisis sistemático del folklore musical actual, la cuestión que se impondría sería la siguiente: ¿Cómo se conformó la tradición músico-popular de Canarias tal como la conocemos hoy? Análisis de lo actual aparte, un primer camino para conocer nuestro pasado musical debe partir del examen de la documentación histórica de todo tipo: crónicas, relaciones, libros de viajeros, procesos inquisitoriales, protocolos notariales, etc. El material que así hemos reunido referente a la historia de nuestra música popular es muy abundante, y aunque no hayamos oído cómo sonaba en siglos pasados, sí hay detalles suficientes que nos dan clara idea de importantes cambios funcionales y estilísticos ocurridos en varias épocas. Daremos aquí un resumen muy somero sobre este asunto.
 2. Los instrumentos musicales
La crónica más antigua cuyo contenido merece un estudio de importancia desde el punto de vista organográfico es, sin duda, Le Canarien, el relato de la conquista de Lanzarote y Fuerteventura realizada por el noble normando Juan IV de Bethencourt en los albores del siglo XV, escrito por su propio capellán. La parte más importante para nuestro objeto es el capítulo que se refiere a la llegada de una expedición de colonizadores, acabada ya la conquista. Se describe con interesantes pormenores el ruidoso concierto improvisado que ejecutaron desde los barcos muchos de los expedicionarios al ir a tomar tierra. Se citan los nombres de los más destacados instrumentos musicales de membrana, de soplo y de cuerda, y se declara incluso el efecto sonoro del conjunto desde los puntos de vista físico, estético y psicológico. El paisaje ha sido rechazado como invención inverosímil del cronista por el eminente hispanista A. Cioranescu. Sin embargo, aplicando al texto los conocimientos la metodología que nos presta la ciencia musicológica, resulta más que real: no sólo la relación de los instrumentos en su perfecto encuadramiento histórico sino también el acto en sí, tan extraño para nuestra mentalidad de hoy como corriente para la de aquella época. Se trataba de una ruidosa manifestación de euforia colectiva como las que los teóricos de entonces calificaban bajo el epígrafe de música irregularis de la que existen copiosos testimonios en las relaciones históricas de aquella época, ya que era considerada como una de las más extendidas formas de la praxis músico-popular. Lo más importante es que aquí se nos habla de un contingente de colonizadores entre los que venían aficionados con sus instrumentos, los cuales, como más adelante se insiste, eran capaces de amenizar con su música algunos actos solemnes.
Este punto de partida de la música europea occidental en nuestras islas hay que completarlo teniendo en cuenta la presencia de la música militar (trompetas, pífanos y tambores) en las expediciones anteriores y posteriores a la de Bethencourt hasta el final de la conquista de todas las Islas. No faltan datos sobre esto en los diversos cronistas. Téngase en cuenta que el pífano militar ha dado origen a los pitos de caña de nuestro folklore actual, y que el amarre de las membranas de algunos tambores populares acusa una técnica que los entronca directamente con diversos tipos de tambores militares.
La segunda fuente histórica canaria de atractivo contenido organográfico es el poema «Antigüedades» de Viana, publicado en 1604. En una exótica escena, el autor trata de describirnos la música de los aborígenes.
El instrumentario que cita Viana (quien escribe cien años después de culminada la larga conquista) es un testimonio de gran valor por lo que nos revela de un mestizaje musical de ambas culturas: la insular y la europea. Junto al meridional binomio flauta-tamboril aparece un curioso sonajero deprobables raíces prehispánicas, y también un grupo de cuatro aerófonos tipo clarinete tocando en coro; esto último se explica al hablarnos Viana de embocaduras de tallos de cebada y, por consiguiente, al ser el sonido de uno solo de estos instrumentos demasiado tenue como para combinarse en singular con la flauta, el tamboril y los sacudidores. Probablemente, «el clarinete» en cuestión era también un elemento cultural importado de España, donde existe aún en el folklore actual; e importada también sería la praxis instrumental de esta música. No así lo tocado, un «guineo» que identifica el autor con el dulce «son canario».
Viana declara que no había instrumentos de cuerda. Los que hubo llegaron con los colonizadores en diferentes etapas. Entre los más antiguos documentos de la Inquisición existe una causa contra un ciudadano Millares acusado de haber cantado y tocado con su guitarra en estado de embriaguez cosas irreverentes en una procesión religiosa. Luego se suceden las esporádicas citas de guitarras, «virgüelas» grandes y chicas (léase tímples), etc., no sólo en documentos de la Inquisición, sino principalmente en inventarios de bienes enumerados en actas notariales de los siglos XVI al XVIII.
Las relaciones de fiestas celebradas en las ciudades con motivo del nacimiento de príncipes en la Corte, que se incluyen en historias de Canarias desde Núñez de la Peña a Viera, más otras impresas aparte por Pedro Agustín del Castillo y otros, nos revelan interesantes aspectos de un instrumento variado y cada vez de diferentes matices.
Los instrumentos populares de Canarias en la época actual varían según las islas. Pero existe un elenco común a todas ellas, que es el que conforma las típicas rondallas con que se acompañan los bailes: varias guitarras, laúdes y bandurrias, uno o dos timples, un pandero y, a veces, el aditamento de ciertos idiófonos, como el triángulo o el raspador de caña. Estas agrupaciones no deben ser excesivamente antiguas, a juzgar por lo que se observa en determinados ámbitos insulares donde las tradiciones parecen haber perdurado sin sujetarse tanto a los cambios de costumbres. Las asociaciones instrumentales más simples en el interior de Gran Canaria, por ejemplo, consistían tradicionalmente sólo en una guitarra y un laúd, existiendo la conciencia de que la añadidura del timple es algo relativamente reciente en los campos, por haber sido su hábitat primero las comunidades costeras de la isla. En la Gomera hay que destacar una peculiar agrupación tradicional en el acompañamiento de su típico «baile del tambor», danza de marcadas concomitancias astúricas: el tambor de cilindro corto y unas enormes y barrigudas castañuelas, que son repiqueteadas enérgicamente por hombres danzantes. El Hierro ofrece otra asociación instrumental diferente, también de carácter tradicional: las «chácaras» o castañuelas, elaboradas éstas a la usanza andaluza, junto con «el pito», (flauta travesera) y un tambor mayor, de cilindro mediano. Estos grupos más característicos de instrumentos, que sobreviven o han sobrevivido hasta hace muy poco en unas zonas del
Archipiélago administrativamente más marginadas, pueden darnos una idea de lo que debió ser norma en cuanto a asociaciones organográficas peculiares en las islas antes de que se conformaran las rondallas actuales.
Baste concluir que todo el instrumentario que se usa hoy popularmente en Canarias es de origen europeo, pero es el timple el más popular y arraigado de todos ellos.
2.Timple]. 
3. El timple y sus presuntos orígenes
Todos consideramos el timple como el instrumento musical más representativo de nuestro pueblo canario. Sin embargo, ¿qué sabemos de sus orígenes y de su historia? A veces se leen en la prensa local opiniones de personajes vinculados al timple: que si fue su inventor un antiguo constructor de guitarras de Lanzarote, que si lo ideó cierto catalán que recaló por las Islas hace doscientos años, etc. ¿Hay algo de cierto en todo esto? Hace tiempo, en efecto, oímos decir a un señor de San Nicolás de Tolentino que antiguamente se conocía el timple en la Aldea como «guitarrillo majorero».
Estas tradiciones nos indican que, de alguna manera, Lanzarote y Fuerteventura han tenido algo que ver con la personalidad instrumental del timple. Este es un dato importante a tener en cuenta. Pero, profundizando en la investigación, no tenemos más remedio que rechazar la creencia de que se haya inventado completamente en Canarias. Veamos por qué.
En primer lugar, sabemos de seguro que los antiguos canarios no tenían instrumentos de cuerdas, puesto que, por un lado, no hay noticias ni restos de ellos, y por otro, el poeta tinerfeño Viana, en 1604, publicó que, efectivamente, los guanches desconocían este tipo de artefactos musicales. Hay que pensar, por lo tanto, en que fueron los habitantes hispanizados del Archipiélago quienes idearon el timple. Pero, ¿lo inventaron o lo copiaron?
Si examinamos el panorama de instrumentos musicales populares de la Península Ibérica, vemos que son numerosas las provincias que utilizan guitarrillos equivalentes a nuestro timple. Cierto que nuestro ejemplar tiene una forma diferente; pero en tamaño y afinación hay varios instrumentos similares desde la costa portuguesa a la levantina. La primera conclusión, por lo tanto, es que a nuestro timple hay que considerarlo como una variante más dentro de la amplia gama de guitarrillos ibéricos, incluyendo los que existen en Iberoamérica como consecuencia de la expansión hispano-portuguesa. No olvidemos que en Venezuela, Puerto Rico, Colombia, etc., hay ejemplares no sólo parecidos al nuestro, sino que además son conocidos con el nombre de «tiple», sin m. Ello se debe a que, de hecho, estos guitarrillos, al ser más agudos, están considerados como los instrumentos sopranos [o tiples dentro de la familia de las guitarras.
El nombre «tiple» está vinculado a ellos desde muy antiguo. En 1752 publicó en Madrid don Pablo Minguet un método para aprender a tocar «la guitarra, el tiple y la vandola», además de otros instrumentos. Este método, tan curioso como raro, es el primero que se conoce en su género, y en él vemos que ese tiple antiguo y el moderno timple canario tienen las mismas cuerdas, la misma afinación y la misma manera de tocarse, tanto punteado como rasgueado. Pero volviendo a nuestra historia, tenemos que decir que sólo en la segunda mitad del siglo pasado, hace apenas cien años, aparecen documentos describiendo fiestas populares en Las Palmas donde se habla ya de nuestro instrumento como de cosa propia, aunque llamándole tiple y no timple. Se ve que la m es una adición canaria probablemente muy reciente.
Lo que verdaderamente diferencia a nuestro timple de los demás guitarrillos españoles y portugueses es su caja de resonancia estrecha, alargada y abombada por debajo. Esto sí que no hemos logrado encontrarlo en la Península, aunque sí en el ámbito hispano-americano, donde seguramente la importante emigración canaria ha impuesto la manera nuestra de construir ciertos guitarrillos tiples. Esta forma tan peculiar de caja resonadora, ¿se trata de un invento canario? ¿Será un producto del ingenio de aquellos constructores de Fuerteventura o Lanzarote a los que la tradición popular evoca?
No debemos desestimar el dato histórico aportado por nuestro diligente cronista Néstor Álamo, quien asegura haber leído en un viejo cuaderno de apuntes del antiguo ejecutante de timples lanzaroteño Jeremías Dumpiérrez que la caja abombada del timple fue invento de un tal Alpañe, carpintero catalán que ejerció su oficio en Las Palmas a fines del siglo XVIII. Este interesante dato, desde luego, está pendiente de más precisas comprobaciones paralelas al manuscrito de Dumpiérrez. Pero que se hable allí de «invención» podría considerarse aventurado, pues podemos demostrar que la caja abombada del timple ya estaba inventada desde mucho antes... fuera de Canarias. Detengámonos en ello para dejar en el aire las posibles vías de penetración, sin descartar el dato de que el tal Alpañe haya podido ser una de ellas.
En primer lugar, hemos de olvidarnos de lo que ahora existe en la Península y remontarnos a lo que ya existía siglos atrás.
Se sabe que en tiempos pasados hubo en Canarias muchos esclavos traídos de la costa de África. A mediados del siglo XVI había en Fuerteventura y Lanzarote más moriscos que españoles. Varias veces fueron esas islas arrasadas por la piratería berberisca y repobladas con profusión de africanos capturados en la costa atlántica. Nos preguntamos ahora si la construcción canaria del clásico guitarrillo tiple español con una caja resonadora inspirada en la de aquellas guitarras morunas, precisamente como novedad vinculada a Lanzarote y Fuerteventura (según evocan nuestras tradiciones), no será una consecuencia de la huella africana que debió quedar en las islas más orientales de nuestro Archipiélago.
Estas alternativas sólo van referidas, como queda expresado, a la introducción de la actual forma del timple en el Archipiélago, pero sin excluir la existencia en Canarias de guitarrillos tiples con otras formas en épocas muy anteriores a aquella, por ejemplo, en que se dice que llegó el misterioso catalán Alpañe. En este sentido hay que consignar que en las islas orientales existen dos variantes de afinación, tocantes a la tercera cuerda, y que en Tenerife se elimina la quinta, dejándole al instrumento sólo cuatro cuerdas. Todo esto, que presupone la coexistencia actual de por lo menos tres técnicas de digitación diferenciadas, parece indicar que la vigente forma del timple, al imponerse, absorbió a diferentes tipos de guitarrillos de rasgueo que ya existían y se tocaban en Canarias y que mostraban marcadas diferencias entre sí.
Sea como fuere, lo cierto es que nuestro timple cumplido y de fondo jorobado, el «camellillo», como familiarmente se le llama, ha cobrado en las Islas una personalidad propia y, por su gran aceptación colectiva, casi forma parte ya de la idiosincrasia insular.
 4. Las canciones
Desde luego que el siglo XVI fue en Canarias el siglo de las endechas. Sabemos que éstas se cantaban desde más antiguo, tanto en la Gomera como en Lanzarote, y también que constituían un elemento cultural de aportación judaica. En nuestra disquisición sobre la música aborigen ya nos extendimos algo sobre el particular. Sabemos que esta moda llegó a arraigar tan profundamente que incluso los descendientes de los aborígenes cantaban las endechas en su lengua vernácula, en la cual recogió aquellos dos preciosos testimonios el ingeniero italiano Torriani. Nos
consta también que su frecuente ejecución por nuestro pueblo canario dio lugar a que los músicos españoles del postrero Renacimiento recogieran la melodía en sus cancioneros, para darla a conocer en la Península bajo el título de «Endechas de Canaria». La realidad es que musicalmente la melodía está ya documentada en cancioneros españoles del siglo XV y en colecciones relacionadas con lamentos judaicos. ¿Por qué a la muerte de Guillén Peraza se cantan endechas judaicas? ¿Por qué ocurre lo mismo en relación con la historia de la famosa Ana Sánchez, princesa aborigen de la Gomera, «flor del Valle de Gran Rey»? ¿Nos encontraremos ante el resultado de una relativa judaización de Canarias en el siglo XV? ¿Qué se sabe acerca de esto? Se intuye aquí un atractivo tema, sobre el que no se ha investigado aún lo suficiente.
Al margen de las endechas, tenemos noticias de canciones menos difundidas que eran propias de diversos sectores de la población; tal, por ejemplo, el caso de una canción perseguida por la Inquisición por estar dedicada al diablo, cuya letra decía: Aunque me maten, vida, por amor de ti, aunque me maten no lo he de sentir.
Artífices de estas canciones eran ciertas mujeres intrigantes, las cuales han legado a nuestro folklore actual ciertos cantos brujeriles que, lo mismo que han llegado hasta nuestros días, se recuerdan en Cuba como tono de brujas canarias:
De Canarias somos,
de Madrid venimos
no hace un cuarto de hora
que de allá salimos.
Racimo de uvas,
racimo de moras,
¿quién ha visto dama
bailando a estas horas?
Fuente muy útil para el conocimiento de algunas canciones populares en Canarias durante el siglo XVII son algunos villancicos barrocos del maestro de capilla de la catedral de Las Palmas Diego Durón. Sus obras de ambientación canaria abundan en pareados de los que se cantan en La Palma y la Gomera. Justamente, uno dice:
«De la Palma a la Gomera van barquitos a la vela.»
Algunos de estos pareados usados por Durón están vigentes aún por aquellas islas. Inclusive una melodía pastoril se identifica con un ejemplo recogido hace años en La Palma por Cobiella Cuevas. El poder documentar con un testimonio musical del siglo XVII una melodía popular actual es un rarísimo lujo.
En el repertorio de canciones populares actuales se manifiestan dos estratos diferenciales: el de las canciones que acompañan las danzas (isas, folías, malagueñas, etc.) y el de las canciones de trabajo (aradas, trillas, cantos de recolección, de arrieros, etc.). Este segundo estrato presenta arcaismos muy acusados, en tanto que el primero, del que la gente gusta más y es por eso más conocido y manoseado, no se remonta, en general, más atrás del siglo XVIII. En ambos estratos se vislumbran con gran claridad los antecedentes hispano-portugueses.
Al margen de los dos núcleos de cantos a los que nos acabamos de referir, cabe aludir a un tercer grupo de canciones: las rituales, tanto profanas como religiosas. En él cabría incluir todo lo relacionado con la vida, con la muerte y con las creencias. Las primitivas endechas y los cantos brujeriles que antes mencionábamos entran aquí de lleno, pero también otras manifestaciones musicales actuales de muy peculiar configuración, como los villancicos navideños, cuya estructura melódica en Canarias está relacionada con la música aplicada a ciertos estribillos de isa, los ranchos de ánimas, cuya audición nos pone en contacto con un mundo sonoro muy distinto al habitual en las Islas, y los llamados Aires de Lima, a los que nos referimos más abajo.
Los ranchos de ánimas son tonadas lamentosas que se cantan sólo entre el día de los Difuntos y el primer domingo del febrero siguiente. Durante esa época invernal se constituyen en las zonas rurales de nuestras islas orientales unas cofradías de legos (el «rancho») que, al caer de la tarde, van de puerta en puerta interpretando sus largas coplas y desechas con el objeto de recopilar fondos para dedicar misas de redención a las ánimas del Purgatorio. Son cantos monótonos y tristes, acompañados de un lento y rítmico sonsonete metálico producido por triángulos, espadas, panderos de sacudir, etc. El repertorio abarca desde la narración pormenorizada de milagros de san tos hasta las loas fúnebres, pasando por las copias propiamente dedicadas a las almas en pena. De todo esto existen manifestaciones similares en España y Portugal, y aún en toda el área mediterránea de. Nada tienen que ver con los cantos peruanos, como se ha llegado a pensar con no poca ingenuidad. Aunque rara ya, su peculiar melodía, que perdura más intensamente en Gran Canaria, es de estructura enteramente modal y existe en el Minho portugués, en pueblos ribereños del río Limia (Lima en la lengua lusitana), al que sin duda se rememora en Canarias al denominar estos aires por ser originarios de allí.
Sin olvidarnos de destacar, siquiera de pasada, el interés de la aportación músico-popular del romancero tradicional en Canarias, cabe aludir, por último, a un curioso canto de trabajo que posee al mismo tiempo un mucho de canto ritual:
el utilizado por los pescadores de las Islas para pescar morenas. Consiste en una combinación de silbidos y «llamados» que se realizan en una entonación muy particular, lo que verdaderamente llama la atención. El repertorio de sus letrillas es tan extenso como curioso, y cabe señalar que de una manera muy semejante se practican estos cantos por los pescadores de la vecina isla portuguesa de Madeira. En realidad, se sabe que nuestros pescadores usaban de estos cantos ya desde los primeros tiempos de la colonización, y que tienen un origen mediterráneo, pues también están documentados en la literatura de la antigua Grecia.
 III.-LAS DANZAS POPULARES EN LA ÉPOCA HISTÓRICA
1. Los sedimentos más antiguos
Es un hecho conocido que «el canario» como baile sobrevivió en las islas a título de único recuerdo musical de los primeros aborígenes hasta épocas muy recientes: todavía era común en varias de ellas durante la primera mitad del siglo XIX, si bien sus formas se habían ya suavizado mucho y su música había sufrido serias alteraciones. Hoy en día, la esencia de esta primitiva danza se conserva en el baile llamado «el sirinoque», que se practica en la isla de La Palma, si bien hay que observar que, mezclado con él, conviven otros elementos ajenos, como el toque de cierta flautilla de pico y el juego de las «relaciones».
La amalgama de pobladores que vinieron a las islas después de la conquista fue verdaderamente importante. Si es cierto que, ante todo, se establecieron en ellas gentes de la zona occidental de Andalucía, no menos cierto es que también llegaron, en menor proporción, pequeños contingentes que procedían de muchas otras partes de la Península. El comercio y la industria azucarera, además, estaban muy dominados por los mercaderes portugueses, y como esclavos fueron traídos, especialmente a las islas más orientales, gran número de berberiscos de la vecina costa africana y más adelante hombres de color capturados en el África negra. Todos estos elementos contribuirían a conformar un folklore musical característico a lo largo de los siglos.
Como ejemplos concretos de lo que acabamos de exponer cabe señalar que algunos documentos de la Inquisición en Canarias, referentes al primer tercio del siglo XVI, nos describen con detalle las exóticas danzas rituales practicadas ocultamente por pseudoconversos africanos en el seno de las comunidades berberiscas de Lanzarote y Fuerteventura. Estos moriscos criptoislámicos realizaban reuniones y ritos en lugares apartados. En los procesos inquisitoriales seguidos entre 1532 y 1534 contra Luis Bucar y Pedro Berrugro por tomar parte activa en actos de esta índole se describen curiosas danzas; en ellas intervenía una mujer adivinadora que entraba en trance, era azotada y caía al suelo, mientras un hombre la hostigaba dando saltos a su alrededor e invocaba a los demonios en lengua arábiga, retemblando una lanza con la mano y dando alaridos «a fuer de moro». El hecho, acaecido en Lanzarote, no era raro; lo que sí es raro es encontrar una descripción tan puntual de la danza. También existe otra excepcional descripción de parecida danza adivinatorio practicada en Pozo Negro (Fuerteventura), donde tras la escena de la mujer adivinadora se completaba el rito con el trance del hombre después de actuar sobre llamas de fuego desparramando con las manos las brasas de la hoguera nocturna.
Al margen de todo esto, y sólo para dar una idea de lo que pudo ser el arranque de las danzas colectivas entre nuestras primeras comunidades de colonos, podemos señalar que los bailes populares ciudadanos que describen algunos historiadores de los siglos XVI, XVII y XVIII, tomados de relaciones sobre fiestas muy significadas, solían ser gremiales: danzas de labradores, de pastores, de marineros, etc., y no faltan tampoco, a veces, como consecuencia de una situación geográfica «puente» entre dos continentes exóticos, las danzas de indios hispanoamericanos o de negritos. De todo esto sólo queda la constancia histórica que nos dejaron muy viejas plumas.
 2. Danzas actuales de muy antigua tradición en el Archipiélago
Hay otras antiguas danzas de tipo rural que sí han persistido hasta nuestros días en apartados rincones del Archipiélago. Tal, por ejemplo, el llamado tango de la isla de El Hierro, acaso identificable con el baile de tres observado allí como cosa pujante todavía a finales del siglo XVIII.
Consiste el tango herreño en una danza amorosa entre tres parejas de hombres y mujeres, ataviados con una indumentaria que bien recuerda a la del Ribatejo portugués y a la de nuestra Extremadura, en la que el vigoroso repique de las castañuelas de lo tres danzantes masculinos y sus enérgicas vueltas, saltos y mudanzas contrastan con las finas y delicadas contorsiones y vaivenes de las bailarinas que se les enfrentan. Esta bellísima danza va acompañada por el ritmo simple de un tambor grande, la voz de un campesino que interpreta una curiosa canción «de aliento entrecortado» y la incidencia, en contrapunto «ostinato», de una popular flauta travesera a la que el cantante alude continuamente en el estribillo llamándola «nai». Se trata esto, sin duda, de una reminiscencia morisca, pues ése es el nombre que reciben diversos tipos de flautas a lo largo y ancho de la cultura islámica y sus zonas limítrofes.
Más curioso todavía es el llamado baile del vivo, también propio de la isla de El Hierro. Se trata de la única danza pantomímica que se conoce en el Archipiélago y consiste en un baile de pareja sola, en el que el papel preponderante lo lleva la mujer. Esta simula arreglarse la cara, peinarse, mirarse en un espejo de mano, ajustarse el talle, componerse las faldas y amarrarse los zapatos, mientras que el hombre, frente a ella, tiene que imitar burlescamente todos sus movimientos. Mientras ella se desplaza y lo cerca, trata de distraerle con sus gesticulaciones para tirarle al suelo de un repentino manotazo el sombrero con que él está tocado, culminación que marca el fin de la danza. Un baile de parecidas gesticulaciones se conserva entre los judíos sefarditas de Tetuán, y el baile-juego del sombrero ha llegado hasta ciertos pueblecitos de los Andes, lo que demuestra la larga andadura de esta remota danza hispana, que ha pasado al corazón de América a través de Canarias.
Ya desde el siglo XVII abundan los procesos inquisitoriales contra brujas acusadas de practicar bailes rituales. Según los testigos y las confesiones de las ensartadas, estos bailes eran practicados por tres mujeres desnudas, acompañándose de castañetas y panderos; sobre este tema hemos dejado puntual constancia en un dilatado trabajo.
Era muy frecuente en los medios rurales de Canarias el utilizar la música como vehículo idóneo para la aproximación entre ambos sexos. Este aspecto sociológico de la canción popular (la que los moralistas llamarían «obscena») debe ser contemplado con sumo interés para la recolección seria de un cancionero del Archipiélago. El material es muy abundante. En determinados sitios de Tenerife, Gran Canaria y Fuerteventura, por ejemplo, perdura aún el recuerdo de cierta danza ocultista, primitivamente relacionada también con prácticas brujeriles, llamada el baile del gorgojo. Esta danza se bailaba de noche en lugares apartados, en cuclillas y dando saltos, y algunas veces aparecían los danzantes completamente desnudos. Sin relación aparente con este baile se practicó también hasta principios de este siglo, en el sur de Gran Canaria, una danza fálica llamada el baile del pámpano roto, cuyo recuerdo sigue todavía entre los habitantes del barranco de Guayadeque. Era éste un baile de dos filas enfrentadas de hombres y mujeres en el que se intentaba atravesar, en evoluciones propias de las llamadas «danzas de requerimiento y rechazo» (como lo era también el primitivo canario), una enorme hoja de ñamera que llevaban las mujeres colgada de la cintura a modo de delantal, constituyendo el hacerlo (acción absolutamente optativa para el hombre) un compromiso matrimonial ineludible.
Otro baile de filas enfrentadas de hombres y mujeres que ha llegado con gran pujanza hasta nuestros días en la isla de La Gomera es el baile del tambor, llamado también tajaraste gomero. El tajaraste consiste, efectivamente, en un baile ejecutado sobre un corto esquema rítmico muy característico, cuya estructura es bien conocida en relación con los antiguos ritmos populares de tambor y, en particular, con el de una popular danza barroca europea llamada precisamente «le tambourin». De qué forma llegó esta conocida danza a Canarias y fue adoptada por el pueblo es algo todavía por investigar. Lo cierto es que sobre el mismo ritmo gomero se baila hoy el tajaraste en Tenerife, si bien no se trata aquí ya de una danza de filas enfrentadas, sino en rueda, caracterizándose por los saltos que dan los bailadores, no sólo hacia adelante, sino especialmente hacia atrás y apiñándose en dirección al punto central de la rueda. Se trata de una evolución coreográfica que llama mucho la atención y que también aparece en el tajaraste final del llamado baile de la Florida, pago de La Orotava, en Tenerife, y en determinadas danzas lanzaroteñas que nada tienen que ver musicalmente con el tajaraste. Estos saltos tan característicos son particularmente hermosos ejecutados por los danzantes de Lanzarote. Posiblemente nos encontramos ante un substrato coreográfico más antiguo en las islas que el propio ritmo de tambor sobre el que se basan los tajarastes.
En otro orden de cosas, hay que dejar constancia de la supervivencia en la isla de La Palma de una de las más bellas danzas agrícolas que conocemos: el baile del trigo. Se trata de un juego que recuerda con indudable intencionalidad pedagógica todas las operaciones que hay que realizar con este cereal, desde sembrarlo hasta comerlo en forma de pan: cantando sin otro acompañamiento que un sordo batir del compás, los danzantes evocan a coro cada uno de los procesos del trabajo con gesticulaciones muy gráficas a lo largo de la danza. La melodía tiene cierto sabor galaico. También los judíos sefarditas de Tetuán han conservado hasta hoy esta tradición de origen hispano, que incluso se recuerda todavía en algún lugar de la Península, como Cáceres, si bien relegada ya a la órbita de los juegos infantiles. En relación con este singular baile palmero tenemos que referirnos a otra danza agrícola que se practica en Lanzarote: la saranda, que se baila manipulando enormes aperos propios de aventar y recoger también el trigo, pero que es, al parecer, un invento coreográfico reciente Quién sabe si no se trata de una nueva concreción de más antiguos recuerdos provenientes también de una danza agrícola paralela a la que se practica en La Palma.
Todas estas danzas que hemos citado se practicaban ya en Canarias muy probablemente antes del siglo XVIII y constituyen los principales restos de unas formas culturales decantadas y consolidadas tras la conquista española de las islas.
 3. Las folías, malagueñas, seguidillas e isas, acervo folklórico del siglo XVIII
Durante la decimoctava centuria tienen lugar en toda España una serie de cambios económicos y sociales que afectarán muy profundamente a ciertos usos y costumbres, extendiéndose a partir de entonces por las comunidades rurales una serie de moda generales que adquirieron pronto tanto arraigo como vigencia histórica. Es entonces cuando fandangos, jotas, seguidillas y otros géneros se asientan en todas partes y, cómo no, llegan también a Canarias. De esa época data el folklore canario que hoy más se practica en todas las islas, formando un núcleo de expresión uniforme y común a todas ellas, el cual se concretiza en tres géneros principales de los que se derivan, a nivel de localidades concretas, sus particulares variantes. Estos tres grupos son: el de las folías y la malagueña, el de los diversos tipos de seguidillas y el de las isas.
Las folías populares de Canarias constituyen una joya musical de inusitado interés. Son una fiel versión del antiquísimo complejo formado por melodía y bajo acompañante que desde fines del siglo XVI era conocido ya en toda Europa con el nombre de «Folías de España». Esta danza cortesana debió extenderse entre el pueblo canario bastante después del año 1700, y como género musical descendido de cultas esferas, conserva un sello pomposo que viene dado principalmente por las evoluciones armónicas de su «basso ostinato», que el pueblo ha sabido conservar con gran fidelidad. Se bailan las folías muy delicadamente, con maneras cortesanas, y conservan, como elemento más característico de la danza, la antigua tradición del cambio de pareja por parte de la mujer, la cual retorna a la postre a bailar con su primer acompañante.
Una variante más popular y tardía de estas folías, si bien llegada a Canarias por otros derroteros no tan cultos, es la que se conoce con el nombre de la malagueña. Las evoluciones armónicas son las mismas que en el caso anterior, pero el canto se produce sobre esquemas melódicos mejor conformados y de gran belleza, en tanto que en las folías lo hacía sobre niveles más propios de un recitativo cantable. El baile de la malagueña, también parsimonioso, observa en Canarias la característica de contraponer al grupo de bailadores unos episodios solistas, protagonizados por un hombre y dos mujeres, los cuales realizan un rico repertorio de evoluciones coreográficas verdaderamente atractivas.
Las seguidillas también arraigaron en el Archipiélago durante el siglo XVIII en muy variadas formas. Existe una versión de baile muy dinámica y colorista, propia de las islas orientales, a la que se conoce por seguidillas corridas. Otra versión es la de las saltonas, caracterizadas porque los cantantes se alternan pasándose las estrofas que cantan («seguidillas robadas»). También el llamado tanganillo es un tipo de seguidillas caracterizado por un período melódico más amplio, en el que el texto cantado se extiende en reiteraciones de ciertas palabras. Digamos, por último, que una de las versiones más bonitas de seguidillas de cuantas se danzan en las islas es la del llamado baile de la cunita, danza navideña que se ejecuta en el pueblo de Guía, de Gran Canaria. El Niño Jesús aparece acostado en una rústica cuna de madera de tamaño natural, alrededor de la cual gira los danzantes en doble sentido: los hombres en una dirección y las mujeres en la contraria, renovándose así las parejas de manera continua.
Todos estos bailes son «sueltos». Ahora bien: el baile suelto por excelencia que, por su alegría y vistosidad, constituye una pieza obligada en todos lo grupos de danza del Archipiélago es la isa. «Isa» e una palabra proveniente del bable asturiano y significa, «¡salta!». En realidad, la isa sólo es una versión canaria de la «jota» peninsular, tanto por su música como por su coreografía, pero no cabe duda de que en las islas ha adquirido tan sello dulzón y nostálgico que la diferencia y embellece. «Jota, es palabra derivada también de «¡salta!», como es bien sabido, con este término hay que relacionar el nombre de otro baile conservado hasta hoy en Fuerteventura llamado el siote, por más que esta danza se ejecute allí antes caminando que saltando. El particular gusto que sienten los canarios por la isa ha sido la causa de que ésta muestre tan variado número de versiones, tanto en lo que respecta a la coreografía de baile (muchas veces indignamente manipulada) como a la melodía que se canta, aunque ésta, como ocurre en las folías, opere sobre austeros niveles de recitativo. En esencia, sabemos que la isa era hasta fines del siglo pasado un baile suelto de castañuelas, cuyos saltos exigían gran destreza. Luego se ha sustituido la danza por una serie de puentes, cadenas corros y figuras, copiando modelos de danzas que pueden contemplarse hoy lo mismo en el folklore de Suiza que en el de la Argentina.
 4. Las incorporaciones decimonónicas
Las más tardías incorporaciones de danzas populares a Canarias datan del siglo XIX. Se trata de un grupo de bailes de origen centroeuropeo que se manifiesta en la polca, la mazurca y la berlina, más rara esta última, aunque es todavía bien recordada en Fuerteventura, La Palma y El Hierro. Son también bailes sueltos y alegres, de muy dinámicas mudanzas y saltos menudos, los cuales constituían la sal y pimienta de las fiestas campesinas canarias hasta bien avanzado el presente siglo.
Este es someramente el panorama de las principales danzas ejecutadas hasta hoy en Canarias. Al presente suelen revivir con vigor nuevo en determinadas fiestas religiosas de gran trascendencia popular, como la romería del Pino en Gran Canaria o la de San Benito en Tenerife; otras romerías, como las bajadas de la Virgen en La Palma y El Hierro, por ejemplo, muestran danzas propias que merecerían un estudio más pormenorizado.
Frente a la costumbre de las danzas populares en festejos al aire libre, desde mediados del siglo pasado se fue además imponiendo, al menos en las islas orientales del Archipiélago, una práctica de estos mismos bailes en locales cerrados y permitiéndose ya en ellos la modalidad del baile «agarrado», en detrimento de la coreografía. Cierto que los bailes en casas particulares se habían practicado antes en los medios rurales, como culminación de las «velas de parida» en los bailes llamados de «última», un tipo de reuniones sociales que, por su carácter nocturno, dio lugar a que cuando no se celebraban con ocasión del noveno o último día de la velada, se les diera el nombre de «bailes de candil». Pero la novedad ahora consistía en la explotación económica del acto, la cual venía determinada por el estricto control de las personas que penetraban en el recinto: los hombre pagaban al dueño u organizadores una taifa con derecho a entrar y bailar sólo dos o tres danzas, habiendo de salir y pagar nueva contribución si quería continuar. A principios de nuestro siglo estos «baile de taifas» constituían ya un motivo de gran atracción en los medios populares de las islas, dándose lugar en ellos a numerosos líos y disputas sobre el límite de los derechos que obtenía quién pagaba religiosamente su taifa. La clerecía, durante el período de puritanismo que siguió a la terminación de la guerra civil del 36, consiguió abortar este tipo de práctica populares manipuladas, las cuales se vieron asimismo desplazadas por el paulatino auge de este tipo d actividades en las nuevas sociedades recreativas de los pueblos y suburbios y donde la música popular tradicional fue radicalmente sustituida por las canciones y ritmos de moda.
IV.-LA MÚSICA CULTA: 500 AÑOS DE CREACIÓN
 1. Primeras aportaciones de Canarias a la cultura occidental
La creatividad musical constituye un destacado capítulo de la historia cultural de Canarias. Desde que se conquistaron las islas a fines del siglo XV no ha cesado en ellas una continua labor en este sentido, de tal manera que, a través de cinco centurias, se ha ido constituyendo en el archipiélago un importante patrimonio artístico cuya importancia sobrepasa con creces el mero interés local.
La primera irrupción musical de Canarias en el contorno de la cultura europea tiene lugar, en efecto a raíz de la conquista, cuando rápidamente se difunde a través de España y por todo el Occidente una vistosa danza de factura insular aborigen: el canario. Este baile, que vivió en las cortes europeas hasta ya entrado el siglo XVIII, dio lugar a numerosas versiones musicales realizadas por los más destacados compositores de entonces, y aún pervivía como danza popular en Canarias a mediados del pasado siglo. Paralelamente a la difusión del canario, otro producto musical reelaborado en las islas, de presunto origen judaico, volvía a la Península para popularizarse a mediados del siglo XVI: se trata de las llamadas endechas de Canarias, reproducidas en sus publicaciones por los más afamados vihuelistas y teóricos musicales del momento. El canario y las endechas constituyeron, en suma, dos notables aportaciones musicales de Canarias a la cultura europea del siglo XVI.
 2. La capilla de música de la catedral de Las Palmas
Terminada la conquista se erige en la ciudad de Las Palmas su catedral, y en ella opera desde los primeros momentos una capilla de música cuya actividad sería muy intensa durante los 350 años siguientes. Los maestros de capilla se suceden a lo largo del siglo XVI, cultivando la polifonía de los más afamados compositores flamencos, españoles e italianos de aquel entonces: Josquin des Préz, Morales, Victoria, Palestrina, etc. Sin duda alguna estaban «al día», como se dice ahora. Pero si bien no nos queda ninguna obra de los propios maestros que actuaron en Canarias durante aquel siglo -seguramente a causa de la devastadora toma de la ciudad por los holandeses en 1599-, sabemos que algunos de ellos fueron compositores notables, y que incluso un canónigo canario aventajaba con creces la ciencia de los maestros que regían en su tiempo la capilla musical de Las Palmas: don Bartolomé Cairasco de Figueroa.
Cairasco, cuyo talento como poeta era ya ponderado por sus coetáneos del Siglo de Oro español, se había formado en Sevilla, Coimbra y Alcalá, y posiblemente también en Italia; tocaba con destreza el clavicordio, cantaba más que medianamente, componía la música de los villancicos y madrigales insertos en sus propias obras canarias de teatro y también algunas «chanzonetas» polifónicas para determinadas festividades litúrgicas de la catedral. Además nos legó entre su obra impresa un cúmulo de referencias musicales que son bien conocidas por lo estudiosos de la historia de la teoría musical española. En torno a Cairasco y al maestro Ambrosi López se centra una época dorada de la actividad musical en Canarias, y es una lástima que las dramáticas circunstancias históricas vividas por la ciudad de Las Palmas en aquel entonces impidieran 1a conservación hasta nuestros días de su legado. A pesar de ello, las obras de música compuestas o copiadas en los siglos XVII, XVIII y XIX que se conservan en el archivo de la catedral de Las Palmas sobrepasan en número las dos mil, y son en su mayoría piezas de gran calidad artística.
Lo más original reside en la cuantiosa producción de los compositores que actuaron en la catedral de Las Palmas a partir del siglo XVII. Ya el más antiguo del que se conserva música, el maestro Melchor Cabello, figura en las historias de la música hispana como fray Melchor de Montemayor, llamado Diego Durón. Era hermano mayor de Sebastián Durón, el que sería luego famoso maestro en la corte española y en el exilio; pero relegado Diego al ámbito insular, permaneció trabajando silenciosamente en Las Palmas durante cincuenta y cinco años, hasta que murió en 1731. Se trata sin duda de un polifonista y policoralista de primera fila, entre cuya numerosa producción (cerca de medio millar de obras) existen incluso composiciones de inspiración canaria, en las que los textos encierran un marcadísimo interés folklórico. Tal, por ejemplo, el villancico representado y cantado entre ángeles y pastores en 1691, así como los llamados «Cuatro tratantas de la plaza», «El alcalde de Tejeda», «Los muchachos de Canaria», etc. El sucesor de Durón, el valenciano Joaquín García, trajo a Las Palmas otro estilo de desenfadado sabor dieciochesco, y entre sus quinientas y pico de obras abundan las cantadas a voz sola con acompañamientos instrumentales. Son obras que rezuman una gracia y un españolismo extraordinarios.
Al socaire de toda esta música compuesta en Canarias y para Canarias habrían de salir también en todo tiempo músicos canarios; pero lo cierto es que sólo conservamos producción de compositores insulares a partir de la segunda mitad del siglo XVIII siendo el primero de ellos Mateo Guerra, el más aventajado discípulo de don Joaquín García. Le siguen Antonio Oliva (tinerfeño de Garachico), José Rodriguez Martín, Agustín José Betancur, José María de la Torre y Cristóbal José Millares, formados muchos de ellos a la sombra del presbítero Mateo Guerra y de maestro de capilla Francisco Torrens, el sucesor de García. Vive además en esta segunda mitad del siglo XVIII otra personalidad canaria que proyectaría su labor musical y literaria fuera del ámbito insular: el tinerfeño Tomás de Iriarte, original compositor de abundantes melólogos y autor del célebre poema «La Música».
 3. El desarrollo de los movimientos filarmónicos burgueses desde fines del siglo XVIII
En conexión con la intelectualidad vinculada a la Reales Sociedades Económicas de Amigos del País fundadas en Tenerife y Las Palmas al comienzo del último cuarto de siglo de la Ilustración, se inicia en las Islas una actividad musical ciudadana apoyada por ciertos sectores de la burguesía y por los propios músicos de la iglesia de la Concepción de La Laguna y de la catedral de Las Palmas, actividad creciente que culminaría, ya bien entrado el siglo XIX, con la fundación en el Archipiélago de las dos Sociedades Filarmónicas más antiguas de España.
Este hecho ocurriría gracias a la ininterrumpida afluencia a Canarias de maestros de gran talla. Huyendo de la invasión napoleónica llega primero a Las Palmas como maestro de capilla, procedente de la corte portuguesa, el compositor madrileño José Palomino, quien, pese a haber fallecido a los dos años de su llegada, dejó una profunda huella musical, tanto a nivel eclesiástico (responsorios de Navidad) como profano (minuetos para piano); su obra tuvo una larga vigencia durante el siglo XIX. Y al poco tiempo arriba a Gran Canaria otra personalidad de gran brillantez: Benito Lentini, siciliano, quien tras deslumbrar a la burguesía con la novedad sonora de sus tocatas pianísticas no tardó en vincularse a la catedral, para la cual compuso numerosas obras vocales e instrumentales de gran efecto y con calidades rossinianas que eclipsaron sobremanera la producción del maestro sucesor de Palomino, don Manuel Jurado Bustamante. Por otra parte, a mediados de los años veinte llegó también a Tenerife un joven y notable compositor francés, don Carlos Guigou, quien pese a venir de paso para La Habana, a donde iba contratado, decidió quedarse en la isla del Teide y, de acuerdo con las extravagantes modas musicales que irrumpían por entonces en París, no tardó en organizar en Santa Cruz conciertos ejecutados por centenares de músicos reunidos, requiriendo para ello la presencia en la capital tinerfeña de todas las bandas de los pueblos y del mayor número posible de músicos de las demás islas.
La división del obispado en Canarias en 1828, con la consiguiente merma de rentas para el establecido en Gran Canaria, motivó una crisis definitiva en la capilla de música de la catedral de Las Palmas y precipitó la consolidación extraeclesiástica de los movimientos musicales ciudadanos. La actividad sinfónica de carácter progresista iniciada años antes en ambas islas (en 1818 se tocaban ya en Las Palmas sinfonías de Beethoven, todavía en vida del gran maestro) cristalizaría al cabo de algún tiempo con la organización definitiva de las Sociedades Filarmónicas. La de Las Palmas vio la luz en 1845 bajo el patrocinio del Gabinete Literario, santuario liberal de la intelectualidad insular, con un memorable concierto que dirigió el propio don Benito Lentini un año antes de su muerte. En Tenerife se desconocen fechas exactas, pero es presumible una organización anterior, bajo la tutela de don Carlos Guigou y del músico Manuel Núñez.
La preocupación en las Islas por una continuidad musical digna e independiente se concreta durante los años treinta y cuarenta del pasado siglo en el doble proyecto frustrado de formar en el exterior dos jóvenes músicos de gran talento. Se anticipó Tenerife, de donde partió a los dieciocho años Eugenio Domínguez Guillén para estudiar durante cuatro años en Madrid y luego en Nápoles. En Italia, tras dos años de actividad, se le auguraba un gran porvenir como compositor operístico; mas contrajo allí una terrible enfermedad que le obligó a volverse a su tierra, a la cual no regresaría, pues falleció en Cádiz ya en vísperas de embarcar para Tenerife. En Las Palmas, al morir en 1846 los dos pilares del movimiento musical ciudadano Benito Lentini y Cristóbal José Millares, se crea una suscripción pública para enviar a estudiar al conservatorio de Madrid al nieto de éste, Agustín Millares Torres (1826-1896), joven de inteligencia extraordinaria. En la capital del Reino estudia composición con Carnicer, además de violín, piano, arp canto, pero regresa después de un año a Las Palmas porque, al haber fallecido repentinamente su padre, hubo de hacerse cargo del mantenimiento de su madre y de sus seis hermanos menores. No obstante, Millares Torres aprovechó muy bien su año en la corte, no sólo dada su gran capacidad de trabajo, sino especialmente porque cuando marchó a Madrid era ya un músico bien iniciado en el arte de componer y de dirigir la orquesta.
Durante la década de los cincuenta del pasado siglo desarrolló Millares Torres una gran labor musical en Las Palmas como compositor y director de orquestas, reorganizando incluso la Sociedad Filarmónica, para la que reestructuró y editó sus estatutos en 1855. Pero pronto fue derivando hacia otras actividades literarias y eruditas más compatibles con su amarrada profesión de notario, de manera que a partir de 1860 va en disminución progresiva su actividad musical pública y crece su personalidad como novelista e historiador de Canarias.
La Filarmónica de Las Palmas se volvió a reorganizar en 1866 y emprendió un nuevo camino con otros directivos y otros maestros al frente, hasta que en 1878 fue contratado en a y Madrid un joven discípulo de Arrieta que había triunfado al darse a conocer como compositor con su aún célebre «Serenata española»: el aragonés Bernardino Valle (1850-1928). Como tantos antecesores musicales suyos, Valle se desvinculó de la Península para enterrarse en Las Palmas durante cincuenta años, y nos dejó una copiosísima producción musical, entre la que destaca su cantata sobre el descubrimiento de América, que fue premio nacional de música en 1892.
Para rematar el proceso del sinfonismo insular decimonónico, no podemos pasar por alto la figura del tinerfeño Teobaldo Power (1848-1884), quien de joven se trasladó a Barcelona para formarse como pianista y compositor, desde donde pasa a residir en París, revelándose desde temprano como destacado creador de obras sinfónicas y dramáticas. Durante una de sus estancias en Tenerife, a donde acudió para reparar su quebrantada salud, compuso los «Cantos canarios», pieza angular de la música orquestal del Archipiélago en aquella época y que sigue vigente en el repertorio sinfónico insular.

[6. Teobaldo Power].
 Tanto Millares y Power como Valle fueron asimismo cultivadores de la lírica teatral. Pero si bien las óperas y zarzuelas de Millares se inspiran en temas literarios puramente románticos (que él mismo escribía), el contorno geográfico y humano irá invadiendo cada vez más la producción lírica de los compositores insulares, como ya ocurre en las obras escénicas de Valle de principios de este siglo y también en la de su contemporáneo en Las Palmas, Santiago Tejera (recordemos las zarzuelas de éste, «Folias tristes» y «La hija del mestre») y, luego, en Tenerife, con Reyes Bartlet. Otro compositor grancanario más sofisticado, don Andrés García de la Torre, logra estrenar en Milán una ópera, «Rosella», cuya partitura es incluso impresa allí por la casa Fantuzzi.
La actividad de estos últimos músicos se alarga hasta casi la cuarta década de nuestro siglo, en que los prolegómenos de la guerra civil española abrirán un paréntesis importante. El cambio de siglo había tenido durante largos años el aliciente de las reiteradas estancias en Gran Canaria de Camilo Saint Saëns, quien incluso participó activamente en la vida musical isleña; aparte de sus conocidas obras para piano, «Las campanas de Las Palmas» y «El vals canariote», existe en el archivo de la catedral una curiosa composición suya escrita en notación de canto figurado, un himno a Santa Teresa dedicado al obispo de Canarias fray José Cueto, el cual no figura aún en los catálogos de obras del ilustre músico francés. Fue aquella, en efecto, una época fecunda, dada la simultánea proliferación de intérpretes canarios de talla: el barítono Néstor de la Torre: el violinista José Avellaneda, que animó durante la «belle époque» a la afición de Las Palmas con sus brillantes interpretaciones, sus composiciones violinísticas y los ciclos de conciertos que organizó con su cuarteto de cuerdas; el joven y muy ingenioso guitarrista Víctor Doreste, formado musicalmente en Alemania, quien en el ocaso de sus años produjo aún dos expresivas composiciones para orquesta de cuerda, etc.
 4. La época actual
Después de la guerra civil había que partir casi de cero. Vuelven a reorganizarse las Sociedades Filarmónicas en los años cuarenta, y si bien en Tenerife ello es menos difícil gracias a la ininterrumpida labor del compositor y director insular Santiago Sabina, en Las Palmas, tras un comienzo prometedor que se debió al entusiasmo del melómano don Benítez Inglott y a la presencia fugaz del gran maestro Obradors, hay altibajos hasta la llegada en 1951 del catalán Gabriel Rodó, violoncelista magnífico, gran director y notable compositor sinfonista; éste dominaba a la perfección las técnicas del postromanticismo orquestal con un interesantísimo lenguaje musical expresionista, y ello durante unos años en que en España sólo interesaba el andalucismo a ultranza. Rodó compuso música sinfónica para Las Palmas, organizó el Conservatorio de Música, creó una orquesta juvenil y, después de doce años de labor fecunda y poco comprendida, las rencillas politiqueras urdidas en torno a la música acabaron con su paciencia. Marchó a Bogotá en 1963, donde falleció a los pocos meses de su llegada. Rodó fue el último director-compositor que pasó por Las Palmas.
En todos esos años actúan también en Las Palmas una serie de compositores guitarristas canarios, cuyo principal exponente es Francisco Alcázar. Había estudiado algún tiempo en Barcelona con Pujo y componía, guiado de una imaginación delirante, piezas morunas de difíciles ritmos y originales ideas. Y junto a la figura reciente del más insigne discípulo de Alcázar, Efrén Casañas, aparece independientemente otro guitarrista compositor interesante: Blas Sánchez, cuyo gran homenaje a Pablo Neruda ha sido coreografiado recientemente por elementos del ballet de Maurice Béjart.
Paralelamente, mientras ocurría todo esto, Canarias no era Miguel ausente a la gestación de los nuevos lenguajes musicales que han abierto una nueva era en los últimos años. En este sentido, dejando a un lado las creaciones insulares de corte ultratradicionalista (entre las que caben destacarse la corta producción sinfónico regionalista de Néstor Álamo, así como lo reiterados estrenos sinfónico-corales del compositor Navarro Grau en Tenerife), hay que reseñar que un aventajado discípulo canario de Xavier Montsalvatge Juan Hidalgo Cordorniú, estrena ya a partir de 1948 en Las Palmas obras de cámara que resultaban «revolucionarias» en aquel entonces, de la misma manera que diez años más tarde parecerían extravagantes la ejecuciones de las obras sinfónicas y de cámara de cónsul italiano en Gran Canaria, Claudio Ammirato. Ya por entonces había marchado Juan Hidalgo a Francia, Suiza e Italia, donde aprende las técnicas de serialismo dodecafónico con Bruno Maderna y un nueva concepción abierta de la música con John Cage. Cuando regresa a España en 1959, su obra va media docena de años por delante de lo que acaban de descubrir los jóvenes vanguardistas madrileños y catalanes. Desde entonces y hasta nuestros días, Hidalgo ha continuado su trayectoria musical casi en solitario, siempre en el incómodo vértice de la vanguardia. Desde Las Palmas se incorpora más recientemente a la nueva escuela madrileña Carlos Cruz de Castro, cuya obra alcanza ya resonancias internacionales, y en nuestra ciudad queda Juan José Falcón, compositor forjado en ambiciones wagnerianas, que alcanzó en su día un interesante lenguaje atonal de matices impresionistas y que se ha sumido también últimamente en las técnicas de vanguardia, donde ha descubierto un campo de expresión en verdad subyugador.
Expuestos quedan a grandes rasgos, y no sin importantes lagunas, los hitos más destacados del devenir musical en Canarias. Esta rica actividad, ininterrumpida a lo largo de quinientos años, ha ido constituyendo en el Archipiélago el patrimonio artístico más importante de toda su cultura, sin duda alguna. Este se concentra en tres legados principales: el archivo de la catedral de Las Palmas, que abarca hasta el primer tercio del siglo XIX; la sección musical del Museo Canario, a donde han ido a parar los fondos de los músicos canarios postcatedralicios, y el Conservatorio de Santa Cruz de Tenerife, en donde se está organizando la concentración de las obras de músicos tinerfeños. En conexión con todo esto, el Museo Canario de Las Palmas ha creado hace años un Departamento de Musicología, en el que colaboran Lola de la Torre y quien estas líneas suscribe, con el fin de programar racionalmente la recuperación, conservación e investigación de todo este legado musical. Ello en la
conciencia de que la historia musical española no acabará de conocerse hasta que no se escriba la historia musical de las regiones de España.
 BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA
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 «De folklore canario: Romances con estribillo y bailes romancescos», en Revista de Dialectología y Tradiciones populares. Madrid, IV (1948), pp. 197-241.
 «El archivo de música de la catedral de Las Palmas», en El Museo Canario. Las Palmas de Gran Canaria, I, en XXV (1964), pp. 181-242, y II, en XXVI (1965), pp. 147-203.
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 «La folía histórica y la folía popular canaria», en El Museo Canario,Las Palmas de Gran Canaria, XXVI (1965), pp.19-46.
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