miércoles, 9 de julio de 2014

MELQUIADES JERONIMO RIVEO SANTANA





1958 julio 1.

Fallece Melquíades Jerónimo Rivero Santana “Jerónimo El Capullo”

De Cuando Jerónimo El Capullo, subió la campana del reloj de la Heredad

Santa Brígida ha tenido personajes populares que han dejado su impronta y su recuerdo en la memoria colectiva del pueblo. Ahora, en la grande y residencial villa, estos tipos singulares que deambulaban por sus cuatro calles apenas se conocen o pasan más desapercibidos entre el paisanaje. Pero entonces, en el siglo pasado, eran verdaderas instituciones que gozaban de una gran representatividad, a veces más que el propio alcalde, guardando las distancias.
Hoy quiero contarles algo sobre la vida y andanzas de un vecino de grato recuerdo entre la gente mayor del pueblo. Se llamaba Melquiades Jerónimo Rivero Santana (1866-1958), nació a las seis de la tarde del 9 de diciembre de 1866 en una casa de San José y desde muy joven emigró a Cuba, donde trabajó como agricultor en la zona de Cruces, en Cienfuegos. Cuba vivía entonces la denominada Danza de los millones, gracias al azúcar. Y hasta allá se iban muchos canarios a probar la fortuna que su isla le negaba.
Hacia 1893, don Jerónimo regresó a su pueblo natal, dejando atrás las brisas del Caribe y la fragancia de guayabas maduras. Su llegada y estancia en Santa Brígida, un pueblo pequeño donde se conocía todo el mundo, no pasó desapercibida. Al poco de establecerse, los vecinos le bautizaron como El capullo, así llamado porque don Jerónimo apareció todo vestido de blanco, sombrero de jipi-japa, leontina y un hermoso capullo en la solapa que a los ojos de la gente del pueblo, donde los nombretes formaban parte de la vida cotidiana, fue la excusa perfecta para echarle encima el agua bautismal de un sobrenombre. Un nombrete que con el tiempo parecía insuflar auténtica vida a nuestro apuesto personaje cada vez que lucía una pequeña rosa sin abrir sobre su emocionado pecho.
 No hizo fortuna en Cuba, pero a pesar de este contratiempo no le fue difícil encontrar pretendienta a aquel apuesto indiano, uno de los hijos del matrimonio formado por el jornalero satauteño don Manuel Rivero Martín y doña Inés Santana Expósito, vecinos de San José de las Vegas. El pueblo era una cantera de novias, y Jerónimo Rivero, que a sus 27 años tenía edad de sobra para casarse, obtuvo pronto la mano de María del Pino del Toro y Rivero, una guapa muchacha de 22 años, huérfana también de padres. María del Pino procedía del pueblo de San Lorenzo y poseía el encanto de la natural espontaneidad propia de las lugareñas.
Terónimo al fin se había decidido. Abandonaba su vida de soltero, después de su aventura americana, atraído por esa linda joven que había conocido en la Vega. La pareja franqueó las puertas de la vieja parroquia de Santa Brígida el día 29 de mayo de 1893 para celebrar sus bodas, bajo la bendición del cura, don Francisco Navarro Estupiñán, conforme reza el acta de matrimonio. Fue una sencilla ceremonia y en ella actuaron de testigos don Manuel Troya Melian y don José Suárez Hoyo. No fue una boda con mucho belingo. Apenas hubo celebración. Festejaron el acto en el comedor de la casa, acompañado por la corta familia, pues los padres de ambos ya habían fallecido.
El matrimonio dio buenos frutos durante décadas, pues tuvieron ocho hijos: Inés, Elena, Jerónimo, Chano, Manuel, Pino, Daniel y María de la Soledad (Susana) Rivero del Toro, la única hija, de 92 años, que aún vive y reside en la vieja casa de El Calvario.
En los primeros años de estancia en el pueblo, don Jerónimo se dedicó a la agricultura, aunque con el tiempo, ya establecido en una casa de la calle El Calvario, adquirió un carruaje, tirado por dos mulas, para vender la leche en la ciudad a unas perras el litro. De regreso, junto a las lecheras vacías, también transportaba nuestro carretero la ropa sucia de la gente más pudiente de la ciudad, según rememora su hija, doña Susana Rivero, viuda de don Juan Galván, quien fuera uno de los primeros piratas que tuvo el pueblo. La esposa de don Jerónimo y un grupo de vecinas de esta villa se encargaban luego de lavar la ropa en el barranco de donde la traían las mujeres con canastas a la cabeza y el medio pañuelo anudado bajo el quejo. También correspondía a las vecinas plancharla en casa antes de devolverla limpita y doblada a los hogares de la ciudad.
Por ese tiempo también colaboraba nuestro personaje en la tienda de comestibles de Manolito López, en la calle Real, a quien ayudaba a agarrar las patas de las bestias para cambiarle las gastadas herraduras, pues aparte de tendero tras su recomido mostrador, Manolito era un reconocido estelero y zapatero de caballos. En el almacén tienda no sólo se vendían rollón y sacos de alfalfa también imperaba el olor de Ultramar: azúcar y guayaba de Cuba; aceite de la península iberica; dátiles y támaras de África, que le recordaban su estancia en el Caribe y alimentaban las ansias de don Jerónimo. “Mi padre era un hombre muy bueno, siempre traía mucha comida para la casa”, recuerda ahora su hija, Susana Rivero.

 LA ANÉCDOTA DEL RELOJ

Para entonces, la Heredad de Satautejo y La Higuera era un bello y posneoclásico edificio que se asomaba a la carretera del Centro, alzado sobre un solar situado a la entrada del pueblo donde estaban las cantoneras de reparto del agua: La Alcantarilla. Al poco de concluir la segunda planta del inmueble, en torno a 1913, y antes de que los obreros coronaran tiempo después el frontis del edificio con un sencillo semicírculo que el arquitecto Navarro había trazado en los planos, la Heredad se percató de la necesidad de un reloj público para que medir las hechuras –o tiempo de distribución- de las aguas en tornas y cantoneras.
El reloj era una vieja demanda de los regantes que tuvo su origen en el impulso de la agricultura y también en los numerosos pleitos entre los campesinos a la hora del reparto de las aguas, al no existir un reloj patrón que determinara el horario por el que habían de regirse los turnos para regar. La junta de la comunidad de aguas de Satautejo y La Higuera pensó, incluso, instalarlo en 1881 en lo alto de la torre campanario de la iglesia, visible desde todo el territorio. Los herederos pidieron el día de Reyes de ese año una ayuda económica al Ayuntamiento para dotar al pueblo de un reloj, “que sirviera no sólo para regular el reparto de las aguas, sino prestar todos los servicios que la división del tiempo proporciona a sus habitantes”. Pero el Alcalde satauteño, don José González Hernández, contestó sobre la imposibilidad de consignar una partida económica en el nuevo presupuesto debido “a las pocas y malas cosechas recolectadas del último año, a la sequía de este invierno y las crecidas cargas por distintos conceptos que sobre este pueblo pesan, y al estado de ruinas en que el mismo se encuentra, no es posible por ahora consignar cantidad alguna los presupuestos”. Como pueden observar, al Alcalde de entonces, vecino de La Angostura, sólo le faltaba llorar. Se vivía pero crisis económica que ahora.
Durante cuatro décadas el proyecto de un reloj durmió en los sueños de los justos. Pero una vez concluido el medio punto del frontis de la nueva sede de la Heredad, el sueño se hizo realidad. Los agüeros decidieron adquirir por su cuenta un reloj, pero hubo de esperar a que culminara la II Guerra Mundial que tenía paralizada todo tráfico marítimo en las islas. Como el reloj se encargó a una firma en Alemania hubo que esperar algún tiempo hasta que se construyera y trajera a la isla. Su fabricación fue hecha en 1920 por la firma Bernhard Zacharia, la más antigua fábrica existente en la localidad de Leipzig -fundada en 1808-, que dio el número de registro 4051 a nuestro entrañable medidor del tiempo.
Un carruaje bien pulido, de alto techo y buen caballo, transportó a finales de ese año, desde el Puerto de La Luz hasta la Villa, una gran caja de madera que llamó la atención de los vecinos allí concentrados. Era el esperado reloj de la torre. Pero parece ser que al instalarlo sólo pudo subirse hasta la azotea el mecanismo del reloj, depositándose la campana de bronce delante de la puerta de la Heredad porque su peso excedía de lo normal y no hubo vecino capaz de subirla hasta el cuarto que se había fabricado para la ocasión.
La Alcantarilla era entonces la ágora del pueblo, auténtico mentidero público. Allí se escuchaban y se discutían las novedades del pueblo. Era costumbre entonces que los lecheros y otros vecinos tocados de sombreros que regresaban de la ciudad hicieran allí una parada obligada para conversar un rato tras sus apretadas jornadas de ventas y echarse unos piscos de ron en la cantina de la Sociedad.
Una tarde recaló en La Alcantarilla Jerónimo el capullo, quien acostumbraba a amarrar las bridas en medio de la calle principal, para departir con los amigos hasta la hora prima en que regresaba a su casa de El Calvario. Pues bien, sucedió que al llegar al pueblo se enteró por sus contertulios qué había pasado con la dichosa campana del reloj, desafiándole sus amigos de copeo por ver si era capaz de subirla. El compadre Jerónimo que era un tanto cascarrabias, capaz de perder el mundo de vista con la camisa por fuera, no se atorró y rezongó aquello de: “¡Trae pa cá que yo la subo!”.
Afianzado el embate, se la echó al hombro, tirándose atrás para armarle contrapeso, y la puso arriba apenas sin pestañear tras cubrir los 40 sinuosos escalones del edificio de la Heredad. Nuestro personaje se ganó varios duros de la apuesta y la caja de madera más preciada que se había visto jamás en Santa Brígida. Sus amigos no sabían que este hombre conservaba, a pesar de su baja estatura, una fuerza descomunal, que le permitía derribar una de sus mulas agarrándola sólo por las orejas. Gracias a él el reloj pudo dar la primera campanada, al tiempo que los contertulios transpusieron a sus casas en demanda de la cena y comentando la hazaña y el ímpetu de don Jerónimo.
Aquella anécdota quedó para siempre grabada a fuego en la memoria de la gente del pueblo que a partir de entonces oían cómo arriba, la campana del reloj se partía el espinazo, como quien dice, en un repique tan afianzado y alegre que hasta los labradores más lejanos de la Vega se levantaban de la tierra y se quedaban escuchando la hora para saber a quién tocaba virar la torna y a quién la azada.
Así transcurrieron los días, los meses y los años hasta que a don Jerónimo le llegó también su hora. Murió tan temprano aquel primer día de julio de 1958, que aún el reloj de la torre no había tocado la primera. Pero, sin duda, la campana lo haría sin corazón. Aquel guayabete de 92 años, bien minados de la brega, tuvo mejor velorio que cualquier pariente en La Habana. Y con toda razón. Sus vecinos de toda la vida le despidieron con orgullo y emoción, al tiempo que se preparaban para celebrar la inauguración de las primeras 54 “casas baratas” que se construyeron en el pueblo.
Y éste era nuestro Jerónimo el capullo quien tras recalar de sus andanzas por América quedó para siempre en la historia íntima de nuestro pueblo por aquella simpática acción, conforme les conté algo más atrás. Y así, desde los felices años veinte, la vida de aquella villa agrícola comenzó a estar sincronizada con el delicado e infalible mecanismo del reloj, entonces un referente imprescindible para medir el ritmo de vida de la comunidad campesina y hoy todo un símbolo de identidad de nuestra nueva y residencial villa… ¿Oyeron caballeros y caballeras? (Pedro Socorro Santana.  Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida)
 FUENTES Y BIBLIOGRAFIA:
 -El Reloj de la Alcantarilla. JA.GON.VE. Programa de las fiestas de San Antonio de Padua de 1977.
- Acta número siete del Libro de matrimonio de Santa Brígida del 29 de mayo de 1893. Registro Civil de Santa Brígida.
-Libro 9º de Bautismos, folio 262 vto., del 29 de mayo de 1893 de la parroquia de Santa Brígida. AHDLP.
-Libro 19º de Bautismos de la parroquia de Santa Brígida, folio 23. AHDLP
- Acta del 23 de enero de 1881 del Ayuntamiento de Santa Brígida. AHSB.
-Entrevista a doña Susana Rivero del Toro, de 92 años e hija de nuestro personaje. Realizada en su casa de El Calvario el 21 de diciembre de 2009.


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