jueves, 8 de enero de 2015

EL MENCEYATO DE TEGUESTE



APUNTES PARA SU HISTORIA
CAPITULO IV-X



Eduardo Pedro García Rodríguez

La Saga de los Guerras en el valle

El Tercer Vizconde de Buen Paso

A pesar de la sesión en cenfiteusis   de la hacienda de los guerras en el valle de su nombre a la familia Carta la cual estaba obligada a pagar un tributo anual en reconocimiento de un dominio más o menos pleno que no se transmitía con el inmueble, algunos miembros de esta familia continuaron teniendo durante dilatado tiempo importantes extensiones de terrenos, y hacienda que habían sido constituidas en Mayorazgo según el testamento de don Domingo de la Guerra redactado por su don Lope de la Guerra y del cual Leopoldo de la Rosa publicó la siguiente cláusula: “Cláusula del testamento de don Domingo de la Guerra, redactado por su hijo don Lope de la Guerra en 1.° de agosto de 1769

Declaro que por muerte de mi hermano mayor, el Dr. don Fernando Josef de la Guerra, Venerable Beneficiado de la Parroquial de Nuestra Señora de los Remedios, Rector de ambas parroquias. Examinador sinodal, etc., cuyo testamento pasó ante Domingo López de Castro, en treinta de junio de mil setecientos cincuenta y seis, sucedi en el antiguo mayorazgo que fundó el maestre de campo Lope Hernández de la Guerra, natural de Santander en Vizcaya, conquistador de estas Islas y uno de los primeros regidores en esta de Tenerife, prohiviendo para siempre jamás la venta o enagenación del Valle de Guerra, por su testamento otorgado ante Antón de Vallejo, en quatro de agosto de mil quinientos doce, cuyo vinculo corroboró y formalizó su sobrino el conquistador Hernando Esteban Guerra el Viejo, mi quinto abuelo por lexitima sucesión de varón en varón, y lo traspasó y donó a su hijo Juan Guerra, regidor de esta isla, según parece por instrumento y posesión que pasó ante Juan del Castillo, escribano público, en veinte de abril de mil quinientos quarenta y quatro, la que está protocolizada en el registro de Francisco Tagle Bustamante, escribano público, año de mil setecientos veinte, y en él constan los llamamientos, y después, a pedimento del capitán Hernando Esteban Guerra, el segundo, regidor que fue de esta isla y castellano del principal, mi tercero abuelo, se expedió Real Cédula que lo confirma y da facultad para dar a tributo, la que está inserta en muchas escrituras.

El dicho conquistador Lope Hernández de la Guerra gravó la renta del Valle de Guerra con treinta doblas, para que un sacerdote diga ciertas misas en la parroquia de Santa Cruz (entonces era hermita de Consolación, fabricada con motivo de haver el mismo consolado y ofrecido socorros al Sr. Adelantado para continuar la conquista, como los dio y con ellos se concluyó).

De dichas treinta doblas toca pagar quince al mayorazgo; cinco al Sr. marqués de Villanueva del Prado, y las diez a otros que gozan haciendas en dicho Valle. Dicho Lope Hernández expresa que si el obispo u otra persona que tenga su poder dispusiere otra cosa, se gasten los quince mil mrs. en casar huérfanas; pero un Sr. obispo la hizo capellanía colativa, siendo así que ni está congrua ni fue ésta su institución. Notólo para lo que convenga. También noto que ha años que no hay capellán por haverse fomentado un litigio y competencia entre dos que ni son sacerdotes ni me creo que lo serán, por lo que nombré como patrono a mi hijo Lope; pero las presentes circunstancias dictan que no lo sea.

Haviendo conseguido mi venerable padre el deseo de fabricar una hermita en la hacienda de dicho Valle, dedicándola a Nuestro Padre y Patrono el Sr. San Francisco de Paula, encarga en su testamento a los sucesores en dicho mayorazgo cuiden de la conservación de dicha hermita y sus aseos, anunciándoles por medio de tan gran devoción los buenos progresos en la subseción de dicho mayorazgo; y porque aunque yo, por mis empleos y otros acaecimientos, he estado omiso en el tiempo que le he gozado en hacer y celebrar al Sr. San Francisco la fíesta que acostumbraron mi padre y hermano, en el día del Sr. San Miguel Arcángel, veinte y nueve de septiembre, hago con todo encarecimiento a mi hixo y a los demás subsesores el mismo encargo que hace mi venerable madre, anunciándole los mismos progresos.

Testamento otorgado por don Lope de la Guerra y Peña, con poder para ello de su padre don Domingo de la Guerra, ante Luís Antonio López de Villavicencio, en La Laguna, el 1° de agosto de 1769. De testimonio sacado en 1794.—Archivo del autor. (Leopoldo de la Rosa y Olivera, 1953).

Tal como recoge en su Diario el criollo Juan Primo de la Guerra, de quien el tantas veces citado Leopoldo de la rosa Olivera en la introducción al Diario de Juan Primo nos ofrece unas coloridas pinceladas de este personaje. En dicho Diario Juan Primo relata algunas de sus estancias en su casa del  valle con pormenores de obras de reforma o acondicionamiento así como de las tierras de la hacienda, algunas de las cuales reproducimos por su interés etnográfico, pero antes veamos como nos describe el personaje el investigador Leopoldo de la Rosa:

“Juan Primo de la Guerra y del Hoyo, tercer vizconde de Buen Paso, nació en La Laguna, en la bella casa, que bien puede merecer el calificativo de palacio, dentro de la arquitectura civil colonial insular, que construyó su padre en la entonces llamada calle del Agua o de las Canales del Agua, que por ella pasaban y hoy titula­da de Nava-Grimón, el viernes 9 de junio de 1775; recibió el bau­tismo en la parroquia de los Remedios, hoy catedral de la dióce­sis tinerfeña, seis días después, y lo apadrinó su tío paterno, el memorialista don Lope Antonio de la Guerra y Peña.
Su padre, don Fernando de la Guerra, ocupaba elevada posi­ción en la sociedad criolla isleña: Coronel del Regimiento de Forasteros desde 1765, uno de los fundadores y primer censor de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, primer prior del Real Consulado Marítimo y Terrestre de Canarias y calificado de “instruido hasta la filosofía” por el historiador don José de Viera y Clavijo…,

Aunque doña Juana del Hoyo, la madre de don Juan Primo y doña Antonia del Hoyo, su abuela paterna, pertenecieran a la misma familia, hay que remontarse a mediados del siglo xvi para hallarles un abuelo común.
Don Fernando de la Guerra y doña Juana del Hoyo tuvieron tres hijos: doña María de los Remedios, nacida en 1764; doña Teresa, en 1769, y nuestro biografiado don Juan Primo de la Guerra. Se educó el autor del Diario en el ambiente de una familia no sólo situada en el más elevado escalón de la sociedad isleña de su tiempo, sino también destacada por su cultura. Tanto a su padre como a su tío hemos de incluirlos dentro de los componen­tes de nuestra generación de la ilustración. Su madre poseía una no común cultura, escribía con fina gracia y soltura —en lo que superaba a su hijo—, mantuvo, como hemos dicho, una tertulia literaria y asistía asiduamente a la del sexto marqués de Villa-nueva del Prado, y Teresa, su hermana, “la más sensible de nos­otros”, preferida tanto de su padre como de don Juan Primo, la acompañaba en las mismas aficiones y, como su tía, tocaba el clave.

La actuación en la vida pública del tercer vizconde de Buen Paso fue sumamente limitada. Cuando tenía veintidós años y Santa Cruz de Tenerife sufrió el ataque de la escuadra inglesa que man­daba el entonces vicealmirante Horacio Nelson, en la noche del 24 al 25 de julio de 1797, el comandante general don Antonio Gu­tiérrez encomendó a un grupo de unos cuarenta paisanos de La Laguna, mandados por el marqués de Villanueva del Prado y por don Juan Primo de la Guerra, que cubrieran el murallón de la caleta de la Aduana y lugares vecinos. El vizconde afirma que se hallaba bajo las órdenes del teniente coronel don Juan Guinther, comandante accidental del batallón de infantería de Canarias, cuyas fuerzas estaban destinadas, como principal elemento de choque, a entrar en fuego allí donde alguna línea flaquease. Los ingleses asaltaron, precisamente, el citado murallón de la caleta de la Aduana, y ante la notoria superioridad de los atacantes, los paisanos de La Laguna tuvieron que retirarse, y Buen Paso lo hizo hacia el castillo de San Cristóbal, para pasar luego a refor­zar las tropas situadas en el muelle, formadas por las milicias de Güímar y Garachico, después de haber retirado un cañón mal situado en la calle de San José.

Don Juan Primo de la Guerra continuó soltero, y así terminó sus días, fracasado en el amor y en su afán por salir de la isla. El 7 de junio de 1810 escribe: “De toda mi reflexión necesito para acomodarme a una situación en que, sin hallar amigo ni protec­tor, ni quién me oiga, experimento una constante denegación de cuanto intento, al mismo tiempo que me parece que la justicia me asiste.” Acababa entonces de recibir la negativa del coman­dante general don Ramón de Carvajal para ir a la Península, y más adelante, en las notas del mismo día, añade: «El estado de soltero en que mi suerte me constituye, lejos de serme repugnan­te, yo lo tomaría por elección y jamás he pensado en dejarlo...”, y continúa: «en el día en que me sea permitido dignamente salu­de aquí, me iré a Vizcaya, de donde vinieron mis abuelos (sic), y allí, sin empleo ni destino, ni haber sido atendido, expiraré gus­toso, no habiéndome desamparado el honor ni la inocencia”. Era tal su obsesión por salir de Tenerife, que en abril del mismo año 1810, cuando su madre le ruega que la acompañe a visitar sus haciendas de San Juan de la Rambla e Icod, escribe: “Me ha ins­tado para que yo vaya a tener la misma temporada en el campo, la que dice mi madre será por dos meses, pero lo cierto es que desde la conspiración que se suscitó en esta isla en julio de 1808 contra el comandante general, yo no estoy en Tenerife sino porque los superiores me han negado la licencia para salir de aquí, que no me causa placer la comunicación con gentes malignas o indolen­tes en los puntos que tocan al honor y que, cuando no puedo embarcarme, a lo menos recibo el consuelo en no separarme de la orilla del mar, esperando el momento en que me sea permitido decir el último adiós a mis débiles paisanos.”
Esta actitud, obsesiva, de no querer salir de Santa Cruz, ni aun cuando esta plaza se vio invadida de la epidemia de la fiebre amarilla, le llevaría al sepulcro en el mismo año 1810, sin haber logrado sus deseos.
Don Juan Primo de la Guerra, a los pocos meses de1 la muerte de su padre, ocurrida el 20 de diciembre de 1799 —y cada vez con más frecuencia—, pasaba la mayor parte del año en su hacienda del Valle de Guerra, cuya vivienda y capilla reedificó; cuidaba de los cultivos y de la plantación de frutales, y el vicecónsul de Fran­cia, Gros, aficionado a la Botánica, le hacía la crítica de lo rutina­rio y deficiente de los cultivos en la isla, al tiempo que se dedicaba a la lectura. Era la vida típica de un doctrinario de la ilustra­ción, de la que lo apartarían primero su pasión por doña Vicenta Cagigal y más tarde los acontecimientos de 1808.
Don Juan Primo de Guerra refiere, en 1810, los alborotos ocu­rridos en La Orotava y en Fuerteventura, así como la negativa de la isla de Gran Canaria de admitir de nuevo en el gobierno de las armas al coronel Verdugo. Da noticia de la llegada de diversas personas que huían de la Península ante el avance de los france­ses, y en octubre comienza a anotar las muertes de amigos y co­nocidos, entre ellos la de su compañero de Paso Alto don Pascual de Castro y de dos hijos del comandante general Carvajal. No piensa al principio que se deba a una epidemia, hasta que el mal se extiende en forma alarmante y produce cientos de víctimas. Pero no se le ocurre abandonar Santa Cruz.

La última anotación de su Diario es del 4 de noviembre de 1810, y en ella da cuenta de la llegada a Santa Cruz de la viuda de don Pedro Quiroga, su también compañero de arresto, y hace constar lo sensible que le era la pérdida del amigo. Seguramente inmedia­tamente después cayó víctima de la terrible epidemia, para dejar de existir el 10 del mismo mes y ser enterrado en el recién inau­gurado cementerio de San Rafael y San Roque. En los días in­mediatos morirían también de la fiebre amarilla, entre otros mu­chos, su gran amigo don Pedro Forstall, el coronel don José Ver­dugo, el general Armiaga y el travieso papelista Romero de Mi­randa.

La marquesa de la Villa de San Andrés, madre del vizconde, hizo colocar una lápida en su memoria en la casa que había habi­tado en Santa Cruz y pintar en un retrato de su hijo la siguiente leyenda: «Retrato de don Juan Primo de la Guerra Ayala y Hoyo, vizconde de Buen Paso, heredero del marquesado de San Andrés. Nació en la ciudad de La Laguna en 9 de junio de 1774 (sic). Fue individuo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País, don­de a la edad de ocho años recitó un elogio del señor rey don Car­los III, con aplauso. Su arreglada conducta, bellas luces, su ins­trucción, sus modales y caridad recomendaban su persona. Falle­ció en la plaza de Santa Cruz el 10 de noviembre de 1810, víctima de la epidemia contagiosa, a los treinta y seis años (sic) de edad. No pudiendo darle otra vez la vida, inmortalizo su memoria con esta inscripción su madre, triste y gemebunda.”
Doña Juana del Hoyo sobrevivió a su hijo cerca de cuatro años; murió en La Laguna el 22 de septiembre de 1814. De sus dos hermanas, Teresa casó al siguiente año de la muerte del viz­conde, el 25 de junio de 1811, con el teniente coronel don José de Monteverde y Molina, el autor de la Relación circunstanciadade la derrota de Nelson en el puerto de Santa Cruz, en la que intervino, y murió, sin hijos, en dicha plaza el 4 de marzo de 1848, y María de los Remedios contrajo matrimonio, ya sexagenaria, el 20 de enero de 1826, con don Pascual Moles, ayudante de campo del general Polo, y dejó de existir a los ochenta y ocho años, en el Puerto de la Cruz, el 3 de febrero de 1853. Su testamento origi­nó el más ruidoso pleito que se produjo en Tenerife en el siglo xix.

De los tíos paternos de don Juan Primo, doña María de los Remedios de la Guerra murió en La Laguna, soltera, el 10 de abril de 1812, y don Lope Antonio, el autor de las Memorias, en la misma ciudad, el 6 de agosto de 1823, a los ochenta y cinco años cumplidos.

Su viuda, doña Antonia Fierro y Massieu, vivió hasta el 30 de marzo de 1835, en que dejó de existir, también en La La­guna y a la misma edad que su marido16. Tampoco dejaron des­cendencia.” (Leopoldo de la Rosa Olivera, 1976)

Y así terminó en Canarias la familia criolla de los Guerra, que tuvo su principio en el mercenario invasor de esta isla a comienzos del siglo xvi Lope Fernández de la Guerra. Proporcionando destacados hijos y que fueron mecenas del criollo médico y poeta Antonio de Viana, hacia el 1600, para la composición del poema de la Conquista de Tenerife, en desagravio de unas afirmaciones del clérigo dominico e historiador Fray Alonso de  Espinosa en las que destacaba los vicios de  los sobrinos y herederos del fundador de la saga en esta colonia.

La hacienda de los Guerra en Valle de Guerra: La Casa de los Carta

Refiriéndose a esta casa, el doctor don Fernando Gabriel Martín Rodríguez en su obra Arquitectura doméstica canaria refiere lo siguiente:
“Pertenecía a la hacienda de los Guerra, que fue adquirida por el poderoso capitán Matías Rodríguez Carta el 14 de febrero de 1726 por compra a Lope Fernández de la Guerra en 180 reales de tributo perpetuo al mayorazgo de Guerra. La hacienda se componía de una suerte de viña de vidueño y alguna malvasía, de doce fanegadas y un almud, con su casa y bodega, lagar, cisterna, casa de mayordomo y de estila”.
Y continúa diciendo que en el testamento de Carta, dado en 1742 (fallecería el año siguiente) declara que dicha hacienda:
“la hemos plantado y reedificado a nuestra costa por estar toda ella perdida, arruinada y atrasada y asi mesmo hemos hecho las obras de casas, cisterna, lagar y vodega, y todo lo demás que en ella se halla en lo que hemos gastado muchos reales”.
Como quiera que los Guerra dieron nombre a este valle al ser favorecidos en los repartimientos posteriores a la conquista con él, su hacienda debe ser considerada como primigenia en su poblamiento, y por tanto la construcción original que ellos levantaron la más antigua del mismo, de la que ciertamente es heredera parte de la construcción actual, que como veremos responde a un proceso de sucesivas ampliaciones en el tiempo hasta llegar a la configuración que hoy vemos y que puede estimarse es la alcanzada en la segunda mitad del XIX.
 El doctor Martín Rodríguez completa esta información con datos obtenidos del inventario que, en 1747, cuatro años después del fallecimiento de su padre, hace su sucesor don Matías Bernardo Rodríguez Carta, en el cual:
“Jacinto Hernández Perera y Juan Pérez Izquierdo, maestros albañiles, aprecian la casa, bodegas y caballerizas, casa de mayordomo, despensa, cocina, estila, portadas, piedra del lagar y todo lo demás, en 7.255 reales. Por su parte, los carpinteros Francisco Melián de Olivera y Antonio Pérez Chacón la aprecian en 5.993 reales” y en el que se relaciona de forma pormenorizada el contenido de las distintas dependencias de la casa: “cuarto, sala, aposento de dormir, alcoba de dormir, corredor, despensa y bodega”.
A la vista de ello, podemos afirmar que esta Casa de los Carta, una construcción a la manera tradicional canaria, con paredes de mampostería encaladas, techos y huecos de carpintería de tea y cubierta de teja curva, estaba constituida por la crujía norte, es decir la que mira al valle, del edificio actual. El precioso plano del valle levantado en 1833 por el prebendado Antonio Pereira Pacheco y Ruiz, confirma esta hipótesis, pues muestra esta construcción todavía reducida a una sola crujía con dos pequeños apéndices los extremo noroeste y suroeste.
En el XIX, cuando quizá ya la casa no era de los Carta. Es entonces cuando se produce una primera ampliación, en la que se añade el costado de poniente (se ve claramente que para respetar la esquinería de la construcción inicial comienza más adentro) con una primera dependencia cuyo uso fue al parecer de capilla (carece de ventana pero no de ventanal alto) en recuerdo de que en aquella hacienda, tal como indica en sus memorias Lope Antonio de la Guerra y Peña, en tiempos de don Matías Bernardo “han asistido Generales y Obispos, con quienes ha tenido intimidad, y en ella dio Órdenes el Ilmo. Dn. Fray Valentín Morán”.

Fueron los Carta la familia más influyente en Santa Cruz de Tenerife durante el siglo XVIII, tanto por su indiscutible poderío económico, cimentado sobre sus actividades mercantiles y marítimas, cuanto por su proyección en la vida social, tanto civil como religiosa del entonces Puerto y Plaza Fuerte.

El iniciador de la saga fue don Matías Rodríguez Carta, nacido en 1675, en Santa Cruz de La Palma, de padres también palmeros (él de la Villa de San Andrés y ella de la propia capital palmera) que, dedicado al comercio canario-americano, se casó el 17 de diciembre de 1696, por tanto con sólo 21 años, con la santacrucera doña Concepción Domínguez Perdomo en Santa Cruz de Tenerife, donde a partir de ese momento se avecindó. (Sebastián Matías Delgado).

Juan Primo de la Guerra deja reflejado en su Diario en enero de 1802 que la hacienda de Carta había sido embargada: 18, en el Valle de Guerra.—El miércoles 9 fui por la tarde a La Laguna. El maestro Juan Antonio me había dado noticia de que el miércoles 2 del presente en que vine de La Laguna, estuvo a hablarme don Antonio Basilio, comprador de la hacienda de Reguera, quien le dejó a otro maestro el tes­timonio de la escritura. Fui a su casa, le hablé del reconocimien­to del tributo y testimonio de él que debía quedar en mí poder. En orden a atrasados y satisfacción de la décima, me contestó que tenía pronto el dinero de ésta y que creía corriente las pagas del tributo y que Reguera le había hecho papel para su segu­ridad; pero hay equivocación, pues aunque después de secues­tradas las haciendas de Carta por el descubierto de la tesorería, se sacó despacho de la Audiencia para que el administrador (que lo ha sido don Antonio Angles) pagara el tributo y que efectiva­mente lo ha pagado en el tiempo del depósito, antes de él se debían algunas pagas que están por satisfacerse.

El 11 de enero, en el Valle.—Ayer por la mañana escribí el pésame al con- de del Palmar. Escribí también el recibo para don Antonio Angles, arreglándome a la cantidad que él dice, habiendo visto algún papel le que infiero ser la que pagaba don José Carta antes del embargo de sus bienes. La hacienda de Carta (a quien antes daba un solo recibo) paga en el día tres tributos con separación:   el primero le 5 por 100 por el terreno vinculado; otro de 150 por la suerte de Pedro de Villarroel (que llaman el Rosario), que entra a dis­ frutar Basilio, y el tercero de 385 por la hacienda del Boquerón, que actualmente gozan por mitad don Diego Reguera y don Luís Fonspertuis.” (J. Primo de la Guerra, 1976).

La Hacienda de los Guerra-Casa de los Carta en la actualidad
La Casa de Carta, actual sede del Museo de Antropología de Tenerife perteneciente al Organismo Autónomo de Museos y Centros del Cabildo Insular, ha sido declarada Bien de Interés Cultual por considerarse uno de los inmuebles más ejemplares de las grandes haciendas rurales históricas de Tenerife.
En 1976 el Cabildo Insular de Tenerife adquiere la antigua hacienda de los Guerras y posterior Casa de Carta, restaurándola cuyo trabajos de rehabilitación concluyen en 1987. Dedicándola a Museo de Antropología de Tenerife y está dedicada, por tanto, a la investigación, conservación y difusión de la cultura popular.
En la actualidad, la Casa de Carta acoge la exhibición de una selección de objetos y piezas de las colecciones de indumentaria y textiles, aperos agrícolas tradicionales, cerámica, cestería, instrumentos musicales y ajuar doméstico del Museo de Antropología.
El trámite para declararla Bien de Interés Cultural (B.I.C.) se inició en diciembre de 1984 mediante la resolución de la Dirección General de Cultura del Gobierno de Canarias. En noviembre de 2003 el Organismo Autónomo de Museos y Centros del Cabildo Insular de Tenerife emite un informe favorable a este trámite.
Analizada la propuesta de declaración del inmueble como Bien de Interés Cultural por el Consejo de Patrimonio Histórico de Canarias con fecha de 28 de junio de 2004, se ha resuelto por el decreto de 27 de enero de 2006 ser declarado como tal, en la categoría de Monumento, delimitando su entorno de protección. Dicho perímetro de protección establecido tiene como finalidad la necesidad de prevenir posibles impactos futuros que afecten el entorno del edificio; esto es, sus valores arquitectónicos y la apreciación de éste.


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