lunes, 15 de junio de 2015

José Suárez

Hijo de pastores, padre de pastores, José Suárez es, cómo no, un pastor. Criado con animales, viviendo siempre entre riscos y cuevas, su gran querencia es el ganado. Los grandes y solitarios espacios del agreste paisaje insular son su espacio vital, por eso nunca se separa del garrote, la principal herramienta del pastor grancanario, casi una prolongación de su cuerpo que el sirve para bajar barrancos y cruzar peligrosos pasos que desafían la altura. Aunque pasen los años y sienta el pastor perder su juvenil fortaleza, las manos curtidas se siguen aferrando al suave garrote con la misma compostura de vigía silencioso de siempre, con la cabeza erguida y una dura vida a sus espaldas. [La Provincia, 16 de julio de 1994].


2. Nacido y criado en una cueva

“Yo fui criado en Los Pechos”, explica José Suárez, un pastor con el rostro y las manos curtidos por una dura vida entre montañas y barrancos. Su localización de los lugares no tiene conceptos de carreteras ni pueblos, por eso, en su aislamiento de Alto del Coronadero, al borde de un estrecho, profundo y oscuro barranco que no puede llamarse de otra forma que barranco Hondo, señala hacia el horizonte para explicar de dónde vino en su larga existencia cuidando ganados.
“¿No ve el risco de enfrente, llegando a la caldera de arriba?”, empieza a decir con detalle, salpicando su descripción geográfica de degolladas, riscos y cascales. En su largo recorrido llega hasta donde la mente guarda sus más viejos recuerdos. “¿Usted no ha visto unas cuevitas abandonadas allí, en el morrete, en la loma aquella, que si sube se ve la caldera?”, indaga, y antes de obtener respuesta da la información solicitada: “Allí estuve yo criado”.
A sus 67 años sólo hace 17 que ganado propio y mientras más retrocede en sus recuerdos, más terrible fue la miseria que sufrió. Es ahora cuando “más feliz ha vivido yo”. En ese pasado, ni tan cercano ni tan remoto, una cueva era la única posibilidad de vivienda para muchas familias, particularmente si se trataba de pastores, y la comida era tan sencilla como escasa.
Esa realidad convertida en angustioso recuerdo, le lleva a afirmar con toda crudeza que, “si me dicen qué quiero más, la vida que tenía en esos entonces o morirme, prefiero morirme ya”.
“Yo no quiero pasar lo que pasé”. Una frase en la que pone toda su alma para acompañar cada palabra, mientras su mirada es fija y el ceño se frunce sobre los ojos oscuros. Fue al terminar la guerra civil, con Pepe Suárez todavía un muchacho, que “estuvimos ocho años de mucha hambre”. Una cueva era el hogar de sus padres y la de él y sus hermanos. “Descalcitos y helados de frío en esas cumbres, coño, helados de frío y sin tener qué ponerse uno”.
Una cueva era el hogar de sus padres y la de él y sus hermanos. “Descalcitos y helados de frío en esas cumbres, coño, helados de frío y sin tener qué ponerse uno”
Sin ropa ni calzado
Sin ropa ni calzado, “dormíamos en unas traperas viejas, todos juntos, dentro de una cuevilla y después, al siguiente día, tenerte que levantar, todas las piernas rajadas, uno que hacía las vacas, otro hacía las cabras, otro coger monte, otro a coger leña”. Niños y adultos, jóvenes y viejos, sólo había una forma de sobrevivir y era trabajando de sol a sol.
De aquellos tiempos de miseria ha pasado hoy a tener el ganado más numeroso de la isla, con más de 1.700 cabras de las que obtiene unos 120 quesos diarios. Una intensa actividad productiva en la que participan su mujer y la mayoría de sus hijos e hijas. Él viviendo en la montaña largos períodos, cuidando las cabras que están preñadas en el Alto del Coronadero; su familia ordeñando el resto del ganado y haciendo los quesos en los corrales y las cuarterías de Tarajalillo Alto.
Encendiendo de vez en cuando un cigarrillo negro sin filtro [virginio], este pastor pasa muchas de las horas de soledad poniendo a trabajar sus manos, bajo un sol que lucha con su gastado sombrero negro. Zurrones ya no hace, porque sus gastados huesos le hacen padecer unos fuertes dolores en los brazos y columna si tiene que curtir, a fuerza de músculos, el cuero del animal, “echándole leche y jediendo pa los infiernos”, curtiendo y secando una y otra vez, para acabar unos zurrones con sus asas trenzadas que, al final, no cogen olor ninguno.
Construir cencerras es una actividad que sí practica aún. Cientos de cencerras han salido de sus manos, exclusivamente para su numeroso ganado. “Aún no he vendido ninguna”, aclara, porque “por menos de cinco mil pesetas no se pueden vender y no hay quien las pague”. Con plancha hace las piezas que, dobladas, se convierten en las características cencerras que cuelgan del cuello de las cabras. “Después hay que templarlas, hacerle los agujeros, hacer los badajos, embadajarlas, hacer los correones…”.
Menor es su producción de garrotes. Tan solo tiene tres, lo que no deja de ser una buena cifra para una herramienta con aspecto de lanza que le acompañará toda su vida. De hecho, uno de esos garrotes es su favorito, fabricado con riga hace 32 años y tan largo como para superar los tres metros.
“Este garrote ya ni se apanda ni se raja más”. Su extremo metálico, el regatón, es una afilada punta que él protege con una tela “para que no coja el ferrugio” y que difícilmente encuentra quien lo fabrique hoy día con su auténtica forma de copa.
Risquero y animoso
A sus año, Pepe Suárez ya no brinca con el garrote, a pesar de ser un hombre “muy risquero y animoso” para bajar por sitios difíciles. No por eso ha arrinconado el garrote. “Yo no puedo caminar por ahí arriba sin él”. Es una extensión más de su cuerpo, un símbolo de su dominio sobre el terreno agreste, una expresión de su idiosincrasia. “¿Sabe cuándo dejo yo el garrote atrás? Cuando las cabras están pariendo y tengo que llevar las baifas a la espalda”.
Para la era y los risquetes es bueno llevarlo, en los riscos es todo un peligro, asegura. “Con el garrote se fía uno y está a pico de riscarse al tirar la puya; en los riscos, no llevando ninguno, se agarra uno bien”. Lo dice desde la experiencia de quien se ha visto “si volaba o no volaba un risco”, recuerda perfectamente. “Estuve unos meses que ni podía dormir”, continúa, “¡es que me vi riscado!”.
Todo ocurrió por apañar unas cabras en un lugar conocido como Paso del Guirre, en las cumbres de Mogán. “Yo mandé al hijo mío más viejo a traer las cabras para acá y yo fui a ponerme a la punta del paso, a la punta del andén”. Asegura que en aquella época y para suerte suya todavía “era un artista”, pero al tirar la puya con el garrote “a una apoyata, una piedra me empujó al risco. ¡Oye!, yo no sé qué vuelta Dios me hizo, que hice ansina la vuelta y me quedé virado para el risco”. Consiguió volver a girar para evitar caer al vacío, pero el susto le quitó hasta el sueño.
“Yo he tenido que hacerme un dedero aquí”, y señala el dedo índice de la mano derecha, “de tirar tanta piedra cuando he ido a la Cumbre y estar sembrado aquí y sembrado allí”
Pastores como él van quedando pocos. “Los pastores nuevos no saben guardar una cabra”, dice pensando en lo difícil que era antes, cuando había mucha más tierra sembrada, guiar los rebaños sin perjudicar los cultivos. “Yo he tenido que hacerme un dedero aquí”, y señala el dedo índice de la mano derecha, “de tirar tanta piedra cuando he ido a la Cumbre y estar sembrado aquí y sembrado allí”.
Con el dedo destrozado, sin embargo, su puntería era y sigue siendo todo un ejercicio de precisión, para indicar a una cabra dónde no puede estar o hacia qué lugar dirigir sus pasos. “Eso son los pastores”. Unas piedras, algunos silbidos y la ayuda de un perro, bastaban para controlar cientos de cabezas de ganado, en los tiempos en que pastorear significaba recorrer kilómetros por barrancos y montañas, pasando por tierras áridas y por tierras cultivadas que había que respetar.
No es igual querer que gustar
Con un balde metálico echa de comer alfalfa deshidratada sobre unos canales de riego utilizados como comederos, según van regresando las cabras al corral. Las tiene sueltas por la montaña, libres pero controladas. “Hay que saber manipular con ellas”, advierte, “hay que saber lo que estás haciendo”. Y el secreto está en quererlas, porque “gustarle es una cosa y quererlas es otra”. Para más detalle lo ilustra con un ejemplo: “Es como usted gustarle aquella mujer, pero como la suya ninguna”.
Así consiguió él tener las 1.700 cabras de un rebaño que sólo eran cincuenta cuando lo compró. “A los tres años ya tenía 230… Y todavía hay quien me pregunta cómo le saco tanto rendimiento al ganado. ¡Lo sabría si se hubiera juntado con una persona que supiera!”. Su filosofía es tan sencilla como que “lo que le dan a uno a las cabras, hay que dárselos a ellas, porque es suyo y eso se lo he enseñado a mis hijos”.
No le importa el trabajo que den, siempre las lleva a donde más comida haya. “Yo necesito eso, sacar un cacharro de leche más, las llevo donde más pueden comer. ¿Por allá dan dos cacharros más? Por allá sigo”. Una comida que alterna con la que pone en los comederos y son miles de kilos cada día. “Los cuatro kilos de comida se los maman cada día y cada cabra –afirma–, durante el día y la noche: porque una cabra se come el kilo de millo, un kilo de alfalfa también se lo come, un kilo de pienso también se lo jinca, y hoja, aunque no tanto porque le hace más daño”.
El camión que le trae el millo viene cada ocho días con diez mil kilos. Pero siempre con la premisa de que “al ganado hay que darle campo, que campee”. Los corrales no son para encerrarlas, sino “para la sombra, porque cala mucho el sol”.
Al final, todo para el queso, el producto al que destina la leche que saca de tanto ganado. “Vendiendo la leche no dan ni para alimentarlas”, se queja. “La leche está ahora a 50 ó 55 pesetas, una cosa ansina”. Con esos precios “tienen que estar todas las cabras de tres litros para arriba y en este ganado sí, hay cabras que tienen tres, cuatro y hasta cinco, pero otras no dan sino medio, un pizco”.


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