viernes, 22 de noviembre de 2013

MIGUEL “MOLINO” MELANCOLIA POR LA AUSENCIA DE UNA PERSONA.




....Cuando en mis ratos de ocio, dejo a mi imaginación, buscar, rebuscar, vivencias de mi pasado, rememorando personas, hechos... unas agradables, otras tristes, me traslado a esos momentos y soy feliz. Feliz en ese mundo de sueños, donde éramos felices con las cosas más insignificantes.


     Hoy me viene a la memoria la figura de un señor, bonachón, trabajador y sacrificado. Era sencillo, servicial. Persona de alas cortas, pero inmensa en valores y en amor.
     Se llamaba Miguel Acosta Rodríguez y se le conocía por el "molinero". Ese era su apellido, más que un apodo. Su trabajo era cuidar el molino y atender a la gente que le llevaba los granos, tostarlos en unos grandes tostadores y ponerlos a moler en la rústica piedra, movida por el salto de agua que bajaba por la acequia desde los manantiales de la Caldera de Taburiente. Ese era su trabajo de noche: vaciar los sacos de grano en la piedra y luego llenarlos de gofio, en el que se convertían.

     Me encantaba acompañar a mi madre de madrugada al molino, para llevar el grano que había sido tostado en el patio de la casa, que era lo que se usaba entonces.
     En invierno, cuando el frío calaba los huesos, era una delicia llegar al molino, respirar el ambiente cálido y el olorcillo del gofio. Yo me acurrucaba al lado de un saco caliente, de gofio recién molido, para calentarme y esperar el mismo, cuando le tocara a mamá. Ella daba sus cabezadas y yo contemplaba al molinero, con la cara empolvada de gofio. La cabeza se la cubría con un gorro pero así y todo, el pelo y las pestañas, se le veían blancos.

     Me recreaba viéndolo coger con facilidad el saco del grano, vaciarlo, luego otro y otro... Par mí aquello era una fantasía, y cuando cogía puñados de gofio caliente, me los ponía en la boca y muchas veces me engajaba (atragantaba), cuando don Miguel me veía apurada, muy solícito me traía un vaso de agua.

     Contaba una anciana que ella muchas veces, cuando el hambre era mucha, se acercaba al molino y don Miguel, quitaba un poco de gofio de aquellos sacos que pertenecían a personas pudientes. Dar un poco de gofio era frecuente en él.
     Hacía su trabajo al mismo ritmo, con movimientos pausados su figura despedía

energía, su mirada, nobleza. Era de los que creían que venían al mundo para servir a los demás.

     Su tiempo libre, lo dedicaba a visitar enfermos. No estudió medicina, pero le gustaba mucho y procuraba leer, indagar, y así fue adquiriendo fama porque tenía muchos aciertos. Era muy hábil poniendo ventosas (en vasos ponía una pequeña mecha de algodón encendido, lo aplicaba en el pecho y espalda, haciendo un vacío para que la piel fuera adquiriendo forma de balón). Como muchas veces no había medico, él hacía de practicante, poniendo inyecciones, cataplasmas, curando heridas con ungüentos y de médico con lo que él sabía.

     En 1929, cuando apareció la peste en Tazacorte, sin miedos al contagio ayudó mucho a los enfermos cuyos familiares abandonaban por miedo al contagio. Sin interés, pues nunca cobró un céntimo a nadie por sus trabajos.

     El pueblo lo quería mucho y llamaba la atención ver su vestimenta, casi elegante, con una leontina (cadena) colgada en un ojal de la chaqueta.

     En sus dos facetas, molinero y médico, era respetado.

     Era un hombre parco en palabras, al que, sin saber por qué, aún recuerdo palpitante su figura, sus hechos... Será porque creo que no existe en el mundo nada tan maravilloso, como la generosidad en la forma de ser y  de actuar, sea cual sea la condición del hombre.

     Recordando todo eso del pasado, de una vida, pienso cuánto bueno se pierde la generación actual. ¿Tendrá las mismas ilusiones, experiencias y vivencias que tuve yo, todo alrededor del gofio y de un hombre bueno? Creo que no han visto un tostador para tostar los granos, ni un "mejeriquero" para revolverlos, ni cómo el maíz al tostarse estallaba, se abría, parecían flores blancas y se convertían en lo que hoy llaman cotufas. el gofio se compra hoy en bolsas de plástico y no es tan sabroso como el gofio artesano. ¿Sentirán curiosidad por saber cómo se hace eso?

     Estos recuerdos, que hoy he revivido, me han hecho sentir añoranza de una época y de don Miguel Molina. Me gusta recordar y no puedo vivir sin volver mi vista atrás, no para creer que el tiempo pasado fue mejor, sino para asegurarme de que mereció ser vivido.
     La historia es una rama de la literatura sometida a la inseguridad de los datos. Muchas veces el relato se cambia, pero aunque sea algo inseguro, fantástico, siempre es historia y alguna verdad encierra.

     Mi cariñoso recuerdo al "molinero". con el ofrecimiento de una pequeña parte de su verdadera historia, llena de amor. Por bueno y humano, se lo merece.


Texto: SILVIA LORENZO
Publicado en LA VOZ de La Palma del 25 de Abríl al 8 de Mayo, 2003.
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                                                    Don Miguel "Molino" con esposa e hijos


EL MOLINERO
     
      El pueblo, todos los pueblos han tenido siempre personas o personillas que durante su vida ganaron popularidad. Claro que la popularidad no es cosa que se logra sólo por la práctica de virtudes, sino que a veces se adquiere por todo lo contrario. Luego hay dos tipos de popularidad: la positiva y la negativa. Del pueblo, de mi pueblo, tengo en mi memoria la imagen de un hombre popular, que vio salir y ponerse el sol por el mismo sitio durante su existencia, que tuvo la infancia  no exenta de cuidados y la adolescencia plagada de peligros. Ese hombre hubo de dejar huella de su paso por la tierra gracias a sus tareas de asistir enfermos sin compensación material alguna. En ese pueblo precisamente transcurrió la vida entera de Miguel Acosta, conocido por Miguel el Molinero y más aún por Miguel Molino: hombre gorducho, bonachón, de mediana estatura, de vientre esférico, manos de prelado, calvicie de autoridad científica y de gran saber...
     Alternaba Miguel las faenas del molino con las de atender enfermos. ¡Y era de ver cómo curaba con remedios aprendidos en hojas de almanaque y en alguna que otra receta copiada de los médicos!

     Por las tardes solía sentarse a leer bajo la enredadera que trepaba junto a la puerta de su casa. Y leía en voz alta, como para oírse. Pero lo hacía con dificultad. Además le costaba trabajo entender lo que leía. Claro que nunca conoció una escuela por dentro. En sus tiempos, en el pueblo no había ni una para un remedio.
     Sin embargo, este hombre conocía su oficio, mejor dicho, sus oficios. Lo mismo picaba las piedras del molino y lograba el gofio preciso para los gustos más exigentes que diagnosticaba una pulmonía o aplicaba botón de fuego a un paciente.
     Respetuoso con todas las cosas de este mundo, no podía menos Miguel que serlo, en grado sumo, con el fonendoscopio. Mas no por eso habría de servirse de él en sus auscultaciones. ¡Era cosa de ver a este hombre, con las orejas enharinadas, observando a un paciente! ¡Era admirable oír aquella voz de suficiencia, diciendo: "di treinta y tres"! (Y conste que no hay ni pizca de ironía en lo que estoy relatando).
     Setenta y tantos años de vida y cincuenta de prestar sus mejores servicios a todo un pueblo. Esto lo llevaba en su haber Miguel Molino. Aquel que prefirió morir pobre, antes que cobrar un céntimo a nadie por sus trabajos de cirugía menor. ¡Y pensar que no había persona en el pueblo que no le debiera servicios prestados! algunas les debían más... le debían la vida entera.

     Pero Miguel era feliz a su modo. Nunca le faltó el pescado fresco que le llevaban de regalo. Ni tampoco le faltó aquella obsesión de cariño hacia el pueblo donde naciera. amaba a su pueblo con todas las fuerzas de su espíritu, todos los días, todas las horas; tanto, que no se atrevió nunca a ausentarse de él, acaso por miedo a perderlo.
     Al fin murió Miguel Molino, poco menos que en la indigencia. Su muerte no tuvo ninguna resonancia. Tazacorte, el pueblo donde consumió su vida, apenas lo recuerda hoy, pese a que ese pueblo era suyo, el mismo que le debe desde hace mucho tiempo el nombre de una calle, o el de una plaza, o el de un busto que perpetúe su recuerdo. Todo menos el olvido. Porque cualquiera de estos sí,bolos servirían para mostrar a propios y extraños un gesto de gratitud de un pueblo que sabe rendir culto a sus muertos, por más que él, Miguel Molino, está ahora reposando tranquilo en la gloria, la de allá arriba, y la que sus devotos y la historia le otorgan en la tierra.


Texto: FELIPE LORENZO
CRONICAS DE MI PUEBLO
Sta. Cruz de Tenerife 1978



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