sábado, 27 de junio de 2015

La Sajorina



En los campos de todas nuestras islas, viven todavía unas mujeres que saben más que siete. Saben de leyendas antiguas y de rezados para curar las más diversas enfermedades, especialmente de los niños pequeños. Pero no crean que sólo a ellos procuran curar. También curan muchas enfermedades y dolencias de los adultos preparando una serie larga de brebajes y pócimas empleando hierbas y plantas silvestres que recogen en los campos y que dan a beber a los enfermos o los aplican directamente ellas mismas en diversas partes del cuerpo. Además, también echan las cartas y saben de sortilegios amorosos que ofrecen a las muchachas para curar maleficios y el desamor. A veces, la gente les tiene miedo y algunas personas hasta las rehuyen.


Las sajorinas, que es como se conocen en las islas a estas mujeres, también cuentan relatos de antiguo que rayan muchas veces lo mágico con lo real. A veces, en sus narraciones emplean un lenguaje misterioso y nos dicen cómo la Historia a veces  muchas veces-, casi siempre, está cambiada por los intereses de aquellos que la escriben y que deforman la verdad del paso del tiempo, para hacernos creer otra cosa.

Un día, mientras me preparaba un majado para aplicármelo en una vejiga que me hice en una pierna una vez jugando con una carretilla hecha con la madera de una caja de coñac, a consecuencia de bañarme en la playa, la herida se me infectó y me crió caracolillo. Ese día me había escapado de la escuela con unos amigos y nos fuimos a la orilla de la mar. ¡Perrerías como ésas, alguna vez las hacemos todos!. Por eso tuve que ir a la casa de la vieja sajorina que se llamaba Martinita la del Lomo y que vivía en una montaña arriba en la cumbre. Y así fue como empezó a hablarme de una vieja leyenda que ella sabía y cuya matraquilla venía oyendo desde que era chica. El trajín de sus manos sobre mi pierna herida, no me sacaba del todo de quicio y, mientras aquellaba en la pierna, yo puse atención en lo que estaba diciendo la sajorina. Según decía, esta matraquilla la oía desde hacia mucho tiempo en que otra sajorina se la contaba a su madre cuando iba de visita a su casa. Martinita la del Lomo, todavía chica, solía espiar las conversaciones de su madre con la vieja sajorina. Y de ahí, aprendió esa vieja leyenda. Y de la misma forma que me la contó a mí, yo se la voy a contar a todos.

En la antigua Roma preimperial, había un gran general cuyo nombre figura enlos Anales de la Historia con letras muy grandes por sus brillantes dotes de estratega militar y líder político. Fueron muchas y brillantes las gestas que se cuentan de sus ejércitos y legiones en tierras alejadas de la metrópolis romana. En el plano intelectual, lo más brillante de su carrera como político y militar son sus célebres y conocidísimos “Comentarios a las Guerras de las Galias”. Con esta gesta literaria quiso honrar a su patria. Pretendía el gran Julio César – a sí es como se llamaba este general- conquistar el poder en la Roma de aquel entonces. Y para ello, necesitaba ganar el honor con los éxitos de las victorias de sus ejércitos en las campañas en el extranjero. Necesitaba anexionar grandes extensiones de territorios nuevos para conseguir la gloria personal y que el Senado le diera el reconocimiento oficial como emperador absoluto del Imperio Romano. Pretendía también, repartir las tierras conquistadas entre los guerreros que más habían destacado en las campañas militares.

Pero, como todo hombre, Julio César se dejó encandilar por las ansias de gloria y el respeto que le tenían sus huestes. Así, un día, acordó con sus generales iniciar una conquista sobre las islas Hespérides (así eran conocidas las islas en la antigüedad) como prueba de su grandeza para incorporar al Imperio el territorio de las islas más apreciadas de las que se tenían noticias por aquel entonces.

¡No sabía el general romano lo que le esperaba!. El no sabía lo que era bueno... !

Ni Plutarco en sus “Vidas Paralelas”, ni el propio Julio César en “Comentarios a las Guerras de las Galias”, recogieron nada de las andanzas de las huestes guerreras de Roma por nuestras tierras. No lo hicieron porque la fortuna no les fue propicia y cierta, sino totalmente adversa. De tal suerte, que sólo la cuentan las sajorinas de nuestras islas que las aprendieron por tradición oral, que es la fórmula de difusión más primaria que tienen los pueblos para que, a pesar de todo, se sigan teniendo en cuenta sus raíces, su cultura, su idiosincrasia y sus anhelos como pueblo. Y, pase el tiempo que pase.

Según la sajorina –yo no entro ni salgo-, Julio César dispuso quince naves de las más grandes para iniciar el pretendido abordaje a nuestro archipiélago. Como quiera que él estaba en las campañas de las Galias –lo que hoy es Francia-, cogió rumbo a Hispania –España- y desde el cabo de Finisterre –fin del mundo conocidoembarcó con una buena parte de sus legiones para conquistar nuestras tierras.

Echaron rumbo al sur por el Atlántico y llegaron a las islas por las costas del norte.

Cuando ya avistaban el horizonte de nuestras islas, los guanches -nuestra gentese asustaron un poco. Ellos eran hombres de paz. Siempre lo fueron. Estuvieron oteando desde los riscos y las cumbres para ver las maniobras de aquellas extrañas embarcaciones que se avistaban en las cercanías de las costas. Vieron cómo las embarcaciones empezaron a plegar las velas y a echar anclas. Observaron cómo de las naves grandes salían muchas barcazas de menor tamaño. Iban cargadas con animales extraños que hacían un ruido espantoso y desconocido por los guanches.

Estos, seguían sin salir de su asombro. Todas las maniobras de la tripulación romana fueron vistas al mismo tiempo en el resto de las islas, toda vez que la distribución de las fuerzas militares se hizo en función del territorio a conquistas. Así, en las islas más chicas, fueron menos los barcos y los hombres y caballos empleados en el desembarco. También sacaron unos artilugios muy extraños de sus embarcaciones.

Eran las catapultas, artefactos desconocidos en nuestras tierras poco dadas a la guerra convencional de la época. No obstante, tampoco estaban dispuestas nuestra gente a dejarse conquistar así como así.

Los primeros destacamentos romanos que llegaron a tierra formaron una expedición de reconocimiento por los alrededores, hasta donde los caballos no pudieron subir por las empinadas cuestas y lo abrupto del terreno. Julio César, mientras tanto, después de levantar el campamento en un lugar apropiado, se dispuso a descansar de la larga travesía. El sol brillaba tenue en el horizonte y caía la tarde. Los hombres de la expedición llegaron presurosos porque habían tenido un encontronazo con unos seres de cabezas de perro (tibicenas) y con el cuerpo cubierto de pieles. - ¡Mi general!. Esa gente arrojan unas piedras de pequeño tamaño, pero con una feroz velocidad y puntería, que nos fue imposible acercarnos a ellos. Y se miraban las abolladuras que les hicieron en los petos de acero con el que se protegían el cuerpo. El que más y el que menos, tenía cuatro o cinco chichones en la cabeza. ¡Ante los guanches y su puntería, de nada les servían los cascos ni las armaduras¡.

- Hablan un leguaje extraño y muy difícil de descifrar. Dijeron algunos.

- A esos salvajes –dijo Julio César- les daremos su merecido. Les haremos ciudadanos romanos aunque sea a la fuerza. Mañana por la mañana verán la ira del futuro Emperador de Roma.

Al parecer, el sol se le había metido en la cabeza y experimentaba una muy rara sensación. Dio la orden de que todo el mundo estuviera en su puesto a la mañana siguiente para iniciar lo que quiso creer iba a ser su última y gloriosa campaña militar antes de regresar victorioso y triunfal a Roma. Lo último que dijo aquella noche fue:
-         “Alea jacta est”- la suerte está echada.

Al amanecer, las tropas romanas estaban listas para la batalla. Se miraban unos a otros muy extrañados. No habían observado movimiento alguno por parte de aquellos seres a los que ni siquiera habían visto de cerca. Y se preguntaban si era conveniente meterse en aquella aventura tan extraña. Iniciaron la marcha sobre los claros del día. Un gran regimiento de soldados iba subiendo por los barranquillos y tenían que romper la simétrica formación debido a lo abrupto del terreno. La formación avanzaba casi totalmente dispersa. Cualquier estrategia de carácter militar se venía al suelo, pues no se podía con un terreno totalmente desconocido para ellos.

En estas condiciones, las tácticas son superadas por los elementos de la naturaleza.

Hasta tal punto llegó el desconcierto de los romanos, que tuvieron que dejar las plataformas de las catapultas a la entrada de los barrancos. Lo mismo en La Palma que en Gran Canaria. Igual en Tenerife y en la Gomera y el Hierro. Al parecer la suerte corrida en Lanzarote y Fuerteventura fue distinta. A lo mejor, por las características bien distintas de esas islas.

Cuando más desprevenidos estaban aquellos héroes de la guerra –por tales se tenían los romanos- les cayó una jurria de piedras de gran tamaño, que en los  primeros lances del combate quedaron medio destruidos hombres y medios. No esperaban este primer envite que le echaron los guanches. Tuvieron que batirse en retirada ante aquel diluvio de piedras y rolos de madera encendidos que rodaban por los riscos y laderas. Pero además, los guanches les cortaron la retirada y un grupo de ellos, que se habían ocultado dejándoles pasar antes de provocarles la emboscada con la lluvia de teniques, se dirigieron a las cercanías del campamento enemigo y le pegaron fuego a las catapultas. Les esperaron cerca del recinto militar. Y le levaron las anclas a las embarcaciones y se las dejaron a la deriva. Cuando los romanos se dieron cuenta de la estratagema de los aborígenes, se quedaron estupefactos.

-¡A las galeras!, ¡A las galeras!- decían gritando como locos.

Y, como pudieron, fueron llegando al golpe y se dirigieron dando gritos a sus compañeros embarcados para que los esperaran. ¡Fíjense si tenían miedo!. Hasta al propio Julio César, tuvieron que echarle una mano para que pudiera subir a una de las
galeras. Los guanches bajaron todos desde las montañas a los llanos y con gran algarabía y contento, lanzaban hojas de palmera y ramos de laurel al aire en señal de victoria y júbilo. Después, celebrarían los ritos de costumbre y habría juegos con el palo –banot-, luchas hombre a hombre y celebrarían el Beñesmen en señal de triunfo sobre el invasor. En estas celebraciones estaba siempre presente el espíritu de los más grandes héroes guanches: Guadarfía, Tagueluche, Tanausú, Doramas, Armiche, Guiza, Gumidafe, Adargoma, Bencomo, Bentejuí, y tantos y tantos otros.

La vieja sajorina –todavía no lo había dicho- se reía a medida que avanzaba con el relato de la gesta de los aborígenes contra las huestes del general romano. También me dijo que, en Lanzarote y Fuerteventura, ocurrió tres cuartos de lo mismo.

Al parecer, como el territorio era más llano, los caballos llegaron lejos, muy lejos del campamento. Pero de pronto, se levantó una polvajera de tres mil demonios.

Hasta tal extremo, que las tropas romanas quedaron medio ciegas y sin poder ver más allá de sus narices. En medio de la confusión, los guanches daban cuenta de ellos.

Incluso llegaban a atacarse entre sí. El polvo que había en el aire les cegaban de mala manera y con la sequedad la boca debido al siroco, los soldados se quedaron medio asirocados y tuvieron que emprender la retirada. Ellos nunca habían visto y sufrido el siroco y, entre el viento y la marea que se enrebiscó de mala manera, parece que les destrozó la mitad de las embarcaciones. Estaban despavoridos y temían lo peor. Se echaron a temblar como niños chicos y, como pudieron, fueron llegando a las galeras y se marcharon como voladores.

Cuenta la leyenda –eso me lo dijo a mí la sajorina con voz muy bajita- que los espíritus de los guanches nunca mueren, pase el tiempo que pase. Así. Nuestros grandes héroes de siempre no son más que reencarnaciones de aquellos guanches de la antigüedad. Guanches valerosos que hicieron frente al más temible de los ejércitos imperialistas de aquellos tiempos.

También cuenta la sajorina, que en las Islas Canarias siempre estarán presentes las gestas de hombres que darán gloria a nuestra gente y a nuestra tierra. Y el que quiera verlo que lo intente. ¡Se van a acordar de nosotros!.¡Van a saber lo que es bueno!.

Ya decía al principio, que nuestras sajorinas saben más que siete. Y saben de historias antiguas, de sus brebajes para curar enfermedades y rezos y sortilegios contra los malos espíritus, mal de ojos y otras cosas. Si algún día se necesita saber de alguna leyenda como la que me contó Martinita la de El Lomo, hay que ir a los campos y cumbres de nuestras islas y comprobar la sabiduría mágica de estas mujeres de nuestra tierra. Son inconfundibles. El rostro, a pesar de los años, permanece todavía terso como la támbara de una palmera canaria.

¡Siempre es bueno saber dónde están escondidos nuestros tesoros más grandes!. Y lo digo de verdad.

Jesús Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones Canarias. Primera edición 1998.
Edición especial año 2005/Infonortedigital
Glosario por E.P.G.R.

Sajorina=Santiguadora

Majado=Cataplasma

Vejiga=Bolsa en la piel (infección con pus)

Caracolillo=Pus

Perrerías=Ruindades

Matraquilla=Repetición constante de algo

Jurria=Grupo-Manada

Beñesmen=Fiesta Nacional guanche, se celebra en el mes de agosto dura nueve días

Enrebiscó=Se puso furiosa


Polvajera=Nubes de polvo arrastradas por el viento

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