sábado, 27 de junio de 2015

Andresín el marinero



En un pueblo pequeño, casi un barrio y muy cerca del mar, vivían varias familias de pescadores. Casi todas ellas se dedicaban exclusivamente a la ardua tarea de sacar para comer de lo que pescaban los hombres del lugar.



Las mujeres se dedicaban a salir por los barrios próximos a vender el pescado que cogían los marineros. Iban ataviadas con sus faldas grises y sus pañuelos negros anudados a la cabeza. En una bañadera de latón llevaban el pescado que tapaban con un fardo de saco de guano y en un balde, los pesos ennegrecidos por el marismo y el salitre y la báscula de mano con la que pesaban la venta. Regresaban por la tardecita, cansadas de tanto andar y después de lavar los atarecos en una acequia, en donde se mezclaban con otras mujeres que lavaban la ropa en los lavaderos cercanos a las fincas de plataneras.

En aquel pueblo no había escuela, pero tenía una ermita pequeña y los niños llegaban a mayores casi todos sin saber las cuatro reglas elementales y que son las necesarias para sacar mejor provecho en la vida.

Por eso la mayor parte del tiempo la dedicaban a jugar con los trajines propios del lugar.

Es decir, pescando en los charquillos, mariscando o pulpiando. Casi todos los niños tenían sus propias nasas que fondeaban en las proximidades del caletón y lo hacían a boya perdida, pues era habitual el robo por la perrería. Cuando cogían alguna cabrilla con caña de aire, llegaban saltando y dando vueltas de carnero sobre las rubias arenas de la playilla. Los viejos, desde el risco, los observaban con agrado y esperanza y, en sus rostros ennegrecidos por el salitre y la brisa, se mostraba una mueca de desesperanza. - ¡El mañana ...!. se decían. Y pensaban que lo que les hacía falta a los pollillos eran un maestro que los enseñara.

En los días de mal tiempo, se paralizaban todas las faenas de la mar. Las mujeres aprovechaban para tomarse un descanso en la tarea de vender el pescado casa por casa en los barrios y con la bañadera de latón a la cabeza. Viendo la mar enrebiscada y las olas salpicando fuerte sobre las peñas, sus pensamientos iban derechitos al recuerdo de los hombres y muchachos jóvenes que, en un día como éste, -decían entre lágrimas- habían desaparecido tragados por la negrura de las profundidades. Y por eso, es habitual el atuendo, con vestido negro y con el pañuelo negro a la cabeza de las mujeres que pregonan y venden el pescado por los pueblos de las islas. El trabajo del pescador siempre es duro y se debate entre la vida y la muerte cada día que sale a la mar a faenar.

Y no es raro tampoco, ver cerca de una peña de los alrededores del pueblo de pescadores, una cruz clavada, como señal inequívoca que por allí desapareció un pescador mientras estaba pulpiando en la base del risco, de esto hace ya muchos años. A los claros del día, la cruz aparecía adornada con flores frescas.

En las noches de luna clara, cuando los brillantes reflejos de las corrientes dibujan extrañas formas sobre la mar, las madres y esposas de los pescadores, a escondidas y casi en secreto, van a la punta arriba del risco a ver si, entre aquellas formas raras que se ven, aparecen arrastrados por la corriente los cuerpos de los desaparecidos seres queridos. Mientras, un perro en la noche ladra a la luna y las mujeres regresan a sus casas desconsoladas. Los ladridos del perro –dicen- traen malos presagios. Al siguiente día, volverían a realizar el mismo rito: el humano oficio de la espera.... Todas las madres esperaban ver llegar algún día fondeado en el caletón frente al risco, una gran embarcación y, desde los altos del puente de la nave, ver los saludos de sus hijos y maridos. Se negaba a creer que la desaparición fuera para siempre....

En una casita blanca, al lado de la pequeña ermita, vivía una familia de pescadores que también estaba abatida por la tragedia y el dolor. De los cuatro hijos que tenían Andrés y Candelaria, uno murió al riscarse siendo pequeñillo. Y, hacía unos meses, los dos mayores-Juan y Manolín- nunca regresaron desde el día que fueron a levar las nasas.

Sólo les quedaba el más chico de ellos: Andresín. La madre se pasaba el día llorando a lágrima viva. Andrés, el padre, estaba todo el tiempo yendo y viniendo a la punta arriba del risco, a ver si veía algo. En su casa se pasaba todo el rato con la cabeza gacha y tratando, a pesar de su inmensa desolación, de consolar a su afligida esposa, desesperada por la desaparición de sus hijos.

Andresito El Viejo, abuelo de Andresín, hacía las veces de maestro de todos los chiquillos del pueblillo de pescadores gracias a su enorme capacidad y sabiduría.

Gracias a las enseñanzas del abuelo maestro, Andresín aprendió mucho y con grandes sacrificios pudo estudiar por la noche, después de ayudar en las tareas auxiliares de la pesca. Su padre, habló con la gente de la Comandancia de Marina y el chico fue a estudiar una carrera para hacerse patrón de embarcaciones. Su madre no quería.

Presentía que también iba a perder a su hijo pequeño. Creía, que no volvería a verlo nunca más, una vez se enrolara en los barcos de altura. Su padre, mientras, lo cogió de un brazo y se lo llevó con él hasta la punta arriba del risco.

Cuando estaban solos –eran observados por la madre desde lo bajo, en el caletón el padre le dijo extendiendo una mano hacia la inmensidad del mar:

¡Por allí!. Por allí he perdido a las personas que más quería en este mundo. Por allí se marcharon tus hermanos. Ninguno ha regresado. Tu marcha es un nudo en la  garganta de tu madre. Y para mí también. No voy a oponerme a lo que sé que es la gran ilusión de tu vida: ser oficial de un buque mercante. Sólo te pido que no olvides nunca que en este pueblo pequeño están las personas que más te queremos en el mundo. Tu marcha no es un abandono. Lo sé. Vámonos y cuando lleguemos a casa, ve al cuarto chico y recoge todo lo que tengas que llevarte y no digas nada a tu madre.

Cuando Andresín se alejaba por la vereda que salía del pueblillo, sus padres llorando desesperados le abanaban con sus pañuelos. Todas las mujeres del pueblito marinero estaban asomadas a las ventanas y, entre lágrimas también, saludaban al muchacho. Los hombres le palmeaban la espalda y le pedían que escribiera y que querían saber cosas de él. El lo prometió y, entre sollozos se perdía de vista hasta llegar al lugar convenido para la partida con su abuelo, el viejo farista. Aquel fue otro día de duelo en el pequeño pueblo de pescadores.

Y el tiempo fue pasando de forma inexorable. El cartero pasaba una vez al mes por el pequeño pueblo y casi siempre, traía noticias de la suerte de Andresín. Sus padres se alegraban y, orgullosos, leían en corro con los vecinos las cartas de su hijo.

La alegría terminaba en llanto por la ausencia del hijo. Un día, Andresín les mandó a decir que no esperaran noticias suyas en un tiempo, porque tenía la intención de hacer un viaje muy largo por países lejanos. Aunque –él- trataría de ingeniárselas para hacerles llegar noticias de su paradero y de sus andanzas por los diversos puertos en que recalara.

La vida en el pequeño pueblo de pescadores seguía igual que siempre, monótona, anodina y se hacía aún más tediosa con el solajero estival. Los hombres a pescar desde el alba. Las mujeres a vender lo encontrado en las redes y los niños, a jugar en la playa y a pescar en los riscos y peñas cercanas al caletón. Los viejillo a reparar las artes de pesca y haciendo nuevas nasas y guelderas. En el pequeño pueblo había tanta soledad como sol y el aburrimiento sólo era interrumpido por los comentarios y las controversias surgidas al avistar en aguas próximas al caletón, alguna embarcación grande. Todos esperaban tener una de esas naves portentosas.

-Con una como ésa –decían- yo no tendría miedo al vendaval. También las mujeres seguían visitando en silencio el santuario interior de la esperanza y el recuerdo.

Siempre que había luna llena, iban a llorar a la punta arriba del risco y, siempre, siempre, con algún ramo de flores engalanaban las cruces de lo más alto del risco. La estancia en el lugar concluía con lágrimas al recordar los días felices pasados con sus desaparecidos y el eterno preguntar sin respuesta: ¡Dios mío, tráemelo vivo o muerto!.

¡Por Dios, que yo lo vea!.

Pasaron muchos años y un día el cartero llegó al pequeño pueblo con noticias de Andresín. Andrés y Candelaria, estaban envejecidos tempranamente. La soledad y el sufrimiento habían hecho que mermaran en salud y en lozanía. Pero las noticias que les mandaba su hijo eran tremendamente esperanzadoras. ¡Volveremos a ver a nuestro hijo!. Ese era el pensamiento del matrimonio mientras se abrazaban llorando.

Según se decía en el pueblillo, Andresín había hecho fortuna y venía a buscar a sus padres para llevárselos a la capital. Era lo que se especulaba en las esquinas del pueblito y en la punta arriba del risco sobre el caletón. Las mujeres permanecieron en  las ventanas hasta casi el anochecer, mirando por donde un día vieron salir al muchacho en busca de su destino. Comentando la vuelta de Andresín, se les echó la noche arriba y lentamente se fueron acostando todos los vecinos. Al día siguiente, si hacía buen tiempo y la marea no se viraba mucho, irían a levar las nasas. Otros echarían los chinchorros y, aprovechando la bajamar de la madrugada, con los mechones intentarían cangrejiar en los veriles de las peñas. Otros cogerían las lapas y en los charcones ocultos por la marea llena, intentarían enredar algún pulpo con la fija. Así pasaron muchos meses. De Andresín no se tuvieron más noticias...

Una mañana, a los claros del sol y frente mismo a la playa del caletón, el padre de Andresín escuchó el revoloteo de las gaviotas. Era raro –pensó. Aún no habían salido a pescar y las gaviotas ya habían ido a esperar a los mariantes. Se levantó más luego que nunca y, su mujer que estaba despierta, le dijo: -Andrés, ¿A dónde vas, si todavía es luego?.

-Voy a ver. Fue su respuesta.

Echó a correr a la punta arriba del risco y vio una magnífica embarcación. Toda iluminada todavía y el resplandor de sus luces meneándose por la marea llegaba hasta la misma playa. Sobre el puente del barco vio gente ajetreada y voces que llegaban lejanas e imprecisas hasta sus oídos. Decidió esperar hasta el amanecer. Ya habían luces en las casitas blancas del pequeño pueblo de pescadores.

Aquel día parecía que iba a ser un día grande. Los pescadores se dirigían con sus atarecos al pequeño embarcadero dispuestos a la cotidiana tarea. Todos repararon en la grandiosa embarcación fondeada frente a la playa. Será algún barco averiado – decían-, al tiempo que enfilaban la proa mar adentro.

De pronto, vieron una lancha motora que desde el barco se dirigía a la playa. Le hicieron señas para que se acercaran al embarcadero. La motora era grande, mayor que cualquiera de los barquillos de la flota que había en el pequeño pueblo. Venían en ella cuatro personas que todavía no se les distinguía bien. Conocidos no era, al menos para los presentes. Cuando ya estaban próximos, se escuchó un grito fuerte: -

¿Dónde está mi padre?. ¡Soy Andresín, el de Andrés y Candelaria!. Todos se botaron
al agua contentos de alegría: ¡Andresín, es Andresín!.

-         Tu padre está en la punta arriba del risco desde antes que aclaró el día.

Andresín miró hacia el risco y lo vio. Alzó la mano y su padre alzó la suya.

Andresín no pudo ver el rostro de su padre, con lágrimas en los ojos cayendo por la
cara ennegrecida por la brisa y el sol, y, sobre todo, por el sufrimiento.

Las mujeres corrieron a dar la buena nueva a Candelaria. Entre sollozos la llevaron a la playa a ver a su hijo Andresín y los sollozos se generalizaron cuando Andresín abrazó a sus seres queridos. Todos se arremolinaron a preguntarles cosas y a Andresín, que cómo fue que le fue tan bien. ¡Hola amigos! –dijo el apuesto joven.

¡Gracias señores por el recibimiento! – les decía a todos, a las mujeres y a los muchachos y muchachas. Estas, estaban asombradas de las buenas maneras de Andresín. La playa estaba abarrotada de gente. Grandes y chicos impedían a todos abrirse hueco. Ante la algarabía que se estaba formando, Andresín levantó una mano
pidiendo atención. Y dijo, con una voz que a todos les pareció solemne:

-Hoy es un día grande para nuestro pequeño pueblo y también para mí. En la embarcación que está fondeada hay un gran tesoro que pronto mandaré traer. Todos los vecinos tendrán su regalo y los niños no se quedarán desconsolados.

Después hizo señas a sus compañeros de la lancha motora y ésta, partió rauda hasta la embarcación grande. En dos barcazas de remos subieron ocho hombres. Iban repletas de fardos y cajones de madera. En la motora, subieron dos marineros. Las tres embarcaciones se dirigieron lentamente a la orilla de la playa. Todos estaban expectantes y Andresín, antes de que vararan hizo otra señal.

-Miren, en las barcazas hay regalos para todos, pero en la motora está el gran tesoro del que les hablé. Pegó un silbido y de ella, saltaron al agua dos hombres a los que no les importó mojarse las ropas y nadando se iban acercando a la orilla. A medida que llegaban se iban despojando de las chamarras de cuero que traían y las gorras de marino.

 Iban en dirección a Andresín y sus padres. A todos se les hizo un nudo en la garganta.

¡Eran los hermanos de Andresín!. ¡Son ellos!, gritaban las mujeres.

-¡Hijos míos!, dijo la madre. Y la tuvieron que agarras para evitar su desmayo.

Una vez reanimada, fue estrujada por los brazos de sus tres hijos. Andresín llamó
A parte a su padre:

-Papá, mi única obsesión desde que salí de este pueblo, fue la de dar con ellos y traérselos a mamá. En tu mirada siempre vi que no te resignabas a perderlos para siempre. Tu tenías el presentimiento e intuías que no habían muerto tragados por la mar.

Se lo dije al abuelo farista. El me convenció y la lucha no terminaría hasta el día en que los encontrara en cualquier isla perdida del mundo. Ellos fueron recogidos por un barco extranjero y llegaron a una lejana isla. Allí los encontré, trabajando en los muelles y vinimos juntos para demostrar a todos que nunca hemos olvidado el lugar donde están las personas que más queremos en el mundo: nuestros padres.

-Gracias hijo. Fue todo lo que pudo decir el padre. Y, mientras su hijo se reunía con toda la gente, miró a lo alto del risco, se persignó y, acurrucándose para que nadie lo viera, se secó las lágrimas que corrían por su cara cuarteada por el sol y los sufrimientos de la vida.

Antes que la noche cayera sobre el pequeño pueblillo, Andresín se dirigió al cementerio con un ramo de flores para su abuelo. Su ausencia cuando llegó, fue todo un presentimiento. Entre llantos y amargura rezó una oración en memoria del viejo
farista.

¡Gracias, abuelo!. -Fue todo lo que pudo decir.

Jesús Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones Canarias. Primera edición 1998.
Edición especial año 2005/Infonortedigital

Glosario por E.P.G.R.

Atarecos=Objetos diversos

Chinchorros=Arte de pesca red de paso fino

Guelderas=Arte de pesca, pandorga

Trajines=Tareas

Pollillos= Niños entre diez y doce años

Solajero=Sol fuerte

Cangrejiar=Capturar cangrejos


Luego=Pronto

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