domingo, 4 de mayo de 2014

EFEMERIDES CANARIAS






UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: DECADA 1911-1920



CAPITULO-IX




Eduardo Pedro García Rodríguez

1912. Fallece el criollo Don Antonio Oramas Hernández, esposo de Mª Dolores Cué Gallego, fue alcalde de San Juan de la Rambla de 1804 a 1807. Se preocupó enormemente por el progreso y el embellecimiento de su pueblo, por la sanidad y la educación, hasta el punto de anteponer los intereses de los vecinos a los suyos propios.

Demostró siempre una gran caballerosidad en todos sus actos. En atención a sus méritos, la corporación municipal en 1913 dio su nombre a una de las calles del pueblo.

1912. Fallece en Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) Secundino Delgado Rodríguez  considerado como el Padre de la moderna Matria Canaria,  invocado por distintas formaciones políticas canarias que van desde Coalición Canaria al independentismo. La recuperación de la figura  de Secundino comenzó durante el período de la transición en esta colonia de la dictadura franquista a la democracia burguesa de sus herederos, paralelo al actuar del MPAIAC y su estrategia de propaganda armada. Uno de los miembros del MPAIAC, Manuel Suárez Rosales, fue autor del primer libro con la biografía de Secundino, cuyo título apunta bien las intenciones que, con su publicación, se perseguía: Secundino Delgado. Apuntes para una biografía del padre de la nacionalidad canaria (Cándido Hernández, editor, 1980).


De Secundino Delgado, aún hoy después de la aparición de nuevas obras, seguimos teniendo de su vida zonas de sombra o penumbra. Miguel Iñiguez lo rescata en su Esbozo de una enciclopedia histórica del anarquismo español (FAL, 2001), dedicándole unas líneas. Los independentistas libertarios (Ver el “Libro Negro”: Canarias: Independencia y Autogestión, Ediciones Guanilas, 2005) lo han señalado como un libertario que tenía en cuenta a las patrias oprimidas, particularmente Cuba y Canarias. Raquel Pérez Brito, historiadora anarcosindicalista canaria, también lo cita como anarquista (entrevista en www.fuerteventuradigital.com: ).

¿Nacionalista? ¿Libertario? ¿Quién fue verdaderamente Secundino Delgado? En la última monografía publicada sobre Secundino (Secundino Delgado en Venezuela. El Guanche inédito, CCPC, 2003), Manuel Hernández nos lo retrata como un inquieto anarquista que interviene, como así lo hacían los comunistas libertarios, en los procesos de emancipación nacional como inicio de una plena liberación social. No es la única ni principal aportación de Hernández, pues lo más significativo es desenterrar de los archivos los últimos números de El Guanche, deliberadamente obviados en una anterior edición, ya agotada, a cargo de Manuel Suárez Rosales (El Guanche. 1ª época. Ecotopía Ediciones, 1981). Si atendemos a las propias palabras de Secundino Delgado en su autobiografía (¡Vacaguaré…! (Vía-Crucis), Cándido Hernández, editor, 1980) las cosas parecen estar claras:

“Antes que nacionalista, soy libertario. Mientras aliente, bregaré por la autonomía de los pueblos y de los individuos cueste lo que cueste. (…) Todo por y para la libertad de los pueblos y de los hombres. Como Bakunin, que al mismo tiempo que predicaba la gran revolución política-económica-social, no abandonaba las regiones conquistadas y sometidas a potencias extrañas”.

Cuando muere, su amigo Luís F. Gómez Wangüemert le dedica un artículo en el que dice:

“Para conocer sus ideas políticas y sociales, basta decir que fue siempre asiduo lector de Ibsen, Tolstoi, Max Nordau, Zolá, Eliseo Reclus, Juan Most, Juan Grave, Bakunin y Kropotkin”. Este impenitente lector de escritores anarquistas tendrá en El Esclavo la primera publicación en la que participa, junto a emigrados cubanos, en Tampa (Florida, USA) y cuyo contenido era netamente obrerista y anarquista, a decir de Federica Montseny (Breve historia del Movimiento Anarquista en Estados Unidos de América del Norte. Cultura Obrera, s.f.) y del historiador canario Manuel de Paz Sánchez (Secundino Delgado y la emancipación cubana. El Pirácrata, 2001). El Esclavo, ante el proceso por la independencia de Cuba, señaló claramente cuál era su posición:

Destruyamos, pues, al tirano gobierno español, pero no pongamos otro en su lugar que nos va suceder igual; tomemos posesión de toda la riqueza y organicémonos bajo la base de la libertad y de la igualdad y seremos relativamente felices, sin burgueses ni proletarios, sin amos ni esclavos, pues todos seremos libres productores”.

Igual que hicieran otros anarquistas, ya en el interior de Cuba —isla a la que Secundino había emigrado siendo muy joven, huyendo de la miseria en la que el pueblo vivía en Canarias tras finalizar el ciclo económico de la cochinilla y posiblemente también para eludir el servicio militar— se implica en la lucha contra la ocupación española de la isla caribeña, tras regresar de EE.UU. En 1896 fue despedido de una empresa de guaguas, en la que trabajaba como herrero, al descubrir que Secundino tenía un pujavante (una especie de espátula alargada y plana para rebajar el casco de la caballería y poder asentar correctamente la herradura) en el que tenía el lema “Mueran los burgueses, viva la anarquía”. Tras una breve estancia en Canarias junto a su familia (se había casado en Nueva York con una norteamericana, con quien tuvo dos hijos), se estableció posteriormente en Venezuela, lugar en el que había ya una notable colonia de emigrados canarios. Allí, junto a Brito Lorenzo y Guerra Zerpa, funda El Guanche, primera publicación que defiende la independencia de Canarias de España. A diferencia de El Esclavo, El Guanche apuesta por el interclasismo, aunque Secundino Delgado sigue rezumando obrerismo libertario en sus escritos. Así, en su segundo número, bajo el título de “El Ideal”, entre otras cosas se expresa:

“Y tú, pueblo trabajador, que, desde que naciste, gravaron los pícaros en tu frente tu deber, habiéndose guardado en sus faldones el derecho que te corresponde, organízate, forma círculos de artesanos, ponte en relación con los proletarios de todas partes, instrúyete robando algunas horas al descanso y después que sepas cuál es tu derecho y quién te lo robó, rebélate, que ese derecho te corresponde.

Tu emancipación y el mejoramiento de tu Patria no lo esperes de esos sabios de librea que asisten a las Cortes para hacer la venia al amo.

Es el mismo pueblo el que debe moverse, protestar contra las exageradas contribuciones, los abusos del caciquismo, las arbitrariedades de los exóticos gobernantes, etc.

Si las leyes de aquella monarquía nos coaccionan, en Canarias, no debemos respetarlas, ya que entorpecen el progreso y apagan la luz del pensamiento libre, no las respetemos y, si es necesario, seamos hostiles”.

El Guanche no tuvo excesiva trascendencia, dándosele más importancia en los tiempos recientes que en el que fue editado. No obstante, a causa de su publicación, Secundino Delgado sufrió prisión en Venezuela. Ante el peligro de la anexión inglesa de Canarias, El Guanche decide cerrar su publicación. No es un cambio de potencia dominadora lo que se quiere y, ante la coyuntura, prefiere unas Canarias españolas.
 
Secundino se establece durante 1900 en Canarias, junto a su mujer y sus hijos. Profundizando en su estrategia populista, tomando como trampolín la Asociación Obrera de Canarias, decide formar un partido para presentarlo a las elecciones municipales. A decir de Manuel Hernández (“Secundino Delgado. El padre del nacionalismo canario” en La enciclopedia de canarios ilustres, CCCP, 2005), el Partido Popular fue la concreción de las ideas que Secundino ya había expuesto en El Guanche, con sus propuestas interclasistas, y por la influencia del Congreso sindical venezolano de 1896. El PP sacó un concejal en Santa Cruz de Tenerife, de cuyas actividades curiosamente nunca se ha hablado… Secundino, poco después, funda el periódico ¡Vacagüaré…! desde el que arropa la demanda de autonomía con la que se dirigía el PP, dejando de lado los planteamientos independentistas, mientras continúa haciendo guiños al obrerismo. Aunque se está haciendo esperar una edición facsímil de ¡Vacagüaré…! podemos acceder la mayor parte de sus contenidos por el trabajo de Manuel de Paz (“Nuevos documentos sobre Secundino Delgado”, Revista del Oeste de África, nº 9).

La publicación de ¡Vacagüaré…! se verá interrumpida por el encarcelamiento de Secundino, a causa de la intervención del General Weyler, quién había sido Capitán General en La Habana. Llevado a Madrid, compartirá celda de la Prisión Modelo con el anarquista Pedro Vallina ―amigo del famoso libertario Fermín Salvochea―, que lo recordará en sus memorias dedicándole varias páginas (Memorias de un revolucionario, Solidaridad Obrera, París, 1958). Salvochea se interesa también por Secundino, consiguiendo mejoras en su presidio, llevándole comida y moviéndose para divulgar su situación, buscando su excarcelación. Mientras está preso, Secundino publica varios cuentos en La Revista Blanca, la publicación anarquista que dirigían los padres de Federica Montseny y que, todavía en los tiempos de la II República española la misma cabecera los reeditaba. Fue Salvochea el que avisa al canario Nicolás Estévanez, quién había sido capitán del ejército español en Cuba y había renunciado a esta condición en 1871 por la represión a los independentistas cubanos, y, posteriormente, Ministro de la Guerra durante la breve I República Española. Estévanez, un radical republicano federal, se había acercado al anarquismo, colaborando en algunas de sus propuestas, como la de la Escuela Moderna de Ferrer, para la que escribió un libro (Resumen de la Historia de España, Editorial Benchomo, 1999), y posteriormente se verá involucrado en el atentado que Mateo Morral (bibliotecario de la Escuela Moderna barcelonesa) realizó contra el rey Alfonso XIII en el día de su boda. El escándalo que se monta en Madrid, cuando es conocida la prisión de Secundino, obliga a su excarcelación. Será a los anarquistas de La Revista Blanca a los primeros que visite tras su liberación y los que le den dinero para que se las remedie.

Secundino escribirá posteriormente, en 1904, ¡Vacaguaré! (Vía Crucis…) en el que remorará su tiempo de presidio, la ayuda de los anarquistas y a los que reconocerá su lucha:

“He observado que la fe, en ideales, sólo la poseen en España los anarquistas. Los demás obran como comediantes.”

Pocas pistas se tienen de Secundino tras regresar a Canarias después de su salida de prisión. Al parecer, y tras recibir una indemnización por su encarcelamiento, viajó por Cuba, Argentina… Secundino morirá en 1912, tras haber fallecido con anterioridad su mujer y sus hijos, en una vivienda de la calle Progreso de Añazu (Santa Cruz), sus restos están sepultados en un lugar indeterminado del antiguo cementerio añazero de S. Rafael y S. Roque.
1912. Nace en Añazu n Chinech (Santa Cruz de Tenerife) el criollo, historiador e investigador sobresaliente, Antonio Rumeu de Armas.
Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Coplutense de Madris (España) donde se doctoró en Derecho, fue catedrático de Historia de España en la Edad Moderna en la citada universidad, cátedra que desempeñó con anterioridad en las universidades de Barcelona y Granada. También fue profesor extraordinario de la Universidad Georgetown de Washington, centro especializado en estudios internacionales. Fue presidente de la Real Academia de la Historia (España), convirtiéndose en el primer canario (hasta la fecha único) que alcanzó tan destacada prevenda. También lo fue durante cuatro lustros del Instituto Jerónimo Zurita del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español. Es académico de número de la Real Academia de la Historia en España y profesor emérito de la Escuela de Guerra Naval y de la Escuela Diplomática, y pertenece también a las academias de México, Argentina, Perú, Colombia yChile, entre otras. Entre los galardones recibidos figura el premio Marvá en 1942 y el premio Antonio Nebrija del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España en 1945. Diez años más tarde consiguió el Premio Nacional español de Literatura. Su producción científica se ha orientado hacia el estudio de la historia de América (ocho obras publicadas), la historia social (cinco títulos), la historia de la ciencia (cuatro estudios) y el Atlántico (cuatro publicaciones). Este excepcional tinerfeño, historiador solvente y profundo, es un escrupuloso investigador a la hora de utilizar las obras que utiliza en sus obras. Ha escrito mucho y bueno. Además es un excelente conferenciante. Une a su probada sapiencia histórica, la no fácil cualidad de la amenidad. De la historia de nuestro archipiélago estaba profundamente impuesto. En 1950 había publicado su gran obra: Piratería y ataques navales contra las islas Canarias Un título poco afortunado, como él ha reconocido, porque la obra es mucho más. La segunda edición, fechada en 1991, se titula Canarias y el Atlántico. Son cinco excelentes volúmenes que no pueden faltar en la biblioteca de quien pretenda saber algo de la historia del archipiélago. Premio Canarias en 1988, en 1998 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Eguerew (La Laguna).
1912.
En este año los edificios militares del ejercito español en  Santa Cruz de Tenerife eran los siguientes: el pabellón y la cuadra del muelle; el fuerte de San Juan; la batería de San Francisco; el cuartel de San Carlos; la batería de la Concepción; el castillo de San Cristóbal; las baterías de San Miguel y Almeida; el fuerte de Paso Alto; el parque de artillería en la calle del Pilar; el cuartel de caballería; la comandancia general; el hospital militar con sus pabellones anexos; el palomar militar de La Cuesta; los polvori­nes de Taco y de El Conntal.
Hasta principios del siglo XIX, las islas Canarias y su capital militar habían desempeñado un papel relativamente importante en la defensa de las rutas imperiales españolas. Escala natural de las na­vegaciones transatlánticas y casi forzada de la navegación de con­serva de la flota y de los galeones, el archipiélago era por su misma posición una avanzada militar: de ahí su historia, llena de ataques marítimos, de piraterías y de aventuras. De ahí también la historia de Santa Cruz como plaza de armas, de su importancia como puesto de mando, de su sistema de protección.

Esta misión duró tanto como el imperio español. Al derrumbarse el régimen colonial de América, Canarias no perdió solamente el principal mercado de sus exportaciones, sino también su importancia estratégica. En el siglo XIX la historia de Canarias, desde el punto de vista de las empresas guerreras y de la organización de sus defen­sas, no se parece ya con lo que había sido su pasado. Al haber terminado su misión, la infraestructura, y principalmente el recinto fortificado de Santa Cruz, sufren un abandono que no fue ni repen­tino ni total, pero que conduce fatal y lentamente al desmorona­miento y a la ruina. Los papeles, incluso, se han invertido. Las fortificaciones, que habían sido el escudo de las islas y el principal motivo de orgullo del Cabildo que las había costeado en su mayor parte, ahora sólo sirven de estorbo.
La muralla y las baterías habían sufrido mucho por efecto del catastrófico aluvión de 7 de noviembre de 1826. Se arreglaron en la mayor parte de los casos los desperfectos producidos, sin las dificul­tades que hallaba siempre el Cabildo en la realización de las obras por falta de dinero. Existía ahora un fondo de fortificaciones, alimen­tado por un tributo especial y administrado por el comandante gene­ral de las islas. Pero la mejor prueba de que aquellas instalaciones ha­bían perdido su interés es precisamente la laxitud con que se admi­nistraba el fondo: se volvieron a levantar las murallas caídas, pero no se emprendieron más cosas nuevas que el arreglo del barranco de Santos, del paseo de la Concordia y del camino de La Laguna, todos ellos con pretextos, más o menos fundados, de utilidad militar.

A mediados del siglo, el sistema de fortificaciones de la capital se componía de tres castillos, doce baterías y dos fuertes, uno de ellos en construcción. Si se compara la lista de las fuerzas con las baterías y los reductos existentes de 1797, se podrá ver que muchos habían desaparecido ya. Después de 1862 desaparecen también El Pilar, Isabel II y San Telmo; Santo Domingo se derriba en 1868 y Santa Rosa en 1875. Las demás viven apenas: la Concepción, medio abandonada, subminada por las avenidas del Barranquillo y la ruina de la muralla: en el castillo de San Joaquín, de La Cuesta, se ha instalado en 1898 un palomar militar. En 1894 subsistían, además de los tres castillos de Paso Alto, San Cristóbal y San Juan, tres bate­rías en Almeida, San Miguel y San Francisco, una explanada en San Pedro y tres baterías en proyecto, en San Andrés, El Bufadero y Las Cruces. Las defensas de la capital disponen de 76 piezas de artillería, 19 de ellas a barbeta, servidas por 35 hombres, es decir, malamente un hombre para cada dos cañones.

Esta situación no podía dejar de llamar la atención. En el mismo año de 1894, el senador por Tenerife Imeldo Serís pedía que se completase el sistema de fortificaciones de la capital y se aumen­tase su guarnición. Pero los tiempos no permitían tan grandes esfuer­zos para la defensa de las islas, cuando urgía hallar una solución para Cuba. Sólo después de perdida la última colonia de las Antillas, el comandante general Bargés formó un nuevo plan de defensa de Ca­narias, precisamente a raíz de la nueva situación creada por la desa­parición de las bases españolas en América. Hacía mucho tiempo que el plan era necesario y, además, esperado. Sin embargo, no era realizable. El conjunto de las nuevas fortificaciones en que se había pensado en un principio representaba un gasto de 30 millones de pesetas: Bargés abandonó el principio de fortificaciones fijas y se limitó en pedir un refuerzo de la guarnición y una nueva organización de las milicias provinciales. Se le prometió todo cuanto pedía, por­que efectivamente pedía poco; pero no se le dio ni siquiera lo prome­tido.
Bargés presentó su dimisión, por esta razón y por protestar contra la utilización indiscreta de los puertos canarios por parte de los navíos ingleses, con motivo de la guerra de los boers. Su suce­sor en el mando, el general Pérez Galdós, heredaba una situación difícil.
Había polémicas en la prensa, en Canarias tanto como en Madrid, por saber si había suficiente fortificación en las islas, o si se debía empezar a partir de cero. La revista de especialidad El Ejército español declaraba que, en caso de agresión, las islas se encontrarían tan indefensas como las Filipinas, donde, al estallar la guerra, sólo había cuatro cañones viejos. A Pérez Galdós lo querían enfrentar con Bargés: sin razón, porque aquél luchó tanto como éste, para conseguir del gobierno la aprobación de nuevas fortificaciones y de nuevos cuarteles. En efecto, es ésta misma la época en que el minis­tro de la Guerra, general Azcárraga, manda formar para Canarias un proyecto de conjunto de defensas del primer grado, por un importe de 50 millones, además de otro proyecto de defensas completas, para Canarias y Baleares, por un valor de 165 millones. Aquello era demasiado bonito para ser verdad: el ministro mantuvo su criterio, pero hubo cambio de gobierno antes de que se hubiese tomado una decisión.

En 1912 los edificios militares de Santa Cruz eran los siguientes: el pabellón y la cuadra del muelle; el fuerte de San Juan; la batería de San Francisco; el cuartel de San Carlos; la batería de la Concepción; el castillo de San Cristóbal; las baterías de San Miguel y Almeida; el fuerte de Paso Alto; el parque de artillería en la calle del Pilar; el cuartel de caballería; la comandancia general; el hospital militar con sus pabellones anexos; el palomar militar de La Cuesta; los polvori­nes de Taco y de El Conntal.
Dentro del conjunto de defensas, había pocas en buenas condi­ciones, y su eficacia podía ponerse en duda. Por otra parte, el creci­miento urbano estaba impedido o, cuando menos, estorbado, por la presencia de las baterías y sus acostumbradas servidumbres. Todo aquello se había quedado estrecho. Las prácticas de artillería que se hacían antes en el Blanco, ahora incluido en el recinto de Almeida, tuvieron que suspenderse en 1908, porque los tiros hacían daño a las fincas, al otro lado del barranco. Las llamadas zonas polémicas, de haberse observado en Santa Cruz, habrían conducido a la destrucción casi total de la ciudad. En efecto, la ley preceptuaba que alrededor de los castillos se debía dejar una zona libre y totalmente descubierta, sobre una radio de 1.500 varas, que son unos 1.250 metros. Afortunadamente, nadie había tenido en cuenta esta disposición. En 1871, los militares quisieron obligar a un vecino a derribar una casa que había empezado a fabricar en San Andrés, porque estaba dentro de la zona del castillo, que hacía medio siglo que se hallaba en ruinas. Tuvieron que dejarlo en paz, porque se observó que nadie se había acordado jamás de la ley; que, de aplicarse ésta, en San An­drés se debían denegar todos los permisos para fabricar; y que el comandante de armas, que era la persona que había denunciado el caso, había fabricado todavía más cerca del castillo que el denun­ciado.

Casos como éste se daban con demasiada frecuencia. El ayunta­miento tropezó con enormes dificultades para determinar el sitio en que se debía establecer el cementerio municipal, porque ninguno reunía las condiciones exigidas por la ley. En 1903 se solicitó la su­presión de las zonas polémicas alrededor de los antiguos fuertes que habían dejado de servir, y afortunadamente se consiguió. Pero la medida no era suficiente, porque las demás fortificaciones tenían todavía bastante vida militar como para estorbar. Para establecer un nuevo matadero, se tuvo que pedir permiso a la autoridad militar, porque caía en la zona de la batería de San Carlos. Finalmente, en 1926, el alcalde García Sanabria consiguió la cesión del castillo de San Cristóbal y de otros edificios de guerra inútiles, generalmente por medio de permutas o cesión de solares, lo cual condujo a la rápida supresión de todo el recinto fortificado.

La víctima más ilustre fue el castillo de San Cristóbal. Sede del Gobierno Militar de la plaza de Santa Cruz, no había sido apenas modificado o ampliado: la única obra de alguna consideración, de las emprendidas en el siglo XIX, había sido el nuevo cuerpo de guardia, construido por el ayuntamiento, sobre proyecto del arquitecto Vi­cente Alonso de Armiño, en 1872, por haberse debido derribar el edificio anterior, para ensanchar el acceso al muelle. Además de haber perdido gran parte de su utilidad, la mole del castillo carecía de elegancia al igual que de monumentalidad. La irregularidad de sus macizos y de sus garitas, el aspecto lóbrego de sus muros comidos por la humedad, la misma pobreza de sus materiales formaban un conjunto de aspecto poco grato a la vista y, por su ubicación a la entrada misma de la ciudad, no eran sin duda la mejor tarjeta de presentación. Pero había en aquellas murallas de mediocre mérito arquitectónico varios siglos de historia y la opinión santacrucera se­guía encariñada con su presencia. Por otra parte, el edificio pertene­cía al ramo de Guerra y no era fácil que éste soltase prenda.
Después de 1883 fue cuando se empezó a pensar seriamente en su demolición. Un anteproyecto, presentado en la prensa por Juan Maffiotte, proponía formar en su lugar una explanada, en la que se fabricarían por el lado del muelle la Capitanía del Puerto y por el lado opuesto, mirando a la Aduana, un local para la Escuela Náutica, con una plaza ajardinada entre las dos. El ayuntamiento estudió la posibilidad de ofrecer a cambio otro local para que sirviese de Go­bierno Militar. Se presentó al gobierno la correspondiente solici­tud, pero la contestación fue negativa, alegándose que no se podía decidir nada antes de haberse determinado un plan de conjunto de las defensas de Santa Cruz. Pero este plan tampoco era fácil que se pudiese fijar, y, como se habrá visto, los tres que se formaron por aquellos años sólo sirvieron para hacer perder el tiempo. El ayunta­miento repitió su petición en 1902, con el mismo resultado nega­tivo.
En 1906 se aprovechó la visita real a Santa Cruz para volver a plantear la cuestión. A don Alfonso no debió de causarle gran impre­sión el castillo, porque prometió que lo cedería al ayuntamiento. Hubo incluso orden real de cesión: el arreglo hubiera debido satisfa­cer a ambas partes, porque los militares ganaban un local más deco­roso. Sin embargo, surgieron dificultades en las negociaciones del ayuntamiento con la Capitanía General. Aquél ofrecía fabricar a cam­bio un edificio para Gobierno Militar en los solares de la Capitanía, esquina a 25 de Julio, y mientras se fabricaba pagar alquileres para las oficinas que se evacuarían. El desacuerdo se refería a detalles que no se pudieron soslayar. Se llevó todo el expediente a Madrid y el jefe del gobierno, general López Domínguez, prometió resolver las dificultades en diez días; efectivamente las resolvió, incluso antes del plazo fijado, pero por la negativa.

El ayuntamiento volvió con nuevas proposiciones en 1908. Ofreció a cambio del castillo el Hotel Battenberg, de construcción reciente, en la calle Jesús y María, que estaba a la venta en 150.000 pesetas. El ministerio de la Guerra examinó la proposición durante un año y acabó dando su acuerdo, pero con la doble condición de costear el ayuntamiento los arreglos que consideraba necesarios, por un importe de 15.458 pesetas, y de pagar la diferencia de precio, que estimaba en 200.000 pesetas. El ayuntamiento retiró su proposi­ción. En este asunto, todo se le venía abajo, menos el castillo.

Sin embargo, también estaban contados los días de éste. A raíz de las mencionadas gestiones de Santiago García Sanabria y de una visita del mismo a Madrid, por fin se concertó la cesión del castillo al ayuntamiento. El precio estipulado era de medio millón de pese­tas; como el ayuntamiento no disponía de tanto dinero, quien lo rescató fue el Cabildo, para conseguir los solares que necesitaba para su propia casa y su proyecto de avenida marítima. En marzo de 1930 el castillo de San Cristóbal estaba completamente arrasado y se es­taba trabajando en la explanada formada sobre sus cimientos.

El castillo de Paso Alto, reformado en 1782, foco de resistencia muy activo en 1797, había sido reducido al silencio, por falta de ocupaciones marciales. En la primera mitad del siglo XIX llenó sus ocios con la custodia de los presos políticos que se le enviaban regularmente, por orden de los comandantes generales, y después por disposición del gobierno central. Enfrente, en La Altura, la batería que había colo­cado el general Gutiérrez en 1797 ha conservado su recinto amura­llado. Abajo se habían hecho algunas mejoras y reformas; las más importantes parecen haber sido las de 1881, cuando se abrieron tres casamatas nuevas, con troneras para piezas de 500 libras y se re­novó la dotación de artillería. Más tarde su misión militar pasó a Almeida y el edificio lo compró la Junta de Obras del Puerto. Está restaurado y se utiliza algunas veces para manifestaciones de carác­ter cultural, aunque no haya encontrado hasta ahora una misión definida.
Igual suerte corrió el tercer castillo, de San Juan, renovado y dotado con una batería de cuatro piezas montadas e inauguradas el 18 de noviembre de 1898. La última etapa de su vida militar duró medio siglo: en 1948 el castillo fue cedido al ayuntamiento. Se pen­saba y se sigue pensando en la posibilidad de instalar en él un museo histórico de la ciudad, para cuyo objeto se han realizado importantes reformas.
De las baterías, la última fue la de San Francisco, en Caleta de Negros, reconstruida en 1888-93 sobre proyecto del coronel de Inge­nieros José Lezcano y armada con cuatro piezas de 24 cm. montadas por el teniente Leocadio Machado. A pesar de ser la más mo­derna, estorbaba tanto como las demás y su demolición había sido solicitada un sinnúmero de veces. La batería de Isabel II y la de Concepción fueron adquiridas por el ayuntamiento y su solar fue cedido en parte, la primera en 1932, a la Compañía Eléctrica y la segunda en 1933 para palacio del Cabildo Insular. El castillo de San Pedro fue permutado por la Capitanía General y luego cedido en 1945 a la Junta de Obras del Puerto, que lo hizo desaparecer. El fuerte de Santa Isabel fue desmontado a fines de 1885 para abrir el camino a Paso Alto y San Andrés el de San Miguel, en la desem­bocadura del barranco de Tahodio, fue descompuesto por el aluvión de 1826, reconstruido en 1860, vendido en 1927 y derribado para dar lugar al Club Náutico. En fin, el complejo de Almeida se empezó a fabricar en 1859, en la cuesta de los Melones, encima de la playa y batería de San Antonio, siendo director de la obra el general de ingenieros Salvador Clavijo y Pió. Tuvo desde el principio batería de casamatas, con fortín y cuartel de artillería, y un fuerte anexo fabri­cado en 1896. Ha conservado su primera finalidad y, aunque como plaza artillera no haya servido, mantiene más o menos intacto su recinto. El frente marítimo de las antiguas trincheras, muralla bas­tante tosca, pero no falta de solidez, ha resistido mal los embates del tiempo, sobre todo por la indiferencia con que se ha observado el progreso de su ruina. Todavía en 1891 se le hacían algunos arreglos, pero con dinero ofrecido por un vecino. Sus últimos vestigios han desaparecido después de 1930. En fin, el polvorín antiguo, fabricado en el siglo XVIII en la proximidad del castillo de San Juan, fue muda­do a Taco, por considerarse demasiado expuesto a los golpes ene­migos.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz de Tenerife, 1978, t. IV: 55  y ss.).

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