sábado, 17 de agosto de 2013

EL CONTRABANDO DE LOS CRIOLLOS CANARIOS CON LAS OTRAS COLONIAS EN AMERICA






Eduardo Pedro García Rodríguez
 “En esta situación, en medio de tantas trabas, limitaciones y prohibiciones, la forma de comercio más beneficiosa es el contraban­do. Este podría definirse, de manera quizá algo paradójico, como la respuesta de la libertad al desafío del monopolio. No es ésta una ma­nera de darle la razón al contrabandista, sino de quitársela al monopo­lista. El contrabando es característico de ciertas situaciones de penuria o de presión fiscal, de que se aprovecha el detentor del monopolio pa­ra imponer su ley o, más exactamente, para hacer su agosto. El contra­bando nace bajo la presión de la demanda: no desaparece con ella, si­no que se muere de su muerte natural, a partir del momento en que el detentor del monopolio no teme más, o no puede oponerse ya a la presión de las realidades y acaba declarando legal lo que ayer no lo era. Por algo el contrabando no es un delito, sino una infracción.

Esta infracción es una constante de la economía canaria, porque también son constantes las condiciones adversas de la misma. Las islas fueron incluso una especie de central del contrabando atlántico pa­ra algunos historiadores, la misma economía canaria se define a partir de este carácter, como un «prototipo de deformación fraudulenta por imposiciones exteriores». Hay cierta exageración en esta definición, porque supone una especialización que nunca fue tan excesiva ni ex­clusiva, y, por otra parte, porque el contrabando no es un mal canario. Desde este punto de vista, Cádiz también podría servir de prototipo, y Buenos Aires todavía más —para no salimos de las rutas del comercio insular. Así y todo, no cabe duda de que una gran parte de este comer­cio canario pasa por cauces que escapan a la vigilancia oficial. Sería erróneo buscar la causa de esta situación, como se ha querido hacer al­guna vez, en una vocación peculiar del comercio canario; sería más apropiado buscarla en las condiciones que se le habían creado y, como decía el historiador antes citado, en las «imposiciones exteriores». El comercio canario no puede vivir en circuito cerrado y su vocación es la libertad. Quizá es ésta la vocación de cualquier comercio en general.
Hasta cierto punto, el problema es vidrioso, porque el proceso de intenciones hecho al tráfico canario ha servido de base a todas las re­clamaciones sevillanas, así como a todas las prohibiciones reales. Debi­do a esta constancia en la acusación, la historiografía moderna ha con­siderado la culpa como probada y ha adoptado el mismo punto de vista. Nosotros no nos desviaremos de este camino: pero importa no desvirtuar las cosas. El contrabando ha sido floreciente en Canarias, sin que se pueda decir que ha prosperado aquí más que en otras partes del inmenso imperio español. Este imperio no podía ser gobernado todo desde Madrid o desde Sevilla: al empeñarse en su centralismo, la política económica española abría por todas partes las compuertas del fraude que, más que compuertas, eran también válvulas de seguridad.

El contrabando canario no debe, por consiguiente, considerarse en sí mismo, sino como un factor local dentro de un estado de cosas generalizado. No aparece tan exagerado como se le hace, cuando se considera que a fines del siglo XVII, el tráfico ilícito representaba las dos terceras partes del comercio español en su totalidad y que esta si­tuación se había agravado en el siglo siguiente; que de toda la co­chinilla que exportaba Nueva España en el siglo XVII, el 80% salía por caminos ilegales; que en Cádiz se burlaban los derechos de aduana en el mismo puerto y a la vista de los aduaneros que Buenos Aires ha sido «el puerto del contrabando por antonomasia», que ha prospe­rado en competencia con el anémico puerto gobernativo, estrecha­mente vigilado por la autoridad, de Portobello. Las Indias, asfixia­das por la penuria de los envíos regulares, no se han mantenido gracias a estos navíos, sino gracias al comercio clandestino canario (menos mal que era, a pesar de todo, comercio español), al contrabando de los portugueses, de los ingleses y de los holandeses.
Además, en Canarias, la mayor parte del contrabando no estaba en manos de canarios, sino de comerciantes y de navegantes sevillanos. Su pauta, siempre la misma, era fácil de seguir. El navio andaluz salía de un puerto del sur de España, con destino a Canarias y con el propó­sito anunciado públicamente de ir a comprar vinos canarios para con­ducirlos a España; pero luego, en lugar de ir a descargarlos en lugares permitidos, ponían el rumbo derecho a las Indias de Su Majestad. La Casa de la Contratación lo sabía perfectamente, como lo sabía también el Consejo de Indias. Todos sabían, por ejemplo, que así había pasado en 1610 y 1611, cuando once navíos habían salido de Sevilla con sus botas vacías, para cargar en Canarias vinos y manufacturas «en casi tan­tas toneladas como la flota que se despacha», para llevarlas luego a In­dias pero los castigados fueron los productores canarios, cuya per­misión para 1611 fue cancelada, a causa del «contrabando canario». Estos embarcos clandestinos fueron muy numerosos. Su clandestino dad parece más bien relativa, porque no es posible que la ignorancia del juez de Indias se haya extendido a tanto y que no llegasen a su noticia embarcos clandestinos que en Sevilla eran del dominio público.

Esto sentado no es menos cierto, y conviene repetirlo, que el contrabando fue una tónica constante del comercio canario. A finales del siglo XVI se consideraba que el contrabando pagaba cada año los 78.000 ducados, más o menos, del déficit del balance comercial cana­rio. Aunque resulte difícil calcular su importancia relativa, parece representar cerca de la mitad del movimiento comercial.

Las técnicas y las modalidades del contrabando son muy varia­das. Como es natural, los que lo practican disponen de «medios muy extraordinarios y exquisitos» para burlar la ley. Se pueden agrupar según el objeto que se proponen: se refieren a la salida o a la mercan­cía, cada una de ellas con el carácter de ilícita o de desviada.
La salida ilícita de Tenerife era relativamente fácil, sin dar cuenta al juez de Indias, o dándole cuenta con algunos «medios exquisitos» que todos conocían. Para burlar los gravámenes que pesan sobre la exportación a Indias, se había encontrado el expediente de salir desde San Sebastián de la Gomera, donde se pagaba el 2,5% en lugar del 6%: no era puerto habilitado, pero lo habilitaba una simple licencia verbal del juez. Los extranjeros, que no podían enviar mercancías a las Indias ni aprovecharse del registro, pasaban con algún vecino un contra­to de compraventa ficticio, bien del navío o de su carga, o de los dos a la vez, de modo que sólo aparecía el vecino. Esta misma práctica sirvió a menudo en el comercio luso-canario con Brasil: en estos casos, el navío solía hacer el viaje con dos maestres a bordo, el español que aparecía en los puertos españoles, y el portugués que no figuraba como maestre sino cuando el navío había llegado a Angola o a algún puerto de Brasil.
La salida desviada consiste en el aprovechamiento del registro ofi­cial, para un destino que en realidad no conviene, cuando no se puede conseguir otro destino mejor, por ejemplo, por haberse agotado el cupo correspondiente: en estos casos, el registro es mera cobertura legal, para poder salir del puerto con la carga y tomar después algún rumbo diferen­te. Este subterfugio era cosa muy conocida en el comercio con Brasil. Muchos cargadores toman a bordo vinos que declaran ir destinados a Brasil, porque es más fácil embarcar, ya que las exportaciones a Brasil no están contingentadas. Luego, los mismos cargadores no respetan los rum­bos anunciados, porque en la colonia portuguesa los precios son más ba­jos que en las españolas y, además, los portugueses no suelen pagar al con­tado. Lo que se estila es pedir licencia para Brasil, torcer el viaje para despachar la carga en Tierra Firme y al regreso ir directamente a alguna is­la portuguesa. Para hacerse admitir en Tierra Firme, hay muchos sub­terfugios que valen: se fingen vientos contrarios, o algún encuentro con piratas, o se tira por la borda el agua de beber, o se rompen los árboles y las jarcias del navío, o se da un barreño al casco para que entre un poco de agua, o se protesta que se está maleando el vino. Si no vale ninguno de estos pretextos, se desembarca y se almacena el vino en el puerto de per­misión, con orden de no venderlo, y luego se aprovecha la primera opor­tunidad para enviarlo a otros puntos de la costa, donde se sabe que tendrá mejor aceptación o desde donde le había sido pedido al transportista.
 La mercancía ilícita también puede escapar a la vigilancia del juez. De la salida clandestina es más fácil que se dé cuenta o que le avisen; mientras que las mercancías se pueden introducir en el último momento, burlando la vigilancia y aprovechando los descuidos. Precisamente allí es donde más se esmera el juez; de modo que, cuando se hacen bien las co­sas, se hacen con su anuencia. El fraude más corriente es el que juega con las cantidades. La Casa de Sevilla afirma que, cada vez que se consigue pa­ra Canarias un permiso de 500 toneladas, en realidad salen para las Indias 2.000 cuando menos. Hay en ello alguna exageración, pero no mucha.
El juez debe velar también para impedir la introducción fraudu­lenta de géneros extranjeros, que legalmente no pueden pasar a Indias más que por el conducto del monopolio sevillano, y luego gaditano. Pero el prohibirlos era una empresa desesperada. Los navios canarios no cargaban géneros extranjeros en los puertos, sino en alta mar, don­de se les acercaban los navios extranjeros y les ondeaban la mercancía prohibida, pasándola de bordo a bordo. En 1610 «llevaron gran canti­dad de mercadurías ondeadas de naos de los dichos estrangeros, que de todas naciones los llevan allí, en tanta cantidad que sobran para proveer de ellas a todas las Indias». También se pueden considerar como mercancía ilícita los pasajeros clandestinos, frailes y personas en­cubiertas. Los jueces tenían órdenes terminantes para no dejarlos em­barcar, pero en ocasiones sabían abrir la mano. Lo mismo pasaba con los esclavos, que no podían llevarse a las Indias sin licencia, pero se llevaban a vender, a pesar de las órdenes, bajo cubierto de alguna amistad o intervención de algún personaje poderoso.

La práctica de las mercancías desviadas es propia de los viajes de retorno. Para evitar esta clase de fraude, se había establecido que to­dos los navíos que iban a Indias debían regresar directamente a Sevi­lla, donde se podía examinar y fiscalizar más fácilmente su carga. El control sevillano se eludía por medio del invento llamado arribada, y que ahora llamaríamos caso de fuerza mayor. Su principio es el mis­mo que hemos visto regir en la desviación de las salidas. El viaje de retorno se hacía en condiciones de navegación difíciles, que provoca­ban a menudo la pérdida del rumbo y la desarticulación de las flotas.
La necesidad del contrabando inspiró a muchos que fingiesen arriba­das forzosas allí donde no las había; y como algunas veces las había de verdad, era difícil determinar en cada caso la buena o la mala fe de los navegantes. El Consejo de Indias había llegado rápidamente a la conclusión que todas las arribadas forzosas de Canarias eran frau­dulentas. Los jueces de Indias se permitían profesar una opinión diferente y demostrarse más tolerantes y comprensivos. En este ca­so, parece que no se les debe culpar mucho: las mismas residencias que se les toma a los jueces suelen hacer la vista gorda sobre esta clase de infracciones, en consideración a la pobreza y a las necesidades del país. A partir de 1652, el Consejo de Indias, a petición del Cabil­do, autorizó a los barcos canarios a que regresasen directamente a sus islas, con alguna carga de productos americanos: es éste uno de los ejemplos de contrabando que, por necesidad, se transforma del día a la mañana en tráfico legal.
Los productos americanos importados de este modo a Canarias, tanto por contrabando como por los medios legales del retorno autori­zado, rebasaban con mucho las necesidades del mercado insular. Era preciso darles una salida, con lo cual el primer contrabando originaba otro. Los productos que se traían de América se escogían de tal modo, que tuvieran aceptación en el mercado internacional: era el caso del añil, del palo de Campeche, del tabaco, del cuero. Parte de estos pro­ductos se llevaba a algún puerto peninsular, evitando la aduana de Se­villa pero en la mayor parte de los casos, entran en el circuito del comercio internacional.
De este modo, las islas Canarias, y la plaza de Santa Cruz en par­ticular, se han transformado en una central de redistribución de las mercancías americanas. No sólo de las colonias españolas: el palo de Brasil no llega, como debería, a Portugal, sino a Canarias, y de ahí a Flandes, y lo mismo pasa con los azúcares brasileños. El tabaco lleva­do de La Habana a Canarias se embarca en Santa Cruz para Inglaterra o Flandes para Francia, debido a las relaciones privilegiadas con este país, el contrabando se transforma en 1719 en comercio legal. En cuanto a cueros, Tenerife exporta anualmente unas 11.000 piezas, es decir, bastante más de lo que produce. El añil y el palo de Campeche tienen buena venta en los mercados de Londres y Amsterdam. Algu­nas veces se cargan en Tenerife navíos enteros con géneros de contra­bando. En 1647 se mandan a Londres artículos prohibidos en tres navíos diferentes.
La mercancía es propiedad de Duarte Enríquez Álvarez, recaudador de las reales rentas y por consiguiente persona por enci­ma de los inconvenientes que comúnmente puede tener el contraban­do; sin duda el interesado está preparando su próximo y definitivo traslado a Londres, donde se establecerá como importador de vinos ca­narios y hará profesión de enemigo de los españoles.
Para con los traficantes a la exportación, el juez de Indias solía mostrarse muy duro; quizá influía en su ánimo el cuarto que pertene­cía al juez en todos los contrabandos que se descubrían. Algunas ve­ces pudo beneficiarse, aunque ignoremos la cantidad de operaciones ilícitas que pudieron intervenir los jueces. De todos modos, el co­mercio ilícito no dejó de florecer. En Tenerife saben todos que se espe­ran navíos de partes prohibidas, o con pasaporte falso, o con mercan­cías que no deberían admitirse. A menudo los contrabandistas no ponen reparos a la hora de declarar ante notario los géneros que han introducido o que pretenden vender.

Todo se hace a la luz del día. No es misterio para nadie que el co­mandante general de la colonia marqués de Tabalosos «era el que principalmente dis­frutaba el comercio de Indias y, como se sabía que el modo de conseguir lo que deseaban era por interesarlo, daban a estos fines; y tuvo la bondad de volver algunas cantidades a algunos que las havían dado por algún fin que no consiguieron» prueba de que en el contrabando no falta la honradez profesional. Más tarde, todos saben que, para introducir géne­ros prohibidos, se debe pagar el 12% al comandante del Resguardo, don Antonio Silva, protegido del comandante general y poeta en sus horas li­bres, marqués de Casa Cagigal.

Lo grave no es que una política desa­certada haya producido estos efectos, sino que los mismos efectos se con­sideren públicamente con tan culpable indulgencia. Una orden real de 1790 mandaba «que las personas que se hayan ocupado en el contraban­do y no acrediten haberle dexado pasado tres años, no puedan obtener los oficios de república». Pasados tres años, todos los organismos ofi­ciales pueden estar llenos de contrabandistas arrepentidos.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 88 y ss.).

1601 diciembre 28.
El Cabildo colonial de Tenerife, dispone: “Que den 200 azotes y destierren perpetuamente a un barquero que trae clan­destinamente viajeros de Gran Canaria y los desembarca en playas remotas.



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