ANEXO DOCUMENTAL N.° II
(Desbarato de Acentejo (l). Leandro Serra Fernández de Moratín:
Diario de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 17 de Octubre de 1899).
«En la segunda decena de Mayo (1494) y en tanto que algunas partidas
de tropa penetraban por víveres y forrajes en los valles de Anaga y
Tegueste, trabajábase con empeño en las obras de defensa que el
general Lugo había ordenado construir en el campo de Añaza, y
terminadas éstas, en los primeros días de la última decena, el
Jueves 27 según un documento antiguo, se hicieron en disposición de
poder decir misa y habiendo sido la celebración de la fiesta del
Corpus...se hizo procesión según la comodidad. Siendo el 10 de
Junio el martes desgraciado en que las tropas españolas quisieron
penetrar hasta Taoro y en el que ocurrió el desbarato de Acentejo,
como el mismo Adelantado decía algunos años más tarde, por 1503
—al conceder a Juan Benítez— uno de los héroes de aquella
jornada —una data de tierra en el referido término.
A las primeras horas de la mañana del día antes citado, salió del
Real de Añaza al frente de sus tropas D. Alonso Fernández de Lugo y
se dirigió al interior de la isla. Una vez en La Laguna dio un
descanso de dos horas a su gente fatigada por la subida de la Cuesta,
y considerando que si vencía al intrépido Bencomo, alma de la Liga
en Taoro y su más potente enemigo, el resto de la isla se le
rendiría sin dificultad, tomó la resolución de atacarle en sus
propios estados, y dio orden de continuar la marcha a hora de las
diez de la mañana, tomando con todas sus fuerzas el camino de Taoro.
Los guanches de Tegueste que al sentir a los españoles en el bosque
de La Laguna, se habían reunido en gran número atisbando desde los
cerros inmediatos sus movimientos, al verlos tomar el camino de
Taoro, penetraron las intenciones de D. Alonso de Lugo y descendiendo
al llano de los Rodeos fingieron acometerle varias veces, ocultándose
después tras la selva, pues su propósito era dificultar la marcha
un par de horas para dar tiempo a Bencomo de reunir su gente y
aprestarse a la defensa. Así, cuando creyeron haber conseguido su
objeto se replegaron a Tacoronte. En tanto los españoles que habían
pasado por el Ortigal y el Peñón después de atravesar «dos millas
de la robleda» llegaron a las dos de la tarde a una depresión del
terreno que el Adelantado en la Data de Juan Benítez llama la Rambla
Honda, que hoy es conocida por Barranco de Cabrera, y deteniéndose
en sus inmediaciones, el General dispuso que los batidores exploraran
el terreno, lo que llevaron a efecto, dándose cuenta «de que a
pesar de haber atravesado toda la sierra (véase Viana) no habían
encontrado enemigos y sí unos rebaños abandonados en un llano
cercano, al que no se podía llegar sino por un mal camino formado
por una agria cuesta montuosa, cruzada de sendas cubiertas de
zarzales. Consultó Fernández de Lugo el caso con sus oficiales y
fueron de opinión los castellanos, que debían pasar todas las
fuerzas el bosque inmediatamente, apoderarse de los ganados y bajando
al llano cercano acampar en él antes que el enemigo se apercibiera y
lo estorbara» (Viana). Pero los capitanes canarios, temiéndose una
celada de los guanches, dijeron que no se debía entrar en la selva
sin antes asegurar los pasos y desfiladeros (Castillo); fue de esta
opinión el general, pero los españoles, ofendidos de que su Jefe
siguiese el consejo de los auxiliares indígenas y no el de los
Capitanes Castellanos, y desobedeciéndole, penetraron en el bosque
(Bernáldez). Don Alonso que era tan político como buen militar,
buscó un término medio entre las dos opiniones de las dos razas a
que pertenecían sus soldados, y dispuso entrasen todos con el mejor
concierto y orden que se pudiese hasta llegar a los ganados y que
después de recogidos éstos se retrocediese al llano del Peñón
para acampar. Disposición al parecer acertada, pues los
mantenimientos fueron siempre los que más apuraron a los
conquistadores, y nada tiene de extraño que la noticia de que podían
hacer una buena presa de ganado los incitase a ir al llano de Centejo
donde aquellos se hallaban. Además, la empresa no debía de
parecérles arriesgada no viendo enemigos por ningún lado y quizás
sospecharon que a su aproximación habían huido a Taoro; y así, su
primer cuidado al bajar al llano fue enviar dos exploradores que,
montados en ligeros caballos, diesen vista al Valle de la Orotava.
Pero en tanto que la gente de Lugo se ocupaba en recoger el ganado,
de ex profeso abandonado por los guanches en aquellos sitios, el
príncipe Tinguaro con trescientos o cuatrocientos taorinos
escogidos, cruzó apresuradamente la parte alta de la Sierra y
penetró en el cerrado bosque que acababa de atravesar el ejército
español «disponiendo —según Porlier— una emboscada en un monte
vecino a un desfiladero que forzosamente tenían que pasar». A la
vez los guanches de Te-gueste que se habían unido a los de Acaymo en
Tacoronte, avanzaron cautelosamente hacia Acentejo, ocultándose en
la parte baja del referido bosque.
Las cuatro de la tarde serían cuando los españoles, contentos por
haber hecho tan buen acopio de ganado, entraban de retorno en el
bosque de Centejo y empezaron a subir la «agria cuesta montuosa»
que nos ha descrito Viana y al «llegar a tiempo y lugar do no
pudiesen aprovecharse los caballos», según las palabras de
Espinosa, fuertes gritos y agudos silbidos atronaron el aire, y
Tinguaro con sus guerreros preséntase de improviso y les embiste con
furor, sin que tengan tiempo de tomar posiciones, ni aún de salir de
su estupor.
Mucho hemos investigado buscando antecedentes que nos permitieran
formar una idea aproximada del orden de marcha de las tropas de Lugo
en el momento de la sorpresa, y hemos conseguido, después de
consultar y comentar los historiadores de la Conquista, los datos
siguientes: Al penetrar en la selva abría la marcha una vanguardia
de trescientos hombres, formada por los ballesteros y espingarderos;
seguíale el centro compuesto de seiscientos hombres; eran piqueros a
los que seguía la impedimenta. La retaguardia, formada por ciento y
pico de jinetes y los canarios del Guanarteme, parecía dispuesta a
retroceder al camino de Taoro (San Cristóbal) al primer asomo de
peligro: así llegaron hasta donde estaban los ganados, pero siendo
el camino estrecho y teniendo el general prisa por retroceder y
llegar antes de la noche al Peñón, hizo una conversión, —pasando
a hacer la vanguardia, retaguardia y ésta aquélla— y colocando
los ganados apresados entre los claros de las tropas empezaron a
subir (los infantes muy cansados) la áspera cuesta acababan de
bajar, —Callejón del Naranjo— Viana dice que se había perdido
la formación y se marchaba de dos en dos, de cuatro en cuatro o de
cinco en cinco según el ancho del camino y la voluntad de cada uno.
Las fuerzas españolas debían de formar una larga columna de unos
dos kilómetros de longitud, estando expuesta a ser cortada con
facilidad.
Según el cuadro que de esta batalla nos hemos formado, los guanches,
apostados en el bosque de Acentejo, no se dejaron ver hasta que la
caballería de la vanguardia penetró en la hondonada de Cabrera,
donde por las condiciones del terreno esta arma no podía atacar ni
casi defenderse. A la vista del enemigo, el Adelantado, según Viana,
mandó que avanzasen los ballesteros y espingarderos —el arcabuz no
es de esta fecha— y contestaran a las piedras y dardos con balas y
pasadores, en tanto que la caballería y los piqueros buscaban sitio
más despejado; pero el Maestre de Campo que lo oyó —Lope
Hernández de la Guerra— le gritó: «no da el tiempo lugar-», y
tenía razón, pues los guanches estaban encima y el ataque era de
frente en la vanguardia y de flanco en el centro. La primera hizo
alto para esperar las demás fuerzas, que se habían retrasado en la
subida de la Cuesta, y procurar ordenarse pero el centro, atropellado
por el ganado que conducía y que al oír los silbidos de los
naturales se había espantado, estaba desorganizado y fue
completamente roto, quedando cortadas las fuerzas españolas. Conoció
entonces el general Lugo que «volver atrás no podía, por no
entregarse a las fuerzas de su enemigo y metérsele entre las manos»
(Espinosa) y se vuelve a los suyos y les dice: «Ea, amigos, aquí
del valor castellano. Ninguno desfallezca ni tema hacer cara a ese
corto número de infieles desarmados, que nacieron para servirnos.
Defendámonos, que con el favor de Dios, adquiriremos una victoria
digna de nuestro nombre». (Viera) Y lanzándose contra el enemigo
con todo el valor y el empuje que da la desesperación, procurando
forzar el camino y salir de aquel estrecho lugar, pero ni aquella
brillante y pesada caballería, cubierta completamente de hierro, ni
aquellos peones armados de largas picas de 14 pies de largo, si
irresistibles en el llano tenía que ser poco temibles «donde no
eran señores de valerse de sus armas ni de mandar sus caballos»,
así, a pesar de hacer heroicos esfuerzos, fueron rechazados y
tuvieron que retroceder por la Rambla Honda.
Tinguaro, ufano con su triunfo y armado con una alabarda cogida al
enemigo, sentóse sobre una peña a contemplar cómo sus hombres se
cebaban en los españoles. Allí le halló su hermano Bencomo, que al
frente de tres mil hombres de refresco llegaba al lugar del combate,
y habiéndole reprendido por su indiferencia, se alzó con presteza y
le contestó: «Yo he cumplido mi deber de capitán, que es vencer,
ahora mis soldados cumplen el suyo, que es matar».
A partir de la llegada de Bencomo la batalla estaba completamente
perdida y sólo se luchaba por morir matando, pues subiendo los
guanches del Quehebi por el camino de Taoro, cercaron a las tropas de
Lugo, ya que éstas tenían en el flaco izquierdo a Acaymo y los
suyos, en el frente ocupando el alto del monte a Tinguaro y a la
espalda el mar.
La vanguardia al ser rechazada en su desesperado avance, retrocedió
buscando un sitio más despejado donde rehacerse, y habiendo
conseguido los jefes reunirse en un pequeño llano (donde está hoy
la iglesia) «lleno en sus contornos de muertos» (Viana) ayudándose
y protegiéndose los unos a los otros, y a costa de heroicos
esfuerzos, repelen un tanto a los guanches que les cercan, y
auxiliados a la llegada de la noche por treinta güimarenses, logran
alcanzar por las Guardas el camino de la cumbre y saliendo por la
Esperanza volver a Santa Cruz por los Genetos, salvándose así de
caer en manos de los guanches de la Punta del Hidalgo, que, como ya
dijimos, les esperaban al paso en los Rodeos.
En agudo silbido lanzado por Tinguaro en la Rambla Honda (Fuente del
Pino) para ordenar a los suyos el ataque de la vanguardia, fue
también la señal para que Acaymo embistiera desde su escondite del
barranco del Coto la cabeza del centro que debía llegar en aquel
momento al referido barranco, en el paso que hoy está en las
inmediaciones de la iglesia del Salvador; viéndose éstos rechazados
y empujados por la áspera pendiente de la ladera retrocedieron hasta
que, unidos a la retaguardia y en las inmediaciones de la ermita de
San Diego, consiguieron contener un poco a sus furiosos acometedores
e intentaron la retirada por el camino de los Guanches que aún
existe por debajo de la carretera, pero al llegar al barranco de
Cabrera, en su parte media y junto a la ermita de San José, fueron
alcanzados y envueltos por los de Taoro que con el Quehevi Bencomo,
llegaban a horas de las siete de la tarde al lugar del combate (2).
Descienden los españoles hacia los acantilados de la costa
recibiendo continuos y rabiosos asaltos. Treinta soldados que bajaban
por el lado Sur del referido barranco de Cabrera pudieron alcanzar
una cueva que se hallaba encima del acantilado (Risco del Perro) y
que no tenía más entrada que por un estrecho andén, refugiándose
en ella los que bajaron por el lado Norte del barranco —la mayor
parte canarios convertidos, que según Viana, hicieron aquel día
«raras hazañas de inmortal memoria» — llamándose y convocándose
los unos a los otros, bajan de prisa, en tropel, sin orden ni
concierto, por estrechas sendas desusadas (las Vueltas de Rojas)
hasta la orilla del mar, perseguidos de cerca por miles de guanches
que a gritos proclamaban su victoria. En la ribera tuvo lugar lo más
sangriento de la lucha, el sitio donde son aplicables las siguientes
palabras de Viera: «Causaba horror la lluvia de peñascos y troncos
que hacían rodar sobre los cristianos, quienes morían a tres y
cuatro de un solo golpe. Todos los desfiladeros del barranco se
tiñeron de sangre y se cubrieron de miembros desnudos». Y un
escritor contemporáneo, el Cura de los Palacios, que quizás escuchó
a algún testigo su relación, se expresa así: «y los guanches
tomaron tanto esfuerzo a pelear y seguir en pos de los que huían que
desbarataron toda la hueste y siguieron al alcance hasta la mar y
allí de ellos se arrojaron a la mar, y de ellos se enroscaban en los
peñascos, barrancos y veras donde bate el mar, y allí los mataban:
y de ellos des que (desde que) crecía el mar los ahogaba: ansí que
murieron de los cristianos ochocientos o poco menos». Desde
entonces, aquella comarca se conoce con el nombre de La Matanza.
Al decir del padre Espinosa ochenta o noventa canarios se salvaron
ganando a nado una baja que por ello tiene hoy el nombre de «Baja de
los Cristianos», otros treinta o cuarenta se ocultaron en una
junquera siendo sesenta los ahogados; advirtieron que de los
doscientos que lograron llegar a Santa Cruz, no había uno solo que
no se hallase herido o gravemente contusionado, ocurriendo tan
sangriento desastre, o por el empeño del Adelantado de acampar
aquella tarde en el Peñón, o como dice Bernáldez: «por la
inobediencia que muchos de la hueste tuvieron al Capitán Mayor
Alonso de Lugo, cuyo consejo y mandato muchos no quisieron tomar».
Los antiguos historiadores sólo se han ocupado en sus libros de
relatar las proezas de los nobles que iban en la vanguardia —y a
cuyos descendientes dedicaban sus obras— exagerándolas de tal
modo, que a veces oscurecían con ello la verdad histórica. Todos
cuentan con mil detalles, la muerte del capitán Núñez; el nervioso
temblor del bravo Maninidra; el cambio del ropón rojo del Adelantado
por el azul de Pedro Mayor; el despeño de los seis ballesteros que
se situaron en la eminencia del barranco; el casual disparo de la
ballesta abandonada; y el encuentro del general Lugo y Bencomo en la
batalla.
De todos estos episodios, sólo nos ocuparemos de la invocación del
Adelantado al Arcángel San Miguel, según Viana, o a la Virgen de
Candelaria al decir del padre Gándara: por la que dicen se salvó
aquél y su estado mayor, pues habiéndose oscurecido el cielo con un
espeso nublado se sobrecogieron los guanches de pavor, abandonando el
lugar del combate lo que permitió la retirada por la cumbre de los
restos de la caballería de la vanguardia, reunidos como ya hemos
dicho
en las inmediaciones de la iglesia del Salvador. Nosotros, creemos
que este milagro, como lo llaman Viana y Núñez de la Peña, no se
debió al fenómeno atmosférico que en las últimas horas de la
tarde, en los meses de Mayo y Junio, condensa en aquellos montes los
vapores acuosos; y si, al paso de la infantería española del
barranco de Cabrera, por detrás de San José, pues comprendieron los
guanches lo peligroso que para ellos podía ser si sus contrarios,
subiendo por la orilla norte de dicho barranco, se colocaban a
espaldas de la Rambla Honda; así, dejando a los que en lo alto del
monte combatían (y que creían caerían en poder de los de Anaga en
La Laguna), descendieron las faldas de la montaña, concentrándose
alrededor de los restos del centro y retaguardia, hasta conseguir
precipitarlos en el mar».
Leandro Serra de Moratín
(1) «No vamos a dar a nuestros lectores una nueva descripción de
esta sangrienta batalla, pues sólo tratamos de adaptar a las
noticias adquiridas posteriormente, la ya publicada por nosotros en
el folleto que con el título de DOS
CAPÍTULOS DE LA HISTORIA DE CANARIAS, dimos a la imprenta en
1894».
(2) (Nota de BethencourtAlfonso)', «...o como dice Marín y Cubas
salióles otra escuadra al paso más valerosa que la primera con que
desmandados los cristianos, retrocedían por las partes peores y
despeñaderos».
No hay comentarios:
Publicar un comentario