sábado, 27 de junio de 2015

La sopladera medio que se yo



Cuando llegan los calores fuertes en verano, en la mayoría de los pueblos canarios empiezan las fiestas. También en los barrios de los pueblos grandes, cuando hay fiestas, se engalanan las calles, se hacen arcos con hojas de palmera, se ponen banderitas de papel y se colocan bombillos de colores alrededor de la plazoletilla en donde se celebran las verbenas.

La noche anterior al santo, es preceptivo el espectáculo pirotécnico con los fueguillos, pero sin duda alguna, el día más esperado es el de la fiesta principal en honor del santo o la patrona. Desde por la mañanita una orquesta toca la diana y el repique de campanas y los estampidos de los voladores despiertan a todo el vecindario. Cuando sale la imagen del santo después de la misa, las tracas de voladores asustan a los más chicos, ladran los perros y revolotean en el cielo las palomas. Los padres y las madres con sus hijos, luciendo sus mejores galas, esperan en el borde de la calle hasta que salen las autoridades, el cura, el santo o la santa y después, toda la gente a la que ellos mismos se unirán para seguir el recorrido procesional de costumbre. A los chiquillos es lo que menos les gusta. Quizás porque no comprenden el rito y la liturgia del seguimiento de la procesión.

Lo que más les gusta a los pequeños -sin duda ese es el verdadero placer de sentirse en fiestas- es, comprar un cartucho de turrones en los puestos turroneros, chupar un cucurucho de helado fresquito y darle la lata a los viejos para que compren una pelota de colorines de goma con una sopladera dentro y un elástico por fuera.

Otros, sin embargo, se conforman con pedir una pita de plástico y armar bulla con ella.

Algunos sólo tienen ojos para mirar los puestos de golosinas: manises garapiñados, turrones, algodón de azúcar, roscas y otras chucherías. También los hay que cogen una perreta porque quieren una sopladera grande. Sí, de esas que tiene el hombre de las sopladeras, en la punta de un palo de junco, como los palos de los voladores, pero más fuertes.

Manolín, el de Maruquita la de la esquina, cogió una parecida a dos cuando, en la fiesta de su barrio, le dijo a su madre que le diera los cuartos para comprarse una sopladera grande y que parecía una enorme pera. La madre le dio un esperrío y el muchacho se asustó.

-¡Quita pallí!.¡Una sopladera, ahora!. ¡Antojadizo!.¡Malcriao!. ¡Un soplamoco es lo que te voy a dar!. Humm... Manolín se quedó medio sorimbao durante todo el día de fiesta.

De la magua que tenía se le quitaron las ganas de ir a jugar con los primos del campo que llegaron la noche anterior para ver los fueguillos. Se pasó todo el día en la terrera jugando con una camioneta vieja de madera descolorida y oyendo el eco de los altavoces radiando canciones que se dedicaban los novios y las novias del barrio.

El abuelo de Manolín, el de Maruquita la de la esquina, se fijó en su nietillo y, como el que no quiere la cosa, se acercó al muchacho:

- ¿Qué te pasa, Manolín?.
- Oh, que mi madre no me da las perras para comprar una sopladera, de las que tiene el hombre abajo –dijo desconsolado el chico.

El abuelo sacó la petaca que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón, como haciendo que iba a sacar picadura, desamarró un pañuelo y cogiendo ocho duros sueltos se los dio al nieto.

-Toma, para que te compres una sopladera y con lo que sobre, vas al puestillo de los mantecados y te compras un molde de helado grande. Disfruta hoy que es la
fiesta.

Manolín cogió las perras y salió como un volador. Sus primos y amigos le vieron correr como un loco por la cuesta pabajo. Ni siquiera se fijó en ellos. Se fue derechito al puesto que tenía el hombre de las sopladeras y se compró una muy preciosa. Manolín, haciéndole caso a su abuelo, -era un chico noble y obediente- se pasó por el carrillo de los helados y se compró un mantecado y, mientras se lo lambiaba para que no se derritiera, iba echándole un ojo a la sopladera. Como si quisiera hablar con ella. ¡Estaba tan privado!.

Por la tarde-noche, desde su casa en el risco, se oían los ecos yendo y viniendo de la musiquilla de la verbena, abajo en la plazoletilla que hay al lado de la iglesia.

Antes de que sus tíos y primos fueran llegando a casa, Manolín ya estaba en su cuarto.

Se acostó lueguito aquel día y enseguida se quedó dormido. De su mano, por fuera de la cama, pendía un hijo y, en la punta, la sopladera grande cerca del techo del cuarto. Era encarnada y azul y tenía la forma de una pera gigante.

De pronto, la sopladera se puso en movimiento y levantó a Manolín de la cama.

Al principio se asustó un lambiaba pisquillo, pero al golpe, Manolín le fue cogiendo el gustillo a la cosa. Vio que la sopladera se agitaba, como si quisiera echarse fuera de la habitación y de la casa. Ya era de noche cerrada y apenas se veían unas cuantas luces abajo en los alrededores de la plaza. Manolín remontó el vuelo, mejor dicho, la sopladera. El, lo único que hacía era decir: - No, por ahí no, sino por aquí. Y la sopladera cogía rumbo.

-Vamos a ver los perros de la Plaza de Santa Ana. Acto seguido ya estaban planeando sobre las cabezas de las zoopiedras de la plaza mayor. Luego se le antojó ir al paseo de las Alcaravaneras para ver los barquillos de turismo y las lanchas motoras. Lo más que le encantó de la visita al puerto, fueron las maniobras que hicieron los botes de vela latina. Como si quisieran hacer una demostración para que Manolín los viera. Después se fueron a Las Canteras y allí vieron una cantidad del demonio de turistas, la mayoría de ellos rubios y coloraos como cangrejos de estar al solajero todo el día. Cuando estaban en el muelle fueron a ver los trabajos de estiba y el frío de los congeladores gigantes de los japoneses.

Volando, volando, se fueron a ver un entrenamiento de la Unión Deportiva en el Estadio de Ciudad Jardín. Como quiera que Manolín le iba cogiendo el gustillo al vuelo, se marcharon a ver el resto de la isla. Se fueron a la cumbre, a Tejeda, pararon un ratillo en el mirador y vieron los burros que hay allí para sacarse la foto los turistas que vienen a la isla. Se subió a la punta arriba del Roque Nublo y también del Bentaiga. Sintió el friíllo en los cachetes y notó que los tenía calientes a pesar del chirote y comprendió entonces por qué los niños del campo tienen los cachetes encarnados. De allí fueron al sur, a Maspalomas, a las dunas y volaron rastrerito cerca de la arena y pasaron por el enorme Faro. No tenía muchas ganas y no fueron a los pueblos nuevos que hay para los turistas en la zona del sur. Le daba un poco de pena, porque no había muchos canarios sino extranjeros. De repente le entró ganas de ver los aviones y se fueron derecho a Gando al aeropuerto.

-Ñoooo!. ¡Qué grandes! –dijo Manolín, viendo los aviones al tiempo que jalaba del hilo a la sopladera para que se acercara un poco más a ellos para poder verlos bien. El, también quiso volar y le dio por elevarse con la sopladera. Arriba, arriba, arriba, hasta que sintió como un temor y dándole un tirón que da miedo al hilo de la sopladera, dijo:

-Vámonos. Otro día seguimos con el viaje. –Acuérdate –le dijo a la sopladera que tenemos que recorrer todos los pueblos de las islas. Iremos a Tenerife a ver al gran Teide; volaremos a Lanzarote y Fuerteventura y pasaremos por La Graciosa.

Echaremos unos lances y con lo que se pesque comemos allí mismo. Tenemos que ver la Caldera de Taburiente, iremos a echarle un vistazo al Teneguía. También veremos los Bosques de La Gomera y pasaremos por El Hierro a ver cómo están los lagartos grandes. Volaremos rasito, rasito, en encima de las aguas del océano a ver si somos los primeros en encontrar la Non Trubada –San Borondón-. En fin... estoy cansado. Es mejor regresar que ya por hoy ha estado bueno. Otro día seguimos el viaje, ¿Vale?. Y le tiró un beso volado a la sopladera con la mano que tenía libre.

En la casa de Manolín, el de Maruquita la de la esquina, nadie durmió aquella noche.

Todos estuvieron pendientes de Manolín. La fiebre no se le quitaba ni por nada del mundo. Tenía casi siempre los treinta y nueve y seis décimas. El médico dijo que le pusieran paños de agua y vinagre en la frente, que eso era bueno –dijo el galeno cuando ya se marchaba de la casa. Hasta el abuelo de Manolín intervino en la atención y preparó un brebaje que era más amargo que la puñeta y, cogiendole la cabeza se la levantó un pisquillo y se lo dio a beber. El chiquillo pareció reanimarse después que el brebaje preparado por el viejo le pasó por el gaznate y se le empezó a bajar la fiebre.

El abuelo le meció los pelos y picándole un ojo, le dijo

-¿Eh, Manolín?, Anoche te divertiste un rato, ¿Verdad que sí?

El chiquillo no dijo nada. Miró al techo y vio una sopladera con el hilo suelto meneándose como un rabillo. Con el rabillo parecía que le hacía regañizas. Manolín
le tiro un beso y le picó señas. La fiebre se le fue bajando y el niño se quedó dormido.

Aquel día, todos quedaron más tranquilos en la casa de Manolín, el de Maruquita la de la esquina.

Jesús Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones Canarias. Primera edición 1998.
Edición especial año 2005/Infonortedigital
Glosario E.P.G.R.

Sopladera=Globo

Cuartos=Dineros

Perreta=Enfado

Esperrío=Grito

Sorimbao=Turbación del ánimo.

Como un volador=Disparado

Lambiaba=Chupaba


Pisquillo=Pedacito

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