jueves, 11 de septiembre de 2014

DE LA FAMILIA Y EL MATRIMONIO:

RETAZOS DE CULTURA GUANCHE
Según el Dr. Juan Bethencourt Alfonso, en: Historia del Pueblo Guanche
Recopilado por Eduardo P. García Rodríguez.



Evolución de la familia guanche. Familia individual afines del siglo XV. Matrimonio y divorcios. Del auchon o familia civil: el jefe patriarcal o chaurero, y su constitución políti­co-social.

La familia (1) no siempre ha revestido la misma forma en el senti­do moderno que damos a la palabra, sino que en todos los pueblos de la tierra ha sufrido modificaciones en el curso de los tiempos pasando por distintas fases; mas para comprender estos cambios en la sociedad guanche, que no escapó a la ley universal y es objeto de nuestro estu­dio, vamos a parangonarlos con los acontecidos a otras razas siquiera limitándonos a unas cuantas ideas generales, a fin de darnos cuenta de ciertos sucesos históricos oscuros o mal interpretados.

Débese a Morgan en primer término el descubrimiento de la clave de tales modificaciones. En el examen que hizo de la familia iroquesa, se encontró con un sistema de parentesco que no correspondía a sus verdaderos vínculos. Una pareja conyugal llamaba hijos no sólo a los suyos, sino que el esposo daba el mismo nombre a todos los hijos de sus hermanos varones y sobrinos a los hijos de sus hermanas, mientras que los hijos llamaban padre al que verdaderamente lo era así como a sus tíos paternos; denominándose entre sí hermanos, todos estos des­cendientes de los hermanos varones. Lo mismo acontecía por el lado de la línea femenina. También descubrió en las islas de Sandwich otra forma de familia: todos los hijos de hermanos y hermanas eran herma­nos entre ellos y se consideraban como hijos comunes de sus madres, de todas las tías maternas y paternas, de sus padres y de todos los tíos maternos y paternos.

Semejantes sistemas de parentescos hizo pensar a Morgan de que existieran con anterioridad formas de familias de organización más ru­dimentaria, pero que no permaneciendo estacionarias sino que pasan de una forma inferior a otra superior conforme evoluciona la sociedad de un grado más bajo a otro más alto, siguieron viviendo las familias
si bien transformándose mientras por costumbre los nombres del pa­rentesco no cambiaron.

Así reconstituida la historia de la familia en el pasado, Morgan con otros sabios llegan a admitir un primitivo estado de cosas en el seno de las tribus, en que imperaba el comercio sexual sin trabas per­teneciendo cada mujer a todos los hombres y cada hombre a todas las mujeres; antecedente que sirvió de base a Bachofen para su descubri­miento de los matrimonios por grupos en las primeras edades. Com­préndese de pronto que en estos matrimonios se sabe quién es la madre de una criatura pero no el padre, por lo que no es posible esta­blecer otra línea de filiación que la femenina, designada por el mismo Bachofen con el nombre de derecho materno.

Según este derecho, que durante siglos tanto influyó en las gue­rras dinásticas de los guanches como hemos visto, a la muerte del padre no heredaban los hijos sino la comunidad o los consanguíneos por línea materna, o lo que es igual, los hermanos y hermanas del fina­do y después los hijos de las hermanas. Ahora bien, de estos matrimo­nios por grupos existen huellas en Tenerife y en el resto del Archipié­lago. En la mayoría o totalidad de los caseríos los tíos, sobrinos, pri­mos y parientes en 2.°, 3.° y más lejano grado se llaman entre sí her­manos ', aunque no se profesen gran cariño ni se traten; y dados los parentescos con arreglo a los verdaderos vínculos, de no aceptarse la doctrina de Morgan ¿cómo explicar la convivencia de tan extraña de­nominación?

Aplicando un tropo monetario, en los pequeños pueblos de las islas Canarias acontece con la nomenclatura de los parentescos lo mismo que con la moneda: se paga y cobra en pesetas que es la única que circula, y sin embargo todos los contratos se hacen bajo la base de las monedas hoy imaginarias el peso, real de plata, el tostón, lafisca, etc. Lo que significa que si bien ha seguido viviendo la moneda aun­que transformada en peseta, muriendo de hecho las antiguas, sobrevi­ve por costumbre el parentesco o séase los nombres que llevaron, re­velándonos que hubo un tiempo en que realmente existieron.

De los referidos matrimonios por grupos, añade Morgan, han sali­do cuatro tipos de familias que denomina y clasifica por orden crono­lógico en consanguínea, punalúa, sindiásmica y monogámica; siendo propias las dos primeras de los pueblos salvajes, la tercera de los bár­baros y la monogámica de los civilizados.
La familia consanguínea se constituye casándose en cada genera­ción los hermanos con las hermanas y los primos con sus primas, siendo todos mujeres y maridos unos de otros. No podernos ofrecer testi­monios de estos casamientos sanguíneos por grupos en las islas Cana­rias, pero sí ejemplos de una de sus naturales derivaciones que prue­ban su anterior existencia. Hablando de Tenerife fray Alonso de Espi­nosa, con el que están de acuerdo los demás cronistas, dice:
«... el rey no casaba con gente baja, y a falta de no haber con quien casar, por no ensuciar su linaje, se casaban hermanos con hermanas. También es histórico que Guanareme, rey de la isla de Lanzarote, contrajo matrimonio con su hermana Ico».
Y según manifestación de Marín y Cubas, en la isla del Hierro:
«... el hombre casaba con la mujer que quería, sin respeto a her­mana», añadiendo respecto a la isla de Canaria (Lib. n, cap. xvín), que «el rey casaba con quien quería sin atender a hermana o hija».
Creemos lógica la interpretación de estas referencias como una supervivencia de los matrimonios consanguíneos por grupos, que por lo relatado parece eran comunes en la isla del Hierro y en Canaria y Lanzarote probablemente ya privativos a la corona a fines del siglo XIV. Por lo que toca a Tenerife la noticia, aunque exacta, hay que refe­rirla a época remota, muy anterior a Tinerfe el Grande, en que ya prohibidos por la ley los casamientos consanguíneos hizo una excep­ción a favor de los reyes; no para que éstos evitaran de ensuciar su li­naje, como explica el fenómeno fray Alonso de Espinosa, sino porque estando aún vigente el derecho materno era el único medio que tenían los soberanos para asegurar la corona en sus hijos. Esta costumbre cesó cuando prevaleció el derecho paterno, que fue probablemente al­gunos cientos de años antes de la conquista.
Pero siguiendo en la evolución de la familia, sustituyó a la con­sanguínea la calificada punalúa2 por Morgan, que consistía en que va­rias hermanas carnales o primas casaban con otros tantos hermanos o primos, sin figurar entre los varones ningún hermano del grupo de las mujeres. Todas las esposas eran comunes de sus comunes esposos, no llamándose ya ellas hermanas ni ellos hermanos sino punalúas des­pués del matrimonio. Como las noticias de los cronistas son tan in­completas, ignoramos si en el Archipiélago la familia evolucionó ajustándose al indicado tipo o a otro más o menos parecido. Ocupándose Azurara de la isla de la Gomera, observa:
«Las mujeres son comunes y cuando un gomero le agrada algu­na, al instante se la cede el que la tiene para obsequiarle, repu­tándose un agravio hacer lo contrario. Por esto los hijos no he­redan sino los sobrinos, hijos de las hermanas».
Aunque en esta noticia se habla claramente del derecho materno, desde otro punto de vista la creemos incompleta o equivocada, porque es racional sobreentender que la mujer era cedida a otro hombre del grupo de los maridos, no al público en general, que es lo que justifica­ría el agravio en caso negativo. No son más explícitos los capellanes de Bethencourt al tratar de la mujer de las islas de Lanzarote y Fuerte-ventura, cuando dicen:
«...que la mayor parte de ellas tienen tres maridos, que alternan en sus funciones conyugales, sirviendo los que salen de turno de criados al mes siguiente».
¿Quieren dar a entender de que en las referidas islas se hallaba es­tablecida la poliandria? Así lo creímos al principio encontrando su jus­tificación en la estadística. En efecto, una que hicimos de los siglos XV al XIX inclusives, utilizando lo publicado y lo que recogimos de los ar­chivos parroquiales y privados, nos dio invariablemente: en las islas de Lanzarote y Fuerteventura más varones que hembras; en Tenerife, Canaria, Palma y Hierro, más hembras que varones, y en la Gomera igual número de ambos sexos. Mas, aparte de que en rigor los capella­nes no se refieren a la poliandria, puesto que los maridos no estaban capacitados para ejercer simultáneamente sus derechos genésicos, sino que tratándose al parecer de matrimonios temporales de 30 días o de dos meses lunares cada esposo esperaba resignado su turno, tampoco la estadística fundamentaba nuestra explicación dado que en la isla de Canaria, según Pedro de Lujan en sus Diálogos Matrimoniales, cada mujer casaba con cinco maridos; noticia que de igual modo estimamos deficiente, aunque verdadera.
Es indudable que todos estos enlaces se refieren a matrimonios por grupos en una u otra forma, aunque indefinidos por escasez de an­tecedentes. Cuanto a Tenerife la tradición es más terminante. Es dogma popular que la cucaba (2) o la guáchara (de 50 años a estaparte sustituyen esta palabra por mujer) ni pierde su honestidad ni la justicia la castiga, por tener hijos de diferentes padres «como no pasen de seis»; de donde este corolario también popular: «No hay derecho a llamar puta a la mujer que ha tenido hijos con distintos hombres, si no llegan a siete». Tales conceptos estimamos tiene su punto de origen en la clase de casamientos de que tratamos, pues pronto veremos que pasó a ser una segunda esposa la cucaba o guáchara; nombre que in­dudablemente equivale más o menos al de punalúa de Morgan.

Y llegamos en estos cambios progresivos de la familia a la deno­minada sindiásmica, precursora de la monogámica, de la que se dife­rencia por la escasa estabilidad de las uniones. Dentro del régimen de los matrimonios por grupos se constituyen parejas conyugales por más o menos tiempo, con facultad por ambas partes de romper el lazo matrimonial llevándose la madre los hijos y en aptitud legal los sepa­rados para unirse con otros.
De la mezcla de estos dos últimos tipos de matrimonios por gru­pos o de sus formas intermediarias, debió derivarse la familia guanche tal como en la época de la invasión se le conoció en su camino hacia la monogamia, con un pie metido en ella y otro en la poligamia. Claro que los constreñidos a la monogamia fueron los siervos, porque si bien los fundamentos de toda asociación civil deben descansar en la justa y equitativa aplicación de sus leyes morales, políticas y económicas, ya hemos visto carecían de personalidad jurídica dentro del cuerpo de la nación. De esta dualidad de la constitución de las familias por nobles y siervos nace la divergencia de los cronistas, siguiendo unos a fray Alonso de Espinosa que dice «tenían las mujeres que querían y po­dían mantener», y otros a su coetáneo Viana que asegura era sólo líci­to al hombre casar con una sola.
De cuantos antecedentes existen sobre la materia, se presume que al evolucionar estos matrimonios por grupo hacia la familia sindiás­mica, la cucaba o guáchara sufrió repentina o paulatinamente una honda transformación: entre los siervos fueron suprimidos los grupos de hombres y mujeres para unirse por parejas entrando de hecho en la monogamia, siquiera dichas uniones fueran voluntariamente tempora­les; y por lo que toca a los nobles desapareció el grupo de los hombres quedando un sólo individuo en su representación, pero subsistiendo el de las cucabas o guácharas dando origen a la poligamia. Es verdad que tenían la categoría de esposas y que ya no eran precisamente con­sanguíneas sino de cualquier procedencia, como se vio en la época histórica, siendo su número proporcional a la jerarquía social del esposo. Por las tradiciones antes mencionadas no creemos que el máximo pasara de seis y eso para los menceyes y tal vez alguna menos para los proceres del reino, hallándose limitada probablemente la generalidad de la nobleza a una sola segunda esposa; pues en el curso del tiempo es de presumir fuera evolucionando en el sentido de considerar princi­pal, para los privilegios legales, la primera mujer con quien casara. Lo que sí puede afirmarse es que sea cual fuere el proceso que en su evo­lución sufrió la familia para llegar a esta forma, es para nosotros de toda evidencia que llevó consigo el cambio del derecho materno en paterno; dando el predominio del hombre sobre la mujer en todos los órdenes de la vida social.

Aunque en Tenerife alcanzó la familia un grado de perfección su­perior al resto del Archipiélago, nos inclinamos a que dentro de las de­rivaciones de los matrimonios por grupos y los privilegios de la no­bleza existió el derecho de prelibación como en la isla de Canaria, donde el rey u otro por delegación ejercía en toda desposada el ius pri-mae noctis o derecho de pernada. Ninguno de los cronistas habla de este asunto excepto Cadamosto, que dice:
«...no se casaban jamás con una mujer virgen, sino que antes había de ser desflorada por un señor, con el que se había de acostar una noche, teniendo esto a gran honor».
Puede asegurarse que ya a fines del siglo XV había desaparecido esta costumbre, si es que la hubo como creemos. Y si no aconteció tal cosa, ¿por qué todos nuestros campesinos consideran pecado meterse en el lecho la primera noche de su matrimonio?

Para concluir diremos, que lo mismo los nobles que los siervos es­taban facultados por la ley para romper el contrato matrimonial a vo­luntad de cualquiera de los cónyuges, quedando ambos capacitados para contraer nuevas nupcias. Tal portillo abierto a las veleidades pare­ce había de provocar gran número de separaciones, pero no sucedía así, por lo menos en la época vecina a la conquista. Séase porque se había formado un estado de opinión contrario a los divorcios, ya por las tra­bas que de soslayo ofrecían las leyes, o bien porque al divorciarse que­daba en el acto subrogada la tutela paternal sobre los hijos por la del Estado, que se hacía cargo de ellos considerándolos como huérfanos.
No se conoció el hetairismo; y cuanto a las cucahas o guácharas, repetimos, eran legítimas segundas esposas cuyos hijos en la sociedad y en el hogar doméstico pasaban por hermanos de los hijos de la esposa principal o primera; porque si bien ésta y sus descendientes eran reputados de superior categoría para los efectos de la ley respecto a los cargos hereditarios y preeminencias, en su defecto alcanzaban dichos beneficios los anteriores, como aconteció con el célebre Tinguaro.
* *     
Al ocuparnos de la constitución de la familia parece obligado ha­cerlo también de los actos que la consagran o anulan, los matrimonios y divorcios, que revestían entre los guanches verdadera solemnidad pública.

Cuando se leen las pocas líneas que los historiadores dedican a la materia, dejan la impresión de que fueron actos sin importancia, pura­mente privados y a espaldas del público; algo así como una conversa­ción particular entre el solicitante y el padre de la solicitada, no nece­sitando de más notoriedad ni ceremonia para marcharse los novios a su nido de amor, que abandonaban con la misma facilidad cuando en­traban en ganas de juntarse con otros.
Oigamos a fray Alonso de Espinosa:
«Su modo de contraer matrimonio era: En agradando al varón alguna mujer, fuese doncella, viuda o repudiada de otro, pedía­la a su padre si lo tenía, y si ellos consentían sin otra ceremonia ni concierto quedaban casados por el consentimiento de ambos. Y tenían las mujeres que querían y podían sustentar. Y como el casamiento era fácil de contraer, fácilmente se dirimía, porque en disgustando el marido de la mujer o al contrario, la enviaba a su casa y ella podía casarse con otro sin incurrir en pena, y él con otra las veces que se le antojaba».
Según Núñez de La Peña se casaban de escopetazo, pudiendo se­pararse cuando querían y volverse a casar; pero Viana afirma, como dijimos, que sólo era lícito al hombre una sola mujer y que no se per­mitía el divorcio. Abreu Galindo y demás historiadores se producen en parecidos términos, y únicamente Marín y Cubas después de anotar,
«...que algunas veces se descasaba el marido de la mujer cuan­do ambos querían, y ella se casaba con otro, pero que lo ordina­rio era vivir juntos hasta que uno muriese»,
y añade más adelante:
«... que los guanches en sus casamientos llevan luces en las manos».
Esta es la sola noticia que se rastrea en las crónicas reveladora de que el matrimonio revestía ciertas formalidades, de significación muy distinta a la que dan a entender los autores; que por otra parte, sus mismas incoherencias restan confianza a sus palabras. El propio Alon­so de Espinosa, ocupándose en otro lugar del respeto parsimonioso que los hombres observaban en su trato con las mujeres dice:
«Y estos guerreros (que casi lo eran todos) estaban tan bien dis­ciplinados, que era ley inviolable que el hombre de guerra que topando alguna mujer en algún camino o en otro lugar solitario la miraba o hablaba, sin que ella primero le hablase o pidiese algo, y en poblado le decía alguna palabra deshonesta, que se pudiese probar, muriese luego por ello sin alguna apelación: tanto era su disciplina».
Si a este testimonio de temerosa circunspección de los guerreros con las mujeres ¡y eran guerreros no casi todos, sino todos!, se añade que los cronistas están contestes en las severísimas penas impuestas a los adúlteros y transgresores del decoro, como veremos en su código penal, hay derecho a preguntar: ¿Cómo un Estado que fiscalizaba todos los actos de la vida social y vigilaba hasta la nimiedad las rela­ciones entre ambos sexos, no intervenía en los divorcios y contratos matrimoniales? Dadas las facilidades que nos pintan, ¿para qué el adulterio, ni cómo probarlo? Además serían incomprensibles los casti­gos donde nada hay reglamentado ni legislado.

No, ni los guanches se casaban subrepticiamente, ni rompían los lazos contraídos para casarse cuando se les antojaba. Acontecimien­tos de tales trascendencias en las costumbres no los dejaban a merced del capricho particular, sino que a la luz del día y a presencia de la nación entera eran sancionados por la ley cada cuatro meses en el Be-ñesmer o asamblea suprema (3). Precisamente el ceremonial de los matrimonios y divorcios, aunque perdidos en su mayor parte los deta­lles, lo recuerda la tradición en algunas de sus escenas de conmove­dora sencillez.

Pero hay más. Como el contrato matrimonial era una función del Estado que apreciaba las circunstancias que habían de concurrir para llenar el fin social de la institución, exigían a los contrayentes con la mayor severidad los requisitos de ley. Así, además de tener los aspiran­tes la edad reglamentaria de 25 años, es decir, haber sido declarado el varón coran y la hembra chamadlo, que por concesión privativa a la nobleza podían reducirla a la mínima de 23, eran sometidos a comisio­nes especiales de ambos sexos para informar respecto a las aptitudes propias de los de su clase y sobretodo a sus condiciones orgánicas de salud y normalidad, pues a la gente aplicaban el mismo régimen de se­lección que a las reses de sus rebaños, condenando a perpetuo celibato a los enfermizos, defectuosos, enclenques, deformes o cobardes. Por esto el varón tenía además que haber acreditado en los Juegos Beñes-mares de que «era un hombre» por su valor, fuerzas, agilidad y resis­tencia en la carrera, de mar a cumbre, de que nos ocuparemos en otro artículo. Todas estas condiciones habían de reunir para alcanzar del Es­tado la licencia matrimonial; pero tan pronto era conocido el dictamen favorable, lo mismo que en nuestro tiempo acontece con las amonesta­ciones en la iglesia, volaba entre el mujerío de auchon en auchon y de tagoro en tagoro la noticia de que «Fulana tiene ya su gánigo»3.

Aunque escasos los antecedentes recogidos del ceremonial de los matrimonios, dan una idea del acto. Estos tenían lugar cada cuatro meses durante la apertura del Beñesmer; donde en un día dado entraban primero los pretendientes nobles y después de concluir los siervos, pues la ceremonia era colectiva por clases. Llegada la hora y abriéndose calle a través de la muchedumbre, dirigíanse al Beñesmer las parejas de no­vios sin acompañamiento; ellas, si eran nobles, con el cabello tendido a la espalda y guirnaldas de flores en la cabeza, y ellos ataviados con sus mejores ropas. A medida que iban llegando a las dos hogueras sagradas que ardían a los lados del portillo del Beñesmer, un sacerdote y una sa­cerdotisa entregaban a los novios de sus respectivos sexos una velita de cera encendida y penetraban en el edificio, que era un gran tagoro im­provisado de arcos y ramaje. De lo ocurrido allí dentro sólo se sabe que después de exhortarlos el gran sacerdote a guardarse fidelidad, entrega­ba a cada pareja dos cucharas de madera y un pequeño ganiguito con leche y gofio para que comieran juntos; saliendo luego los recién casa­dos, ellas con el cabello ya recogido en moño y sin guirnalda de flores, llevando en las manos el simbólico ganiguito, en medio de las alegres aclamaciones del público, que arrojaba a las parejas flores y cebada.

Terminados los matrimonios procedían con la misma publicidad a legalizar los divorcios solicitados; pues mientras esto no ocurriera ni los contrayentes estaban libres para contraer nuevas nupcias, ni exen­tos de responsabilidad en las transgresiones legales. Del ceremonial de los divorcios únicamente se conoce la escena final, en que el gran sa­cerdote tomando de manos de la mujer el emblemático ganiguito del matrimonio, a presencia del público lo rompían contra el suelo; signi­ficando quedaba destruido o anulado el casamiento y libres los contra­yentes para casarse con quien quisieren.

La duración legal del estado de viudez dependía, a juicio del sumo pontífice, del tiempo que tardara el cadáver del esposo muerto en estar bien seco y mirlado', lo que quiere decir que la ley exigía un plazo más o menos largo antes de contraer nuevos enlaces.

Las tradiciones están conformes en que los guanches castigaban con picantes y ruidosos margareos o lloros los proyectos o matrimo­nios estrafalarios, como de viejos o de viejo y joven. La cencerrada nocturna de nuestros días es una herencia de ellos. Llámanse lloros, porque después de elevarse en las tinieblas una voz con acento plañi­dero haciendo una relación alusiva, ya de hechos realizados o supues­tos, a veces llena de gracejo y siempre de matiz subido o ridículo, con­cluye en un llanto coreado por centenares de todos los morros o cerros circundantes. Esta relación la hacen con la voz disimulada o con bu-cios, empezando por llamarse unos a otros con la tradicional frase de : «jo, compañerito jó»; -«jó»-, responden en la lejanía de varias partes; y comienzan por el recitado: « No sabes como Fulano...».

Entonces, como ahora, concluía el margareo en verdaderos com­bates en más de una ocasión.

Nos hemos ocupado de la familia individual o de la formada natu­ralmente por padres e hijos; que no tenía otra significación para el Esta­do guanche, que ser uno de los sumandos que integraban la primera unidad orgánica o núcleo social el auchon o familia civil, bajo la autori­dad del jefe patriarcal o chaurero. Por lo tanto, y concretándonos a lí­mites prudenciales, hallábase constituido el auchon4 por el jefe y su es­posa o esposas, hijos, nietos, hermanos, sobrinos, por las familias indi­viduales creadas por éstos y por la de los siervos adscritos. En una pala­bra, recuerda el clan de los celtas y la gens de los griegos y romanos.
Ya indicamos que los chaureros pertenecían a la nobleza de se­gunda clase5, (4) que eran vocales del concejo o tagoro y miembros de la asamblea suprema, el Beñesmer; debiendo añadirse que su cargo era vitalicio transmitido a los varones primogénitos por línea paterna, siguiendo las vicisitudes de las leyes de sucesión a la corona. Por ma­nera que dada la contextura del auchon, en que la comunidad excedía del círculo natural de la familia, la significación y facultades de que se encontraba revestido el chaurero tenían un doble carácter, las del pa­triarca por los vínculos de la sangre y las del representante del poder central para el cumplimiento del derecho; no sabiéndose a punto fijo dónde empezaban las funciones del uno y acababan las del otro.

Esta era una de las instituciones más singulares de aquel pueblo. El chaurero, a la par que agente del organismo gubernamental, verda­dera autoridad por derecho propio, cumplimentaba las órdenes del poder ejecutivo como prolongación de él en su respectivo distrito; pero como jefe patriarcal llevaba a la superioridad y a la asamblea le­gislativa la representación y aspiraciones de la nobleza de su auchon. Es decir, que si las raíces del Estado penetraban en el mismo seno de la familia civil, a su vez ésta intervenía en la confección de las leyes y administración de la república.

Y no pasaba por otra cosa, ni en circunstancias extraordinarias aquella altiva y numerosa clase de los hidalgos o cichiciquitzos. A pesar de los vínculos de la sangre y de los sentimientos de respeto que los ligaba al chaurero, no renunciaban a la práctica de sus derechos confiándolos a criterio ajeno. Los proyectos de ley de la corona des­cendían del Gran Tagoro a los tagoros y de éstos a los auchones para subir luego la opinión desandando el camino y presentarla el mencey a la aprobación del Beñesmer. Pero hay más. Séase por espíritu rece­loso de la raza o por hacer ostentación de su derecho, no se contenta­ban con discutir en familia los asuntos de carácter general delegando en el jefe su dictamen, sino que periódicamente cada cuatro meses y en cuantas ocasiones lo creyeran necesario, acudían a las asambleas regionales de sus respectivos tagoros para ejercitar el referéndum.

Por precepto de la ley, tanto para tratar los negocios generales como locales, eran convocados por el chaurero en la tagora6 del au­chon todos los nobles de la familia civil que habían alcanzado la mayor edad, presidiendo el acto conservando en las manos la añepa o sea el bastón insignia de su autoridad. Dentro de la pureza de doctrina guanche, hasta el último de los nobles formaba parte de una gran oli­garquía aristocrática interviniendo la administración pública.
Por esto, aunque bajo la responsabilidad y voz ejecutiva del chaurero, el referido concejo familiar tomaba parte en la administración de su pequeño distrito con sujeción a los acuerdos del tagoro co­rrespondiente; ordenaba las faenas agrícolas, del pastoreo, de la pesca y caza, distribuyendo los trabajos e inspecciones; imponía ligeros co­rrectivos; llevaba en tarjas el censo de las personas y del ganado con sus altas y bajas, así como la contabilidad de los diversos productos con destino a los aregüemes o depósitos del común; dirigía los ejerci­cios de guerra, de resistencia, agilidad, las luchas y recreos, e interve­nía en sus bautizos, matrimonios, divorcios y exequias. El chaurero. asesorado por el concejo familiar, lo fiscalizaba y disponía todo en su doble calidad de padre y de autoridad civil. En los casos de rebato o de guerra, se incorporaba a su tagoro o en los puntos señalados con sus hombres útiles; y todas las mañanas y tardes del año, expedía un correo al tagorero comunicándole los menores sucesos ocurridos en su auchon.
Desde el punto de vista militar, el auchon constituía la sección de la unidad táctica, el tagoro.

5 A fines del segundo tercio del siglo pasado, hemos conocido en Arona no
pocos de los que vivimos al Sor. Pedro el Chaurero, título que venían heredando de
una en otra generación los primogénitos de la referida familia.
Probablemente en América, para donde embarcaron, seguirán los mayorazgos ti­tulándose chaureros.
6 Hasta estos tiempos sobrevive la tagora familiar en algunos caseríos, como en
Taucho de Adeje, en La Vega de Icod y otros varios puntos. Como diremos con más
amplitud al tratar de las viviendas, hacía el oficio de sala de recepción o de reunión,
consistente en un corral con asientos de piedra.

anotaciones
(1)    Para el conocimiento de las instituciones guanches, sobre todo el caso de la familia, no debemos centrarnos sólo en lo que dicen las tradiciones. Si queremos com­ pletar este apartado teórico tendremos que acudir a la información ofrecida por los cronistas, de los primeros momentos, de la conquista; así como a posibles estudios comparativos desde el punto de vista antropológico y etnológicos.
(2)     
(3)    Si bien Bethencourt Alfonso es uno de los pocos autores que trata de explicar la figura de la cucaba o guáchara dentro de la familia y sociedad guanches, no
debemos establecer comparaciones, forzadas, con el régimen matrimonial implantado a raíz de la conquista; pues cuatro siglos de aculturación y mentalización de la religión
católica, a pesar de la lejanía de las bandas del sur de Tenerife del centro de poder po
lítico, económico y cultural de La Laguna, tuvieron que haber influido notablemente
en la institución matrimonial del Antiguo Régimen en las Canarias.
(4) Aún hoy podemos seguir considerando válidos los datos que nos ofrece nuestro autor sobre las características y modo de funcionamiento del Beñesmer, como asamblea suprema del pueblo guanche.
(5)  
(6)    Por nuestra parte hemos localizado para el siglo xvm, una familia que aún
conservaba el apellido chaurero.
Así en el Vecindario de la isla de Tenerife, realizado en 1780 por la Real Socie­dad Económica de Amigos del País de Tenerife (La Laguna), fue registrada la siguien­te familia avecindada en Tacoronte:

Luis Rodríguez Chaurero, de cincuenta y cinco años.
Sus hijos José Rodríguez Chaurero, de 20 años; y Antonio Rodríguez Chaure­ro, de dieciocho años.

Tales datos demuestran la permanencia, aunque sólo fuera en un apellido, de an­tiguos vestigios de las instituciones patriarcales de los guanches.



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