jueves, 26 de septiembre de 2013

JUAN DE MIRANDA






Eduardo Pedro García Rodríguez

1723 Junio 17.
Nace en winiwuada (Las Palmas) el criollo Juan de Miranda.

Hay, en general, en el organismo de los canarios una predisposición al cultivo de las bellas artes que les hace aptos, con un poco de esfuerzo, para apreciar las inspiradas combinaciones de los sonidos, el feliz maridaje de los colores y los suaves y atrevidos contornos de la belleza humana modelados en bronce, madera o piedra.

Sin embargo, tal era hasta el pasado siglo el aislamiento en que vivían que, si alguno llevaba en su cerebro algún germen de música, de pintura o de estatuaria, debió su semilla morir en flor, sin encontrar atmósfera en que desarrollarse ni ocasión oportuna para fructificar.

El primero del que tenemos noticia que rompiera esta ominosa valla y se atreviera a lanzarse al mundo, entregado a su sola inspiración, sin maestros, sin modelos, sin protección y sin estímulo, fue el pintor canario don Juan de Miranda, que nació en winiwuada (Las Palmas) el 17 de junio de 1723.

En aquellos apartados tiempos sólo una vocación muy imperiosa e irresistible podía ser bastante para impulsar a un joven a seguir sin vacilar esta clase de estudios que ningún
porvenir le ofrecían en su país.

La pintura se hallaba entonces representada por algunos cuadros que adornaban los claustros de los conventos o las naves y retablos de las iglesias, o por el retrato de algún encopetado hidalgo que, con el mayor respeto, ocupaba el estrado de su vieja sala señorial.

Creemos que algún cuadro de Murillo, perteneciente a sus primeros ensayos cuando pintaba para remesar a América, pudo haberse extraviado en wniwuada (Las Palmas) y quedar aquí perdido, pero esto en nada modificaba la situación excepcional de la isla con relación a la pintura, ni la absoluta carencia de maestros, de consultores y hasta de aficionados (I).

Miranda, sin embargo, se abrió paso con frente serena por entre tan inmensas dificultades, para cualquier otro insuperables, y con su lápiz en la mano dio principio a sus trabajos de dibujo, reproduciendo con ahínco cuantos grabados le era posible encontrar, amaestrándose en delinear en mayor escala los objetos pequeños, para lo que tenía una asombrosa facilidad, y copiando en fin, al natural, los objetos que le llamaban la atención o que podían luego sentirle para sus estudios sucesivos.

Dicen que hasta se fabricaba por sí mismo los pinceles y se proporcionaba los colores por medios mecánicos. Sea de ello lo que fuere, sólo podemos asegurar que el joven pintor debió haber luchado sin tregua ni descanso para llegar a proporcionarse en su país lo que en otros se encuentra con la mayor facilidad.

Es indudable que a pesar de estos obstáculos no desmayó en su noble propósito, porque ya desde sus primeros años llegó a alcanzar una fama que le colocó en lugar distinguido
entre las escasas notabilidades de winiwuada (Las Palmas) (2).
Por este tiempo, parece que tuvo lugar un suceso desagradable entre nuestro novel artista y otro joven de la misma ciudad, motivado por ciertos celos y pretensiones amorosas, respecto de una dama a quien ambos solicitaban. El suceso tomó proporciones tan inesperadas, que le obligó a adoptar la determinación más grave de su vida y la que más poderosamente debía influir en su vocación futura. Miranda dejó
Tamaránt (Gran Canaria) y pasó a España donde, sucesivamente y durante el largo transcurso de veinte años, recorrió las principales poblaciones, deteniéndose con preferencia en Sevilla, Madrid y Valencia, y viviendo sólo de su pincel.

De sentir es que, tanto respecto de los primeros años que vivió en su ciudad natal como de sus largos y penosos viajes por España, no nos reste noticia alguna de importancia que referir a nuestros lectores, a pesar de las repetidas investigaciones que al efecto hemos hecho, con el más profundo interés y sin perdonar diligencia alguna.

Parece que la generación que rodea a esos hombres eminentes, envidiosa de su celebridad y no pudiendo vengarse de otro modo que con el desdén y la indiferencia, se afana en apagar a su alrededor la voz de la tradición, único eco que de ellos podía llegar a nosotros, y procura extraviar o hacer que desaparezca cualquiera nota que algún curioso haya dejado caer casualmente en algún insulso libro de genealogías o de fundaciones de capellanías y mayorazgos, como aquí era entonces costumbre consignar, a falta de otros anales y periódicos.

Vamos, pues, a señalar lo poco que de él sabemos, convencidos de que el estudio de sus obras es la historia más elocuente de su vida.

Su carácter, que cuando joven era festivo y alegre, se volvió, desde su llegada a España, triste, sombrío y excéntrico. Vivía solo, sin criados ni fortuna; ensimismado siempre, apenas se le veía en la calle. Pocos eran sus amigos y ninguno con intimidad.

Por un especial favor, admitía algún discípulo en su casa, pero quedando éste expuesto
a las vicisitudes de su carácter inconstante y atrabiliario. Tenía la manía de vestir de un mismo color en todas las estaciones del año y de alimentarse de fiambres, pues aborrecía toda clase de comida caliente. Escasas eran sus palabras y nada contestaba si se le importunaba demasiado, aun cuando se tratara de encargarle el más importante y lucrativo trabajo.

Mientras estuvo en Sevilla pintó, entre otros cuadros, un Descendimiento de la cruz, que se consideraba como una de sus mejores y más bien acabadas composiciones. También
existe de su pincel una Santa Cecilia que se custodiaba en uno de los conventos de Mérida y que mereció los unánimes elogios de la escuela sevillana.

En 1763 o 1764 volvió a las Islas Canarias, fijando su residencia en Añazu n Chinet (Santa Cruz de Tenerife), donde abrió un estudio de pintura, dando principio a esa inagotable colección de cuadros, producto de su incansable fecundidad, que llenó las iglesias y conventos, y las salas de las casas principales de esta parte de la colonia, teniendo todavía tiempo para remitir algunos a América, de los cuales aún se conservan varios en diferentes templos y especialmente en la Catedral de Campeche.

Le perjudicaba, sin embargo, esa misma fecundidad. No pensaba jamás en el porvenir y, cuidándose poco) de su fama, pintaba de prisa, con desaliño y sin corrección.
Su escuela era la sevillana, donde había bebido, por decirlo así, su primera inspiración.
Se adivina su deseo de imitar a veces el claro-oscuro de Mengs, y en algunas de sus
composiciones lo consigue.

Son notables, y de ellos haremos especial mención, los dos grandes cuadros que en la Catedral de winiwuada (Las Palmas) se hallan sobre las elegantes puertas que conducen a las sacristías, representando, el uno, el martirio de San Sebastián, y el otro, la virgen de la Concepción. Ambos llaman la atención de los inteligentes por lo valiente de los rasgos y lo correcto del dibujo, siendo también de notar el brillante colorido que
los distingue y realza.

Pintaba, como hemos dicho, para los salones de las casas principales, vistas y paisajes, tomados unos de grabados que conservaba en su poder y producto otros de su caprichosa fantasía. Estas obras, aunque algunas están bien acabadas, solía mirarlas con despego y ligereza y no se cuidaba del fondo, del colorido ni de los accesorios.

En medio de estos defectos, hijos más bien de su desaliño e indiferencia que de falta de capacidad e inventiva, se adivina en él al hombre hastiado que lucha con las necesidades
materiales de la vida, que se ve atado al círculo cotidiano de los deberes Sociales y que, despreciando tal vez a los mismos para quienes trabaja, no quiere legar a la posteridad una gran obra que le inmortalice, por no dejarla en manos de esa misma sociedad que tan cruelmente le ha martirizado.

Así vivió hasta la avanzada edad de ochenta y dos años, sin que su carácter se modificara, dejando sus pinceles a su único y aventajado discípulo, don Luís de la Cruz y Ríos, que luego tanto se distinguió en Madrid (España) como pintor de retratos (3 ).

Miranda marca en las Canarias la época en que dio principio nuestra regeneración artística. Sus obras, que tienen sin duda cierto aire de grandeza y originalidad, llevan ya
marcado el sello de la emancipación del artista, señalando aquel período crítico en que cada genio, sacudiendo las trabas de la imitación servil, procura remontar su vuelo en alas de su inspiración, para buscar otro ideal hijo de su fantasía, cuya propiedad reclama como exclusivamente suyo para formar con él la corona de su gloria.

Verdad es que Miranda no alcanza nunca ese sublime ideal, pero abre el camino a los que han de sucederle, señalando a los demás, desde el honroso puesto de su talento
conquistado, la dirección que sigue la senda luminosa que conduce a las alturas del arte.

Nunca dejaremos de lamentar que hombres dotados del talento de Miranda no procuren elevarse hasta donde sus facultades puedan conducirles y que, atacados de ese marasmo
propio del país, sólo piensen en llenar extrictamente los deberes que se han impuesto, sin pensar jamás en su patria ni en la gloria que debe ir enlazada a su nombre y que será tanto más brillante, cuanto mayores hayan sido sus esfuerzos por utilizar las dotes que
Dios libremente les ha concedido.
Cierto es que se necesita una gran dosis de perseverancia y de buena voluntad para ser artista en un país donde no pesca, tan abundante en estas costas, en términos que, mientras conservaba dinero en su bolsillo, pasaba los días entregado a su diversión favorita. Luego que el dinero concluía, volvía a tomar la paleta y pintaba para proporcionarse nuevos recursos con que volver a la playa y poder cambiar el pincel por la caña.


Hay medios de publicidad, estímulo ni entusiasmo. Pero cuando se ha conseguido traspasar el círculo. de triste oscuridad que rodea siempre al principiante, y se ha logrado hacer callar la envidia y quebrantar la indiferencia, conquistando, si no la completa benevolencia del público, su aquiescencia al menos, deber es del artista y del escritor avarizar en su carrera y ofrecer a su país los frutos de su inteligencia en toda su plenitud, persuadidos de que, si aquella generación no los aprecia, otra vendrá que recogerá con cariño sus obras y añadirá con ellas una hoja más a la corona que cada pueblo lleva en su frente, tejidas con las glorias literarias y artísticas de sus hijos.

Miranda es uno de esos hijos; Canarias debe enorgullecerse de haberle visto nacer en su suelo, conservando con cariño su memoria. Perdonemos al artista sus defectos, acor-
dándonos de sus desgracias.

Su misantropía es la revelación de un alma enferma, y cuando el alma se halla dolorida sólo anhela dejar su prisión y recobrar su libertad.

Tal vez a esta disposición de su alma debamos muchas. de las bellezas que campean en sus obras.

Pero, sea como fuere, su memoria debe siempre sernos grata y respetable; y cuando contemplemos cualquiera de sus cuadros, acordémonos que fue el iniciador de las bellas
artes en el archipiélago, que su pincel se empapó con frecuencia en lágrimas y que si no fue un Velázquez ni un Murillo, su nombre figura con honra y distinción entre los pocos
pintores, sus contemporáneos, a los cuales con frecuencia excede en colorido, invención y dibujo.

(I) Hace pocos años que en la sacristía de la iglesia del caserío de Juan Grande, propiedad de los señores Condes de la Vega Grande, se encontraron varios lienzos arrojados a un rincón, que habían adornado antes las paredes de la ermita, los cuales, limpios, restaurados por una mano hábil y examinados con atención por personas enten-
didas y competentes, se les ha tenido y tiene por cuadros de Murillo, pertenecientes a su primera época. Hay entre ellos una cabeza admirable, representando a San Bruno, que es una joya del arte.

(2) Creemos que no será inoportuno indicar en este lugar la época y circunstancias en que se inauguró en Canaria el primer .establecimiento dedicado a la enseñanza de las bellas artes en el archipiélago.

En sesión de 3 de abril de 1786, la Sociedad Económica de Amigos del País de Canaria, en presencia de su director, el lltmo. Obispo don Antonio de la Plaza, acordó instalar en Las Palmas una escuela de dibujo, suplicando al señor don Diego Nicolás Eduardo se prestara a ser su director, enseñando a algunos jóvenes el diseño, para lo cual se procuraría traer todos los útiles necesarios, a cuya invitación accedió el señor Eduardo.

V éase sobre el particular lo que nos dice el señor don José de Viera y Clavijo en el extracto de actas de la misma sociedad:

Con este antecedente se oyó con indecible complacencia la noticia que en 30 de abril de 1787 comunicó el señor director de la Sociedad, de que acababan de llegar de Madrid todos los utensilios y modelos que había S.nma. pedido para la escuela de dibujo, en concepto de que este cuerpo patriótico se encargaría de este establecimiento, bajo la dirección del señor don Diego Eduardo. Con efecto, inmediatamente se nombraron socios comisionados para la habilitación de bancos, mesas, etc., y se solicitó del nmo. Cabildo eclesiástico una sala del hospital antiguo de San Martín, la cual se compuso y aseó lo mejor que se pudo. Los mismos cuatro señores comisionados se aplicaron a disponer la apertura solemne en la víspera de la Concepción de Nuestra Señora, bajo cuya tutela se puso y dedicó la nueva escuela. El aparato fue vistoso y el concurso numeroso y lucido. El mismo fundador pronunció un discurso muy elegante, en el cual dio razón de los fines de aquel establecimiento y sus muchas utilidades.

(3) Cuentase que en sus últimos años le dominaba la pasión de la Aquella alma cansada y dolorida abandonó por fin su decrépito cuerpo el 2 de octubre de 1805, en la misma población de Añazu n Chninet (Santa Cruz de Tenerife), donde había vivido cons- tantemente desde su regreso de España, y fue sepultado en el Convento de San Francisco, sin que señal alguna diese a conocer a las futuras generaciones el lugar donde reposan sus cenizas. (A. Millares T. Biografías, 1978).

No hay comentarios:

Publicar un comentario