ANEXO DOCUMENTAL N.° I
Fotografía
./.—Prebendado D. José Rodríguez-Moure, La Laguna.
(El Poema de Viana. Discurso del Sr. D. José Rodríguez Moure, leído
en la velada literaria celebrada por el Ateneo de la Laguna en honor
del insigne poeta, hijo de aquella ciudad.
Diario de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 9 de Diciembre de 1905).
«Señores: generalmente hablando, a la condescendencia acostumbramos
reputarla como virtud y, sin embargo, las más de las veces es un
crimen manifiesto o, por lo menos, la pendiente que a él nos
conduce.
En peligro de ser delincuente póneme en estos momentos una
indiscreta condescendencia, porque tal vez, naturalmente, sin
esfuerzo ni moción notable, tenga que vituperar lo que mi pobre
inteligencia quizás no vea en su verdadera faz. Pero ¿cómo
prescindo del propio modo de ser? ¿Dónde está el arte de plegarse
a los convencionalismos para intentar aprenderlo? No; mejor será
dejarlo en su propio lugar y de no perder el tiempo inútilmente;
pues ya no estoy en edad de aprender desconocidos idiomas.
La delicada atención del presidente de esta culta sociedad,
invitándome a tomar parte en esta velada, halagóme. La veneración
que me inspira el cantor de las glorias de la insulana patria,
atrájome como la luz al insecto, y mi docilidad siempre pronta a la
sugestión de todo lo que para mi pueblo es grande y hermoso, rindió
las pocas fuerzas del conocimiento del propio valer, y engañóme.
Ésta es, señores, la verdad de la situación en que me encuentro y,
sin embargo de ser difícil, no creo decoroso el evitarla, ni hurtar
el cuerpo al compromiso que pide la palabra empeñada, los aires
purísi mos de la cuna querida y más que todo la honra del ilustre
compatriota Antonio de Viana, que nunca podrá tener más lunar en su
limpia fama, que el que yo le tome en boca llevado del amor y
veneración que ha sabido inspirarme con la repetida lectura de su
poema histórico.
Trescientos años cúmplese en el presente que allá, en las orillas
del caudaloso Betis, apareció a la luz pública la primera historia
de Canarias escrita por un canario en verso suelto y octava rima;
trescientos años, que puesto en acción por la prensa el parto feliz
de un ingenio, en alas del viento de la fama, tendió de uno a otro
confín la historia de nuestro país, y dijo al mundo que las fuentes
de nuestra tierra manaban leche, las peñas miel dulcísima y los
campos canarios el sabroso néctar de los sacros dioses. ¡Ay! pero
este acontecimiento cuya celebración acusaría amor a los lares,
cultura y agradecimiento, pasa inadvertido para las Canarias y, lo
que es más lamentable aún, para el propio Tenerife, a pesar de que
de ella dijera el vate «que como hijo agradecido, más largamente
antigüedad, grandeza, conquista y maravillas raras canta». ¿No lo
veis? A los requerimientos, a los ruegos, ¿quién responde? Sólo
unos pocos aficionados y esta pléyade de jóvenes, cuasi imberbes,
que impulsados de un sentimiento espontáneo y nobilísimo se han
levantado y recogiendo el guante salen a la palestra defendiendo el
honor de la patria.
¿Para qué recargar más el cuadro? Dejemos que los muertos a todo
sentimiento grande y bello entierren sus egoísmos, sordideces y
epicúreas sonrisas, que son sus propios muertos.
¿Pero, estarán obsesionados los admiradores de Viana y su obra?
¿Será acaso su empeño un capricho de la fantasía? ¿Tendrá el
poeta tinerfeño el mérito que se le supone? En una palabra; será
épico su poema? Sí, señores. No hay obsesión por parte de los
aficionados de Viana, ni sus alabanzas son meros caprichos de la
exaltación, la obra del vate canario tiene mérito indiscutible y
reconocido, y es una epopeya no desprovista de apreciables
cualidades, si bien perseguida de la picara fortuna, como en vida lo
fuera su ilustradísimo autor.
A probar, pues, que el poema de Viana es épico quiero encaminar mis
esfuerzos, sin desconocer que temo no sea feliz en el éxito; pero
esto nunca será porque me falta el convencimiento de que lo que
defiendo es la verdad, que esto nunca podrá ser, sino que,
careciendo de la ciencia y elocuencia necesarias, no acertaré a
defenderlo con la lucidez que se merece: razones todas que me obligan
a demandar vuestra benevolencia, por lo menos, en gracia de mi buen
deseo.
Dice el retórico Blair que la definición más sencilla de la
epopeya se puede dar diciendo: «es la relación de una empresa
grande en forma poética», y añade que es tan buena a su sentir
esta definición, que con ella se comprenden otros poemas, además de
la Ilíada de Hornero, Eneida de Virgilio y la Jerusalén del Tasso,
poemas épicos los más excelentes según la crítica; pues el
excluir a otros de la categoría de epopeya por la sola razón de que
no se sujetan a estos patrones o modelos, más que falta de los
mismos poemas, es el efecto de una crítica pedante, nimia y
quisquillosa.
Nadie dudará que el poema de nuestro Viana cae de lleno dentro de
estos moldes generales, porque la conquista de Canarias, o más bien
dicho de Tenerife, con la que se le puso sello, es un hecho grande
que Viana refiere en forma poética; pero como el mismo Blair con los
preceptistas asignan a la epopeya otras propiedades en detalle, que
determinan, y por decirlo así, acotan la clase, bueno será sepamos
cuáles son e indaguemos si Viana en su obra cumple con ellas, con
más exactitud que otros poetas en las suyas celebradas, y, por
tanto, se acerca más a los modelos.
Entre las primeras cualidades que el poema épico debe tener,
cuéntase la unidad de acción, la grandeza del asunto que se canta y
que el hecho sea interesante. Veamos si el poema que examinamos las
reúne.
Nadie que haya leído la obra de Antonio de Viana dudará que su
propósito fue cantar la conquista por las tropas españolas al mando
de Alonso Fernández de Lugo, de la isla de Tenerife, su patria, y
que a esta conquista, que puso sello a la de todo el archipiélago,
reduce la acción épica; pues los dos primeros cantos de su poema,
más que partes del mismo, son más bien preliminares o antecedentes
de los que cree debe imponer al lector.
Esto sentado, en el poema la unidad de acción no puede ser más
completa, porque además de ser uno el héroe en la personalidad de
Lugo y uno el hecho de la conquista, uno también es el intento de
los guanches en la defensa de la libertad y la patria amada, y uno el
propósito de los españoles en reducir el último baluarte de la
nación guanchinesca a la unidad de fe y dominación en el
archipiélago.
¿Cuan inferiores son en este punto de unidad al poeta isleño Juan
Rufo en su Austriada, Lope de Vega en su Jerusalén y el propio
Ercilla en su Araucana, a pesar de ser el modelo de nuestro Viana en
sentir del Sr. Menéndez Pelayo. El primero, por su propia confesión,
corrobora nuestro aserto cuando dice de su trabajo que es: «una
curiosidad escrita en verso, de materias difusas, en que
intervinieron diversas personas, tiempos y lugares». Por sabido dejo
de probar que el defecto principal de la Jerusalén Conquistada de
Lope de Vega, es la falta de unidad por la larga duración de la
acción que canta, y de Ercilla baste decir que uno de sus mayores
lunares es la diversidad de sus héroes; pues es notorio los comienza
con Valdivia y después de largas sucesiones los termina con Reynoso.
De la grandeza del asunto cantado por Viana ¿quién podrá dudar? La
conquista de Tenerife fue el hecho de armas mayor que registra toda
la del archipiélago; en su rendición se gastó más tiempo, más
gente y más caudal que en ninguna de las seis restantes y su
completa dominación dio a los reyes de Castilla título efectivo de
reyes de Canarias; y si en la grandeza del hecho fluye naturalmente
el interés del asunto, por demás está decir que el poema de Viana
cumple también con estas condiciones de la epopeya.
Pero con lo dicho no terminan los cañones épicos de los
preceptistas, ni el atildamiento de Viana en observarlos.
El episodio es tan natural a la epopeya, que sin él no la concibe
Aristóteles. Además la acción ha de ser entera, es decir, ha de
tener comienzo, medio y fin, éste ha de ser feliz, según cuasi
unánime parecer de los maestros; el tiempo de la acción no debe ser
muy largo, ni reciente la fecha del hecho que se canta; los
caracteres, ya generales o particulares, deben estar bien delineados
y movidos y, por último casi todos los críticos, y en especial los
franceses, reclaman en la epopeya la intervención de seres
sobrenaturales, los dioses, en una palabra, la máquina, y citan la
sentencia de Petronio per ambages deorumque mi-nisteria
proecipitandus est líber spiritus. Veamos ahora cómo se le da
cumplida observancia en el poema de las Antigüedades de Canarias a
estos preceptos.
Los episodios introducidos por el poeta isleño en su poema, tales
como la aparición de la Candelaria y los amores de Dácil con
Castillo, de Rosalva con Gueton y de Ruimán con Guacimara, son tan
naturales dentro de la obra, respiran tal sencillez idílica, ponen
tan de relieve la castidad amorosa, la santidad y firmeza de las
promesas, que llevan a la medida todos y cada uno de los requisitos
que a los episodios se le asignan dentro de la epopeya; pues no será
más bello el de Andrómeca y Néstor y siempre serán más propios
que el de Olindo y Sofronia, que refiere el Tasso, pudiendo igualar
en oportunidad a las mejores; la acción tiene su comienzo en los
preparativos a la conquista de Tenerife, su medio en la derrota de
Acentejo y retirada del ejército invasor a Gran Canaria, y su fin,
harto feliz por cierto, en la rendición de los Menceyes,
pacificación de la Isla, y cimentación de la nueva sociedad con la
fundación de la Capital.
Tampoco puede acusársele a Viana de que hizo objeto de su poema un
hecho reciente; el lapso de una centuria bien lo justifica sobre
Lucano y Voltaire.
Todos los caracteres que describe son hermosísimos, tanto los de los
conquistadores cuanto los de los conquistados. La prudencia y valor
de Lugo, la valentía de López Hernández de la Guerra, su
desinterés y generosidad; la varonil belleza de Castillo; la
jactancia de Diego Núñez; la disciplina y arrojo del ejército con
la arrogancia de Hernando de Trujillo son partes para acreditarlo, si
no tuviera quizás otros mayores entre los caracteres de los
guanches; la figura justiciera, inteligente y arrogante de Bencomo,
el rey taorino; la de Tinguaro, su hermano; de Sigoñe y otros
varios, con las delicadísimas de Dácil y Rosalva y la pundonorosa
de Gueton, son caracteres tan bien movidos, se destacan tanto, que
bien pudiera un pintor sacarles el retrato.
Llegamos ya a la máquina, a la intervención de lo sobrenatural;
pero para esto no perdamos de vista que habla un poeta eminentemente
cristiano, fuera de cuya fe no le es lícito ir a buscar lo
extraordinario; así vemos que la musa de Viana y a la que invoca con
ardentísima como de canario pecho, es la propia Candelaria, la
Virgen María, la patrona del archipiélago. Lo sobrenatural, pues,
en este poema tiene que aparecer dentro de este marco cristiano. Así
lo vemos que con la intervención del milagro salva las reliquias del
ejército español en la rota de Acentejo; con un milagro de la
Candelaria invocada por Dácil se rinde la furia vengativa de Bencomo
y se salva Rosalva de muerte cruel y afrentosa.
La Nivaria pidiendo a la Fortuna la favorezca contra España y Marte
concediendo a ésta la demanda; la furia Alíelo en sueños
encendiendo la ira de Tinguaro, y la subida, también en sueños, de
Lugo al Teide por las siete ninfas canarias o las siele islas en
figura de doncellas, es máquina más que suficiente para un poema
épico del siglo diez y siete, si no se quiere caer en la
extravagancia de Camoens en esta parle, que présenla de un modo
laslimoso a Cristo y a la Virgen inmaculada, en consorcio con Venus,
Baco y oirás deidades paganas y a veces hasta en más inferior lugar
que ésla.
Dice el señor Menéndez Pelayo que Ercilla fue el maestro de nuestro
Viana. Yo respeto esta opinión, como todo lo que sale de labios tan
autorizados; pero este respeto no obsta para que diga que tengo la
creencia de que si bien Viana imitó a Ercilla, no por eso perdió de
vista a Hornero en su Ilíada.
Viana, como Hornero, desde los primeros versos anuncia la acción que
se propone cantar, compendiando por decirlo así, los sucesos que va
a referir. El agorero Guañameñe pronosticando a Bencomo la venida
de los españoles y la destrucción de su reino y corona, recuerdan
la del augur Calcas aclarando al héroe de Hornero, Agamenón, la
causa de la peste que diezmaba a los Aqueos; el sueño tomando la
figura de Néstor y engañando al mismo Agamenón, trae a la memoria
la furia Alleto irritando a Tinguaro. Hornero reseña las fuerzas de
Aqueos y Troyanos, con los nombres de los capitanes que mandaban las
partidas; Viana enumera la de españoles y guanches, con igual método
y cita de sus jefes. En resumen será un engaño mío, pero mientras
lo contrario no se pruebe, siempre creeré que Viana tuvo muy
presente a la Ilíada al escribir su poema Antigüedades de las islas
Afortunadas.
Ya he cansado bastante con este desaliñado trabajo, para que intente
fijar la atención sobre las bellezas que atesora la obra de Viana:
el público, si no las conoce por propio sabor, descansa tranquilo en
dictámenes más autorizados que el mío, y es este otro de los
motivos que creo me excusen de puntualizarlas. Sin embargo, no puedo
menos de ceder a la tentación de indicar una sola, que quizás me
enamora más por la idea de resignación que entraña, que por la
belleza de la forma, aunque ésta es mucha: refiérome al lamento de
Bencomo al decidirse a entregar sus dominios y señorío a Fernández
de Lugo, cuando dice:
«7 acabe de Bencomo la memoria
pues se acabó del rey el cetro y gloria.
Mas ¡ ay ! querida patria que he de veros
sin libertad, sujeta y gobernada
con otras leyes y con otros fueros
o por mejor decir tiranizada.
¿Quién lo podrá sufrir? ¿Mas quién valeros?
¿Si Dios lo ordena así, si a Dios le agrada?
Baste; ¿a qué seguir oyendo el quejido de Bencomo?
¿Qué me resta, pues? Nada otra cosa más que invitare a Clío y
Calíope para que, ayudadas de Euterpe y de todos los isleños
coronemos con himnos y loores la memoria inmortal de Antonio de
Viana. HE DICHO».
José Rodríguez Moure
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