Crónicas del Guirre
Con mi despertar agitado,
bañado en sudor y con la sensación latente de haber estado en la cumbre, en
aquel lugar, donde suspendido en el aire, vigilaba cual dueño y señor mis pasos
por las sendas de la memoria, invitándome bajo sus alas a sentirme orgulloso de
todo aquello que nos une a nuestro pasado cargado de esa ancestralidad de la
que su vuelo nos hace libres en el tiempo; sólo entonces recordé su nombre,
"El Guirre".
Los Magotes, la última batalla de la conquista militar de Tenerife.
El amanecer del 29 de Septiembre del año 1496, una partida de soldados castellanos enviados por Alonso Fernández de Lugo y un grupo de nueve espingarderos alemanes comandados por el mercenario Jorge Grimón, se presentaron en batalla en la montaña de Guaza (Arona) resueltos a sofocar la insurrección 3.000 guerreros de las comarcas de Adeje y Abona que junto a los chasneros (alzados) amenazaban la hegemonía que los castellanos habían ganado en las comarcas conquistadas.
El lugar elegido por los
guerreros guaxit (los legítimos), Las Mesas de Guaza, para presentar batalla
obedece a las profundas creencias espirituales de los combatientes. Cerca de
aquel lugar se encuentra el oratorio de Los Magotes, lugar donde cada mañana se
hacia la salutación a la deidad. Una zona donde podían contar con el favor de
las divinidades en un trance donde intentaban alejar el peligro que
representaban los gauripas (hijos de la cólera) para sus comarcas.
Aquel día las espingardas (armas
de fuego), utilizadas por primera vez en la conquista de las islas, dieron la
victoria a las tropas castellanas, que al filo del medio día levantaban los
estandartes al grito de “San Miguel y España” por el triunfo. Unos de los episodios
más crueles y vergonzosos de la conquista militar castellana para reducir la
isla de Tenerife se dio en aquellos días. Los españoles, después de la batalla
de los Magotes, decidieron concentrar a todos los capturados en la batalla en
la desembocadura de un barranco cercano a la montaña de Guaza. No quisieron
trasladar a la población cautiva, debido al desconocimiento de los mandos sobre
el terreno donde se encontraban y hacer así que las posibilidades de fuga de
los capturados fueran nulas, permitiendo a las tropas castellanas una mejor
vigilancia sobre ellos. Aguardaban la llegada en barco del Obispo que en
aquellos tiempos había en las Islas, don Diego de Muros, y su canónigo Alonso
de Samarinas, para proceder al bautismo masivo de los sometidos.
Durante los días de espera,
los soldados castellanos se ensañaron con los capturados.
Asesinatos a sangre fría,
maltratos físicos de niños y ancianos, violaciones sistemáticas de las mujeres
guaxit... Ésta fue la tónica general en aquel período de agonía para una
población que debía ser bautizada e instruida en la fe de sus verdugos.
Un campo de concentración donde
los castellanos quisieron imponer mediante el terror la supremacía de su
cultura y aniquilar psicológicamente cualquier intento de resistencia de la
población.
Aquel lugar, donde tantas vidas
se perdieron y seres humanos sufrieron lo indecible, que en época de los guaxit
se llamaba los Ceres, quedó grabado en la memoria del pueblo con el nombre de
“Corral de los de Adeje”, lugar evitado muchas veces por los cabreros de la
zona, debido a los horrores que allí se cometieron y, más tarde, como un guiño
irónico de los vencedores, se marcó para el futuro como playa de Los
Cristianos. Pero la historia siempre la escriben los victoriosos, en este caso,
incluso, silenciándola.
Aunque siempre quedo memoria en
la tradición oral de lo que allí ocurrió. Que un grupo de guerreros guaxit
fueron valientes aquel día en la defensa de sus comarcas, aun a pesar de que
sabían que su bravura nada podría hacer contra las armas de fuego de los
castellanos. Todo un ejemplo y orgullo para las nuevas generaciones de cómo con
un corazón y espíritu combativo se puede encarar la adversidad; honor, gloria y
memoria, para aquellos valerosos guaxit cuando se cumplen 516 años de la
batalla.
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odavía no había amanecido cundo los castellanos fondearon la nave en la
pequeña ensenada que quedaba a las espaldas de la montaña de Guaza. Siempre en silencio, los capitanes de Alonso de Lugo daban las órdenes
pertinentes a los soldados para el desembarco. En amplias chalupas, el
contingente de hombres, caballos y pertrechos fue depositado en la playa.
Cuando todos estuvieron en tierra, el alférez Juan Milián mandó que a
todos los caballos se les forrara los cascos con trapos para evitar hacer ruido
con los pasos. Se pusieron en marcha por un estrecho sendero que discurría por
la ladera hacia la cima, con la finalidad de tomar posiciones en la amplia
llanura que se presentaba a los pies de la montaña. Llegaron sin ningún
contratiempo a la cumbre, donde los recibió una brisa gélida que soplaba en
aquel paraje cuando se posicionaron en las inmediaciones de la meseta. Los
soldados de infantería se desplegaron rápidamente hacia los flancos izquierdo y
derecho, mientras los espingarderos de Jorge Grimón tomaban la vanguardia y la
caballería quedaba en la retaguardia. Los primeros rayos de sol se divisaban en
el horizonte, pudiendo ver la planicie que se les presentaba ante sí.
En la lejanía, justo en los pequeños montículos que descendían desde la
montaña, pudieron divisar los guabores de Ichasagua dispuestos en
tres destacamentos que los observaban en silencio. El alférez, los dos
capitanes y Jorge Grimón descabalgaron de sus monturas y se acercaron formando
un pequeño corrillo, mientras dirigían su vista hacia las elevaciones donde se
encontraban sus enemigos.
― ¿Que os parece, caballeros? ―dijo Juan de Milián señalando con un gesto
de la cara en dirección a los montículos.
―Es una posición extraña la que han tomado, sabiendo que están al alcance
de nuestros caballos ―expresó Diego de Mesa.
El alférez hizo un ademán con las palmas de las manos hacia arriba y
sonreía maliciosamente.
―De todas maneras, caballeros, ¿quién entiende las formas de actuar de
estos animales?
―dijo con tono burlesco.
―Bueno ―comentó con aire despectivo―. Terminemos con estos andrajosos,
cuanto antes lo hagamos antes estaremos divirtiéndonos con alguna de esas
salvajes jovencitas que tanto os gusta, don Diego ―apuntó con aire burlón,
mientras todos reían a carcajadas.
El alférez dio órdenes para que un lengua de las tropas auxiliares,
acompañado del estandarte de Castilla, fuera a disuadir al enemigo y le
manifestara que su lucha era en balde.
Ichasagua seguía atentamente
todos los movimientos de los gauripas en la lejanía. Habían tomado posiciones en
los Magotes, con la divinidad protegiendo sus espaldas. Guabinque permanecía agachado junto a su hermano, aferrando fuertemente la sunta, mirando con asombro los caballos de los gauripas. Había soñado
desde niño este día, pero ahora que había llegado notaba un sudor frío y un
vacío en la boca del estomago, junto al palpitar desbordante de su corazón.
Tenía miedo.
En su interior, sabía perfectamente que era miedo, pero se negaba a
reconocerlo, pues eso no era lo que se esperaba de un guabor, pero sin embargo tenía miedo. Un miedo que por momentos se estaba
convirtiendo en pánico.
Guasiegre se le acercó y
posó la mano en su hombro.
― ¿Qué te pasa, muchachito? ―le dijo cuando notó que Guabinque estaba blanco como la leche de cabra recién ordeñada.
Guabinque miró hacia los
lados, buscando no ser oído por su hermano y compañeros le inquirió al chaurero.
―Cho, ¿qué me pasa? ―dijo con tono de súplica-. Siempre quise entrar en
combate, y ahora tengo una sensación como de…
―Miedo ―le cortó Guasiegre mirándolo fijamente a los ojos.
Guabinque asintió con la
cabeza en silencio mientras bajaba la mirada al suelo.
―Es normal, muchachito, no te debes avergonzar por ello ―le dijo comprensivo, mientras Guabinque alzaba nuevamente
la vista por lo que acababa de oír―. Todo hombre que haya entrado en combate
sabe lo que es. Son las dudas de no saber qué hacer en el fragor de la batalla
y, por supuesto, el miedo a la muerte. Así que sosiégate, pues cuando estés en
ella tu instinto natural te guiará en lo que tienes hacer.
Guasiegre se le acercó al
oído y, susurrándole, le comentó:
―Deberías estar contento; yo, la primera vez que entré en combate eran
tanto los retortijones de la barriga que me cagué la tamarca y dejé un intenso aroma durante toda la batalla ―le confesó, mientras
los dos estallaban en sonoras carcajadas.
El lengua, un antiguo guaxit de la comarca de Güímar pero bautizado
después como Guillén Castellano, avanzaba sorteando las pequeñas tabaibas, seguido de un soldado que portaba el estandarte de Castilla. Cuando
llegaban al promontorio, Ichasagua salió a su encuentro.
―¡Caramba!, qué sorpresa, pero si es el mismísimo Urma, ¿o ya te cambiaron el nombre tus amos extranjeros? ―dijo Ichasagua en tono de burla al recién llegado.
―Mi nombre no es Urma, mi nombre es Guillén Castellano, sucio
bastardo ―contestó el lengua mientras miraba arrogante al chasnero.
En un rápido movimiento con su mano, Ichasagua sacó una tabona afilada entre sus dedos y se la colocó en la garganta al lengua,
mientras lo sujetaba fuertemente por la solapa de su camisa ante la mirada
aterrada del soldado que portaba el estandarte.
―Guillén Castellano o Urma, siempre fuiste un cobarde y ahora no sólo
cobarde, también eres un traidor a los de tu sangre ―le dijo el chasnero remarcando sus palabras, mientras de un empujón se deshacía del
amedrentado intérprete.
―Dime, ¿qué quieres? ―le lanzó secamente.
El lengua se compuso la ropa y tomó aire. Buscó en su pequeño bolso que
llevaba colgando en bandolera y sacó un papel enrollado, atado con un lazo de
color rojo y sellado con lacre. Se lo acercó a Ichasagua y le dijo:
―Aquí tienes las disposiciones de mi señor, el alférez Juan Milián. En él
se encuentran los tratos que deberán tener con ustedes, si esta batalla no
llegase a celebrarse.
El chasnero miraba fijamente a Guillén Castellano,
pareciendo que de un momento a otro de un solo tajo de su tabona le seccionaría el cuello. Ichasagua rehusó tomar el documento.
―No conozco la lengua de los gauripas, léeme tú esas disposiciones ―le dijo
mirándolo con fiereza y una sonrisa irónica.
El intérprete, receloso, rompió el sello lacado y desenrolló el documento
sin dejar de mirar al chaurero.
―En el lugar de los Magotes, en la comarca de Abona, a 29 de septiembre
del año de nuestro señor Jesucristo de 1496, yo, el alférez Juan Milián, por
mandato del hidalgo don Alonso de Lugo, mi señor...
―Sí, sí, ya sé esos ritos hipócritas de tus amos en sus tarjas ―le interrumpió el chasnero impaciente, haciendo aspavientos con la
mano.
―Te he dicho que me leas las disposiciones, no tengo todo el día para
escuchar boberías ―le espetó.
El lengua, cada vez más incómodo y contrariado, se dispuso a leer la
parte del documento donde se encontraban esos mandatos:
―Primero ―comenzó Guillén Castellano en voz alta para que fuera escuchado
por todos―, rendición incondicional de las fuerzas de los sublevados; teniendo
en consideración esta actitud, se respetará la vida de todos. Segundo, juramento
de sumisión a nuestras altezas los Reyes Católicos. Tercero y último, ser
bautizados e instruidos en la fe de nuestro señor Jesucristo.
El lengua terminó mientras Ichasagua encendía una chispa de ira contenida en su
mirada. Tomó despacio el documento al tiempo que observaba con soberbia a su
interlocutor. Lo tiró al suelo ante la visión turbada del intérprete y el
palidecido soldado que mantenía el estandarte. Sacó su pene y empezó a orinar
encima de las disposiciones. Cuando terminó, lo agarró del suelo, volvió a
enrollarlo y le puso la cinta roja.
―Toma ―le dijo mientras le arrojaba el documento mojado a sus pies―. Ve y
dale cuenta a tus amos de que no me gustan sus disposiciones. También dile que
no vine hasta aquí hoy para rendirme a nadie y que nunca más me someteré a
ningún hombre que, como yo, naciera libre. Antes prefiero morir en combate y
que los cuervos se sirvan de mis entrañas en esta bella mañana. Ahora, vete y
que cada cual mire por su vida ―sentenció Ichasagua mientras le daba
la espalda a Guillén Castellano y volvía sobre sus pasos hacia donde se
encontraban sus guerreros.
El intérprete, junto al soldado que portaba el estandarte, recogió el
documento y emprendieron ligeros el regreso hasta sus posiciones. Al llegar,
los mandos del ejército castellano se apresuraron a interrogarlos.
―Señor ―dijo entrecortado por la falta de aliento―, no quieren llegarse a
pacto ninguno ―le comentó mientras le mostraba el documento mojado y con la
tinta escurriendo―. ¡Lo ha mojado con sus orines! ―dijo con un tono de voz
alterado.
Juan Milián montó en cólera mientras ordenaba a los que portaban los
tambores tocar a rebato. Sus compañeros de armas montaron sus caballos y se
dispusieron en retaguardia de sus hombres para dar las respectivas órdenes de
entrada en combate. En el ambiente se podía respirar el nerviosismo por lo que
allí habría de ocurrir. Un intenso hedor a sudor de caballos y polvareda,
mezclado con el olor acre de la pólvora utilizada para las armas, inundó el
ambiente.
La muerte estaba cerca y acechaba.
El alférez, montado en su caballo, que se movía inquietamente de un lado
a otro, se puso delante de sus tropas y las arengó.
―¡Ea, señores!, somos caballeros españoles y debemos demostrar a esos
salvajes contra quién entran en justa. No tengáis piedad, pues no conocen
nuestra fe en Cristo, haced la idea que estáis delante de alimañas salvajes a
las que hay que exterminar ―gritaba con las cajas tocando de fondo orden en
batalla.
―Hoy, día de San Miguel Arcángel, la victoria será nuestra para mayor
gloria de nuestras católicas majestades. ¡Por eso, quiero que os unáis a mi
grito y que os oigan esos bastardos! ¡San Miguel y España! ―exclamó gritando,
mientras era coreado con el mismo grito de guerra por sus soldados, que
levantaban sus armas con los ojos desorbitados.
Desde la lejanía, Guabinque oyó los gritos de los gauripas en su ininteligible lengua.
Ichasagua se adelantó y dedicó
palabras de aliento a sus hombres antes de la batalla.
―Hermanos e hijos de la tierra de Guina. Hagamos que este día
sea recordado por los hijos de nuestros hijos para que se guarde memoria de que
hoy, en este lugar importante y sagrado para nuestro pueblo, fuimos valientes
en la defensa de nuestras comarcas. Que Achaman sea nuestro testigo
y amparo.
Repentinamente, desde las pequeñas colinas justo detrás de ellos, de
entre el centenar de mujeres y niños que se encontraban allí, Guabinque y
Guadote pudieron escuchar nítidamente la voz desgarradora de su madre que
gritaba:
―¡Aumenten los honores, valerosos hombres de Guina!
Guabinque notó que el alma
se le encogía por la emoción, pues sabía que su madre luchaba contra sus
verdaderos sentimientos para alentarlos en aquel trance.
A continuación, todas las mujeres irrumpieron gritando los ajijides para azuzar a sus hombres al combate. Ichasagua y todos los
guerreros las miraban con expresiones de alegría. En un momento dado, todos
giraron sus cuerpos y miraron en dirección a los gauripas. El chasnero levantó su banot al tiempo que lanzaba el grito de guerra guaxit:
―¡Datana! ―gritó a viva voz, mientras daba orden de
avanzar al grupo de combatientes del centro.
Todos se lanzaron en tropel con sus armas en alto mientras vociferaban.
―¡Datana!
Jorge Grimón hizo avanzar a sus nueve espingarderos alemanes hasta una
distancia prudencial de sus posiciones originales. Los mercenarios clavaron el
apéndice situado debajo de las armas en tierra, mientras con la rodilla en el
suelo pegaron sus caras a la espingarda y apuntaron al enemigo, esperando la
orden de su jefe.
El centro de los guabores
guaxit se acercaba hacia ellos
rápidamente, mientras el flanco izquierdo y derecho permanecían rezagados con
el ánimo de envolver a las tropas castellanas cuando el centro de sus guerreros
entablara el cuerpo a cuerpo contra los españoles. Guabinque avanzaba decidido
empuñando fuertemente con una mano la sunta en alto, mientras
sentía la boca reseca, un agudo dolor en el estómago producido por los nervios
y el corazón latiéndole furiosamente en su pecho. Ya podía distinguir a
aquellos hombres, con sus ropas extrañas, que, rodilla en tierra, permanecían
con sus caras pegadas a sus extraños bastones.
Entonces escuchó aquella palabra.
La palabra jamás se le borraría de su mente, a pesar de que en aquellos
instantes no podía entender.
―¡Fuego! ―exclamó Jorge Grimón, gritando como un poseso.
Para Guabinque, el tiempo pareció ralentizarse. De aquellos
extraños bastones salió un ensordecedor retumbo, como el que producían los
truenos en las cumbres los fríos y lluviosos días de invierno, mientras
despedían por la boca una lengua de fuego y humo denso. Sus compañeros que
estaban más adelantados que él cayeron en el acto al suelo, llenos de sangre
que brotaba abundantemente de sus pechos, brazos y cara. Giró la vista y vio
horrorizado cómo su hermano caía a tierra con la mitad de su cara destrozada. Guabinque sintió un intenso pitido en sus oídos que amortiguaba el ruido de gritos
y quejumbres de la batalla, como si los oyera en la lejanía. Se acercó a su
hermano y lo tomó entre sus brazos.
El impacto le había arrancado a Guadote la piel y músculos
de media cara, dejando al descubierto un amasijo de tendones y hueso. Sangraba
profusamente, mientras los estertores de la muerte hacían su aparición. Guadote clavó sus ojos azules en los de su hermano, temblando y respirando con
dificultad. Se aferró fuertemente a su brazo y, dando un último jadeo, quedó
inmóvil.
El flanco izquierdo y derecho de los guerreros guaxit se replegaron en desbandada, desconcertados por aquellas armas de los gauripas y, volviendo a reagruparse, cargaron nuevamente contra el enemigo. Los
espingarderos se retiraron a retaguardia para preparar nuevamente sus armas,
dando paso a la carga de la caballería, que salió impetuosa al encuentro de los
sublevados, mientras las alas izquierda y derecha de los soldados españoles
envolvían a los guerreros guaxit. Ambos bandos se acometían con fiereza en el
cuerpo a cuerpo, llenando el entorno de gritos, lamentos y jadeos por los
esfuerzos.
Guabinque, con los ojos
llenos de lágrimas, agarró su sunta y, con una ira indescriptible, se lanzó
furioso al encontronazo de la caballería que avanzaba inexorable. Uno de los
jinetes alzó su pica para ensártasela en el pecho, mientras éste, de un ágil y
rápido salto, clavaba la sunta con violencia en el cuello del español. Guabinque sintió cómo el arma, al penetrar, destrozaba músculos y tendones,
haciendo caer del caballo a su adversario. Cuando estaba en el suelo, de un
rápido quiebro dejó el trozo de sunta en el cuello del jinete, que se revolvía
de dolor en el suelo. Y volvió a embestir a un nuevo enemigo.
Su mente no pensaba. Estaba cegado por la cólera.
La batalla estuvo reñida desde el principio, pues unos y otros luchaban
con furor, pero las armas de fuego darían aquel día, irremediablemente, la victoria
a las tropas castellanas. La caballería rebasó las posiciones enemigas para
volver a situarse en retaguardia y los espingarderos volvieron nuevamente a
descargar otra andanada contra los sublevados. La muerte se cebó aquella
jornada con los valiente guerreros guaxit. Avanzada las hostilidades, cientos de
cuerpos ensangrentados de guabores se hallaban desperdigados por el campo de
batalla.
Guabinque seguía batiéndose
con odio en la contienda. Cuando luchaba encarnizadamente contra un español, de
reojo vio avanzar hacia él un jinete que blandía un extraño artefacto con una
bola salpicada de afilados picos. Se giró para acometerlo y sintió un violento
golpe en el lado izquierdo de la cara a la altura de su frente. Se tambaleó sin
poder coordinar sus miembros y cayó de espaldas, quedando boca arriba sin saber
dónde estaba, mientras sintió cómo se teñía de rojo intenso el azul del cielo y
una voz que le sonaba lejana le increpaba a huir, hasta que todo se volvió
oscuridad y silencio.
La caballería se aplicaba con saña en perseguir y aniquilar a los guaxit que se batían en retirada. No respetaron a las mujeres y niños que
recogían los cuerpos de sus guerreros, también ellos fueron víctimas del
exterminio de la caballería española. Al filo del mediodía, los castellanos
levantaban y hacían ondear en el campo de batalla los estandartes de Castilla
con vivas muestras de júbilo por la victoria.
De la novela “Taucho, la memoria de los
antiguos”, Fernando Hernández González CBS
Ediciones- ISBN-978-84-614-3004-8.
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