miércoles, 21 de agosto de 2013

CAPITULO XV-IX



EFEMÉRIDES DE  LA NACIÓN CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-IX



Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen


1603.
Disensiones entre la Audiencia y el gobernador colonial de Canarias. Oficios del concejo de Tenerife
“Solo faltaba, para colmo de las calamidades, que hubiese algunas disensiones entre los que mandaban las islas; y este escándalo se pa­deció también en la Gran Canaria, cuando toda­vía humeaban sus edificios y hacía sus mayores estragos la pestilencia. Había sido nombrado go­bernador (en lugar del licenciado Pamochamoso, que lo era interino) el capitán Jerónimo de Valde-rrama y Tovar, para que, como inteligente en la giado por el cabildo y digno de elogiarse por su aplicación al adorno y defensa de los pueblos, había sucedido (1601) el capitán don Luis Manuel Gudiel, no menos recomendable por su celo al tiempo de la enfermedad contagiosa, que por su notoria nobleza. Mas, concluido su mando antes que se hubiesen serenado las discordias de Cana­ria, dejó este cuidado al capitán don Francisco de Benavides, su sucesor, recibido en julio de 1603.” (José de Viera y Clavijo, 1978, t.2:79 y ss.)


1603.
Carta del Rey, en vista de la carta escrita por el Cabildo en 22 de Julio suplicándole diese orden pa qe se fortifique esta isla y dice qe aunque su intención es qe así se haga, conviene primero tener entendido el estado de la de Canaria y qe tiene escrito al Gobernador y al Ingeniero Prospero Casola qe cuando se acabase informe de ello y se tomará resolución. Fecha en Madrid 1603 (Libro 6° de Reales Cédulas, oficio lo n° 38 folio 83).

1603.
Dos escoceses vie­nen con su navío y pasaporte escocés, de la isla de San Miguel, con dinero del gober­nador para comprar vino para su guarnición. Fueron detenidos en Santa Cruz por orden del capitán general Luís de la Cueva, “y nosotros, molestados con prisiones y tormentos que nos dieron y cominaciones que nos hizieron y en efecto al cabo de muchos días fuimos condenados en perdimiento del dicho navío y mercaderías”.

Sin darles ninguna cuenta, su navío se vendió a Tomás Grimón, quien va con él a Indias, “y avernos quedado en esta ysla, presos en ella, pobres y miserables, muriendo de hambre”, sin poder marcharse, porque no se les han devuelto los pasaportes.

Comercio colonial con Inglaterra
El más importante de los tráficos de Santa Cruz, y de las islas en general, ha sido tradicionalmente el comercio con Inglaterra. En de­terminados momentos, toda la vida económica de Canarias había lle­gado a depender de una decisión tomada en Londres. Sin embargo, este comercio había empezado modesta y tímidamente, porque tenía muchas ganas de comprar y pocas cosas que vender: como sus prime­ros mercaderes, como por ejemplo James Casteleyn, establecido en Santa Cruz desde los primeros años del siglo XVI y dispuesto a cual­quier clase de operaciones. Como Casteleyn, ha levantado la cabeza paulatinamente. La volvió a agachar más de una vez, bajo la amenaza personal, porque el horizonte de las relaciones se anubló: vino el tiem­po en que cualquier persona procedente de aquella última Thule era convicto y reprobo y la profesión de mercader honrado no ofrecía me­nos riesgos que la de filibustero.
Luego los tiempos se serenaron para los unos y se enfoscaron bas­tante para los otros, para quienes el navío que se esperaba de Inglaterra llegó a simbolizar la última esperanza. Tenerife reconoció demasiado tarde que se vivía mejor con el mal en la casa, que sin él. «El comercio con Inglaterra, este interesante comercio, es por donde respira Tenerife. Bien podemos decir que él nos da la vida, él nos mueve y nos da el ser. Cuan­do está en acción, se aviva el resplandor de la nobleza, se asea el estado eclesiástico, el comerciante se alienta, el artesano trabaja, el pobre resuci­ta, el campo florece y todos hazen su fortuna. Mas cuando este comer­cio se retira, el noble se desluce, el eclesiástico se incomoda, el mercader se pierde, ocia el oficial, gime el pobre, la tierra se esteriliza y todos pere­cen». A este estado de patética sujeción económica había reducido a las islas la lenta y estudiada sofocación de su natural comercio indiano.

En las últimas décadas del siglo XVI se importaban de Inglaterra paños, algodón hilado, trajes de mala calidad, trigo, bacalao y arenques, que en Canarias llaman sardinas. En 1596, Felipe II había prohibido el comercio con géneros de Inglaterra y Holanda, incluso cuando los introducían barcos neutrales; pero la vigilancia no parece haber sido tan estricta en las islas, como en la Península Ibérica. La paz concluida en 1604 vuelve a franquear a los géneros ingleses la entrada en los puertos espa­ñoles. En 1645, los mercaderes ingleses establecidos en Andalucía han desplazado a los genoveses de su posición dominante. Entonces es cuan­do consiguen una serie de privilegios y exenciones, que se reflejan rápi­damente en la situación del comercio inglés en Canarias, en el sensible aumento de los mercaderes que vienen a residir en las islas.
Durante esta época, continúa la importación del bacalao; se introducen productos agrícolas de Francia, transportados y exportados por comerciantes ingleses, cuya mediación salva el escollo del estado de guerra; y empiezan a entrar, en cantidades más importantes que hasta entonces, los productos manufacturados de Inglaterra. El trá­fico directo había sufrido una interrupción en 1627- 1631, en mo­mentos de tensión política; pero los mercaderes holandeses habían de­vuelto a los ingleses la cortesía interesada que consistía en poner su propio pabellón a disposición del comercio británico. Luego inter­vino el largo paréntesis de la ruptura de 1655 - 1666, que parece ha­ber afectado la importación de géneros ingleses mucho menos que la exportación de vinos canarios, quizá debido a la venalidad de la admi­nistración.
De todos modos, en la segunda mitad del siglo XVII el comercio con Inglaterra pasó por una gran crisis, traducido por una contracción de la economía canaria en general. El gobierno inglés había cargado de gravámenes los vinos canarios, reduciendo sus posibilidades de ven­ta: se quiso contestar a esta medida, en 1728, penalizando con una contribución de 9% los géneros ingleses, y al año siguiente eliminan­do de las islas a los comerciantes ingleses. Pero ambas medidas tuvie­ron que ser anuladas, pues no hacían más que empeorar las cosas y so-tocar completamente la debilitada economía insular. A partir de mediados del siglo xviii la situación se normaliza. Las importaciones siguen siendo muy activas y superan con mucho los géneros que pro­ceden de otros países; abarcan una gran variedad de productos, desde los alimentos, principalmente carne, queso y arenques, hasta la quin­callería, de los medicamentos a los libros y de los coches de caballo a los instrumentos de laboratorio.

En cuanto a la exportación tinerfeña a Inglaterra, hasta 1580 aproximadamente su principal y casi único artículo fue el azúcar.
Luego, de modo igualmente exclusivo, pasó a serlo el vino. Sin duda los ingleses habían empezado a apreciarlo en ocasión de los repetidos contactos, entre comerciales y piráticos, de los Hawkins, Drake y de­más agentes de la primera expansión marítima inglesa; porque era fre­cuente que los piratas se detuvieran en las islas para pedir refresco de vino, tan necesario como el agua y más apreciado que ella. Durante la época isabelina, la malvasía no faltó en las tabernas de Londres, a pe­sar de la oficial falta de relaciones L25. Al normalizarse la situación del comercio entre las dos naciones, a partir de 1604, las entradas se hicie­ron más regulares y, según algunos, más que regulares, excesivas: en 1635, según juicio de James Howell, entraba más vino canario en In­glaterra que en todos los demás países reunidos y, según los datos que conocemos, esta aseveración no era inexacta.

El precio de venta al público del vino canario se fijaba por el Consejo Privado. No sabemos si éste procedía en las posturas con más tino que el Cabildo de La Laguna: lo cierto es que, a su juicio, el vino canario valía dos veces más que el francés y bastante más que el espa­ñol. Los precios fijados por ejemplo para el año de 1626 eran de 6 pe­niques el cuartillo de vino francés, 10 el español y 12 el canario; para 1627, el precio era de 8, 12 y 14 respectivamente. En los años de 1635 a 1638, el precio al por mayor era de 9, 15 y 17 libras esterlinas la pipa.

 Es verdad que el vino canario pagaba cada vez más gravá­menes, que en 1656 sumaban 5 libras 5 chelines y 9 peniques por to­nelada. Después de esta fecha interviene una subida de precios ver­tical: en 1664, la pipa de malvasía se vende en 32 libras, casi el doble del precio anterior: parecía tan exagerado, que quedó reducido por or­den del Consejo, arbitrariamente, a partir de primero de febrero de 1665, en 26 libras la pipa.
Las causas del encarecimiento deben ser múltiples y en la mayo­ría de los casos permanecen oscuras. La presión fiscal fue una de las primeras: los precios no habían variado tan escandalosamente en Ca­nanas, donde pasaban, al contrario, por un período de depresión y de crisis. De todos modos, la producción canaria no dicta sus condicio­nes al mercado inglés, sino que, por lo contrario, depende de las fluc­tuaciones de este mercado: la crisis canaria de mediados de siglo se ex­plica precisamente por la falta de salida de los caldos y por las trabas puestas a la importación en Inglaterra. Pero la más interesante y quizá la más plausible de las explicaciones que se han dado a esta nueva si­tuación es sin duda la explicación oficial inglesa, dada como justifica­ción de una reforma importante del comercio con Canarias, como fue la creación de la célebre Compañía Inglesa de Canarias en 1665.

El documento fundacional explica que tradicionalmente el co­mercio inglés conducía a Canarias grandes cantidades de manufactu­ras nacionales, que se vendían bien y bastaban para cubrir las compras de caldos insulares que, de este modo, podían despacharse en Inglate­rra a precios moderados. Pero «en los últimos años, a causa del tráfico extraordinario de nuestros súbditos en aquellas islas y del número des­acostumbrados de navíos que trafican allí, los bienes y utilidades del comercio de manufacturas se han visto mermados en su valor, y los vi­nos de aquellas islas han aumentado sus precios hasta el doble de lo que antes se vendían».
Si esta declaración es sincera, como parece probarlo su misma tor­peza, el vino canario no se había puesto más caro de una manera abso­luta, por una subida de precios a la producción, sino de modo relativo, por medio de una crisis provocada por el dumping de las manufacturas inglesas y la caída de los precios de estas mismas manufacturas. Para los comerciantes y economistas que han elaborado este proyecto, lo mismo da obligar a los canarios a vender más barato su vino, o a comprar más caros los géneros ingleses. Pero también desde el punto de vista cana­rio, ambas cosas resultaban ser una sola y conducían a un sensible au­mento del costo de la vida y a un no menor empobrecimiento del país. Los autores del proyecto habían visto claro un punto preciso de su sistema: el monopolio encarece la mercancía, y el comercio inglés detenía en Canarias el monopolio del mercado, tanto en la importación de gé­neros extranjeros, como en la exportación de caldos. Pero el monopolio jugaba con algo que no tenía, y que eran los caldos canarios. Además, la Compañía llegaba tarde, cuando el mercado internacional estaba ya saturado de monopolios y de compañías agresivas.

La Compañía de Canarias tuvo una historia tan breve como complicada. La iniciativa vino de algunos mercaderes de Londres que traficaban normalmente con vinos canarios y que, por lo tanto, eran los primeros interesados en una rebaja de este artículo. Hicieron la sugerencia al gobierno, quien designó de entre ellos una Junta de Incorporación. La condición prealable para pertenecer a la Compa­ñía era la de ser vecino de Londres: ésta fue la primera dificultad, por­que no estaban todos los interesados en el mismo caso, y porque mu­chos vinos se importaban por Southampton o por Bristol. Pero como la condición había sido sugerida por los comisionados, la circunstan­cia sugiere la posibilidad de que en la Junta de Incorporación hayan tenido un papel preponderante los judíos portugueses recientemente establecidos en Londres, procedentes a menudo de Canarias y bien in­troducidos en el tráfico de los caldos isleños. De todos modos, se tar­dó bastante en hallar una fórmula satisfactoria. Al fin, para no perder más tiempo, los comerciantes admitieron aquella cláusula, a cambio de un plazo que se les concedía a los no vecinos, para arreglar su situa­ción. En enero de 1665 la carta de incorporación de la Compañía estaba ya redactada; pero surgieron nuevas dificultades y, a pesar de las  insistencias de los mercaderes, su firma se demoró hasta el 25 de mar­zo: dos meses más tardó su proclamación, que significaba su entrada en vigor.

El atraso parece haber tenido una doble explicación. La firma del documento había sido tenida en suspenso por el chanciller del reino, lord Clarendon, mientras se decidían los comerciantes a pasarle las 4.000 libras de soborno que le habían prometido, a cambio de hacer pasar la patente v de mantenerla mientras durase su ministerio. Por otra parte, había mucha resistencia y oposiciones, principalmente en­tre los mismos mercaderes ingleses de vino, eme no estaban todos de acuerdo con el principio del monopolio. Uno de ellos, Samuel Wilson, había transmitido desde enero el texto de la carta de la incorpora­ción a algunos ingleses domiciliados en Tenerife, entre ellos Edward Prescott y ]ohn Smith hijo. Fueron éstos quienes pusieron alerta a los productores canarios, llamando su atención sobre lo que se estaba fra­guando contra ellos en Londres. Fueron ellos, quienes, según sus cole­gas londinenses, instigaron y suscitaron la rebelión de los canarios: porque, en efecto, si no se puede hablar de rebelión, la reacción fue violenta en Tenerife. Prescott y Smith fueron convocados a Londres, para dar explicaciones.
La Compañía fue un aborto, pero un aborto escandaloso. Los co­merciantes ingleses que no habían podido ingresar en la misma, si­guieron vendiendo vinos de contrabando. En la Cámara de los Co­munes se protestó vehementemente contra este nuevo monopolio, que no presentaba ventajas más que para los comerciantes interesados y no prometía ninguna reducción de los precios. En 12 de noviembre de 1666, al cabo de un año y medio de actividad de la Compañía, el go­bierno de Londres se vio en la obligación de prohibir todo trato co­mercial con las islas Canarias, en razón de los malos tratos que allí estaban recibiendo los súbditos británicos. Así como procedería luego el gobierno de Madrid, el inglés se dio cuenta que su política había si­do equivocada: a pesar de su propia prohibición y del privilegio con­cedido a la Compañía, tuvo que autorizar ia introducción de vinos ca­narios, o sea, tuvo que legitimar el contrabando.

Durante el mismo tiempo, las cosas habían tomado mal cariz en Tenerife. El Cabildo había acordado solicitar la expulsión de todos los comerciantes y corresponsales ingleses, así como la prohibición de cualquier venta de vino a los mercaderes incorporados en la Com­pañía. No se conocen bien los detalles de esta explosión de ira o, como dicen los ingleses, de esta rebelión. Los historiadores antiguos hablan de cuadrillas numerosas, formadas por 300 hasta 400 perso­nas enmascaradas, que recorren las calles de noche, sin duda para proferir gritos y amenazar a los ingleses. A estos energúmenos se les conoce con el nombre de «clérigos», sin que sepamos por qué. En los primeros días de 1666, una de estas cuadrillas entró por la fuerza en las bodegas de Garachico en que estaban almacenados los caldos des­tinados a la exportación y rompió las cubas, dejando correr arroyos de vino por las calles del puerto. Este episodio, conocido con el nombre de «derrame del vino», fue la culminación de la guerra  comercial.
La violencia de la explosión no parece difícil de comprender. En Canarias, como en Londres, las opiniones estaban divididas acerca del alcance de la nueva política económica de los ingleses. Al capitán ge­neral, que lo era Gabriel Laso de la Vega, conde de Puertollano y que no era forzosamente un economista, no le causaba ninguna inquietud la creación de la Compañía de Londres. Aquello era cosa que no inte­resaba a los canarios, sino a los ingleses. Además, lejos de constituir una amenaza, la nueva situación le parecía encaminada a estimular la venta de los vinos, aumentando las rentas reales y manteniendo en las islas el oxígeno necesario a su salud económica. Por lo tanto, él no tenía inconveniente en dejar que siguiera normalmente el comercio. Al presentarse en Garachico, para cargar vinos, algún navío de la Compañía, los vecinos tratar de impedir el embarque de las pipas; pe­ro se les opuso la autoridad, porque los ingleses venían con todos sus papeles en orden y se sabía que el capitán general los favorecía y am­paraba. En aquel clima de irritación brotó la violencia: lo más proba­ble es que no se produjo espontáneamente, sino que había sido provo­cada por algún grupo que no profesaba las mismas ideas económicas del general. El derrame del vino era la única posibilidad de impedir su embarco. El caudillo de aquel movimiento parece haber sido Juan Francisco Interián de Ayala, productor de vinos con residencia en Los Silos, quien en efecto fue detenido casi inmediatamente, por orden del capitán general.
En septiembre de 1667, el Cabildo de Tenerife formuló un pro­yecto de arreglo general, que hizo suyo el gobierno de Madrid. Su pri­mera condición era la extinción de la Compañía de Londres, cuya li­quidación debía negociarse entre los dos gobiernos. En adelante, los vinos de las islas se venderían a un precio que, por espacio de seis años eventualmente prorrogable, se mantendría entre 45 y 55 ducados la pipa. Los mercaderes ingleses tendrían la libertad de fijar a su gusto los precios de sus géneros importados; en cambio, cada productor quedaría libre de admitir o rechazar las equivalencias que se le propon­drían para el trueque Es reconfortante observar que el Cabildo, que toma a menudo el rábano por las hojas, enmienda elegantemente la plana del gobierno de Su Graciosa Majestad, cuando se dedica a re­flexionar por cuenta propia. Con diferencia de días y con no menos quebraderos de cabeza, el gobierno inglés había llegado a la misma conclusión. El 18 de septiembre de 1667 el privilegio de la Compañía de Canarias había quedado cancelado. A esta decisión le siguió casi in­mediatamente la destitución de lord Clarendon y, a distancia, el resta­blecimiento de la libertad de comercio con Canarias.
Pero el mal estaba hecho y las consecuencias de la guerra fría oca­sionada por la Compañía tardaron mucho en desaparecer. En lo que queda de siglo se hace evidente la decadencia cuantitativa de la impor­tación de caldos canarios, a la vez que su progresiva sustitución por los vinos de Portugal. En el siglo XVIII, estos últimos han conquistado defi­nitivamente el mercado inglés. Entre 1675 y 1678 entran en térmi­no medio en Inglaterra unas doce toneladas de vino portugués anual­mente; en los años siguientes, de 1679 a 1685, la media de las mismas importaciones es de 6.880 toneladas. A finales del siglo, el Cabildo de La Laguna no puede dejar de observar melancólicamente «lo decaí­do que está el comercio de Inglaterra», que sigue el camino inverso al portugués. El gobierno inglés contribuía a agravar la situación, añadiendo gravámenes a las importaciones canarias. Los que pesaban sobre la tonelada de malvasía, y que a mediados del siglo XVII repre­sentaban, según queda dicho, unas 5 libras, en los primeros años del siglo siguiente se han elevado a doce: la hacienda real de Inglaterra se aseguraba de este modo una bonita renta, calculada en 120.000 libras anuales, pero esta situación no constituía un estímulo para los importadores. Las gestiones encaminadas a conseguir la supresión de aquella crecida contribución no dieron ningún resultado. De todos modos, el vino canario mantenía intacta su reputación y seguía siendo el me­jor cotizado en el mercado de Londres. En cuanto al volumen de las exportaciones, se puede calcular que las cantidades de vino canario lle­vadas a Inglaterra a fines del siglo XVIII representa el 1 /8 de las impor­taciones de fines del siglo anterior y aproximadamente el quinto de los vinos llevados a Londres en plena guerra de Sucesión.
A pesar del endurecimiento de la política comercial inglesa y de las restricciones de toda clase, el balance del comercio canario - inglés durante el siglo XVII había sido ampliamente excedentario, desde el punto de vista canario: precisamente esta situación había sido la única justificación de la existencia de la Compañía de Canarias. Además, la situación era idéntica en todo el comercio hispano - inglés en general, en que se calculaba, a fines del siglo XVII, que las exportaciones ingle­sas sólo cubrían la mitad de las importaciones. El déficit inglés en el comercio de malvasía era sensiblemente mayor: en 1680 la cobertura inglesa de las importaciones de Canarias era de 25% aproximadamen­te. Pero la situación se modificó rápidamente, debido a la reducción de las importaciones: la misma cobertura llegó a 59% en 1694- 1700, a 73% en 1701-1705, a 105% en 1726-1730 y a 600% en 1749-1753. El giro había sido completo a partir de 1725 y la situación ha­bía llegado a ser catastrófica para la economía canaria, que apenas lle­gaba, en la segunda mitad del siglo XVIII, a cubrir con sus ventas un 15% o un 20% de sus importaciones.
Esta situación era demasiado llamativa para pasar sin llamar la atención a los economistas. De hecho, sirvió de pretexto a una toma de posiciones que forma época en la historia de las doctrinas económi­cas, y caracteriza el pensamiento y la política comercial del mercanti­lismo en general. Un comercio como el de la malvasía, deficitario desde el punto de vista inglés, puede tratarse por el gobernante de dos modos diferentes: por medidas represivas que no tienen cuenta de la realidad, como había intentado hacerlo la Compañía, o bien supri­miendo de raíz un trato pernicioso para la economía nacional. Esta úl­tima es la solución que propone Child en A new Discourse of Trade. Sin embargo a Davenant, que fue un innovador en la materia, le pare­ció inadecuado un tratamiento circunscrito del problema y alegó por primera vez que el comercio tiene interdependencia e inferencias invi­sibles, gracias a las cuales el dinero que parece perderse en apariencia, se recupera en la realidad por otros caminos ocultos. Según Davenant, los ingleses ganaban mucho perdiendo dinero en la malvasía; y no cabe duda que todos los catadores de malvasía le daban la razón. Según Da­venant, más tarde ganaban mucho los canarios, porque perdían más que los ingleses: y la verdad es, con independencia de si tiene o no ra­zón, que todos los canarios del siglo XVIII eran de su misma opinión. El comercio canario con Inglaterra abarcaba por extensión dos áreas extracontinentales, las islas Barbados y las colonias del norte del continente americano, que más tarde formarían los Estados Unidos de América. Barbados, bajo cuyo nombre comprendían los isleños todas las colonias británicas de las Antillas, representaban para los vinos ca­narios un mercado provechoso a la vez que cómodo; también era un mercado tradicional, que no se apartaba de los caminos acostumbra­dos de la navegación indiana. Pero el Navigation Act de 13 de septiem­bre de 1660 había establecido que todos los géneros conducidos a te­rritorios pertenecientes a la corona de Inglaterra debían transportarse por barcos ingleses. Por razones dinásticas se había admitido más tarde una excepción en favor de los productos procedentes de las islas por­tuguesas. En cuanto a los vinos de Canarias, no se prohibía taxativa­mente su tráfico, pero su importación a las Antillas inglesas quedaba supeditada a su embarco en navíos ingleses y luego a una declaración y fiscalización de la carga en un puerto de Inglaterra: con lo cual la prohibición de hecho era todavía más segura de lo que hubiera sido la de derecho.
Los canarios no se resignaron fácilmente a la pérdida de aquel mer­cado. El Cabildo de Tenerife representó al gobierno y el gobierno repre­sentó en Londres. Al ver que de aquellas gestiones no se seguía nin­gún resultado, el mismo Cabildo, apoyado por el capitán general Francisco Varona, se tomó la libertad de tratar de poder a poder y solici­tó directamente la intervención del embajador español en Londres Pe­dro Ronquillo aunque sin tener más suerte que por los caminos acos­tumbrados. Se solicitó en 1676 y en 1687, en 1698 y en 1715, cuando se tomó la rara iniciativa de enviar un embajador tinerfeño a Londres. El gobierno inglés no oía nada: empezó a oír en 1720, cuan­do, al tener la seguridad de que ya no había peligro de déficit en el co­mercio con Canarias, no tuvo más inconveniente en levantar las prohibiciones que impedían el comercio con las Antillas.

El comercio con las colonias del norte americano estaba sujeto a las mismas dificultades. Oficialmente y por las mismas razones no hu­bo contactos comerciales con aquellas zonas, hasta 1720, cuando se modificaron las previsiones del Staple Act de 1663, que prohibía el tráfico directo. Sin embargo, en la práctica, los vinos canarios habían penetrado ya en los futuros Estados Unidos, por dos caminos distin­tos: por el contrabando, como en el caso de la fragata The Swallow confiscada en el Massachussets, o por medio de una reexportación legal a partir de la base de Madeira, como en el caso del Navio The Eagle, en 1704. Después de la liberalización del comercio en 1720 las colo­nias inglesas de América enviaron regularmente, sobre todo a partir de Boston y de Filadelfia, cargamentos de productos tales como madera para duelas, harina, millo, cera, alquitrán y calderas de hierro, todo a cambio de la codiciada malvasía. (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998.t.11: 42 y ss.).

1603.
Criollos canarios significados nacidos en Garachico, Tenerife
Juan de Ponte y Fernández Clavija
Hermano del anterior, llegó a Caracas en 1603, después de haber per­manecido algún tiempo en Isla Margarita. Preocupado por temas agrícolas, ha de ser considerado como el introductor de los primeros árboles frutales llegados de España, concretamente de Canarias. En Caracas fue alcalde or­dinario desde 1604; luego ocupó los cargos de Procurador General y Al­calde de la Santa Hermandad, así como Familiar del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
(Carlos Acosta García, 1994:569  y ss.)
1603.
El Ayuntamiento de la isla de Tenerife adoptó la decisión de levantar una iglesia con su correspondiente plaza en el lugar que hoy ocupa el Puerto de La Cruz.
Por lo general, este tipo de decisiones se tomaban con el propósito de fundar en un determinado sitio, ya que a partir de la plaza de la iglesia se comenzaba a construir el resto del núcleo de población.
Se puede asegurar con cierta certidumbre que a partir del 3 de mayo de 1651, la ciudad del Puerto de La Cruz inició su andadura como uno de los puertos más importantes de la isla de Tenerife, junto a los puertos de Garachico y de S/C. de Tenerife.
Durante la primera mitad del siglo XVI la actividad portuaria del Puerto de La Cruz estuvo vinculada a la exportación de azúcar a los mercados Europeos, para después comenzarse con la exportación de vinos durante la segunda mitad de ese siglo.
En el siglo XVII, con la firma de la paz en 1604 con Inglaterra, se incrementó notablemente la exportación de vinos a dicho país y por lo tanto la actividad en el Puerto de La Cruz. Hasta 1666 el negocio de la exportación de vinos se mantuvo en expansión gestionado por comerciantes ingleses y portugueses. Durante este siglo la población de esta ciudad fue de unos 2.800 habitantes. Estos habitantes procedían de Europa y de otras islas de Canarias (Fuerteventura sobre todo) así como de la isla de Tenerife.
En el siglo XVIII, el mercado del vino sufre una gran recesión, entre otras causas debido al Tratado de Methuen de 1703, debido al cual, los vinos portugueses tienen un trato preferente en los mercados británicos, sin embargo aún con todo ello, el Puerto de La Cruz, siguió siendo el puerto del mayor volumen de importancia de toda Canarias. (Francisco Herrera, 2012).

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