viernes, 23 de agosto de 2013

CAPITULO XV-XI



UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XI




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1603.
Los colonos de Tenerife pidieron licencia para "saltar" dos veces al año en Berbería. Estando permitido a los de Gran Canaria, alegando agravio comparativo. Rica la isla, mientras hubo abundancia de esclavos, al faltar quedó la tierra en barbecho, perdiéndose la caña, por ser los negros de Guinea “muy caros" y "los vecinos pobres" . No probable que obtuviesen respuesta, pues por entonces Rodríguez Coutiño, asentista oficial de la corona, monopolizaba la introducción de negros en Indias, el derecho a saltar en Guinea y cargar en los depósitos. (Luisa Álvarez de Toledo).
1603.
El capitán Luís Núñez lleva a Guinea, por cuenta de Cristóbal de Salazar tela, aza­frán, pimienta, clavos y canela por valor de 2.674 reales.  (AHP: 264/92).

1603.      
Francisco de Mesa, regidor del Cabildo colonial de Tenerife, pide licencia para rescatar esclavos que faltan de tal modo que “casi no se cogen acucares y se deja de labrar y coger muchos frutos”. (LL: R.XI/11).
1603 febrero 27. Fo. 6b.
A consecuencia de un edicto referente a las personas que celebran ceremonias judías, Malheos Pinero comparece ante la Inquisición y testifica que hace treinta y dos años vio como un fraile de la Orden de San Jerónimo le quitaba los tendones a un cuarto de carne, diciendo que así se asaría mejor. El testigo se acusa a sí mismo por haber hecho lo mismo un o dos veces en su vida, no sabiendo que era una costumbre judía, ya que prefería cortarse las manos antes que celebrar una ceremonia judía, pues es christiano viejo por ambas ra­mas. (Lucien Wolf, 1988)


1603 mayo 23.
Los colonos tratan de trasladar la Audiencia colonial a Tenerife. Juez visitador de ella:
“En 23 de mayo habían tratado los regidores sobre el punto importante de trasladar de Canaria a Tenerife la Real Audiencia. Y aunque parecía que esto era ceder el campo a Valderrama, se insistió fuertemente en lo mismo todo el año siguiente; y, con convenio del tribunal, que lo deseaba, se remitieron al diputado de la corte todas las representaciones, capitulaciones e in­formes que justificaban la utilidad de la preten­sión. Porque, no ignorando aquellos senadores que la Audiencia sólo se estableció en la Gran Canaria por tiempo de la real voluntad, con de­claración de que, si por algún respecto necesario conviniera que se mudase a otra de las islas, se pudiese, y conociendo por otra parte que Tenerife era el centro de todas las Canarias, la más po­blada, la más rica, la de más comercio y depen­dencias, no dudaban que esta mudanza acarrearía un gran beneficio a la provincia [1603].

Pero, mientras se sazonaban semejantes pro­yectos, quiso el referido ayuntamiento enviar su meditada diputación a Canaria, que desempeña­ron con garbo Pedro Soler y Alonso de Llanera, regidores [1605]. Ellos, no solamente exhortaron a aquel gobernador a la obediencia, sino que también requirieron al concejo de la isla para que, uniendo sus oficios a los de Tenerife, supli­casen al presidente de Castilla y al rey se sirviese enviar juez de residencia a Valderrama, con lo que cesarían las discordias. Canaria despachó con efecto dos mensajeros a la corte. El rey envió por visitador de la Audiencia a don Bartolomé Már­quez de Prado, del consejo de Navarra [1607]. Je­rónimo Valderrama tuvo sucesor en la persona del capitán Luís de Mendoza, y el ayuntamiento de Tenerife la gloria de haber traído la bonanza.

Apenas se había conseguido este bien, cuando don Francisco de Benavides, gobernador de Tene­rife, que había tenido tanta parte, murió en 5 de octubre [1608], después de haber sido testigo del estrago de la langosta que el año antecedente había obligado a llevar la imagen de Nuestra Seño de Candelaria a La Laguna y a votar a San Plácicido por abogado contra aquella cruel plaga. A su muerte dio ocasión a que, usando el ayunta miento de su antiguo derecho de proveer interinamente la vacante, ofreciese al mundo un nuevo testimonio de rectitud. Hallábase entonces en Tenerife el doctor don Jerónimo Chaves de Mor,  regente de la Audiencia, por lo que suplicó el cabildo que, con otros cinco regidores, comisión, dos por aquella elección, se dignase dirigir i acierto. El regente y comisionados nombraron e 14 de octubre al licenciado Agustín de Calatayu Costilla, que había sido teniente del difunto Benavides. El cabildo dio cuenta al rey, pidiend que se proveyese la propiedad en juez de letra Mas no se proveyó sino en el capitán don Juan de Espinosa, recibido en julio [1609]. Este fue el primero que tuvo título de superintendente y capitán a guerra de Tenerife y La Palma y fue aquél e cuyo tiempo tuvo orden superior el nuevo regente de la audiencia, el doctor Busto de Bustamanfc para averiguar si había que hacer alguna reforma en los títulos y repartimientos de estas isla; Prueba clara de que el espíritu de nuestras leyes agrarias, despertado en el corazón de los isleños con motivo de la comisión que en 1603 había tenido el licenciado Moro, no se había extinguid aun después de suspensa por resolución de I corte.” (José de Viera y Clavijo, 1978, t.2:80 y ss.)
1603 Abril 18.
Durante la visita a la isla Benahuare (La Palma) del Obispo de la secta católica  Francisco Martínez a la parroquia de San Andrés (municipio de San Andrés y Sauces en el Norte de La Palma), cuando dice entre otras cosas lo siguiente, al folio 105 vuelto: Otrosí: Porque a mi noticia ha venido que en algunos de los dichos lugares toman por devoción mayormente en tiempo de necesidad de agua de hacer procesiones fuera del término de su lugar en mucha distancia… muchas deshonestidades entre hombres y mugeres quedándose a dormir por los campos o quedándose atrás en tales procesiones en los barrancos y lugares escondidos con achaque de que no pueden caminar tanto… .
Eran muy curiosas las historias “picantes” derivadas de la manera tan voluntariosa, sobre todo extendida entre parejas jóvenes, de ir a procesiones o a cuidar ganado muy lejos de los caseríos. La relación entre las gentes, el ganado y sus santos produce en esta bella isla todo tipo de curiosidades y anécdotas.
1603 agosto 25.
Se en Santa Cruz de La Palma el monasterio de Santa Clara, de franciscanos, fue fun­dado por el regidor Juan del Valle, junto a una ermita consagarada a San­ta Águeda, protectora y abogada de la ciudad.
La ciudad de Santa Cruz de La Palma, en las dos centurias que nos ocupan—xvii y xvii—, no sufre grandes alteraciones en el trazado de su perímetro histórico, de acuerdo can el desenvolvimiento general de las urbes canarias.

Santa Cruz de La Palma, crece y progresa en estas centurias; su ca­serío se adecenta y aprieta; aumenta la urbe en densidad lo que pierde en holgura; pero en cambio si nos limitamos a contemplarla en el plano, la ciudad aparece estática, con la misma fisonomía que tenía en el siglo xvi. Su población en el siglo xvii ascendía a 3.679 almas, prueba irrefutable de este progreso ininterrumpido.

Los dos edificios acaso más notables de Santa Cruz de La Palma en el siglo xvi, la parroquia de El Salvador y las casas del Cabildo o Regi­miento, no sufrieron a lo largo de estos siglos transformaciones notables fuera de los cambios naturales en su decoración. La puerta principal de la parroquia fue restaurada y adicionada por el maestre de campo y re­gidor Luís van de Walle y Bellid, y en cuanto a la torre fue también re­hecha a expensas del obispo de la Puebla de los Ángeles don Domingo Álvarez de Abreu.

De los conventos del siglo xvt, Santo Domingo y San Francisco, am­bos de frailes, pudiera decirse otro tanto.

En cambio, durante las centurias que son objeto de nuestro estudio se fundaron en Santa Cruz de La Palma los conventos de monjas de Santa Clara y Santa Catalina.

El primero, el monasterio de Santa Clara, de franciscanos, fue fun­dado por el regidor Juan del Valle, junto a una ermita consagarada a San­ta Águeda, protectora y abogada de la ciudad. Las monjas fundadoras procedían del convento de Santa Clara, de La Laguna, y se encerraron en clausura el 25 de agosto de 1603. El monasterio prosperó en cortos años, ya que llegó a contar con más de 45 religiosas.

El segundo convento de monjas, el de Santa Catalina de Sena, de do­minicas, estaba emplazado en lugar frontero al monasterio de Santo Do­mingo. Fue fundado el convento de referencia, en 1624, por los patronos don Alonso de Castro Vinatea y doña Isabel de Abreu, y las primeras monjas, que procedían de Tenerife, se encerraron en clausura en 1626. El edificio era sencillo y estaba construido con arreglo a los mismos patro­nes de los conventos de la Orden en La Laguna y Puerto de la Cruz.

Por distintos lugares del casco urbano de Santa Cruz de La Palma, particularmente en sus arrabales, se hallaban diseminadas diversas ermi­tas, tales como las de San José, Santa Catalina, San Sebastián, San Fran­cisco Javier, la Luz, la Encarnación y del Planto.

Un autor del siglo xvín nos describe así el casco urbano de la ciudad: "Tiene una larga y hermosa calle, que corta la ciudad de un extremo a otro, con nobles edificios, y otra trasera, que sólo llega a la mitad; ambas, rectas y anchas; pero lo restante del pueblo está en ladera, como en an­fiteatro, con callejuelas pendientes y de molesto piso... Tiene cuatro puen­tes sobre sus dos barrancos".

Por lo que respecta al muelle de Santa Cruz de La Palma, construido a fines del siglo xvi de acuerdo con los planos y las instrucciones de Leo­nardo Torriani, sufrió en estas centurias diversas reconstrucciones y re­paraciones para remediar los daños producidos por los impetuosos em­bates del mar. Una de las reconstrucciones de que queda recuerdo fue la de 1728. El mar volvió a causar importantes destrozos en 1730, dos años más tarde; la reparación esta vez fue difícil y costosa, pero quedó ter­minada hacia 1735. (A. Rumeu de Armas, 1991, t. 3:442 y ss.)

1603 octubre 3.
El Cabildo colonial de Tenerife, en esta fecha decreta que: “Por enfermedad de pestilencia en Inglaterra, que no se admita en ningún puerto ropa de ves­tir, camisas, sábanas, manteles, pañuelos ni otro género de lana o seda.”

Las epidemias en el puerto de Santa Cruz de Añazu
“Mientras la asistencia al desempleo, a los ancianos y a los huérfa­nos se fundaba sobre todo en la iniciativa privada, la lucha contra la enfermedad se consideraba, no sabemos si como deber o como privile­gio de la autoridad constituida: ésta la veía y se la reservaba sobre todo en aquellos aspectos que se le antojaban más directamente relaciona­dos con los intereses de la colectividad, tales como la lucha contra las epidemias y la inspección sanitaria del puerto. Los procedimientos empleados son tan empíricos, y los resultados tan escasos como en el aspecto asistencia!, cuando no resultan francamente peores. Así como en el caso anterior faltaba un enfoque correcto del problema económico y social del desempleo, en este caso fallan los conocimientos médicos e hi­giénicos, de modo que cualquier medida dictada por la autoridad resul­ta caprichosa e ineficaz. La salud pública, tal como la entienden los re­presentantes de la ley, no puede esperar mucha protección de una época histórica y en una sociedad en que los conocimientos médicos de la ad­ministración se reducen al papeleo o a la brujería.
Cuando el siglo de la Ilustración empieza a permitir una visión más clara de las realidades, se observa que a la autoridad no le falta el interés ni la buena voluntad. Santa Cruz no huye del progreso, pero el progreso tarda mucho en manifestarse. Habrá que esperar hasta 1790, para que la alcaldía establezca una relación de causa a efecto entre las aguas sucias que corren por las calles al descubierto y la salud pública y que prohíba lo que el uso había admitido hasta entonces. Habrá que esperar hasta 1803 y la expedición oficial de la vacuna, para que llegue a las islas este poderoso profiláctico, aplicado por primera vez en Santa Cruz. En espera de estos cambios, la higiene pública es, en Santa Cruz como en todas partes, un misterio que la mayor parte de los interesados ni siquiera sospechan.
Aparte esto, las intenciones eran buenas desde el principio. La inspección sanitaria, como servicio público dependiente del Cabildo, existía desde los comienzos de la colonización. En 1499, al pasar a la isla los vecinos de Lanzarote que venían a poblar en Taganana, corrió la voz que el ganado que traían venía enfermo. Se abrió información, que dio por resultado una mayoría de testigos que afirmaban bajo ju­ramento que no había tal enfermedad: en vista de lo cual se acordó el desembarco del ganado en la playa de Antequera, para que fuese visi­tado por los regidores. No cabe duda que los regidores lo visitaron concienzudamente: las dudas empiezan cuando nos preguntamos has­ta dónde podía extenderse su ciencia veterinaria.

Mucho más tarde, a mediados del siglo xviii, la Aduana de Santa Cruz observa en un cargamento que llega de Genova una partida de «26 barriles de carne de puerco algo podrida, por lo que desmerece la mitad de su valor» significa que se da el caso de una rebaja en el arancel de impuestos que se le aplica, pero que no se da el de prohibir su venta al público. Vistas a distancia, todas las instrucciones sanitarias de aquella época son pintorescas o cómicas. A los ahogados que logra­ban sacar del mar, se les solía ahorcar por los pies, para obligarles a de­volver el agua que se habían tragado; pero al alcalde don Juan d'Escoubet aquella posición le parece penosa y manda que en adelante los dejen en la playa, sin tocarles, hasta que llegue el médico, que sabrá mejor cómo conviene tratarlos.

A nadie se le puede pedir más de lo que puede dar, y la medicina de entonces no daba para más. Bastante tenía que hacer con las enfer­medades. Entre las endémicas, parece que las más frecuentes eran el tabardillo y el flato. También era muy frecuente la sarna; según Glas, se explicaba por las cantidades de pescado salado que ingerían los isle­ños y, según otros, no era posible acabar con ella por existir una creen­cia vulgar, que afirmaba que a la persona que tuviese sarna le convenía guardarla. Hacia fines del siglo XVIII se habían multiplicado las en­fermedades venéreas, atribuidas por la opinión pública a la presencia en Santa Cruz de las tropas veteranas y de muchos prisioneros extran­jeros. Aparte algunas excepciones, son enfermedades corrientes en cualquier medio que ignore los principios de la higiene.
Eran particularmente numerosos los elefanciacos o enfermos del mal de San Lázaro, a quienes llamaban también lazarinos. En su visita pastoral de 1758-1759, el obispo Valentín Moran había reconocido en nueve pueblos diferentes de Tenerife más de un centenar de casos segu­ros y muchos dudosos. Un informe de 1779 estima su número en la is­la a unos 200 individuos. La Justicia tenía la obligación legal de recoger a los enfermos y mandarlos a los hospitales creados para su interna-miento. Pero lo malo era que en Canarias no había más hospital de San Lázaro que el de Las Palmas, donde no había sitio para todos. Los administradores sólo admitían a los enfermos que disponían de mejores rentas; en cuanto a los otros, se conformaban con una pequeña contri­bución para dejarles en sus casas. Debido a esta circunstancia, había enfermos por todas partes. «Andan en número crecido en el mercado, en las aguas, en la iglesia, de puerta en puerta y en los grandes concur­sos. Se nos ha informado que hay panaderas, zapateros y otros oficiales dañados». Antes, cuando había menos gente y por consiguiente me­nos enfermos, no los trataban con la misma lenidad. Al no tener cabida en Las Palmas, se había tratado de enviarlos todos a Castilla o hacer­les casa propia en Santa Cruz, «en lugar apartado, público y pasajero y aparte de dicha casa tenga humilladero do se hagan limosnas» para ase­gurar su mantenimiento. Este primer hospital de Santa Cruz, proyec­tado desde 1518, se ha quedado en el papel.

Pero el peligro representado por estas enfermedades es insignifi­cante, si se le compara con el de las epidemias. Estas llegan a las islas periódicamente, estallan con brutalidad y diezman rápidamente la po­blación. Todos conocen el peligro, todos tratan de mantenerlo a dis­tancia cuando ha sido señalado; pero los medios que se emplean, teó­ricamente no del todo inadecuados, resultan insuficientes en la práctica. Fueron numerosas las veces en que la epidemia pasó las ba­rreras frágiles que se le habían opuesto.
En 1506 hubo peste en las tres islas occidentales. Se dieron órde­nes para cerrar el tráfico de los puertos; pero se dieron tarde, cuando ya había enfermos en Santa Cruz y en La Laguna. Al no conocerse otro medio mejor para contener el contagio, del que se tenían ideas poco claras, se obligó a los que vivían en casas contagiadas de ambas poblaciones, a que se fuesen a vivir en Geneto, El Bufadera y el Valle de las Higueras, donde había mejores aires: es decir que se mandó ha­cer lo contrario de lo que se hubiera debido hacer.

Al año siguiente hubo peste en Andalucía. En Tenerife, se ce­rraron los puertos para los navíos procedentes de aquella región. Se nombró un guarda de la salud en el puerto de Santa Cruz, el pri­mero cuya existencia conozcamos, y se le encargó que no dejase acercarse ningún navío de Andalucía, sin asegurarse primero que ve­nía de partes sanas, recibiendo juramento y examinando la docu­mentación de los navíos. Pero la experiencia del año precedente no había dejado de surtir resultado, porque en el bando de Anaga había ahora muchos enfermos de pestilencia, entre los guanches que vivían separados de los españoles y que probablemente se hallaban menos inmunizados que éstos. Por tratarse de guanches más que por haber­se arrepentido de su error anterior, el Cabildo mandó que no saliese ninguno de su valle para juntarse con otras personas; y esta vez acer­tó por casualidad..
Hubo nuevas noticias de enfermedades epidémicas en 1568 y en 1579; y en ambos casos se dictaron medidas similares de interdicción del tráfico y de vigilancia redoblada en los puertos. Pero la epidemia de landres o peste que cundió en 1582 en Santa Cruz y La Laguna que importada en unas alfombras que venían de Oriente. Fueron tales sus estragos, que en una sola huerta junto a la ermita de San Cristóbal, que se había tomado para este efecto, se habían enterrado más de 2.000 víctimas. Como los habitantes huían despavoridos por todas partes, parece milagro que no se haya propagado la epidemia más allá de San­ta Cruz y de Tacoronte. En este último lugar y en La Laguna duró más de un año y parece haber cesado por septiembre de 1583, mien­tras seguía con toda su violencia en Santa Cruz. Para evitar el regreso del contagio, el Cabildo acordó cortar las comunicaciones de la ciudad con el puerto, poniendo guardas en el camino y fijando penas al que fuere osado de venir desde Santa Cruz, de 200 azotes no siendo noble, y de muerte si lo fuese. Es verdad que, más que acordonamiento sa­nitario, parece medida de represalia por la orden similar, pero en senti­do inverso, que habían dictado en meses anteriores el alcalde y el al­caide de Santa Cruz.

En 1601 volvió a entrar la peste desde Andalucía, esta vez por el puerto de Garachico. Habían llegado allí dos navíos grandes de Sevi­lla, cuya entrada en el puerto quiso prohibir el Cabildo. Uno de ellos entró a pesar de las órdenes, y a los pocos días cundió la pestilencia en el lugar. La Laguna pudo evitarla esta vez, gracias al cordón sanitario que puso en el camino de Garachico; pero hubo algunos casos de pes­te en Santa Cruz y en las tres islas occidentales.
Santa Cruz sufrió en 1701 una epidemia de fiebre amarilla o vó­mito negro, importada de Cuba y que se extendió luego a toda la isla, causando más de 9.000 muertes. En 1703 cundió otra epidemia de tabardillo, probablemente de la especie que llamaban pintado o tifus exantemático; debió de ser grave, ya que, según un testimonio con­temporáneo, «la más de la vecindad murió». En 1726 y 1727 se volvieron a tomar las medidas de rigor, a raíz de la epidemia de peste que asoló Napóles y el Mediterráneo oriental. La fiebre amarilla volvió en 1771 - 1772, otra vez procedente de La Habana, acompañada por el hambre y la escasez. No había terminado bien, cuando apareció «una especie de tabardillo, de que han muerto en este año y los antecedentes, con especialidad en esta capital y lugar de Santa Cruz» y que los médicos suponían se había introducido con las tropas estacionadas en el lugar.
Las epidemias de viruelas de que se hace mención en Santa Cruz fueron principalmente las de 1709, 1720, 1731, 1744, 1759 y 1780.
La última fue traída por el barco correo que había llegado de España el 3 de junio. Como procedía de regiones contaminadas, no se le ha­bía permitido bajar pasajeros; pero hubo algunos individuos del lugar que subieron a bordo, y por ellos se esparció el contagio, que pasó a La Laguna a principios de agosto. En noviembre había terminado, después de haber ocasionado 300 muertos en la ciudad y 240 en Santa Cruz, «número mucho menor que en las últimas». En la epidemia anterior, la de 1759, se había experimentado por primera vez en Santa Cruz y en Canarias la inoculación, por un médico inglés que iba en un barco en tránsito.

En el verano de 1782 habían aparecido con carácter epidémico unas «calenturas malignas o petequiales que llaman tabardillo y otras sanguíneas o sinocales, que tuvieron su origen en el puerto de Santa Cruz» y duraron varios meses. El médico del lugar opinaba que era epidemia; pero había cundido principalmente entre los más necesita­dos, de modo que cabe pensar en alguna enfermedad provocada por la desnutrición. Otra vez hubo viruelas en 1788 y luego en 1798, co­municadas por un barco procedente de Mogador. La primera de estas dos epidemias fue bastante fuerte para preocupar a los vecinos. El al­calde de Santa Cruz ofició en 4 de febrero al corregidor, pidiendo li­cencia para hacer procesión y rogativas en la iglesia al señor San Sebas­tián, a quien había elegido el lugar por especial abogado, y en efecto consiguió la autorización que solicitaba. Es ésta la primera ocasión en que consta la organización en Santa Cruz de rogativas en tiempo de enfermedades, con elección de un santo intercesor.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 345 y ss.)

1603 diciembre 14.
Los hijos y  herederos de Miguel Perdomo vendieron ante el escribano Francisco Zambrana, unas cuevas denominadas Arguayto situadas en el Valle de Ximenez, en Añazu, dichas cuevas habían sido morada del Mencey de Anaga Beneharo II.

La ciudad de Santa Cruz ha desarrollado sobre el suelo de un po­blado guanche, del que se han conservado numerosos restos. En el barranco de Santos o Araguy se han descubierto habitaciones y sepulturas guan­ches en el punto llamado El Becerril, en Salud Alto y en la altura de la Montaña de Guerra. Posiblemente todas las cuevas que se hallan di­seminadas en el barranco, y cuya historia ignoramos, han servido anti­guamente para uno de estos dos usos.
En la data de Gonzalo de Ibaute (17 de marzo de 1525) se hace mención de una cueva «en el barranco de Puerto de Caballos, que se dize Benchioo», y de otra cueva «arriba de Santa Cruz, que se dize Exineza»: no cabe duda que en tiempo de los guanches habían sido habitadas, quizá por el mismo Ibaute o por su familia. En Hoya Fría se han descubierto modernamente dos cuevas de habitación; en La Resbalada y en el barranco de los Moriscos, más allá del cementerio de Santa Lastenia, sendas cuevas sepulcrales. Hay yacimientos arquitec­tónicos de ambos tipos en toda la zona del Rosario, en El Tablero, El Sobradillo y El Chorrillo. Más al sur, en el Barranco del Hierro, que puede haber servido de límite entre el reino de Anaga y el de Güímar, se han descubierto en la primera mitad del siglo XIX varios esqueletos, de cuyo estudio sacó el célebre Quatrefages su teoría del parentesco entre los guanches y la raza Cromagnon. Otras cuevas de habitación se mencionan desde 1530 en tierras santacruceras que habían sido de Antón Viejo. En la montaña de Taco, en la zona llamada Enriscadero, había unas 16 cuevas mirando al mar, todas ellas de difícil acceso, y que habían servido de cementerio a los guanches'. En Geneto existía un tagoror o lugar de consejo, mencionado desde 1505 y cuya situa­ción no parece haber sido identificada.
Siguiendo por la costa en dirección noreste, en el actual camino de Santa Cruz a San Andrés había antiguamente una cueva sepulcral, conocida y mencionada desde 1574 con el nombre de Cueva de los Muertos". De San Andrés ya queda dicho que había sido zona de po­blación intensiva. En el barranco de Abicore, que ahora no sabemos identificar exactamente,(1) se citan en 1518 unas cuevas «que se llaman Tamore; y en Igueste hay tres cuevas que se llaman o se llamaban Las Betas y que habían sido moradas de guanches.

También había sido relativamente importante la densidad de la población indígena en la zona de Taganana, hasta el barranco de Al­máciga. En Taganana se han señalado modernamente cuatro lugares habitados " y un tagoror: de cuya presencia se deduce, quizá de mane­ra no del todo convincente, que aquel poblado debió de servir de re­sistencia a algún mencey.

En total, según las mejores y más exactas investigaciones, se han descubierto 22 yacimientos guanches en el territorio del antiguo reino de Anaga. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que este número só­lo representa los descubrimientos modernos, debidamente autentifica­dos. Todos ellos corresponden a los últimos 50 años, es decir, a- una época en que todas las cuevas accesibles habían sido vaciadas ya de su inventario arqueológico. En realidad los restos descubiertos anterior­mente deben ser mucho más numerosos; pero o no se han conservado o, si figuran en alguna colección, son inútiles por no haberse hecho en su tiempo la debida mención sobre el lugar del yacimiento.

De todos modos, estas indicaciones resultan insuficientes para permitir cualquier clase de cálculos o suputaciones referentes a la im­portancia numérica de la población de Anaga. Sólo cabe repetir lo ya dicho, que esta población fue importante relativamente, es decir, en comparación con la densidad de los demás reinos de la isla.

No sabemos mucho más del mencey o rey de Anaga. Lo que nos parece saber por medio del poema de Viana es mera ilusión poética; y lo demás es muy poco. El último mencey fue el que, tras haber reci­bido el bautismo una vez terminada la invasión y conquista, se llamó don Fer­nando de Anaga. Vivía en unas cuevas que decían Arguayto, en el Va­lle de Ximénez, y que fueron en el siglo XVI propiedad de los hijos de Miguel Perdomo y de su mujer, María Cabrera. En una data a Die­go de Salazar, que es de 25 de abril de 1517, se habla de un «barran-quillo que sale de las cuevas de la morada del rey, que se dice Binan-ca». Sabemos que esta data se refiere a tierras del Valle de Salazar o San Andrés. Parece que se debe deducir que el mencey disponía de más de una cueva de habitación, o que quizá una de ellas le servía de granero, o de cárcel pública o para cualquier uso relacionado con su gobierno.
Después de terminada la conquista, la toponimia del antiguo rei­no de Anaga ha sido profundamente modificada por los usos españoles. Es posible que en algunos casos se haya procedido a una simple traducción del nombre primitivo, cuando indica algún accidente to­pográfico o alguna característica del suelo: El Bufadera, Cueva Berme­ja, Valle de las Higueras, El Sabinal. De todos modos, muchos de los nombres guanches se han perdido. Algunos se han conservado en los documentos antiguos, pero, al haber desaparecido del uso corriente, no sabemos ahora a qué lugar determinado conviene aplicarlos. Otros se han integrado definitivamente a la toponimia española: Tahodio, Jagua, Igueste, Ijuana, Anosma, Anaga, Benijo, Taganana. En fin, en ciertos casos el nombre español conserva el recuerdo del antiguo uso indígena: El Bailadero, Roque de la Fortaleza.

En cuanto al término ocupado por Santa Cruz, sabemos que en la lengua de los indígenas se llamaba Añazo", nombre que se ha con­servado también en algunos documentos de la primera mitad del si­glo XVI: lo cual parece indicar que, en una primera fase, el nombre primitivo había sido recogido por los conquistadores, como era fre­cuente y como en los ejemplos ya mencionados. Ignoramos la exacta significación de la palabra guanche, si es que tiene alguna (2). En cuan­to a la extensión exacta de la zona que se conocía con este nombre, los historiadores antiguos están de acuerdo en aplicarlo al puerto de Santa Cruz, tal como existía en los siglos XVI y XVII y, para mayor cla­ridad, precisan que los primeros contactos entre guanches y españoles se habían verificado a través de los dos puertos de desembarco, Añazo y El Bufadero.

Es verdad que actualmente el antiguo surgidero del Bufadera se halla enclavado en la zona portuaria de Santa Cruz, sobre todo a raíz  de la moderna construcción del dique del Este. Sin embargo, parece evidente que tamaña confusión no era posible para los navegantes de los siglos pasados. El nombre de Añazo, si es cierto que corresponde al puerto de Santa Cruz, se aplicaba antiguamente a la ensenada limitada en sus dos extremos por el barranco de Santos y el de Tahodio, o sea, más o menos el puerto principal comprendido entre el muelle Norte y el muelle Sur. Este detalle no deja de ser importante, si se quiere com­prender el desarrollo de las operaciones de la conquista, así como el de la futura población.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998:26 y ss.)

(1)Abicore, Abicor, Abikure, es el nombre guanche del Valle de San Andrés, también conocido como Valle de Salazar, ya que a este colono negrero e invasor, se le dató en dicho valle con sus correligionarios guanches los Ibautes. NA.
    (2) Para el filólogo Dr. Ignacio Reyes la traducción de Añazo es la siguiente: Añazo. Tf. ant. Top. Nombre de la zona costera por la que hoy se extiende el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Expr. t. Añaza. añaso <  *an(i)-ǝnăsu, m. sing. lit. ‘el lugar donde pasar la noche'. *ani, loc. adv. de [N] ‘el lugar de / donde’.*ă-năsu (ǝ), ǝ-nsa (ǝ), n. vb. m. sing. de [N·S] ‘hecho de pasar la noche, dormir, guarecerse’.. NA.


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