lunes, 9 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XXVII



EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XXVII




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1610 febrero 25.
El Vicario de la orden dominica del provi­sor del obispado, residente en La Laguna, la autorización de fundar un convento de su orden en Santa Cruz; además, como en el lugar se pa­decía de una falta de operarios de todos conocida, que hacía difícil y costosa una construcción de nueva planta, pedía que se les concediese la ermita de la Consolación.
Los conventos de la secta católica en Santa Cruz de Añazu
La transformación de las ermitas en iglesias parroquiales, exigida por la multiplicación de los feligreses, es un fenómeno corriente. Dos de las ermitas santacruceras obtuvieron una promoción diferente, pa­sando de capillas a conventos.
La primera de ellas es la que les cupo a los frailes de Santo Domingo.

Los predicadores tenían ya su convento en La Laguna. Pero, como los frailes viajaban mucho, por sus pleitos, sus limosnas o sus devocio­nes, era normal que buscasen arreglos para tener un hospedaje transito­rio o lo que se llamaba un hospicio o casa de apeo en el puerto. Tam­bién existieron casas de esta clase, de ellos o de otras órdenes religiosas, en el Puerto de la Cruz y en Garachico. En cuanto a Santa Cruz, pare­ce que se les había dado la posibilidad de pernoctar en la ermita de la Consolación o en alguna dependencia de la misma. Lo cierto es que el obispo Francisco Martínez de Ceniceros, en una visita pastoral cuya fe­cha desconocemos, pero que se sitúa entre 1601 y 1607, mandaba «que en la ermita de la Consolación no pueda vivir ni viva ningún religioso de ninguna orden, así en los aposentos de afuera como en los de aden­tro, y que no viva más que el ermitaño» y encargaba la ejecución de es­te mandato al beneficiado del lugar, recalcando que «aquellos aposen­tos suelen ser para los que vienen allí a visitar o a novenas».
Si se prohíbe a los frailes que vivan en la ermita, es que había al­guno que lo hacía. Ellos consideraban que se trataba de visitas, como las que se acostumbraban y que el mismo obispo consideraba como le­gítimas y autorizadas; sólo que la visita se hacía demasiado larga y em­pezaba a tener visos de ocupación. La táctica se entiende, si se tiene en cuenta que Santa Cruz era casi la única población de cierta importan­cia de la isla, que hasta entonces se había quedado al margen de los beneficios de una fundación de religiosos regulares. Al no dar resultado el establecimiento pacífica y tácitamente consentido, los frailes pa­saron a otros procedimientos más regulares.

En 25 de febrero de 1610 el vicario de la orden solicitó del provi­sor del obispado, residente en La Laguna, la autorización de fundar un convento de su orden en Santa Cruz; además, como en el lugar se pa­decía de una falta de operarios de todos conocida, que hacía difícil y costosa una construcción de nueva planta, pedía que se les concediese la ermita de la Consolación. El provisor abrió la información que se acostumbraba hacer en tales casos, y el 27 de febrero consultó a varios vecinos de Santa Cruz. Los testigos, que habían sido indicados por los frailes, opinaron todos que la fundación de un convento era una cosa santa y de gran provecho para las almas de los vecinos. Al darse mayor publicidad a los procedimientos seguidos, el 2 de marzo se recibió una oposición y protesto en forma de tres vecinos del lugar, uno de ellos el bachiller Mateo de Armas, que expusieron en nueve razones por qué no se debía permitirse la fundación de los dominicos. Se reducían es­tas razones a que el lugar era tan pobre, que no podía siquiera atender las necesidades más urgentes de la parroquia. Las demás explicaciones sobraban: los vecinos eran pocos; el cura y el capellán no tenían mu­cho que hacer; el beneficiado había opinado que un convento sería buena cosa, pero era porque estaba enfadado con sus feligreses, quería marcharse a La Laguna y había prometido dejar tras sí una plaga de frailes. Además, los pozos donde iban las mujeres a sacar el agua esta­ban cerca del lugar en que se pretendía fundar, y esta proximidad no parecía cosa tan santa como lo demás.

Tales reparos eran pintorescos, pero jurídicamente insuficientes. El provisor acabó concediendo la licencia que se le pedía; tanto más que, en el entretiempo, los frailes habían hallado ya un arrimo mejor. Los más ricos vecinos de Santa Cruz y quizá de la isla, los dos herma­nos Luís y Andrés Lorenzo, regidores, habían aceptado el patronato de la futura fundación dominica y se obligaban a fabricar el convento con su iglesia y capilla mayor, dotándola con 35 ducados de renta per­petua, a cambio de la promesa de los frailes de recordarlos en todas sus misas solemnes. Este compromiso se firmó en La Laguna, el 24 de marzo de 1610, por presencia del notario Tomás de Palenazuela.
Al principio, los frailes, tuvieron que conformarse con los aposen­tos mediocres e insuficientes de la ermita. Se volvió a componer el altar mayor, que estaba ya terminado hacia 1620. Se habilitaron con las li­mosnas algunas celdas más. No había grandes problemas, porque los frailes eran todavía pocos cuando no cabían, los que sobraban iban a buscar refugio en otros conventos de la orden. Sin prisa, el convento se iba ensanchando; en 1660, tuvieron que pedir los frailes un solar, que les dio el Cabildo, porque ya se hallaban al estrecho. Al principio del siglo XVIII el convento estaba terminado; pero aquella obra, hecha a base de reparos, remiendos y ensanches progresivos, no había dado grandes resultados; «y, aunque estaba acabado, viendo que era muy cor­to, de obra antigua y de muy poca comodidad, se desbarató desde los simientos y se ha hecho todo de nuevo, como está».

En aquella época, en efecto, el convento conocía una época de prosperidad. Su riqueza consistía, además de las acostumbradas man­das y capellanías, en 33 casas en Santa Cruz, 43 fanegas de tierra en el pago del Perú, dos fanegas y media en El Peñón, 6 fanegas de viña en Tegueste y dos en Geneto, diez fanegas de viña e higueras en El Guaite y probablemente algunas fincas más. Tenía regular biblioteca. En 1789 contaba con 19 religiosos in sacris y 4 conversos; después, su número fue bajando, de modo que en los primeros años del siglo si­guiente sólo quedaban 8 frailes sacerdotes y dos legos.

Al desaparecer el convento con su iglesia, sin que nadie se haya tomado la molestia de describirlo, ignoramos cuál era su disposición interior.
Por las imágenes que de él se han conservado, su aspecto exterior carecía de monumentalidad; pero éste es el caso de todos los con­ventos de Tenerife, y de Canarias en general. En cuanto a la iglesia, se dispone de alguna documentación referente a sus capillas, pero no re­sulta fácil ubicarlas convenientemente en su interior. AJ no poderlas describir según su orden topográfico, que de todos modos carecería de significación para nosotros, es preciso esbozar lo que sabemos de su historia, según la cronología de su fundación.

La capilla mayor, terminada antes de 1620, se había vuelto a ha­cer a mediados del siglo XVII, por los canteros Juan Liscano y Juan González '" y, según todas las probabilidades, se fabricó por tercera vez en ocasión de la nueva fábrica del siglo XVIII. Tenía un retablo dorado del siglo XVII, que se conserva ahora en la capilla del Carmen de la iglesia de San Francisco. En uno de sus nichos se conservaba la talla de Nuestra Señora de la Consolación, imagen de la vieja ermita del puer­to, y otra del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmán. En el siglo XVIII la imagen antigua de la Consolación fue sustituida por los frailes por otra imagen nueva y mayor. El cambio se había verificado hacia 1730. «Luego que mudaron de imagen, cessaron los milagros. De algunos ay noticia que por tradición ha venido hasta estos tiempos, y es cierto que son muy particulares y de grande ponderación, y éstos no se continuaron por aver faltado el culto de la imagen». Los frailes inten­taron corregir su error y dejaron al culto las dos imágenes, colocando a la antigua en otro lugar; pero aun así, la devoción popular seguía sin­tiéndose defraudada.
La capilla de San Luis Beltrán era probablemente contemporá­nea del altar mayor. Era fundación de Francisco Rodríguez, piloto de Indias y vecino de La Palma, quien la vendió en 1629 al capitán Antonio Díaz de Vares, piloto como él, por haberse ido a vivir a su isla natal. Otro piloto, el capitán Domingo Díaz Virtudes, había fundado en 1662 la capilla de Nuestra Señora de Regla, en cuyo fa­vor dejó buenas rentas por su testamento.

El altar de Jesús Nazareno pertenecía a la cofradía del mismo nombre. Su retablo, terminado antes de 1666, fue costeado por Ama­dor González, vecino de Santa Cruz y mareante interesado en el tráfi­co de Indias. Este altar no ocupaba una capilla propia, sino que se ha­bía permitido su colocación en la capilla del Rosario. Al desbaratarse la iglesia del convento, el retablo y su imagen titular pararon en la iglesia parroquial de la Concepción.

La capilla del Rosario, propiedad de la hermandad del mismo nombre, debe haber sido fabricada a mediados del siglo XVII. La her­mandad era la más rica y más importante del convento; su libro de constituciones, que se había perdido, fue vuelto a componer en 1721 por el hermano mayor, capitán Patricio Leal. Todos sus demás papeles del siglo XVII se han perdido; su libro de cuentas empieza solamente en 1717 y su libro de actas en 1724. Entre las demás obligaciones de la hermandad figuraba la de sacar en procesión las imágenes del Cristo Predicador y de la Magdalena; y como no se podía sacar ninguna pro­cesión a la calle sin licencia del ordinario, la consiguió en 8 de marzo de 1682. También sacaba el Miércoles Santo a María Santísima; y el Viernes Santo llevaba comida de limosna a los pobres presos en el cas­tillo y en la cárcel real y después repartía las sobras en la puerta del convento. Salía a acompañar los entierros con su estandarte: contra es­te uso le puso pleito el beneficiado del lugar, en 1681.
El 1701, el prior del convento, fray Juan de Salas y Silva, conce­dió para el entierro de los cofrades cuatro sepulturas en la iglesia, con isla natal. Otro piloto, el capitán Domingo Díaz Virtudes, había fundado en 1662 la capilla de Nuestra Señora de Regla, en cuyo fa­vor dejó buenas rentas por su testamento.

El altar de Jesús Nazareno pertenecía a la cofradía del mismo nombre. Su retablo, terminado antes de 1666, fue costeado por Ama­dor González, vecino de Santa Cruz y mareante interesado en el tráfi­co de Indias. Este altar no ocupaba una capilla propia, sino que se ha­bía permitido su colocación en la capilla del Rosario. Al desbaratarse la iglesia del convento, el retablo y su imagen titular pararon en la iglesia parroquial de la Concepción.

La capilla del Rosario, propiedad de la hermandad del mismo nombre, debe haber sido fabricada a mediados del siglo XVII. La her­mandad era la más rica y más importante del convento; su libro de constituciones, que se había perdido, fue vuelto a componer en 1721 por el hermano mayor, capitán Patricio Leal. Todos sus demás papeles del siglo XVII se han perdido; su libro de cuentas empieza solamente en 1717 y su libro de actas en 1724. Entre las demás obligaciones de la hermandad figuraba la de sacar en procesión las imágenes del Cristo Predicador y de la Magdalena; y como no se podía sacar ninguna pro­cesión a la calle sin licencia del ordinario, la consiguió en 8 de marzo de 1682. También sacaba el Miércoles Santo a María Santísima; y el Viernes Santo llevaba comida de limosna a los pobres presos en el cas­tillo y en la cárcel real y después repartía las sobras en la puerta del convento. Salía a acompañar los entierros con su estandarte: contra es­te uso le puso pleito el beneficiado del lugar, en 1681.
El 1701, el prior del convento, fray Juan de Salas y Silva, conce­dió para el entierro de los cofrades cuatro sepulturas en la iglesia, con la condición de fabricar un arco y dos puertas, que costaron a la her­mandad 600 reales. Además, tenían en la iglesia otra capilla dedicada a la invocación de Cristo Predicador. Tenían buenas alhajas, entre ellas seis candeleros que pesaban 80 onzas de plata, un trono donado por Nicolás Final y del que sólo la plata había costado 800 pesos. Para la fiesta del Jueves Santo, el hermano mayor Roberto de La Hanty había dado en 1750 una urna vestida de plata, hecha en La Laguna por el platero Pedro Bautista; en 1775 «la hurtó en la mayor parte el maestro platero Pedro Peníche, a quien se le había entregado para blanquearla y componerla» y su arreglo había costado 1.308 reales. En 1792, por decreto del provincial de la orden, se mandó que el prior y convento no saquen las alhajas de la hermandad sin acuerdo de ésta. Poco antes, en 1789, se había formado una cofraternidad con las demás herman­dades del Rosario existentes en la isla, principalmente en La Laguna, La Orotava y Güímar.

Desde 1730, cuando menos, el convento sacaba a la calle la procesión del Santísimo Nombre de Jesús, que había sido autoriza­da por una bula papal de aquella fecha. Alrededor de esta fiesta se organizó poco después una hermandad del mismo nombre, cuyas constituciones, formadas en 24 de enero de 1746, fueron aprobadas por el obispo fray Valentín Moran en 17 de marzo de 1756. Había sido fundada por 16 vecinos del lugar. No tuvo capilla propia; en 1770, Diego Cabrera Calderón les ponía a disposición una capilla que él acababa de fabricar en el claustro, inmediata a la portería del convento; en 1800 se reunían los hermanos en la capilla de Jesús Nazareno.
Hubo también en la iglesia una capilla de San Jacinto, comprada en 1723 por el capitán de artillería Teodoro Garcés de Salazar, vecino de La Laguna. El nuevo patrono convino en 1734 con los artilleros de Santa Cruz para poner en aquella capilla una imagen de Santa Bárba­ra, patraña de su arma, con la obligación de costear su fiesta y sin ce­der él nada del patronato. Otras capillas de que se tiene noticia son las de San Antonio de Padua y San Francisco Javier, esta última situada al lado de la del Rosario. En el claustro había varias capillas; además de la ya mencionada, se sabe de la que fundó en 1730, debajo de la media naranja de la escalera principal costeada por él, el capitán Se­bastián Patricio Leal, poniendo en ella sepultura y altar con el cuadro de la genealogía de Santo Domingo de Guzmán.

Él segundo convento que se erigió en Santa Cruz fue el de la or­den de San Francisco. Había empezado como el primero, por medio de una instalación tácita, sin fundación ni más requisitos o licencia, en la ermita de San Telmo. En 1650 se habla incluso de un padre Andrés Márquez, vicario in capite del convento de San Telmo, anticipando so­bre una fundación que en realidad no se llevó a cabo. Como en el caso de la ocupación de la ermita de Regla, hubo protesta del beneficiado, seguida por pleito en el Consejo de Castilla, que mandó la expulsión de los frailes por su auto de 25 de junio de 1650. Los frailes apelaron, protestaron, representaron, y fueron precisos dos autos más, en 13 de septiembre y 12 de noviembre de 1651, para poderlos obligar a aban­donar la ermita.

Como los dominicos, tuvieron suerte, pero en otra ermita dife­rente. Empezaron esta vez por donde debían empezar, pidiendo al Consejo la licencia de fundar. Por real cédula de 21 de febrero de 1676 se cometió a la Audiencia de Las Palmas la información sobre lo solici­tado, que se hizo en Santa Cruz, el 14 de mayo de 1676. Los frailes presentaron testigos a su favor; la iglesia negó el interés y la posibilidad de subsistir del segundo convento, haciendo información de su propia pobreza y presentando inventario de las míseras alhajas de su sacristía. Pero debió de considerarse que dos conventos no eran demasiados para un lugar de más de 500 vecinos, porque por real cédula de 22 de sep­tiembre de 1676 se autorizó la fundación de los franciscanos. Todo aquello se había conseguido con una rapidez que parece indicar que la orden tenía buenos valedores en la Corte.

Seguidamente se instalaron los frailes en la ermita de la Soledad, que les cedió su fundador, Tomás de Castro Ayala, por escritura entre partes, firmada el 25 de abril de 1677. La donación se componía de tres sitios de 150 pies de largo cada uno, por encima de la iglesia pro­piamente dicha, y el edificio de la ermita con su retablo puesto, un Ecce Homo, una imagen de la Soledad y varios ornamentos del culto; además de 2.000 quintales de piedra de cal y una puerta de cantería, obligándose también el donante a fabricar por su cuenta la capilla ma­yor, a cambio del reconocimiento de su patronato con los derechos que de él se derivaban. Al día siguiente, 26 de abril, se entregó la ermi­ta al síndico del nuevo convento, y con la misma rapidez pasaron a instalarse los frailes.
No fue tan rápida la edificación de la capilla ma­yor, porque el patrono, por razones que ignoramos, no cumplió con aquella obligación. Tomás de Castro Ayala falleció dejando el patrona­to incluido en el mayorazgo que había fundado en favor de su hija, Bárbara Ángela Carrasco y Ayala, casada con su primo, Sanmartín Ca­rrasco, por escritura fundacional que había otorgado en 1.° de sep­tiembre de 1682, ante Mateo de Heredia; pero el nuevo patrono no parece haberse mostrado más activo que el primero.

Mientras tanto, los frailes se instalaban como mejor podían en su nuevo convento, que habían dedicado a San Pedro de Alcántara. Al principio, las condiciones y comodidades eran bastante precarias. Con una limosna de 300 pesos que habían recibido del obispo García Ximénez, pudieron fabricar un cuarto, o eventualmente dos, para residencia de los conventuales, y lo que el obispo llamaba «oficinas competentes», probablemente algún cuarto más, que servía provisionalmente de sa­cristía. Las obras, confiadas al maestro cantero Juan Luís Cano, estaban casi terminadas en 1680. Como iglesia seguía sirviendo la ermita de la Soledad. La fiesta del santo patrono se celebraba gracias a la renta del mismo capital dejado por el obispo y que, por lo visto, no había sido invertido íntegramente en las obras.
En realidad la casa no era pobre: los años siguientes presentan señales inequívocas de prosperidad. Es la época en que empiezan a contratarse trabajos más importantes, encaminados a conducir paula­tinamente a la realización del gran templo con que están soñando los frailes. De momento se van acumulando detalles. De 1690 a 1695 se han labrado las 26 sillas de madera de cedro y ébano y las tres baran­dillas destinadas al coro. De 1705 a 1710 se fabrica una torre de can­tería, sobre planos establecidos por un fraile del convento, José Pérez, y se colocan en la misma tres campanas. El fraile trazó también la capilla mayor, que se edificó en esta época hasta la cornisa, pero que só­lo estaría terminada en 1715, y abrió un arco de cantería que sería más tarde puerta de la nueva sacristía. El crucero y el arco de la capi­lla mayor fueron edificados por Andrés Rodríguez Bello, entre 1713 y 1715.

También fueron importantes, por lo menos económicamente, los trabajos que se ejecutaron en la misma época alrededor del convento. Por orden real de 9 de febrero de 1709, se aprobó una data de agua para las necesidades del convento, y se procedió a las obras que condu­cirían el agua desde las canales a la huerta. Esta huerta había sido formada en los sitios comprendidos en la donación inicial de Tomás de Castro Ayala; pero el solar era demasiado pequeño, y fue aumenta­do con tres sitios más, de la propiedad de Inés de Armas que había si­do dejada por ésta a la iglesia de los Remedios de La Laguna: los rega­ló al convento el obispo Conejero, en 4 de noviembre de 1720, a cambio de una obligación de misas rezadas. De este modo se formó una huerta bastante importante, tanto por su extensión como por el agua de que podía disponer. Con ayuda del mismo obispo se procedió entre 1719 y 1721 a cerrarla con muros.

La fábrica del convento y de su iglesia recibió un nuevo impulso gracias al apoyo del obispo Lucas Conejero, quien prefería residir en San­ta Cruz, y había elegido el convento franciscano para su morada, de 1718a 1724. Durante su estancia y gracias a su ayuda se compró el órga­no de la iglesia; se terminó el altar mayor, aumentando su altura y po­niéndole la techumbre; se doró el retablo y se pavimentó la capilla mayor con losas de Canaria y ladrillos de Holanda; y se acabó la celda llamada del obispo, con su corredor y escalera que permitía el acceso directo al coro. El retablo fue terminado sólo en 1730. En la misma época, en 1721, se había fabricado por Esteban Porlier la capilla de San Luís.

A pesar de las transformaciones y ensanches, el templo francisca­no conservaba su estructura de una sola nave, que había heredado de la antigua ermita. Sólo en 1760 - 1762 se fabricó la segunda nave, que sería la del Evangelio. La de la Epístola se hizo en 1775 - 1778 y de 1777 es la puerta de cantería de la entrada principal. También se amplió el local del convento, en que se gastaron 35.000 reales entre 1766 y 1769, para añadir ocho celdas de la residencia, con nuevo re­fectorio y cocina. Las últimas obras, que fueron las más importantes y se completaron con la recomposición y el nuevo dorado del retablo mayor, el enlosado de mármol de la iglesia, el nuevo órgano colocado en 1781 y la fábrica de la torre, deben mucho a la actividad del pro­vincial de la orden, fray Jacob Delgado Sol, fallecido en 14 de marzo de 1782, así como al apoyo del heredero en el patronato, el regidor Juan Bautista de Castro Ayala.

Los últimos trabajos habían tropezado con dificultades diferentes de las acostumbradas, que se relacionaban siempre con la escasez de los recursos. Ahora había que enfrentarse con otros problemas. La construcción de la nave de la Epístola tomaba el solar hacia el interior del convento, pero tropezaba con la fábrica de la residencia; de modo que hubo que desbaratar una parte de las construcciones interiores, «mudar el ángulo y fabricar casi todo el cuarto». En cuanto a la to­rre fabricada en lugar de la anterior, que debía de ser más modesta, ha­bía molestado mucho al beneficiado de la Concepción, cuya iglesia no poseía tan vistoso ornamento.
El beneficiado no podía oponerse en justicia a que la torre del convento fuese más alta que la suya. Pero los frailes habían puesto en la torre cuatro campanas, y el beneficiado halló que existía una vieja bula de principios del siglo XV, que prohibía a los conventos el uso de más de una campana, y en su virtud presentó queja al ordinario. La verdad es que desde antes el convento poseía por lo menos tres campanas, que constan por ejemplo en su inventario de 1708; pero hasta entonces no se habían manifestado de manera tan escandalosa, desde lo alto de una torre mayor que la de la parroquial. Los frailes se defendieron presen­tando una bula de Inocencio XI, de 12 de febrero de 1685, que deroga­ba a la anterior de Juan XXII, es verdad que en favor de la orden domi­nica. El obispo Cervera, que era franciscano de la reformación de San Pedro de Alcántara, dio sin embargo un decreto prohibitorio, obligan­do a los frailes a que bajasen por lo menos una campana. Como se tra­taba nada menos que del honor de su patrono, los franciscanos lucha­ron hasta llegar a Roma, donde consiguieron de Pío VI un breve que les autorizaba a poner en la torre las campanas que quisieran. El benefi­ciado se vengó mandando fabricar para su iglesia una torre todavía ma­yor; y los franciscanos duplicaron cargando la torre con hasta cinco campanas, la última de ellas colocada en 1792.

Como se ha visto, el convento había empezado modestamente. Al principio no tenía categoría suficiente para recibir novicios o admi­tir profesiones, cuyo privilegio sólo tenían en la isla los conventos de La Laguna y La Orotava. En la segunda mitad del siglo XVIII llegó a formar una casa bastante importante. En 1789 contaba con 24 mora­dores, de los cuales 16 sacerdotes, un religioso de coro y siete herma­nos conversos en los primeros años del siglo XIX, su número se ha­bía reducido a 15 frailes sacerdotes y 3 legos. Tenía estudio y escuela, con dos salas que se fabricaron en 1775 para este uso, y una biblioteca bastante discreta.
Durante su larga estancia, el obispo Conejero había dotado tam­bién el convento con otra dependencia menos envidiable, una cárcel del partido eclesiástico, que había mandado fabricar al mismo tiempo en que establecía un vicario foráneo en Santa Cruz. Es de suponer que no la visitaron muchos frailes; los franciscanos de Santa Cruz te­nían la reputación de devotos y aplicados a sus deberes. A pesar de ello, no faltaron los abusos, normales en toda comunidad y general­mente provocados por gentes de fuera. Se les ha achacado el de per­noctar fácilmente fuera de su casa: pero se trata de la interpretación equivocada o mal intencionada del incidente provocado por la presen­cia, en el Hospital de Desamparados, de un fraile sacerdote encargado un retablo y una imagen de este santo, costeados ambos por José Ascanio debían de adornar una capilla propia, que no sabemos si es la misma del claustro, de la que se declaraba patrono, en 1732, el capitán Pedro Castellano, natural de La Palma, gobernador del fuerte del Cal­vario en Santa Cruz. En cuanto a la capilla de Candelaria, había sido fundada hacia 1730 por el coronel Roberto Rivas.

Desde la primera década del siglo XVIII se había traído de España una imagen de alabastro de la Purísima Concepción, que tuvo capilla propia; poco antes de 1739 se le dotó con un escapulario bordado con oro y plata, trabajo de Genova, donado por el coronel Francisco de Astigarraga y se le doró el nicho y la peana, pintándose también su ca­marín, todo por cuenta del capitán Francisco Castellanos. En los in­ventarios se indica también una imagen de bulto de San Patricio, la­brada en Tenerife y pagada por Roberto de La Hanty en 1745; otra de San Judas Tadeo, de igual fecha y probablemente de la misma proce­dencia; otra de San Francisco Javier, colocada en 1753. El presbiterio, de cantería de Los Cristianos, fue terminado en 1738 y costeado por el mismo coronel Astigarraga129. En la iglesia están sepultados, además de Esteban Porlier, fundador de la capilla de San Luís, los comandantes generales Luís Mayoni y Salazar, fallecido en 25 de agosto de 1746, y Domingo Bernardi Gómez Ravelo, fallecido en 23 de marzo de 1767.
En el convento franciscano existía desde 1680 un instituto de la tercera orden franciscana, que había sido introducida por el capitán ge­neral Félix Nieto de Silva. Sus estatutos fueron aprobados el 17 de enero con la administración de los sacramentos, y que luego se determinó no debía ser religioso regular.

El convento ha desaparecido a raíz de la exclaustración. Lo que era huerta se ha transformado en Plaza del Príncipe; los dos patios y los edifi­cios de la residencia han sido derribados y en su lugar se han edificado lo­cales administrativos. La iglesia del convento se ha conservado; pero en su interior las capillas han sufrido numerosas transformaciones, tanto en su advocación como en su ornato. El retablo del altar mayor, considerado a menudo como el mejor de Santa Cruz, no se distingue sólo por su mé­rito artístico, sino también por sus dimensiones, ya que tiene once me­tros de alto; entre otras imágenes, conserva a la de Nuestra Señora de la Soledad, patrona de la antigua ermita que se elevaba en este lugar.

La capilla del Evangelio, dedicada a la Virgen del Retiro, se había terminado en 1718. La otra colateral, dedicada a San Luís, era fun­dación de Esteban Porlier (1682-1739), cónsul de Francia, quien la fa­bricó en 1721-1722 y la dotó con una imagen del santo por escritura de 3 de abril de 1721, ante Domingo Cabrera Arbelos. El hijo del fun­dador, el regidor Juan Antonio Porlier, cedió esta capilla a la nación francesa; lo cual no dejó de ocasionar algunos roces, entre las perso­nas que luego se consideraron con algunos derechos a su propiedad.
La capilla de San Buenaventura, cuyo retablo se acabó en 1727, había sido fundada a solicitud del padre fray Francisco de Buenaventu­ra Sardo. En 1733 estaba ya terminado el retablo de otra capilla, de­dicada a San Antonio de Padua. Esta última, al igual que la de San José y la de Nuestra Señora de Candelaria, estaban situadas en la nave de la Epístola, pero eran anteriores a la fabricación de esta nave: la ex­plicación de esta circunstancia es que habían sido fabricadas fuera del templo, y se hallaron integradas en la nave al haberse edificado ésta. La historia de la capilla de San José es confusa. Desde antes de 1708 había de 1717. En 24 de septiembre de 1723, el convento le hizo cesión, para las necesidades de su culto, de la capilla del Retiro, que los terciarios ha­bían fabricado a partir de 1712 y que después se llamó de los Dolores, junto con un sitio contiguo que se aprovechó para fabricar en los años siguientes una sala de reuniones. Es de suponer que la capilla se quedaba pequeña, porque ya en 1717 eran 140 los hermanos. Sin duda por esta razón, se tomaron en 1760 las salas de junta y de depósito, para fabricar una nueva capilla, mayor, bajo la advocación del Señor del Huerto. Esta se terminó en 1763, con dinero conseguido en base de una lotería y en parte con limosnas de las familias Forstall y Russell. La imagen titular había sido adquirida algunos años antes. Los hermanos tuvieron con­troversias y disputas con las cofradías de la iglesia parroquial, sobre la precedencia en los entierros. En 28 de agosto de 1756 consiguieron un breve papal que les reconocía el derecho de preceder en las procesiones a cualquier cofradía de legos; a pesar de ello, no parece que los ánimos se hubiesen aquietado, hasta que en 10 de febrero de 1769 recayó segunda sentencia en favor de los hermanos terciarios.

La orden de los agustinos no llegó a fundar convento en Santa Cruz, a pesar de haber sido la primera en implantarse en el lugar, don­de continuaron residiendo durante más de dos siglos. Desde mediados del siglo XVI, y probablemente desde antes, los agustinos aparecen co­mo patronos de la ermita de la Consolación y propietarios de terrenos en la zona circundante incluso después de suprimida la ermita, tu­vieron casas en el lugar, que le producían algunas rentas. En el siglo XVIII tuvieron en el puerto un hospicio: no sabemos si debe entenderse como asilo para los pobres o, más probablemente, como casa de apeo para los hermanos de la orden. La segunda explicación parece más plausible, porque aquella casa era muy pobre. Estaba situada en la calle de la Marina, al norte y a corta distancia del baluarte de San Pedro; la casa en que estaba instalado, estaba señalada por fuera con una cruz, que sobrevivió al hospicio y se conocía todavía a fines del siglo XIX con el nombre de Cruz de San Agustín. La casa tenía oratorio y estaba ad­ministrada por un presidente. Por su pobreza, Etienne Dufau, merca­der francés avecindado en Santa Cruz, le dejó por su testamento, en 1760, una limosna de 400 reales, para pagar 200 misas rezadas en su­fragio de su alma. Por razones que ignoramos, probablemente por falta de recursos, el hospicio agustino fue clausurado en 1767.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 423 y ss.).

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