sábado, 31 de mayo de 2014

L O S C O N D E N A D O S D E L A T I E R R A-III







F R A N T Z  F A N O N. 


Viene de la entrega anterior

En otro ángulo, veremos cómo la afectividad del colonizado se agota en danzas más o menos tendientes al éxtasis. Por eso un estudio del mundo colonial debe tratar de comprender, forzosamente,   el   fenómeno   de   la   danza   y   el   trance.   El relajamiento del colonizado es, precisamente, esa orgía muscular en el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se canalizan, se transforman, se escamotean. El círculo de la danza es un círculo permisible. Protege y autoriza. A horas fijas,  en  fechas  fijas,  hombres  y mujeres se  encuentran  en  un lugar determinado y, bajo la mirada grave de la tribu, se lanzan a una  pantomima  aparentemente  desordenada,  pero  en  realidad muy sistematizada en la que, por múltiples vías, negaciones con la cabeza, curvatura de la columna vertebral, inclinación hacia atrás de todo el cuerpo, se descifra abiertamente el esfuerzo grandioso de una colectividad para exorcizarse, liberarse, expresarse. Todo está permitido... en el ámbito de la danza. El montículo al que han subido como para estar más cerca de la luna, el ribazo en el que se han deslizado como para manifestar la equivalencia  de  la  danza  y  la  ablución,  la  purificación,  son lugares sagrados. Todo está permitido porque, en realidad, no se reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la libido acumulada, la agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas figuradas, múltiples asesinatos imaginarios   todo eso tiene  que  salir.  Los  malos  humores  se  derraman,  tumultuosos como torrentes de lava.
Un  paso  más  y  caemos  en  pleno  trance.  En  verdad,  son sesiones  de  posesión-desposesión  las  que  se  organizan: vampirismo, posesión por los djinns, por los zombis, por Legba, el dios ilustre del Vudú. Estas trituraciones de la personalidad, esos desdoblamientos, esas disoluciones cumplen una función económica primordial en la estabilidad del mundo colonizado. A la ida, los hombres y las mujeres estaban impacientes, excitados, "nerviosos". Al regreso, vuelven a la aldea la calma, la paz, la inmovilidad.

En  el  curso  de  la  lucha  de  liberación,  se  asistirá  a  un desapego singular por esas prácticas. Frente a paredón, con el cuchillo  en  la  garganta  o,  para  ser  más  precisos,  con  los electrodos  en  las  partes  genitales,  el  colonizado  va  a  verse obligado a dejar de narrarse historias.

Después de azos de irrealismo, después de haberse revolcado entre los fantasmas más increíbles, el colonizado, empuñando la ametralladora,  se  enfrenta  por  fin  a  las  únicas  fuerzas  que negaban su ser: las del colonialismo. Y el joven colonizado que crece en una atmósfera de hierro y fuego puede burlarse —y no se  abstiene  de  hacerlo—  de  los  antepasados  zombis,  de  los caballos  de  dos  cabezas,  de  los  muertos  que  resucitan,  de  los djinns que se aprovechan de un bostezo para penetrar en nuestro cuerpo. El colonizado descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su proyecto de liberación.

Hemos visto que durante todo el periodo colonial esta violencia, aunque a flor de piel, gira en el vacío. La hemos visto canalizada por las descargas emocionales de la danza o el trance. La hemos visto agotarse en luchas fratricidas. Ahora se plantea el problema  de  captar  esa  violencia  en  camino  de  reorientarse.

Mientras antes se expresaba en los mitos y se ingeniaba en descubrir ocasiones de suicidio colectivo, he aquí que las condiciones nuevas van a permitirle cambiar de orientación.

En el plano de la táctica política y de la Historia, en la época contemporánea se plantea un problema teórico de importancia capital  con  motivo  de  la  liberación  de  las  colonias;  ¿cuándo puede decirse que la situación está madura para un movimiento de liberación nacional? ¿Cuál debe ser su vanguardia? Como las descolonizaciones han revestido formas múltiples, la razón vacila y se prohíbe decir lo que es una verdadera descolonización y una falsa  descolonización.  Veremos  que  para  el  hombre comprometido   es   urgente   decidir   los   medios,   es   decir,   la conducta y la  organización. Fuera de eso, no hay sino un voluntarismo ciego con los albures terriblemente reaccionarios que supone.

¿Cuáles son las fuerzas que, en el periodo colonial, proponen a la violencia del colonizado nuevas vías, nuevos polos de inversión? Primero los partidos políticos y las élites intelectuales o comerciales. Pero lo que caracteriza a ciertas formas políticas es el hecho de que proclaman principios, pero se abstienen de dar consignas.  Toda  la  actividad  de  esos  partidos  políticos nacionalistas en el periodo colonial es una actividad de tipo electoral, una serie de disertaciones filosófico-políticas sobre el tema del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, del derecho de los hombres a la dignidad y al pan, la afirmación continua de “cada hombre un voto”. Los partidos políticos nacionalistas no insisten jamás en la necesidad de la prueba de fuerza, porque su objetivo no es precisamente la transformación radical del sistema. Pacifistas, legalistas, de hecho partidarios del orden… nuevo, esas formaciones políticas plantean crudamente a la burguesía colonialista el problema que les parece esencial: “Dennos el poder.” Sobre el problema específico de la violencia, las   élites   son   ambiguas.   Son   violentas   en   las   palabras   y reformistas en las actitudes. Cuando los cuadros políticos nacionalistas  burgueses  dicen  una cosa,  advierten  sin  ambages que no la piensan realmente.

Hay   que   interpretar   esa   característica   de   los   partidos nacionalistas tanto por la calidad de sus cuadros como por la de sus partidarios. Los partidarios de los partidos nacionalistas son partidarios urbanos. Esos obreros, esos maestros, esos artesanos y comerciantes han empezado -en el nivel menor, por supuesto- a aprovechar la situación colonial, tienen intereses particulares. Lo que esos partidarios reclaman es el mejoramiento de su suerte, el aumento  de  sus  salarios.  El  diálogo  entre  estos  partidarios políticos  y  el  colonialismo  no  se  rompe  jamás.  Se  discuten arreglos, representación electoral, libertad de prensa, libertad de asociación. Se discuten reformas. No hay que sorprenderse, pues, de ver a gran húmero de indígenas militar en las sucursales de las formaciones políticas de la metrópoli: esos indígenas luchan por un lema abstracto "el poder para el proletariado" olvidando que, en su región, hay que fundar el combate principalmente en lemas carácter nacionalista. El intelectual colonizado ha invertido su agresividad en su voluntad apenas velada de asimilarse al mundo colonial. Ha puesto su agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus intereses de individuo. Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos: lo que reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos, la posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar  del  colono.  Los  colonizados,  en  su  inmensa  mayoría, quieren la finca del colono. No se trata de entrar en competencia con él.

Quieren su lugar.

El campesinado es descuidado sistemáticamente por la propaganda de la mayoría de los partidos nacionalistas Y es evidente que en los países coloniales sólo el campesinado es revolucionario. No tiene nada que perder y tiene todo por ganar. El campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que descubre más pronto que sólo vale la violencia. Para él no hay transacciones, no hay posibilidad de arreglos. La colonización o la descolonización, son simplemente una relación de fuerzas. El explotado percibe que su liberación exige todos los medios y en primer   lugar   la   fuerza.   Cuando   en   1956,   después   de   la capitulación de Guy Mollet frente a los colonos de Argelia, el Frente de Liberación Nacional, en un célebre folleto, advertía que el colonialismo no cede sino con el cuchillo al cuello, ningún argelino consideró realmente que esos términos eran demasiado violentos. El folleto no hacía sino expresar lo que todos los argelinos resentían en lo más profundo de sí mismos: el colonialismo  no  es  una  máquina  de  pensar,  no  es  un  cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor.

En  el  momento  de  la  explicación  decisiva,  la  burguesía colonialista que había permanecido hasta entonces en su lecho de plumas,  entra en acción. Introduce  esta nueva noción  que  es, hablando propiamente, una creación de la situación colonial: la no violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa para las élites intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía colonialista  tiene  los  mismos  intereses  que  ellas  y que  resulta entonces indispensable, urgente, llegar a un acuerdo en pro de la salvación común. La no violencia es un intento de arreglar el problema colonial en torno al tapete verde de una mesa de juego, antes de cualquier gesto irreversible, cualquier efusión de sangre, cualquier acto lamentable.  Pero si las masas, sin esperar a que se dispongan las sillas, no oyen sino su propia voz y comienzan los incendios y los atentados, se advierte entonces cómo las "élites" y los dirigentes de los partidos burgueses nacionalistas se precipitan hacia los colonialistas para decirles: "¡Esto es muy grave! Nadie sabe como va a acabar todo esto, hay que encontrar una solución hay que encontrar una transacción."

Ésta  idea  de  la  transacción  es  muy  importante  en  el fenómeno de la descolonización, ya que está lejos de ser simple. La  transacción,  en  efecto,  concierne  tanto  al  sistema  colonial como a la joven burguesía nacional. Los sustentadores del sistema colonial descubren que las masas corren el riesgo de destruirlo todo. El sabotaje de puentes, la destrucción de las fincas, las represiones, la guerra afectan duramente a la economía. Transacción igualmente para la burguesía nacional que, sin determinar muy bien las posibles consecuencias del tifón, teme en realidad ser barrida por esa formidable borrasca y no deja de decir a los colonos: "Todavía somos capaces de detener la carnicería, las masas tienen aún confianza en nosotros, apúrense si no quieren comprometer todo." Un paso más y el dirigente del partido  nacionalista  guarda  su  distancia  en  relación  con  esa violencia. Afirma en alta voz que no tiene nada que ver con esos Mau-Mau,  con  esos  terroristas,  con  esos  degolladores.  En  el mejor de los casos, se atrinchera en un no man's land entre los terroristas y los colonos y se presenta gustosamente como "interlocutor": lo que significa que, como los colonos no pueden discutir con los Mau-Mau, él está dispuesto a facilitarles las negociaciones. Es así como la retaguardia de la lucha nacional, esa parte del pueblo que nunca ha dejado de estar del otro lado de la lucha, se encuentra situada por una especie de gimnasia a la vanguardia de las negociaciones y de la transacción —porque precisamente siempre se ha cuidado de no romper el contacto con el colonialismo.

Antes   de   la   negociación,   la   mayoría   de   los   partidos nacionalistas se contentan en el mejor de los casos, con explicar, excusar ese “salvajismo”. No reivindican la lucha popular y no es raro que se dejen ir, en círculos cerrados, hasta condenar esos actos  espectaculares   declarados  odiosos  por  la  prensa  y  la oposición de la metrópoli. La preocupación por ver las cosas objetivamente constituye la excusa legítima de esta política de inmovilidad. Pero esa actitud clásica de intelectual colonizado y de los dirigentes de los partidos nacionalistas, no es verdaderamente objetiva. En realidad no están seguros de que esa violencia impaciente de las masas sea el medio más eficaz para defender sus propios intereses. Además están convencidos de la ineficacia de los métodos violentos. Para ellos no hay duda: todo intento de quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una medida  desesperada,  una  conducta  suicida.  Es  que,  en  sus cerebros, los tanques de los colonos y los aviones de caza ocupan un lugar enorme. Cuando se les dice: hay que actuar, ven las bombas sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando por las  carreteras,  la  metralla,  la  policía…  y  se  quedan  sentados. Desde un principio se sienten perdedores. Su incapacidad para triunfar por la violencia no necesita demostrarse, la asumen en su vida cotidiana y en sus maniobras. Se han quedado en la posición pueril que Engels adoptaba en su célebre polémica con esa montaña   de   puerilidad   que   era   Dühring:   “Lo   mismo   que Robinson pudo procurarse una espada, podemos admitir igualmente que Viernes aparezca un buen día con un revolver cargado en la mano y entonces toda la relación de 'violencia' se invierte: Viernes manda y Robinson se obliga a trabajar… En consecuencia, el revolver vence a la espada y hasta el más pueril amante de axiomas concebirá sin duda que la violencia no es un simple acto de voluntad, sino que exige para ponerse en práctica condiciones previas muy reales, especialmente instrumentos, el más  perfecto  de los  cuales  prevalece sobre  el menos perfecto; que, además, esos instrumentos pueden ser producidos, lo que significa que el productor de instrumentos de violencia más perfectos, hablando en términos gruesos de las armas, prevalece sobre el productor de los menos perfectos y que, en una palabra, la victoria de la violencia descansa en la producción de armas y ésta, a su vez, en la producción en general, por tanto… en el “poder económico”, en el Estado económico, en los medios materiales que están a disposición de la violencia.”3  En realidad, los dirigentes reformistas no dicen otra cosa: “¿Con qué quieren ustedes luchar contra los colonos? ¿Con sus cuchillos? ¿Con sus escopetas de caza?

Es verdad que los instrumentos son tan importantes en el campo de la violencia puesto que todo descansa en definitiva en el reparto de esos instrumentos. Pero resulta que, en ese terreno, la liberación de los territorios coloniales aporta una nueva luz. Hemos  visto,  por  ejemplo,  que  en  la  campaña de  España,  esa auténtica guerra colonial, Napoleón, a pesar de los efectivos, que alcanzaron durante las ofensivas de primavera de 1810 la cifra enorme de 400.000 hombres, se vio obligado a retroceder. No obstante, el ejército francés hacía temblar a toda Europa por sus instrumentos bélicos, por el valor de sus soldados, por el genio militar  de  sus  capitanes.  Frente  a  los  medios  enormes  de  las tropas napoleónicas, los españoles, animados por una fe nacional inquebrantable, descubrieron la famosa guerrilla que, veinticinco años antes, las milicias norteamericanas habían experimentado contra  las  tropas  inglesas.  Pero  la  guerrilla  del  colonizado  no sería nada como instrumento de violencia opuesto a otros instrumentos de violencia, si no fuera un elemento nuevo en el proceso global de la competencia entre trust y monopolios.

Al principio de la colonización, una columna podía ocupar territorios inmensos: el Congo, Nigeria,  Costa de Marfil, etc... Pero actualmente la lucha nacional del colonizado se inserta en una situación absolutamente nueva. El capitalismo, en su periodo de ascenso, veía en las colonias una fuente de materias primas que, elaboradas, podían ser vendidas en el mercado europeo. Tras una   fase   de   acumulación   del   capital,   ahora   modifica   su concepción de la rentabilidad de un negocio. Las colonias se han convertido en un mercado. La población colonial es una clientela que compra. Si la guarnición debe ser eternamente reforzada, si el comercio disminuye, es decir, si los productos manufacturados e industriales no pueden ser exportados ya, eso prueba que la solución militar debe ser descartada. Un dominio ciego de tipo esclavista no es económicamente rentable para la metrópoli. La fracción monopolista de la burguesía metropolitana no sostiene a un gobierno cuya política es únicamente la de la espada. Lo que esperan de su gobierno los industriales y los financieros de la metrópoli no es que diezme a la población, sino que proteja con ayuda de convenios económicos, sus "intereses legítimos''.

Existe, pues, una complicidad objetiva del capitalismo con las fuerzas violentas que brotan en el territorio colonial. Además, el colonizado no está solo frente al opresor. Existe, por supuesto, la   ayuda   política   y   diplomática   de   los   países   y   pueblos progresistas. Pero, sobre todo, está la competencia, la guerra despiadada a que se entregan los grupos financieros. Una Conferencia de Berlín pudo repartir el África despedazada entre tres o cuatro banderas. Actualmente, lo que importa no es que tal región africana sea territorio de soberanía francesa o belga: lo que importa es que las zonas económicas estén protegidas. El bombardeo  de  artillería,  la  política  de  la  tierra  quemada  han cedido el paso a la sujeción económica. Hoy no se dirige ya una guerra de represión contra cualquier sultán rebelde. La actitud es más elegante, menos sanguinaria, y se decide la liquidación pacífica del régimen castrista. Se trata a estrangular a Guinea, se suprime a Mossadegh.  El dirigente nacional que tiene miedo a la violencia se equivoca, pues, si imagina que el colonialismo "va a matarnos a todos”. Los militares, por supuesto, siguen jugando con las muñecas que datan de la conquista, pero los medios financieros se apresuran a volverlos a la realidad.

Por eso se pide a los partidos políticos nacionales razonables que expongan lo más claramente posible sus reivindicaciones y que busquen con la parte colonialista, con calma y sin apasionamiento, una solución que respete los intereses de las dos partes. Si ese reformismo nacionalista, que se presenta con frecuencia  como  una  caricatura  del  sindicalismo,  se  decide  a actuar lo hará por vías altamente pacíficas: paros en las pocas industrias establecidas en las ciudades, manifestaciones de masas para aclamar al dirigente, boicot de los autobuses o de los productos importados. Todas estas acciones sirven a la vez para presionar al colonialismo y permitir que el pueblo se desgaste. Esta práctica de hibernoterapia, esa "cura de sueño" del pueblo puede en ocasiones tener éxito. En la discusión en torno al tapete verde surge la promoción política que permite a M. M'ba, presidente de la República de Gabón afirmar solemnemente a su llegada en visita oficial a París: "Gabón es independiente, pero nada  ha  cambiado  entre  Gabón  y  Francia,  todo  sigue  como antes." En realidad, el único cambio es que M. M'ba es presidente de la República gabonesa y que es recibido por el presidente de la República francesa.

La   burguesía   colonialista   es   auxiliada   en   su   labor   de tranquilizar a los colonizados, por la inevitable religión. Todos los santos que han ofrecido la otra mejilla, que han perdonado las ofensas, que han recibido sin estremecerse los escupitajos y los insultos, son citados y puestos como ejemplo. Las élites de los países  colonizados,  esos  esclavos  manumisos,  cuando  se encuentran a la cabeza del movimiento, acaban inevitablemente por producir un ersatz del combate. Utilizan la esclavitud de sus hermanos para provocar la vergüenza de los esclavistas o para dar un contenido ideológico de humanismo ridículo a los grupos financieros competidores de  sus opresores. Nunca en  realidad, apelan realmente a los esclavos, jamás los movilizan concretamente. Por el contrario, a la hora de la verdad, es decir, para   ellos   de   la   mentira,   enarbolan   la   amenaza   de   una movilización  de  masas  como  el  arma  decisiva  que  provocaría como   por   encanto   el   “fin   del   régimen   colonial”.   Hay evidentemente en el seno de esos partidos políticos, entre sus cuadros, revolucionarios que dan deliberadamente la espalda a la farsa de la independencia nacional. Pero en seguida sus intervenciones,   sus   iniciativas,   sus   movimientos   de   cólera molestan a la maquinaria del partido. Progresivamente, esos elementos son aislados y luego, definitivamente separados. Al mismo  tiempo,  como  si  hubiera  concomitancia  dialéctica,  la policía colonialista se les hecha encima. Sin seguridad en las ciudades, evitados por los militantes, rechazados por las autoridades del partido, esos indeseables de mirada incendiaria van a parar al campo. Es entonces cuando perciben con cierto vértigo que las masas campesinas comprenden de inmediato sus palabras y directamente les plantean la pregunta para la cual no tienen preparada la respuesta: “¿Para cuando?”
Este   encuentro   de   revolucionarios   procedentes   de   las ciudades con los campesinos ocupará más adelante nuestra atención. Conviene ahora volver a los partidos políticos, para mostrar el carácter progresista, a pesar de todo, de su acción. En sus discursos, los dirigentes políticos “nombran” a la nación. Las reivindicaciones del colonizado reciben así una forma. No hay contenido, no hay programa político ni social. Hay una forma vaga, pero no obstante nacional, un marco, lo llamaremos la exigencia mínima. Los partidos políticos toman la palabra, que escriben en los periódicos nacionalistas, hacen soñar al pueblo. Evitan   la   subversión,   pero   de   hecho   introducen   terribles fermentos de subversión en la conciencia de oyentes o lectores. Con frecuencia se utiliza la lengua nacional o tribal. Esto es también fomentar el sueño, permitir que la imaginación se libere del orden colonial. A veces esos políticos dicen: “Nosotros los negros, nosotros lo árabes” y esa apelación cargada de ambivalencias durante el periodo colonial recibe una especie de consagración.   Los   partidos   nacionalistas   juegan   con   fuego. Porque, como decía recientemente un dirigente africano a grupo de  jóvenes  intelectuales: “Reflexionen  antes  de  hablar  a  las masas, pues se inflaman pronto.” Hay, pues, una astucia de la historia, que actúa terriblemente en las colonias.

Cuando un dirigente político invita al pueblo a un mitin puede decirse que hay sangre en el ambiente. Sin embargo, el dirigente, con mucha frecuencia, se preocupa sobre todo por “mostrar” sus fuerzas… para no tener que utilizarlas. Pero la agitación así mantenida — ir, venir, oír discursos, ver al pueblo reunido, a los policías alrededor, las demostraciones militares, los arrestos, las deportaciones de los dirigentes— todo ese revuelo le da al pueblo la impresión de que ha llegado el momento de hacer algo. En esos periodos de inestabilidad, los partidos políticos dirigen a la izquierda múltiples llamados a la calma, mientras que, a la derecha, escrutan el horizonte, tratando de descifrar las intenciones liberales del colonialismo.

El pueblo utiliza igualmente para mantenerse en forma, para conservar  su  capacidad  revolucionaria,  ciertos  episodios  de  la vida de la colectividad. El bandido, por ejemplo, que se sostiene en el campo durante varios días frente a gendarmes lanzados en su persecución, quien, en combate singular, sucumbe después de haber matado a cuatro o cinco policías, quien se suicida para no delatar  a  sus  cómplices  son  para  el  pueblo  faros,  modelos  de acción, “héroes”. Y de nada sirve decir, evidentemente, que ese héroe es un ladrón, un crapuloso o un depravado. Si el acto por el que ese hombre es perseguido por las autoridades colonialistas es un acto dirigido exclusivamente contra una persona o un bien colonial, la demarcación es clara, flagrante. El proceso de identificación es automático.

Hay que señalar igualmente el papel que desempeña, en ese fenómeno de maduración, la historia de la resistencia nacional a la  conquista.  Las  grandes  figuras  del  pueblo  colonizado  son siempre las que han dirigido la resistencia nacional a la invasión. Behanzin, Soundiata, Samory, Abd-el-Kader reviven con singular intensidad en el periodo que precede a la acción. Es la prueba de que el pueblo se dispone a reanudar la marcha, a interrumpir el tiempo  muerto  introducido  por  el  colonialismo,  a  hacer  la Historia.

El  surgimiento  de  la  nación  nueva,  la  demolición  de  lasestructuras coloniales son el resultado de una lucha violenta del pueblo independiente, o de la acción, que presiona al régimen colonial, de la violencia periférica asumida por otros pueblos colonizados.

El pueblo colonizado no está solo. A pesar de los esfuerzos del colonialismo, sus fronteras son permeables a las noticias, a los ecos. Descubre que la violencia es atmosférica, que estalla aquí y allá y aquí y allá barre con el régimen colonial. Esta violencia que triunfa tiene un papel no sólo informativo sino operatorio para el colonizado. La gran victoria del pueblo vietnamita en Dien-Bien- Phu no es ya, estrictamente hablando, una victoria vietnamita. Desde  julio  de  1954,  el  problema  que  se  han  planteado  los pueblos colonialistas ha sido el siguiente: "¿Qué hay que hacer para lograr un Dien-Bien-Phu? ¿Cómo empezar?" Ningún colonizado podía dudar ya de la posibilidad de ese Dien-Bien- Phu.  Lo  que  constituía  el  problema  era  la distribución  de  las fuerzas, su organización, el momento de su entrada en acción. Esta violencia del ambiente no modifica sólo a los colonizados, sino igualmente a los colonialistas que toman conciencia de múltiples Dien-Bien-Phu. Por eso un verdadero pánico ordenado va a apoderarse de los gobiernos colonialistas. Su propósito es tomar la delantera, inclinar hacia la derecha los movimientos de liberación, desarmar al pueblo: descolonicemos rápidamente. Descolonicemos el Congo antes de que se transforme en Argelia. Votemos  la ley  fundamental  para  África,  formemos  la Comunidad, renovemos esta Comunidad, pero, os conjuro, descolonicemos, descolonicemos... Se descoloniza a tal ritmo que se impone la independencia a Houphouet-Boigny. A la estrategia del Dien-Bien-Phu, definida por el colonizado, el colonialista responde con la estrategia del encuadramiento... respetando la soberanía de los Estados.

Pero volvamos a esa violencia atmosférica, a esa violencia a flor de piel. Hemos visto en el desarrollo de su maduración cómo es impulsada hacia la salida. A pesar de las metamorfosis que el régimen colonial le impone en las luchas tribales o regionalistas, la violencia se abre paso, el colonizado identifica a su enemigo, da un nombre a todas sus desgracias y lanza por esa nueva vía toda la fuerza exacerbada de su odio y de su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la atmósfera de violencia a la violencia en acción? ¿Qué es lo que provoca la explosión de la caldera? En primer lugar, está el hecho de que ese proceso no deja incólume la tranquilidad del colono. El colono que "conoce" a los indígenas seda cuenta por múltiples indicios, de que algo está cambiando. Los buenos indígenas van escaseando, se hace el silencio al acercarse el opresor. En ocasiones, las miradas se endurecen, las actitudes y las expresiones son abiertamente agresivas. Los partidos nacionalistas  se  agitan,  multiplican  los  mítines  y,  al  mismo tiempo, se aumentan las fuerzas policíacas, llegan refuerzos del ejército. Los colonos, los agricultores sobre todo, aislados en sus fincas,   son   los   primeros   en   alarmarse.   Reclaman   medidas enérgicas.

Las autoridades toman, en efecto medidas espectaculares, arrestan a uno o dos dirigentes, organizan desfiles militares, maniobras, incursiones aéreas.  Las demostraciones, lo ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga ahora la atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos cañonazos fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada cual quiere   probar   que   está   dispuesto   a   todo.   Es   en   estas circunstancias cuando la cosa estalla sola, porque los nervios se han debilitado, se ha instalado el miedo y a la menor cosa se tiene sensibilidad para poner el dedo en el garillo. Un accidente trivial  y  empieza  el  ametrallamiento:  Sétif  en  Argelia,  las Canteras Centrales en Marruecos, Moramanga en Madagascar.

Las represiones, lejos de quebrantar el impulso, favorecen el avance de la conciencia nacional. En las colonias, las hecatombes, a partir de ciertos estadios de desarrollo embrionario de la conciencia, fortalecen esa conciencia, porque indican que entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la fuerza. Hay que señalar aquí que los partidos políticos no han lanzado la consigna de la insurrección armada, no han preparado esa insurrección. Todas esas represiones, todos esos actos suscitados por el miedo, no son deseados por los dirigentes. Los acontecimientos los pillan por sorpresa. Es entonces cuando los colonialistas pueden decidir el arresto de los dirigentes nacionalistas. Pero actualmente los gobiernos de los países colonialistas saben perfectamente que es muy  peligroso  privar  a  las  masas  de  sus  dirigentes.  Porque entonces el pueblo, ya sin bridas, se lanza a la sublevación, a los motines   y   a   los   “instintos   sanguinarios”   e   imponen   al colonialismo la liberación de los dirigentes a los que tocará la difícil tarea de restablecer la calma. El pueblo colonizado, que había encauzado espontáneamente su violencia en la tarea colosal de la destrucción del sistema colonial, va a encontrarse pronto con la consigna inerte, infecunda: "Hay que liberar a X o a Y."4.

Entonces el colonialismo liberará a esos hombres y discutirá con ellos. Ha empezado la etapa de los bailes populares.

En otro caso, el aparato de los partidos políticos puede permanecer intacto. Pero después de la represión colonialista y de   la   reacción   espontánea   del   pueblo,   los   partidos   son desbordados  por  sus  militantes.  La  violencia  de  las  masas  se opone vigorosamente a las fuerzas militares del ocupante, la situación empeora y se pudre. Los dirigentes en libertad se encuentran entonces en una situación difícil. Convertidos de pronto en inútiles, con su burocracia y su programa razonable se les   ve,   lejos   de   los   acontecimientos,   intentar   la   suprema impostura de "hablar en nombre de la nación amordazada". Por regla general, el colonialismo se lanza ávidamente sobre esa oportunidad, transforma a esos inútiles en interlocutores y, en cuatro segundos, les otorga la independencia, encargándolos de restablecer el orden.

Se advierte, pues, que todo el mundo tiene conciencia de esa violencia y que no se trata siempre de responder con una mayor violencia sino más bien de ver cómo resolver la crisis.
¿Qué es pues, en realidad, esa violencia? Ya lo hemos visto: es la intuición que tienen las masas colonizadas de que su liberación  debe  hacerse,  y  no  puede  hacerse  más  que  por  la fuerza. ¿Por qué aberración del espíritu esos hombres sin técnica, hambrientos y debilitados, no conocedores de los métodos de organización llegan a convencerse, frente al poderío económico y militar del ocupante, de que sólo la violencia podrá liberarlos? ¿Cómo pueden esperar el triunfo?

Porque   la   violencia,   y   ahí   está   el   escándalo,   puede constituir, como método, la consigna de un partido político. Los cuadros  pueden  llamar  al  pueblo  a  la lucha  armada.  Hay  que reflexionar sobre esta problemática de la violencia. Que el militarismo alemán decida resolver sus problemas de fronteras por la fuerza no nos sorprende, pero que el pueblo angolés, por ejemplo, decida tomar las armas, que el pueblo argelino rechace todo método que no sea violento, prueba que algo ha pasado o está pasando. Los hombres colonizados, esos esclavos de los tiempos modernos, están impacientes. Saben que sólo esa locura puede sustraerlos de la opresión colonial. Un nuevo tipo de relaciones se ha establecido en el mundo. Los pueblos subdesarrollados hacen saltar sus cadenas y lo extraordinario es que lo logran. Puede afirmarse que en la época del sputnik es ridículo morirse de hambre, pero para las masas colonizadas la explicación es menos lunar. La verdad es que ningún país colonialista es capaz actualmente de adoptar la única forma de lucha que tendría posibilidades de éxito: el establecimiento prolongado de importantes fuerzas de ocupación.

En el plano interior, los países colonialistas se enfrentan a contradicciones, a reivindicaciones obreras que exigen el empleo de sus fuerzas policíacas. Además, en la coyuntura internacional actual,  esos  países  necesitan  de  sus  tropas  para  proteger  su régimen.   Por   último,   es   bien   conocido   el   mito   de   los movimientos de liberación dirigidos desde Moscú. En la argumentación del régimen para causar pánico, eso significa: "si esto continúa, existe el peligro de que los comunistas se aprovechen de los trastornos para infiltrarse en esas regiones".

En la impaciencia del colonizado, el hecho de que esgrima la amenaza de la violencia prueba que tiene conciencia del carácter excepcional de la situación contemporánea y que esta dispuesto a aprovecharla. Pero, también en el plano de la experiencia inmediata, el colonizado, que tiene oportunidad de ver la penetración   del   mundo   moderno   hasta   los   rincones   más apartados de la selva, cobra conciencia muy aguda de lo que no posee. Las masas, por una especie de razonamiento... infantil, se convencen de que todas esas cosas les han sido robadas. Por eso en ciertos países subdesarrollados, las masas van muy de prisa y comprenden, dos o tres años después de la independencia, que han sido frustradas, que "no valía la pena" pelear si la situación no iba a cambiar realmente. En 1789, después de la Revolución burguesa, los pequeños agricultores franceses se beneficiaron sustancialmente   de   esa   transformación.   Pero   resulta  
Trivial comprobar y decir que en la mayoría de los casos, para el 95 por ciento de la población de los países subdesarrollados, la independencia no aporta un cambio inmediato. El observador alerta se da cuenta de la existencia de una especie de descontento larvado,  como  esas  brasas  que,  después  de  la extinción  de  un incendio, amenazan siempre con reanimarlo.

Se dice entonces que los colonizados quieren ir demasiado de prisa.  Pero no hay que olvidar nunca que no hace mucho tiempo se afirmaba su lentitud, su pereza,  su fatalismo. Ya se percibe que la violencia encauzada en vías muy precisas en el momento de la lucha de liberación, no se apaga mágicamente después  de  la  ceremonia  de  izar  la  bandera  nacional.  Tanto menos cuanto que la construcción nacional sigue inscrita dentro del marco de la competencia decisiva entre capitalismo y socialismo.

Esta competencia da una dimensión casi universal a las reivindicaciones más localizadas. Cada mitin, cada acto de represión repercute en la arena internacional. Los asesinatos de Sharpeville sacudieron la opinión mundial durante meses. En los periódicos, en los radios, en las conversaciones privadas, Sharpeville se convirtió en un símbolo. A través de Sharpeville, hombres y mujeres han abordado el problema del apartheid en África  del  Sur.  Y  no  puede  afirmarse  que  sólo  la  demagogia explica  el  súbito  interés  de  los  Grandes  por  los  pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos dos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia — ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados.   Pero   el   otro   bloque   mide   igualmente,   por   la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los incidentes locales. Dejan de limitarse à sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Jruschof  amenaza  con  salvar  a  Castro  mediante  los  cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones  extremas,  el  colonizado  o  el  recién  independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada. En realidad, ya está marchando. Tomemos, por ejemplo, el caso de los gobiernos de países recientemente liberados. Los hombres en el poder pasan dos terceras partes de su tiempo vigilando los alrededores, previendo el peligro que los amenaza, y la otra tercera parte trabajando para su país. Al mismo tiempo, buscan apoyos. Obedeciendo a la misma dialéctica, las oposiciones nacionales se apartan con desprecio de las vías parlamentarias. Buscan aliados que acepten apoyarlos en su empresa brutal de sedición. La atmósfera de violencia, después de haber impregnado la fase colonial, sigue dominando la vida nacional. Porque, como hemos dicho, el Tercer Mundo no está excluido. Está, por el contrario, en  el  centro  de  la  tormenta.  Por  eso,  en  sus  discursos,  los hombres de Estado de los países subdesarrollados mantienen indefinidamente el tono de agresividad y de exasperación que habría debido desaparecer normalmente. De la misma manera se comprende la descortesía tan frecuentemente señalada de los nuevos dirigentes. Pero lo que menos se advierte es la extremada cortesía de esos mismos dirigentes en sus contactos con sus hermanos o camaradas. La descortesía es una forma de conducta con los otros, con los ex colonialistas que vienen a ver y a preguntar. El ex colonizado tiene con demasiada frecuencia la impresión de que la conclusión de esas encuestas ya ha sido redactada. El viaje del periodista no es sino una justificación. Las fotografías que ilustran el artículo son la prueba de que se sabe de lo que se está hablando, que se ha ido al lugar. La encuesta se propone comprobar la evidencia: todo marcha mal por allá desde que  nosotros  no  estamos.  Los  periodistas  se  quejan frecuentemente de que son mal recibidos, de que no pueden trabajar en buenas condiciones, de que tropiezan con un muro de indiferencia o de hostilidad. Todo eso es normal. Los dirigentes nacionalistas saben que la opinión internacional se forja únicamente a través de la prensa occidental. Pero cuando un periodista occidental nos interroga casi nunca es para hacernos un servicio. En la guerra de Argelia, por ejemplo, los reporteros franceses   más   liberales   no   han   dejado   de   utilizar   epítetos ambiguos   para   caracterizar   nuestra   lucha.   Cuando   se   les reprocha, responden de buena fe que son objetivos. Para el colonizado, la objetividad siempre va dirigida contra él. También se comprende ese nuevo tono que invadió a la diplomacia internacional en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 1960. Los representantes de los países coloniales eran agresivos, violentos, excesivos, pero los pueblos coloniales no sintieron que estuvieran exagerando. El radicalismo de los voceros africanos provocó la maduración del absceso y permitió advertir mejor el carácter inadmisible de los vetos, del diálogo de los Grandes y, sobre todo, del papel ínfimo reservado al Tercer Mundo.

La  diplomacia,  tal  como  ha sido  iniciada por  los  pueblos recién independizados, no está ya en los matices, los sobrentendidos, los pases magnéticos. Y es porque esos voceros han sido designados por sus pueblos para defender a la vez la unidad de la nación, el progreso de las masas hacia el bienestar y el derecho de los pueblos a la libertad y al pan.
Continua.

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