jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuentos contextualizados XXI: El llanto del niño.


Efectivamente: existía la mujer salvaje. Esa mujer salvaje era Judit, aquella niña que muchos años atrás había sido separada de su madre por una ráfaga del huracanado viento que en aquella ocasión azotó las cumbres de la isla. Como consecuencia del temporal la niña fue bajando, sin rumbo, por las agrestes laderas...
 Aquel día, al igual que otros días, Juan había salido muy de mañana desde su pequeña casita situada en Punta Brava, un diminuto caserío costero del pueblo de Garafía, para dirigirse al monte. Con la paciencia que caracteriza a los que, como Juan, viven lejos de los problemas del mundanal, éste después de tomar un trago de café, se dirigió tranquilamente el pajero, colocó la albarda sobre Ruperto, su mulo blanco, luego entró a su casa para recoger la mochila, metió dentro de ésta el zurrón , el gofio, algo de queso y una bota con vino tinto de tea. Después de despedirse de Concha, su mujer, enfiló barranco arriba a lomos de Ruperto mientras que, durante el viaje, entonaba las alegres canciones de una época ahora ya pasada, pero no por ello menos recordada.
 Aquel, día como todos los días, Juan acudía al monte  a por hierba para alimentar a sus cabras y ovejas, que eran su única fuente de riqueza. Llegado al lugar conocido como La Desierta, como siempre amarró el mulo junto a un moral y se dedicó a segar la fresca hierba, aún cubierta por las gotas del rocío de la mañana. En ello estaba cuando de repente oyó como un gran estruendo; se quedó inmóvil y expectante. Sabía que los desprendimientos de piedras procedentes de los riscos que bordean el barranco eran frecuentes y pensó que esta vez, al igual que las anteriores, lo mejor sería quedarse quieto, si se quería estar fuera del alcance de estas rocas. Por desgracia, esta vez todo cambió y a una roca le siguió la siguiente y a esta ya casi media ladera se vino abajo alcanzando de lleno a Juan, que recibió un terrible impacto cuando una le destrozó su cabeza.
 Caía la tarde en Punta Brava y Juan no regresaba. Concha, su mujer, y su hijita Judit se impacientaron, subieron hasta lo alto de la ladera de enfrente y gritaron con potente voz: "¡Juan… Juan… Papá… Papá!". Como respuesta oyeron el eco de sus propias voces, que parecía se mofaban de ellas repitiendo sus mismas palabras. Asustadas, nerviosas e intranquilas acudieron a casa de los primeros vecinos. Estos, alarmados, se avisaron los unos y los otros en sucesión de mensajes. Al final todos, como en común acuerdo, provistos de hachos de tea, de faroles y de  candiles subieron barranco arriba en busca de Juan.
 El drama vivido, durante la noche, en el fondo de aquel barranco era indescriptible. A la terrorífica visión del cadáver de un hombre tendido en el suelo con su cabeza destrozada, se sumaba el angustioso llanto de una viuda y de su hijita a quienes el grupo de vecinas trataban de consolar de alguna manera, sin conseguirlo. A ello contribuía la oscuridad de la noche más tenebrosa y triste jamás vivida por aquellos solitarios parajes. Ahora los hombres, a la luz de los hachos de tea los unos, y de los faroles los otros, trataban de trasladar el cuerpo de Juan hasta su domicilio.
 El traslado del cuerpo fue cuestión de divergencias. Unos hablaban de preparar allí mismo una camilla cortando unos palos y uniéndolos por medio de cuerdas o sogas trenzadas. Otros opinaban que era mejor trasladar al muerto a lomos de Ruperto, el mulo blanco; e incluso algún que otro vecino opinaba velar el cuerpo allí mismo durante toda la noche, mientras alguien, conocedor del camino, acudía a avisar al juez para el levantamiento del cadáver. Predominó la opinión de la mayoría, que deseaba trasladar al muerto a lomos del mulo y así lo hicieron colocando cuidadosamente el cuerpo sobre la albarda del animal, de tal manera que sus brazos y piernas estuviesen bien atados, para así asegurarse de que cuando la bestia bajase bruscamente alguna empinada cuesta el cadáver no viniese a caer por tierra.
 Ya era casi de madrugada cuando la comitiva fúnebre llegó a la casa del difunto Juan. Alguien acudió al único carpintero del barrio para que éste tomara medidas y preparara la caja en la que se trasladaría el cuerpo del muerto hasta el cementerio municipal, situado a muchos kilómetros de distancia de aquel lugar, mientras que otros acudieron a dar cuenta de lo sucedido al señor Alcalde del pueblo, para que éste a su vez lo trasmitiera a quienes debieran quedar enterados de lo sucedido.
 Inexorablemente pasaron los días, las semanas y los meses y aquella viuda no cesaba de llorar y llorar. No comía y apenas dormía. La visión de su marido tendido en el suelo se le presentaba en su mente con tal viveza que creía oírle llamar por ella, durante el día y más aún durante las largas noches invernales. La sola idea de pensar que el no haber acompañado a su esposo en aquellos menesteres agrícolas, como lo había hecho en otras ocasiones, fue el resultado de su muerte... "Quizás si yo hubiese estado junto a él no le hubiese ocurrido nada. Yo le pude haber avisado del peligro. Ahora por mi culpa está muerto..." Con estos pensamientos ella misma se autoinculpaba día tras día.
 El paso del tiempo no lograba borrar de la mente de aquella pobre mujer la visión del cadáver de su marido y los primeros síntomas de una profunda depresión no se dejaron esperar. Una deplorable delgadez y un rostro demacrado por el sufrimiento alertaron a sus vecinas, las cuales, por piedad, buscaban para ella los mejores remedios para mitigar sus sufrimientos. Así, con el ánimo de restablecer una salud perdida, no dudaron en prepararle toda clase de tizanas y mejunjes, una veces acudiendo a las consabidas hierbas medicinales y otras a santiguados y a otros enredos de una época en que la medicina andaba aún en pañales. Acuciada por los consejos y recomendaciones de cuantos a ella se acercaban, acudió a los mejores curanderos de la Comarca. Una veces acompañada de alguna vecina “dispuestona” y otras  de su pequeña hijita, Judit.
 - ¿Por qué no te vas a Tazacorte para que te vea Doroteo? -le dijo un día una vecina, que por saber se conocía de memoria a todos los matasanos de la isla-.
- ¿Y quién es Doroteo?  -preguntó la viuda-.
- Mujer, el mejor curandero que tenemos en la isla.
- Sí, ¿quién te lo dijo?
- Anda, si ese hombre fue el que curó a Pedro el de la Juliana del mal de ojo que le hicieron, y…
 Así, aquella buena vecina, armada de paciencia, fue contando historias de sanaciones hasta bien entrada la noche y a no ser porque se acordó de que su marido la esperaba para cenar, todavía estaría contando  y contando, lo que, según ella, otros le contaron.
 A pesar de haberse recorrido  toda la zona en busca de curanderos, sus males no cesaban sino que más bien aquellas pesadillas le atormentaban cada día más y más. En medio de estos padecimientos y de tantas alucinaciones, su vida se hacía cada día más insoportable y tan mal se encontraba que, sin pensárselo dos veces, un día preparó su cereta, puso en ella algo de comida para el viaje, y acompañada de su hijita Judit muy de mañana emprendió camino de la cumbre rumbo a Tazacorte. Era éste un largo viaje en el cual, después de subir hasta el mismo Pico de la Nieve, había que atravesar la cumbre siguiendo caminos y atajos que le llevarían hasta el pueblo de Tazacorte en busca del famoso Doroteo, con la esperanza de que éste prestigioso curandero lograra sacarla de aquel mar de angustias en la que se hallaba sumergida. Al canto de los primeros gallos que anuncian el amanecer de un nuevo día, madre e hija emprendieron un penoso y largo camino, lomo arriba. Después de abandonar las últimas casas del pueblo se internaron por el camino real que, bordeado de hayas y brezos, les va conduciendo hasta la misma cumbre. Nada hacia presagiar lo que  esperaba a aquella mujer y a su hijita, porque el día que ahora nacía era un día tan normal como cualquier otro día de los vividos en la soledad de los campos y de los montes garafianos.
 Apenas habían dejado atrás el pequeño caserío de El Roque del Faro cuando una ráfagas de caliente aire les sorprendía repentinamente. Madre e hija presintieron que algo raro estaba engendrándose entre los montes de aquellos parajes gara fianos. A aquellas olas de caliente aire ahora les seguían otras y comenzaba a oírse un enfurecido viento que sonaba cada vez más y más cerca de ellas. Por un momento pensaron retroceder, volver a la casita, o al menos llegar a las primeras casas del barrio, pero ya era tarde... Desandar el mismo camino andado lo consideraron tan peligroso como continuar  el viaje. Así, pensando que quizá el tiempo amainara, prosiguieron la marcha.
 Intentaron atravesar la cumbre y tomar rumbo a Tazacorte, camino de El Paso. Aligeraron el paso cuanto pudieron pero las ráfagas de viento se lo impedían cada vez más. Ahora ya no solo era el viento, algo peor estaba ocurriendo. La nieve no se hizo esperar, y en medio de aquella tormenta de viento agua y nieve, madre e hija  continuaron el camino  aferradas la una a la otra. De repente el cielo se oscureció más aún, el huracán se envalentonó, rugió como un león hambriento, tomó fuerza  con tan intensidad que la madre al resbalar soltó de su mano a la hija y ambas, madre e hija, fueron suspendidas en el aire, cual hoja de papel, y arrastradas por el viento que, sin piedad, las dejó caer en medio de las verticales laderas de la Caldera de Taburiente.
 Al segundo día, después de pasada la tormenta, Rogelia y Patricia, no más amanecer, corrieron la una en busca de la otra para comunicarse los malos presagios que por sus mentes bullían.
 - Vengo a buscarte porque estoy muy preocupada -decía Romelia a Patricia-.
- ¿A que estás pensando lo mismo que yo? -le respondió Patricia-.
- Lo de Concha.
- Sí, eso mismo.
- No llegó ayer a Tazacorte.
- Y tú, ¿cómo lo sabes?
- Porque un hermano de mi marido, que tiene familia en Tazacorte y a quien ella tenía que ver, nos llamó y nos dijo que nada se sabía de esa mujer y menos aún de su pequeña hijita.
- ¡Ay Dios mío! ¡Qué desgracia! De seguro las cogió el temporal en la cumbre.
 La noticia corrió como reguero de pólvora por el barrio. Los hombres se reunieron junto a la fuente pública y allí mismo acordaron salir de inmediato rumbo a las cumbres de la isla en busca de Concha y de su hijita. Moría la tarde del siguiente día y aquellos hombres regresaron al pueblo tristes, abatidos y cabizbajos, portando entre mantas el cadáver de la madre que fue hallado, sin vida, junto a unos codesos, en la estribaciones de la cumbre.
 - ¿Encontraron a la niña? -preguntó Rogelia a uno de los hombres que componían la comitiva-.
- No, por más que buscamos, hasta en el mismo fondo de la Caldera, de la niña ni rastro.
- ¿No será que no buscaron bien? -insistió Rogelia-.
- No, mujer, se buscó por todas partes, incluso los perros llegaron hasta donde nosotros no podíamos llegar, pero ni rastro.
 Pasaron los días y los meses en continua sucesión sin que nadie diese noticias del hallazgo del cadáver de la niña. Ya casi había transcurrido un año de aquel fatal accidente cuando un día unos cabreros discutían entre sí:
 - A mí me parece que yo oí el llanto de un niño.
- Tú estás soñando -le contestó el otro-.
- Sí, hombre, era algo así como el “llanto de un niño”.
 Por más que Efraín aguzó el oído, no pudo escuchar el llanto de ningún niño. Sólo el armonioso sonido que hace el viento al rozar con las ramas de los pinos interrumpía la paz y la soledad de aquellos grandiosos parajes que a modo de sinuosas vertientes componen el interior de la hermosa Caldera de Taburiente.
 Aquel comentario de Efraín sobre el llanto del niño no cayó en el olvido y muchos cabreros de los que anualmente acuden a la Caldera de Taburiente a pastorear sus cabras creyeron haber oído también el llanto de un niño. Al final todo quedó en el olvido y así fueron transcurriendo los años y nadie más comentó aquel llanto.
 Después de tantos años, un día, cuando ya toda esta historia parecía olvidada, Patricio, un cabrero del pueblo, contó que había visto junto a una de las fuentes de cristalinas aguas que salpican la Caldera, a una joven mujer vestida con pieles de cabra bebiendo agua, y que en cuanto ésta percibió su presencia, salió volando como alma que lleva el diablo y se ocultó tras la frondosa vegetación del bosque. Muchos creyeron que Patricio debía de llevar menos vino en su barrilete cuando acudía a cuidar sus cabras, porque posiblemente todo aquello que decía ver era la consecuencia de algunos tragos del mosto tomados en sobredosis.
 - Patricio está loco -comentaba Pancracio con otro compañero-.
- ¿Por qué dices eso?  -le respondió Faustino-.
- Hombre, dice haber visto a una mujer salvaje en la Caldera.
 Pasaron los meses de invierno y tras ellos llegó el caluroso verano. Así que Sebastián, otro cabrero del pueblo, convencido de que quizás Patricio no estaba tan loco como la gente decía, vigilaba noche y día todas las fuentes y manantiales de la Caldera de Taburiente por ver si localizaba a la mujer salvaje.
 Efectivamente: existía la mujer salvaje. Esa mujer salvaje era Judit, aquella niña que muchos años atrás había sido separada de su madre por una ráfaga del huracanado viento que en aquella ocasión azotó las cumbres de la isla. Como consecuencia del temporal la niña fue bajando, sin rumbo, por las agrestes laderas  que bordean al grandioso cráter y finalmente, cuando la tormenta cesó, quedó en solitario entre peñascos y riscos hasta venir a topar con unas cabras que, siguiendo su camino, la condujeron hasta una cueva de difícil acceso. Allí pasó su niñez y parte de su juventud rodeada de cabras salvajes, con las cuales convivía; y se alimentaba de su leche y, a veces, de algunas frutas silvestres que en sus paseos encontraba. No era pues de extrañar el que algunos pastores, en ciertas ocasiones, oyeran el llanto del niño y que algunos otros tras el paso del tiempo vieran a una joven salvaje acudir de las fuentes de la Caldera de Taburiente a beber la fresca agua, al igual que lo hacían las cabras salvajes. Durante muchos, muchísimos años, los cabreros vivieron temerosos y aterrorizados en el interior de la Caldera ya que la visión de una mujer salvaje fue detectada por algunos y comentado tal increíble acontecimiento a lo largos de los años.
 Algunas decían que era muy bella y que el pelo le llegaba a la cintura, que caminaba sobre las rocas sorteando los mismos peligros que sortean a diarios las cabras, que en estado salvaje moran en el interior de la Caldera de Taburiente. La Guerra Civil Española comenzó y algunos palmeros temerosos de ser fusilados por sus creencias, contrarias al régimen, acudieron a los montes de la isla en busca de refugio. Eran los alzados del Movimiento. Con ánimos de venganza, en busca de estos alzados y con intención de capturarlos, fueron perseguidos en aquellos parajes por los guardias de las fuerzas adictas al régimen ganador de la contienda.
 En su incansable búsqueda, un buen día los guardias localizaron a la mujer salvaje. Le dieron el alto. La joven no contestó ni detuvo su marcha. Los guardias repitieron la orden pero Judit no contestaba. Huía asustada, despavorida; aquellos brillantes uniformes y aquellas armas eran algo extraños para ella. En su loca carrera a través de jaras, brezos, hayas y pinos Judit atinó a ver a un joven que subido sobre un viejo castaño le miraba asustado y tembloroso. Este joven era Pedro, a quien los guardias buscaban porque había huido de su casa. Era, por lo tanto, Pedro un alzado, un pobre muchacho que vio cómo otros huían y él hizo lo mismo. Ni él mismo sabía por qué huía, ni menos aún sabía por qué aquellos dos hombres, uno de ellos vecino suyo, le querían matar.
 Judit detuvo su loca carrera y quedó atónita contemplando a aquel joven, como quien contempla una aparición del más allá. Pedro lo miró y haciendo una señal de silencio permaneció callado, casi petrificado. Entendió la joven que aquel muchacho tenía miedo. Su instinto natural así se lo decía. Presintió que no era miedo a ella sino miedo a morir en manos de sus perseguidores. Nunca se supo qué ideas pasaron en aquel momento por la mente de la salvaje Judit. Cuenta la leyenda que la joven miró fijamente al muchacho, dio media vuelta y corrió en dirección opuesta hasta un precipicio. Cuando junto a aquellos riscos estaba colocó sus manos a modo de fonil y dio un fuerte y estridente grito. Ello llamó la atención de los dos guardias, que de inmediato cambiaron el rumbo de su persecución y se dirigieron hasta al lugar desde el cual procedía aquel salvaje y gutural grito. Nunca más se supo de aquellos dos guardias buscadores de alzados.
 Algunos cuentan que durante muchos años, al atardecer, cuando el sol va muriendo, las aves cesan su canto y la noche avanza lentamente, en medio del murmullo del agua al caer sobre las rocas creen ver a Judit que, acompañada de un apuesto joven, corren unidos de manos saltando entre las pulidas piedras del barranco hasta perderse allá, a lo lejos, donde las cabras rumian tranquilamente y la paz, la tranquilidad y el sosiego son los únicos signos de vida que reinan en la misteriosa Caldera de Taburiente.
 Con la paciencia de un santo, porque el amor todo lo puede, Pedro fue enseñando a Judit cómo era la convivencia entre los humanos. Así que esta joven muchacha dejó de vivir entre cabras y se integró plenamente en la convivencia de su joven amante. Pasaron los años y ahora ya dos ancianos viven felizmente en el interior de la Caldera de Taburiente cuidando sus cabras y disfrutando de la paz, el sosiego y la tranquilidad de aquellos parajes.
 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 371 de Bienmesabe)




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