La guerra en Cuba.
La negativa del Gobierno español a dar respuesta a las peticiones
autonomistas de Cuba reactivó, a partir de 1895, la ya larga lucha por la
independencia de la isla. Aquel año moría en la batalla de Dos Ríos el escritor José Martí,
dirigente intelectual e instigador del movimiento emancipador cubano. Martí,
nacido en La Habana
de madre canaria (Leonor Pérez, natural de Santa Cruz de Tenerife), se había
comprometido desde muy joven con la causa independentista, pero encontró la
muerte en combate a poco de volver del destierro a su país, cuando la
insurrección que él predicara se hallaba muy extendida.
SOBRE PATRIOTAS, HÉROES Y PRÓFUGOS
Conocida es, de siempre, la
participación de canarios en la
Guerra de Cuba (1895-1898) a favor de la perpetuación allí
del dominio colonial hispano, como ocurre con los renombradosguerrilleros isleños que se batieron contra los
insurrectos. Pero además de estos escuadrones de voluntarios (también los hubo
de peninsulares y cubanos adictos), cabe destacar el envío desde Gran Canaria y
Tenerife de los jovencísimos soldados que formaron el Batallón Regional de
Canarias, cuyo arrojo resaltó en sus crónicas la prensa a uno y otro lado del
Océano.
El reclutamiento de quintos con destino a la
isla caribeña adquirió en nuestro Archipiélago el carácter de una leva forzosa
llevada a cabo por la guardia provincial, «cazando a los individuos como si fueran
conejos», según las expresivas palabras pronunciadas por Imeldo Serís ante el Senado, al hacerse eco del malestar existente entre los
padres de familia tinerfeños. La redención del servicio militar se obtenía
entonces en España por 2.000 pesetas —«el precio de un buen caballo»— en caso
de querer librarse de ir a las colonias, requisito que demuestra que los
soldados embarcados hacia Cuba fueron los de extracción social más humilde: la patriótica clase gobernante,
que había decretado la guerra disfrutando de posibilidades económicas para no
desprenderse de sus hijos, mandaba sin embargo a los menos pudientes a morir «por el honor nacional» en los lejanos campos de batalla
de Ultramar. El elevado número de bajas, y el testimonio de los enfermos
repatriados, sensibilizarían a la opinión pública, tanto peninsular como
canaria, contra el servicio en el Ejército.
En cambio, la importancia cuantitativa
que tuvo la presencia isleña en las filas de los rebeldes
independentistas «mambises» no alcanzó nunca, por razones obvias, la resonancia
merecida. Se ha comprobado que la provincia de España que registra un mayor contingente
de hombres alistados en el Ejército cubano libertador es la de Canarias; los
más de ellos combatieron como simples soldados, aunque al menos seis obtuvieron
el grado de general.
En uno de sus artículos —titulado precisamente Los isleños en
Cuba— el propio Martí, en directa referencia a la secular
intervención de éstos en las revueltas por la emancipación de la Gran Antilla ,
preguntaba: «¿Quién que peleó en Cuba, dondequiera que pelease, no recuerda a
un héroe isleño?»
La independiente Venezuela acogió
a muchos de los prófugos canarios que desertaban del Ejército español, y que
acudían tanto de Cuba como del Archipiélago (huir del reclutamiento militar,
por no poseer dinero para su redención en metálico, constituyó un motivo
frecuente de emigración clandestina). Desde la joven república venezolana un
solidario núcleo de aquellos isleños reivindicó la liberación de la colonia
antillana, como demuestra en sus páginas el efímero periódico El Guanche (Caracas, 1897-1898), fundado entonces
para propugnar explícitamente laindependencia de Cuba, y
también —de modo principal— la de Canarias.
LA GUERRA TOTAL DEL GENERAL
WEYLER
A comienzos de 1896, el Gobierno conservador de Cánovas, partidario de perseguir una victoria armada sobre los insurrectos antes de proceder a una reforma del régimen colonial imperante en Cuba, trasladó allá a asumir el mando de las tropas españolas al general mallorquín Valeriano Weyler, el intransigente militar ya afamado por su contundencia al reprimir la sublevación nacionalista de Filipinas, donde estuvo de comandante supremo. Con anterioridad había estado destacado, con idéntico cargo, enla Capitanía de Canarias
(1878‑1883), en cuya capital ordenó construir el nuevo edificio sede de la
misma.
A comienzos de 1896, el Gobierno conservador de Cánovas, partidario de perseguir una victoria armada sobre los insurrectos antes de proceder a una reforma del régimen colonial imperante en Cuba, trasladó allá a asumir el mando de las tropas españolas al general mallorquín Valeriano Weyler, el intransigente militar ya afamado por su contundencia al reprimir la sublevación nacionalista de Filipinas, donde estuvo de comandante supremo. Con anterioridad había estado destacado, con idéntico cargo, en
El propósito del general Weyler
en territorio cubano fue desarrollar una guerra
total, de aniquilación sin contemplaciones del adversario. Para cortar el
apoyo rural a la guerrilla independentista, decretó la «reconcentración» de la
población campesina en aldeas y ciudades vigiladas por guarniciones
colonialistas, con el consiguiente abandono de los cultivos. Sin víveres ni
medicinas, millares de ancianos, mujeres y niños (quizá «cerca de 300.000») perecieron víctimas del hambre y
la propagación de enfermedades, como el paludismo, resultantes de esta
sistemática política de exterminio. Weyler, marqués de Tenerife, de quien se ha
dicho que «entró en la
Historia con el triste distintivo de establecer los campos de
concentración y emplear el terror como método de guerra», da nombre a la más
céntrica plaza de Santa Cruz...
ESTADOS UNIDOS
INTERVIENE
Los inhumanos procedimientos aplicados
por Weyler le valieron de los norteamericanos el apelativo de «carnicero», y
servirán de pretexto a Estados Unidos —y al flamante presidenteMcKinley— para
explicar su intromisión en el conflicto hispano‑cubano que estaba perjudicando
seriamente al comercio yanqui en las Antillas. La clase capitalista
estadounidense iba a emprender así la expansión imperialista en el resto del
continente americano, con el objetivo de ampliar sus áreas de inversión y de
conquistar nuevos mercados.
En octubre de 1897 Sagasta forma gobierno, poco después delasesinato de Cánovas por
un anarquista. Con los liberales en el poder se produce un cambio radical en la
política española respecto de Cuba: Weyler fue relevado del mando y se concedió
la autonomía a la isla. Pero estas reformas llegaban demasiado tarde, pues ya
el independentismo había calado hondo en la burguesía cubana y en las clases
populares que luchaban contra el colonialismo español.
La voladura —nunca
suficientemente aclarada— del
acorazado norteamericano Maine en el
puerto de La Habana ,
el 15 de febrero de 1898, donde se hallaba en dudosa visita de cortesía,
desencadenó de inmediato en Estados Unidos una campaña de
prensa encaminada a
justificar una intervención bélica en Cuba favorable, en teoría, a su
independencia. Sin embargo, la intención real de tal injerencia era bien
distinta: el enfrentamiento armado que se dio ese año entre España y Estados
Unidos constituirá para éstos la ocasión propicia de poder conseguir el control
sobre la producción azucarera cubana y el comercio del Caribe. En efecto, la
victoria norteamericana y el Tratado de París significaron
el derrumbe final del poderío colonial español, con la pérdida de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas, territorios que pasaron a manos del imperialismo yanqui.
Sólo los socialistas, a través de
sus minoritarios órganos de prensa, y los federalistas de Pi i Margall habían alzado su voz en la Península aconsejando la
emancipación de la isla caribeña en prevención de fatales consecuencias y de un
inútil sacrificio de vidas humanas. Así por ejemplo, un correligionario del
político catalán, el canario Nicolás Estévanez, abogaba por la independencia siempre que
ésta fuera decidida en libre plebiscito por la mayoría los cubanos. Incluso el
almirante Cervera, convencido de la inferioridad de la flota hispana frente a la escuadra norteamericana,
juzgaría más prudente emplear aquélla en la defensa del litoral ibérico y de
las Islas Canarias. Pero el Gobierno de Sagasta —henchido de patriotería— desoyó tales recomendaciones y
ordenó a Cervera partir para las Antillas. Con la derrota naval sobrevino lo
que en la historia de España se recuerda como el Desastre del 98.
¡QUE VIENEN LOS
YANQUIS!
«Aumentan las precauciones y las
defensas en todos los puertos de la Península , lo cual obedece a la sospecha que
existe de que se encuentra próxima a dichas costas la escuadra yankee de
Watson». Estas líneas, extraídas de la prensa palmera en las semanas previas al
Desastre, son indicativas del ambiente de psicosis prebélica que vivieron
entonces todos los canarios, temerosos ante la posibilidad de ser invadidos por
Estados Unidos. Pánico en las gentes que contagió a las altas instancias
administrativas españolas: por esas fechas Madrid aprueba presupuestos y envía
batallones destinados a la mejor defensa del Archipiélago, donde se declara
vigente el «estado de guerra», mientras los ayuntamientos dictan
disposiciones para contrarrestar un ataque que finalmente se frustró. Por
fortuna, los vaticinios que auguraban la inminente llegada de la escuadra de
Watson resultaron falsos.
No deja tampoco de advertirse el
peligro real que Inglaterra representa para nuestras ínsulas, en las cuales
ejerce un claro dominio económico, porque cabía esperar que en aquella crítica
situación internacional trataría de apropiárselas. Y no faltaban razones para
la desconfianza: algún tiempo atrás habían circulado rumores sobre ciertas
propuestas, denunciadas por Serís, que apuntaban a un probable trueque de esta
provincia insular porGibraltar. Sin duda,
Canarias —fiel a su historia— seguía
siendo una codiciada posesión para las potencias europeas; al parecer, algunas
de ellas, como Bélgica o la
misma Inglaterra, realizaron en 1898 ofertas de compra de las Islas al Gobierno
español.
La derrota de España en Cuba hizo
cesar la amenazadora presión norteamericana sobre el archipiélago
canario. En los días de máxima confrontación hispano-yanqui en el
Caribe el presidente McKinley ya
había declarado que «nunca entró en sus planes apoderarse de
las Canarias, porque no las consideraba apetecibles. Ni aun para
base de operaciones de una acción contra la Península las querría»
(documentos del Navy
Department confirman, en
cambio, lo contrario). ¿Nos libramos de la invasión por un arreglo entre Estados Unidos e Inglaterra que,
según se dijo, aseguraba la neutralidad inglesa en el conflicto si no se ponían
en peligro los intereses británicos aquí?
Sea como fuere, lo cierto es que
la guerra había perjudicado nuestras relaciones mercantiles con las Antillas e
interrumpido la salida hacia La
Habana de los emigrantes isleños, así como el envío desde
allí de sus remesas de dinero. No hay que olvidar que Cuba era —sobre todo a
raíz de la crisis de la cochinilla— el lugar preferido por la emigración canaria.
TRAS EL DESASTRE
La definitiva pérdida del imperio
ultramarino en
absoluto provocó las transformaciones inmediatas que eran de esperar en la
política española. En muchos aspectos se continuó gobernando como si nada
hubiera ocurrido; casi puede afirmarse que el afánregeneracionista que sacudió las conciencias tras el
desastre colonial sólo tuvo de positivo el alumbramiento de las valiosas
aportaciones literarias y reflexivas de los escritores del 98. Porque la oligarquía en el poder, cuando
habló de «regeneración», lo hizo para fingir deseos de cambio, sin pensar en
reformas políticas profundas.
En el ámbito internacional, el
éxito de la escuadra de Estados Unidos en Santiago de Cuba viene siendo
considerado el episodio bélico que marca el ocaso final de un modo desfasado de
dominación, el colonialismo, y su sustitución por otro sistema de explotación,
el imperialismo, más acorde con el capitalismo contemporáneo.
En 1898, al ver reducidas sus
posesiones en ultramar, el Gobierno español experimenta un repentino giro en su
actitud para con nosotros. Preocupado por la conservación de estas siete peñas
insulares, abandonadas a manos de intereses extranjeros, teme ahora que en
cualquier momento los ingleses opten por anexionarlas políticamente. De ahí que
sea un hecho verificable cómo, a partir de aquel año, Madrid auspicia la
españolización de Canarias para neutralizar nuestra inquietante britanización.
Los periódicos, sobre todo los isleños, harán alarde de un exultante
españolismo (salpicado con proclamas anglófobas), que pone de manifiesto la
mentalidad centralista de las clases dominantes canarias, inseguras y
dependientes. Tampoco es casual que dicha «reacción españolista» coincida en el
tiempo con los primeros brotes de nacionalismo que, desde la emigración, abogan
por la independencia del
Archipiélago.
© José Manuel Pérez Lorenzo
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