sábado, 27 de junio de 2015

La paloma blanca



La salida de un pueblito chico estaba el sitio en donde los ancianos del lugar solían aguarecerse cuando llovía y se protegían de los ventaneros fuertes cuando llegaba el viento de abajo. Y en ese lugar, se protegían del solito de la tarde. A la sombra de una mimosa construyeron un soco de piedra seca de forma circular. Igualito que los que hay en Lanzarote para proteger las parras del viento. El lugar estaba en la encrucijada de caminos que llegaban hasta el pueblillo y, desde allí, se veían los camiones cargados de personal que venían por la carretera de tierra y levantando polvo desde los llanos de tomateros. En la mayoría de los pueblos los viejitos, y algunos no tan viejos, tienen su lugar habitual de reunión y tertulia y es parecido a éste. Algunos niños iban de cuando en cuando por allí y escuchaban las conversaciones de los mayores. Siempre es bueno escuchar la crónica del pasado contaba por los mismos que la vivieron. Algunos contaban cuentos, otros, leyendas y acertijos. A veces, se entretenían con adivinanzas populares de gran interés.

Un día, los niños vieron descansando en el soco a un anciano de barba y cabellos blancos como la plata. Tenía un largo bastón y vestía con una chaqueta de lana clara y un sombrero negro. A su lado, traía un fardo en donde guardaba sus pertenencias. El anciano se dedicaba a recoger hierbas medicinales por los campos y luego las vendía por donde iba. Conocía todos los trucos y propiedades de las hierbas y empleabas fórmulas casi mágicas para prepararlas y curar muchas enfermedades.

Era bastante persuasivo en el hablar. Casi bíblico. Miró a los niños con sus ojillos chicos y, con su sonrisa de hombre bueno, les hizo señas para que se acercaran.

Éstos, se fueron acurrucando en torno a él. Se sacó una petaca del bolsillo de la chaqueta y cogió la cachimba, la llenó de picadura y la encendió con un mechero de
martillo. Se echó unos cuantos buches y dijo:

-Les voy a contar una historia, que es la historia de un chico que un día desoyó a sus padres...

Aquella paloma blanca hacía descubierto, de pronto, un nuevo espacio en el infinito. Allí, el vuelo era realmente un placer. Durante cinco años, la paloma blanca sólo planeaba en los cortos rumbos que van desde el palomar a la montaña cercana.

Y, de buenas a primeras... ¡Tenía todo el Universo ante ella y, sólo quería que fuera para ella!. Nunca cayó en la cuenta que eso de volar tan alto era cosa de halcones y águilas y buitres presagiando la carroña con la que darse un buen banquete. Nunca pensó que una paloma blanca tenía y debía tener un límite en sus vuelos. Además, no todas las palomas eran como ella. No en vano era una paloma blanca.

Para que una paloma blanca sea realmente una paloma blanca, debe tener, además de fino plumaje, limpio y radiante como la nieve, mucha nobleza y valor.

También ha de tener respeto y cariño a los demás miembros de su palomar. Pero sobre todo, cariño y respeto a sus viejos palomos. Precisa además, tener una alta capacidad de sacrificio para con sus hermanos, los pichones pequeños. De no haber salido blanca, podría ser como las demás palomas de la bandada. Despreocupada de las nobles tareas que sólo están encomendadas a las palomas blancas como ella. Las demás palomas se dejan arrastrar en medio de la bandada y se pierden cuando son llevadas ingenuamente por cualquier palomo ladrón que las deslumbra con un arrastrar la cola y unos cuantos arrullos amorosos. Por eso, son las que más fácilmente caen en las trampillas y falsetes de cualquier palomar. Seducidas por unos simples granos de millo y un cacharro de agua en una azotea inteligentemente colocado. El nuevo palomar, les servirá de celda de castigo para el resto de sus días, porque, conocida su flexibilidad y falta de valor y dignidad, y amigas de escapar de todos los palomares, dejando el nido y abandonando a sus pichones, nadie las aprecia. Son desobedientes, desatentas y, sobre todo, porque no son palomas blancas, no hacen más que dar disgustos a los demás y hasta a ellas mismas. Son aventureras como ellas solas, poco fiables y nada buenas. Incluso son desviadas de su rumbo un una simple ráfaga de viento al entrar en las proximidades de una tormenta. ¡Hasta ahí podía llegar una paloma!. ¡A desconocer las leyes naturales de la estabilidad en el rumbo!. Su irresponsabilidad las llevaba a ese descalabro. Y aún más, nuestra paloma blanca había desoído inocentemente –con cierta malicia casi- la consigna generosa de su palomo viejo durante los primeros días de aprendizaje en los ejercicios de vuelo y cuando aún sus plumas eran sólo descoloridos y frágiles plumones.

-Ten en cuenta esta ley eterna, querido pichón –le dijo el palomo viejo. “Quien mucho se aleja en su volar, pronto se cansa y es presa fácil del cazador furtivo y del despiadado azor, que es la tragedia mayor.”

Iba nuestra paloma blanca surcando los cielos a una vertiginosa velocidad.

Parecía querer competir con las rápidas aguilillas. Pensó en volar más alto aún y su timón, dio un leve giro e inició el ascenso hacia las alturas. Por encima de las nubes.

Sus fuertes y esbeltos alerones competían con la ley de la gravedad en titánica lucha.

Estaba segura de sí misma, segura de vencer en el combate contra la Naturaleza.

Siguió ascendiendo, subiendo más alto. Más alto aún, más arriba, hacia la bóveda del
Universo...

Tenía razón –pensaba mientras continuaba el frenético ascenso- el palomo Beltrán.

¡Esto es la liberación total!. Hay que volar alto, muy alto. Hay que llenar rápido y bien el espíritu de libertad de toda paloma y dejar atrás consignas de palomo viejo. Hay que abandonar las tablillas del palomar porque la vida de una paloma no está en traer ramitas en el pico y gusanos para dar de comer a sus palomos viejos con pocos recursos en eso del volar. Ni traer insectos para los pichones hermanos. La vida de una paloma está en abandonar ataduras de largos años y echarse a volar.
Volar tan alto como pueda...

-Ya se les pasará la preocupación- seguía pensando la paloma blanca. Lo primero de todo es la libertad, mi libertad. Libre de todo y de todos. Ni ramitas ni culebrillas faltaran en el palomar por mucha que ellos digan...

Y siguió volando y volando, más y más alto, más arriba, hacia las alturas. ¿Qué hermosa es la libertad!. Lo peor de todo, ya ha pasado. Lo dijo en mala hora. Detrás de una nube, divisó los extremos quebrados y cortos de las alas de la terrible fiera de los aires. ¡el azor!. El temible enemigo natural de las palomas descarriadas y aventuras y de las desobedientes palomas vulgares. Creyó por un momento que por ser una paloma blanca, con un poco de suerte podrían alcanzar aquella nube próxima y escabullirse entre la blanca bruma. Era el lugar perfecto donde pasar desapercibida y burlar a la temible rapaz. Tras dar unos rápidos aletazos, se aproximó a la salvadora nube que la Diosa fortuna había querido que se cruzara en su rumbo. Era la única forma de salir airosa de tan fatal y desigual combate en el aire. De pronto, sus pulmones empezaron a fallar, sintió cómo sus fuerzas se agotaban por momentos y en tan difícil y complicada situación. El sudor de todo su cuerpo impedía la realización de los ágiles movimientos necesarios para salvar el peligro. Pero había más: apareció el cansancio y el martilleo constante de la conciencia. Ya por entonces, algunas plumas habían caído de tan fuerte aletear y, en su cabeza, ya desarbolada por el azote del aire, retumbaba con notoria potencia y diáfana claridad, la consigna que le había dado su palomo viejo durante los primeros ejercicios de vuelo: “Quien mujo se aleja en su volar, pronto se cansa y es presa fácil del cazador furtivo y del despiadado azor, que es la tragedia mayor”. –Qué gran verdad encierran las palabras de la experiencia de los palomos viejos!. Se decía. –

Que ingenua he sido. Queriendo alcanzar la libertad en su mayor dimensión, heme aquí, afligida, amenazada por el peligro y sin defensa posible.

Siendo tarde el momento de ocurrir toda tragedia para las lamentaciones y, pensando en su nido, en sus palomos viejos y en sus hermanos pichones; en su palomar, en sus cortos vuelos hasta la montaña cercana, en las tablillas y los muchos falsetes y trampillas en las azoteas; en el millo y el agua como cebo... Siendo tarde, como les decía –añadió el viejo a los atentos niños, calladitos y boquiabiertos ante la sabiduría del anciano- para en mala hora dedicarnos a lamentaciones, la paloma blanca del cuento, había olvidado por unos momentos al azote de los aires... cuando, de repente, sintió en todo su cuerpo y en el cerebro, el gran zarpazo del enemigo en sus alas. El golpe fue mortal. Certero, total y definitivo.

En el rápido descenso hacia el abismo negro y profundo, no perdida aún la conciencia, pensó en las nobles tareas y deberes de una paloma blanca. En el valor que no había tenido en ayudar a los suyos, en el respeto y el seguimiento de los experimentados y generosos consejos de su palomo viejo; en el cariño de su paloma madre y de sus hermanos los pichones chicos y en las ramitas e insectos que toda paloma blanca ha de llevar ahora y siempre al palomar donde ha nacido.

-Pero, sobre todo queridos niños –dijo el anciano- y esto quiero que lo tengan siempre presente en sus tiernitos corazones, la paloma blanca se dijo mientras caía:

¡Nunca más escucharé las voces ni los cantos de sirena que encandilan la visión para hacernos ver otra realidad y luego nos abandonan en los momentos de mayor peligro!.

Por no hacer caso al generoso consejo de mi palomo viejo, sufro ahora el escozor de la derrota definitiva. ¡Nunca más me dejaré arrastrar por ensoñaciones de serpientes venenosas como las del palomo Beltrán!.

El golpe fatal había surtido en trágico efecto. De nuestra paloma blanca, sólo quedan unas pequeñas plumas que el viento remonta de vez en cuando en el aire.

Dicho esto, el anciano de cabellos y barba blancas como la plata, agarró el largo bastón, se echó al hombro el fardo donde guardaba sus pertenencias y se marchó del soco. Lo vieron caminando lentamente por la polvorienta carretera. Los niños se quedaron quietos hasta que la figura del anciano se perdió en la lejanía.

De cuando en cuando, aquellos niños –ya hombres hoy- ven en el soco y bajo la sombra de una mimosa que hay a la salida del pueblo, a un anciano de cabellos y barbas blancas como la plata, con un largo bastón, una chaqueta de lana y un sombrero negro... A lo mejor, está contándoles un cuento a los niños de ahora.

Jesús Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones Canarias. Primera edición 1998.
Edición especial año 2005/Infonortedigital

Glosario E.P.G.R.

Aguarecerse=Resguardarse de la lluvia

Soco=Refugio
yle='font-size:12.0pt'> 

Como un volador=Disparado

Lambiaba=Chupaba


Pisquillo=Pedacito

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