miércoles, 20 de noviembre de 2013

UNA MONJA PARE Y DEJA MORIR A LA RECIEN NACIDA






Eduardo Pedro García Rodríguez

El 29 de septiembre de 1782,  da a luz una monja del convento de clausura de Santa Clara en Winiwuada (Las Palmas) llamada Antonia Mujica.

“Frecuentes eran en aquellos tiempos las competencias y recursos por derecho de asilo en iglesias. Usando de este derecho, y colocándose bajo la protección del cabildo eclesiástico, quebrantando una monja su clausura y dio lugar en Las Palmas una larga serie de ruidosos incidentes que refleja con exactitud la manera de ser de aquella sociedad en el último tercio del siglo XVIII. Era esta monja doña Antonia de Mujica, nacida en Canaria en 1758, de nobles padres que, siguiendo la tradicional costumbre de la época, la encerraron desde sus más tiernos años en el convento de Santa Clara de aquella ciudad sin consultar su voluntad ni sus inclinaciones. A los catorce años tomó la joven  hábito de novicia y a los dieciséis profesó.

Vivía entonces, en una calle fronteriza al convento, un presbítero que estaba en sacrílegas relaciones con otra monja amiga de la doña Antonia y a fuese por consejos, por mal ejemplo u obedeciendo sólo a los impulsos propios de su juventud encontró en un fraile de la orden de San Francisco un cómplice de sus culpables deseos.

Véase ahora los medios de que se valieron las dos amorosas parejas para conseguir una frecuente comunicación. Colocábanse las dos monjas por la noche en la azotea del convento y cuando veían a sus dos amigos en la de enfrente, recibían de estos unas cuerdas que les lanzaban de una a otra acera armadas de fuertes garfios que ellas aseguraban e los pretiles, formando de este modo un puente aéreo flotante, sobre el cual colocaban unas tablas movibles que les servían para atravesar la calle. De estas comunicaciones tan peligrosas como atrevidas resultó que, al principiar el año de 1782, la doña Antonia se sintió atacada de un mal desconocido que exigió la consulta y asistencia facultativa de los médicos don Joaquín Bello y don Francisco Pano quienes con la discreción de expertos profesores observaron y callaron el nombre de la enfermedad.

Pero en la mañana del 29 de septiembre de aquel mismo año se presentaron de repente los dolores precursores del parto, con tanta intensidad que la infeliz reclusa, ahogando sus gritos, se refugió e la letrina esperando allí con espanto el momento de la crisis. Al principio resistió con valor, asistida de algunas de sus compañeras que conocían su secreto y afirmaban que había sido atacada de un repentino cólico; mas llegó un momento en que fueron tan agudos sus sufrimientos y tan horribles las torturas físicas y morales que padecía que pidió a gritos confesión.

La comunidad, reunida en aquel sitio y adivinando la causa verdadera de aquel escandaloso su ceso, permanecía silenciosa y avergonzada de lo comentarios del público cuando descubriera la verdad. Al fin, doña Antonia, sin abandonar la letrina, sintió que su feto caía en el foso y, recobrando entonces una parte de sus fuerzas, tuvo el valor su- ficiente para retirarse a su celda y seguir ocultando su desgracia.

Algunos días después una moza de servicio descubrió en aquel sitio el cadáver de una criatura del sexo femenino, dando lugar a un proceso para cuya instrucción llegó de Tenerife el padre provincial fray Antonio de Salinas. Como primera providencia fue encerrada sor Antonia en estrecha cárcel, incomunicada, sin luz y con un alimento malsano e insuficiente, siguiéndose el proceso con refinada crueldad, indigna de la caridad cristiana. Dotada la rea de un carácter enérgico y resuelto y deseando burlar la vigilancia de sus implacables verdugos, logró una noche abrir los cerrojos de su pri- sión y, atravesando en silencio los claustros del convento, llegó al coro alto, donde, rompiendo la verja que era de madera, se lanzó al pavimento de la iglesia y, abriendo por dentro una de las puertas que comunicaban con la plaza de San Francisco, salió a la calle, encontrándola el alba oculta en uno de los ángulos del atrio de la catedral, bajo cuyas bóvedas buscó asilo tan pronto se abrieron las puertas del templo.

Al tener el cabildo conocimiento de este hecho se reunió inmediatamente y acordó que su presidente accidental, el chantre don Luís Manrique, condujese a la asilada, con la reserva propia del caso, al convento de San Ildefonso, recomendándola al cuidado de la abadesa con  expresa prohibición de que la entregasen a ninguna autoridad, cualesquiera que fuesen las órdenes que se quisieran utilizar. Indignado el comisario de la intrusión en la causa de aquella corporación extraña, acudió en queja al Consejo de Estado, pidiendo la inmediata entrega de la procesada. Entonces el presidente del Consejo conde de Campomanes, en carta orden de 14 de agosto de 1784, mandó que la reclusa volviese a su convento y se sujetara al fallo de sus jueces regulares, disposición que la mayoría del cabildo se negó a obedecer por las razones que expuso en un brillante informe el canónigo don Nicolás de Viera y Clavijo, hermano del célebre historiador.

Ante este atrevido acto de resistencia, el comisario dirigió al cabildo una carta amenazadora que sólo consiguió irritar más los ánimos, de tal manera que, temiendo aquella corporación que se apelase a la Audiencia para obtener la orden de extradición, hizo saber a la abadesa que bajo pena de excomunión mayor y de suspensión de empleo no permitiese quebrantar la clausura. Debe observarse que en este asunto obraba el cabildo con autoridad episcopal, sede vacante, y bajo tal concepto sostenía sus derechos.

El Consejo de Estado, entretanto, pasaba el expediente al fiscal, quien evacuando su informe en 7 de junio de 1785 decía lo siguiente: “El que informa sólo encuentra por prueba de los atroces crímenes de la incontinencia y homicidio de que se quiere culpar a la doña Antonia, unos testigos demasiadamente débiles y unas declaraciones mujeriles poco consecuentes, confusas; repugnantes las más de ellas y todas lejos de aquella verdad ingenua y sólida que se requiere y necesita para formar un juicio seguro de la culpa o calumnia de los delitos graves. Lo que sí resulta sin incertidumbre de dicha causa, es una multitud de enredos, ilusiones, chismes, poca caridad hacia una religiosa en muchas de sus hermanas, tanto, que parece que se complacen en las declaraciones, extendiéndose algunas mas de lo que se les pregunta y olvidando su carácter.  Concluía este ilustrado y prudente funcionario pidiendo se dijese al cabildo, como representante de la autoridad episcopal, que podría disponer de la procesada como le pareciera conveniente, ya fuese dejándola en el convento donde se hallaba depositada, ya trasladándola a otro, si el trato era conforme a la piedad debida a su desgracia. Por último, respecto al fraile, solicitaba fuese entregado a su prelado, encargándole a éste la caridad y misericordia que es inseparable de todo acto judicial.

El Consejo, sin embargo, a pesar de esta notable censura, en auto de 27 de septiembre dispuso que el cabildo quedara despojado de la jurisdicción que pretendía, resolviendo la competencia a favor del provincial y acordando al mismo tiempo se impusiera una severa amonestación a los canónigos que habían votado la suspensión del cumplimiento
de la carta orden y desterrando por un año a don Nicolás de Viera y Clavijo. El presbítero y el fraile, cómplices y encubridores del delito, fueron entregados al señor obispo para ser castigados con arreglo a las disposiciones del concilio tridentino.

La conclusión de este ruidoso proceso fue que el  embajador en Roma, don José Nicolás de Azara, obtuviese de Su Santidad un breve de indulto dirigido al obispo de la diócesis, para que "con su circunspección y prudencia, por sí o por otra persona eclesiástica. pueda absolver por esta vez en ambos fueros a la suplicante de cualesquiera sentencias, censuras y penas en que, de cualquier modo, haya incurrido... imponiéndole a su arbitrio la conducente penitencia..." Diósele asimismo licencia a sor Antonia para que entrase en
otro convento y, si no lo encontraba de su orden, que fuese absuelta de sus votos y secularizada, exhortándola a que en este nuevo estado viviese dando ejemplo de virtud y recogimiento.

Véanse, pues, las tristes consecuencias de encerrar a las jóvenes desde su niñez en un convento y no consultar su voluntad al pronunciar votos tan solemnes. ¿Qué actos de virtud podían esperarse de aquellas infelices víctimas, sacrificadas al egoísmo de sus familias o al fanatismo de sus padres?” (A. Millares T. 1977).

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