jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 3



(Manuel García Rodríguez.Publicado en el número 274 de BienMeSabe)
Allá, por los años de la post guerra, la hambruna se dejaba sentir como telón de fondo del cotidiano vivir. A los que hoy, gracias a Dios llegamos a viejos, no se nos olvidan algunas situaciones o hechos ocurridos en el pasado. Lo que actualmente son acontecimientos normales tales como comidas en merenderos, viajes de recreo, vacaciones pagadas etc, eran prohibitivos para la mayoría de aquella la época. En este contexto se desarrolla la vida de Don Natalio que constituye un excepción de aquellos tiempos. Ni que decir tiene que todos los personajes que intervienen en este relato son imaginarios. Sólo se presentan como protagonistas de hechos y situaciones que sí constituyen una realidad en el cotidiano vivir de ayer y de hoy.
Vivía Don Natalio en un barrio periférico del casco urbano de Santa Cruz de la Palma. Alto, brazos largos, terminados en unas manos blancas como la nieve, signo evidente de no dar golpe. Dedos que recordaban a personajes de los cuadros de El Greco que finalizaban en puntiagudas uñas no muy limpias, por cierto. Cara de malas moscas. Frente arrugada, más que por los años trascurridos por las malas ideas que su cabeza albergaban. Casi calvo, dejaba al descubierto su media bola de billar que parecía sostenida en un pedestal de densa semicana cabellera a la que continuaba un cuello muy irregular, cejas cargadas con algunos pelos tan desatendidos que casi le impedían la visión, orejas abanicadas, terminadas en punta, ojos de un azul apagado a causa de las cataratas.
Aunque usaba gafas metálicas, normalmente miraba por encima de ellas. Vestía siempre de traje oscuro, que en otro tiempo pudo haber sido de buena calidad, más el paso de los años había dejado su huella, de tal manera que alguna que otra hebra de su tejido flotaba por los aires. Corbata. que en sus orígenes fue negra y lo continuaba siendo, pero ahora de un “negro desteñido”. Zapatos también negros, sin, brillo con punta mirando al cielo, posición ésta adquirida por más de un tropezón recibidos en los mal colocados adoquines de las calles de su barrio.
Se tenía él por hombre culto, estudiado e inteligente. En su juventud había leído muchas fábulas de Samaniego, amén de cantidades ingentes de novelas del Coyote. No conocía muy bien su tierra natal, La Palma, pero eso sí, al dedillo, todo el Oeste Americano.
Durante la Dictadura fue funcionario del Estado y era él de aquellos empleados de ventanilla a los que hasta le tenias que pedir perdón por dejarte vivir en este mundo. Yo mismo, siendo joven, en cierta ocasión, tuve necesidad de solicitar un documento y, ya antes de que me tocara el turno, acertaba a ver en la ventanilla a Don Natalio. Era como si viera al propio demonio en persona esperándome para comerme vivo en el acto. Consecuentemente al instante, el miedo comenzaba a hacer presencia en mí con manifiestos signos: temblores de pies y manos. Experiencia tenía de que como este hombre tuviese un mal día, tú las pagabas todas, allí mismo, junto a aquella anticuada ventanilla.
- No sabe usted que ese documento ya no se extiende – contestaba arrogantemente ante mi solicitud
- No, no lo sabía – comentaba yo a media voz.
- ¿Dónde vive usted? – me respondía, poniendo aire de superioridad mientras que me dirigía una agresiva mirada por debajo de sus espejuelos.
- Perdone señor – decía yo, bajando la cabeza.
- Vamos, vamos, deje libre la ventanilla que tengo prisa, el siguiente - casi a grito abierto pronunciaba estas palabras.
La impotencia, la vergüenza y al mismo tiempo la rabia contenida que en aquellos tristes momento yo sentía, era tal, que abandonaba aquella odiosa oficina mirando al suelo, sin levantar la cabeza para no ver la risa, que presentía salía de los labios de aquellos otros parroquianos, que me precedían en la cola de ventanilla.
No era así de agresivo y maleducado Don Natalio con los pocos amigos que tenía. Con ellos era amable, simpático chistoso y hasta cariñoso.
Cuando, por aquellos tiempos, eso de salir a comer los domingos fuera del hogar nos era prohibidos por razones económicas, o de bolsillo, Don Natalio y sus amigotes, funcionarios del régimen todos, celebraban las grandes cuchipandas en el “Turri – Club”, mientras que nosotros, los no agraciados de la fortuna, nos conformábamos con percibir el agradable olor del cerdo asado cuando, camino de El Planto hacia La Dehesa, pasábamos junto a tal importante merendero, el ya desaparecido “Turri-Club”.
Los años transcurrieron para todos nosotros. También para Don Natalio. Mas sin embargo su mal humor y su fama de viejo gruñón y cascarrabias iba siendo directamente proporcional a los años que iba dejando atrás. Así que a más años, en más cascarrabias se convertía. Poco a poco, la ley de la vida, le fue dejando sin amigos íntimos y sin cuchipandas. Pero, eso sí, con más colesterol y con más azúcar en sangre como inseparable acompañamiento.
De aquellos atracones que de carne de cochino engullida en los años cuarenta y mediados los cincuenta, ahora pasó a tener como almuerzo una pobre y triste ensalada con más tomates y cebollas que lechugas, que no las añadía a la ensalada por razón de gusto sino por razón de coste. De postre una humilde manzana, preferida ésta por su escaso valor en azúcares.
La cena, cuatro fideos, boca arriba, nadando en el plato y acompañados de dos gotas de aceite que parecían dos ojos pidiendo clemencia y todo ello, con cierto sabor a pollo congelado donde ya de antemano se adivinaba la ausencia de la sal.
A todas estas, Natalio recordaba sus tiempos y a su mente acudían imágenes de sabrosos manjares que, en antaño, dieron color a su ahora desteñido rostro y redondez a su actual esmirriada y consumida barriga. Ante sus continuas insistencias en cambiar de manjares, su mujer, unas veces le recordaba la presión arterial, otras el azúcar o el colesterol, y cuando no la próstata, que también en tiempos lejanos constituyó parte de un potente conjunto, que ahora había caído en crisis permanente.
Respetaba él las prohibiciones que en cuanto a comida tenía, no sólo por prescripción facultativa, sino más bien por experiencias vividas en en el pasado, ya que, en cierta ocasión, aprovechando que Doña María, su mujer, tuvo que irse varios días de viaje  él, al quedarse sólo en la casa, fueron tantos los atracones de carne de cerdo, panceta, chorizos y tocino que se mandó, que como consecuencia de ello, el acido úrico se apoderó de él, hasta el extremo de que el dedo gordo del pie se hinchó de tal forma que, a juzgar por su tamaño y color, casi más parecía una morcilla que un dedo. Como música de fondo le acompañó en todo este proceso inflamatorio unos fuertes e insoportables dolores a los que respondía con horribles gritos y malsonantes maldiciones contra todo el santoral eclesiastico.
Sintiéndose muy sólo, un día, como quien mendiga un poco de amistad, se fue acercando al grupo de mayores que a diario se reunían y se reúnen en el puerto, junto a la parada de taxis, bajo las frondosas palmeras que allí existen. En principio fue bien admitido y acogido en el grupo aunque con recelo por alguno de los mayores, habida cuenta de que alguna referencia de su mal humor y de su poca educación tenían. Según fueron pasados los meses, por razones obvias, los miembros del grupo fueron tomando asiento cada vez más lejos de él, por no oír de su boca frases como estas: Que sabes tú de eso, tú eres un analfabeto hombre. Vete a la escuela. Estas y otras fueron las expresiones que, como digo, propiciaron un distanciamiento, cada vez mayor, entre Don Natalio y el resto del grupo.
A partir de este momento cada vez que Don Natalio se acercaba al grupo, se producía en éste un prologado silencio de los contertulios que él aprovechaba para exponer sus experiencias como manda más o perdonavidas y congratularse de haber mandado a más de uno a freír espárragos por no repetir yo ahora otras palabras que por altisonantes, o por evocar olores desagradables, más vale no recordar.
Sintiéndose poco o nada aceptado dentro del grupo, un buen día se despidió de ellos, no sin antes soltarles un sermón en el que se repetía con frecuencia frases ejemplares extraídas del vocabulario de la soberbia: Ignorantes, magos, brutos, zopencos, zurullos fueron algunas de ellas.
Se cuenta, que después de esta agradable despedida del grupo, Don Natalio permaneció varios días encerrado en su domicilio, y dicen, lo que por allí a diario pasaban, que los gritos que profería a Doña María, su esposa, se oían desde la calle, sin necesidad de hacer muchos esfuerzos auditivos para enterarse de lo que a su mujer decía, que a decir de algunos, la llamaba de todo, menos bonita.
Cansado de su encerrona, en el domicilio conyugal, que había soportado a voluntad propia y después de haber descargado su reprimido mal humor con su familia, un buen día probó suerte e intentó hacerse querer por un nuevo grupo de amigos de su propia generación.
Sabía que contiguo a la antigua plaza de mercado o recova de Santa Cruz de la Palma se reúnen, a diario, un grupo de jubilados, y otros ya cansados, a la sombra del frondoso laurel de indias situado junto a nuestro entrañable Teatro Chico. Como manso cordero, que a su madre se acerca en busca de cariño, Don Natalio dio los buenos días al grupo y tomó asiento en el único lugar libre que a esa hora del mediodía aún quedaba bajo el laurel.
Varios días estuvo observando al grupo, durante las largas conversaciones que allí se desarrollaban. En más de una ocasión, el diablo le tentaba, y a punto estuvo de intervenir directamente en los acalorados diálogos que allí se desarrollaban y aún hoy se desarrollan. Mas aún permanecía grabada en su mente la festiva despedida con que él abandonó el grupo de amigos que le agasajaron en las reuniones del muelle.
Muchos, por no decir todos, los que en El Corredor de la Muerte (nombre que por similitud daban al lugar de tertulia del Teatro Chico, aunque en este caso los condenados no eran por malhechores sino por puros viejos ya caducos), se reunían sabían la historia de Don Natalio y, visto lo visto, llegaron a pensar que todo eran alegatos de las famosas lenguas palmeras ya que era imposible que aquel tranquilo señor, que llevaba ya varias semanas acompañándoles, sin ni siquiera interrumpir el diálogo para intervenir, que permanecía silenciosamente y atentamente escuchando y que respetuosamente trataba a todos por igual, era capaz de cometer las barbaridades verbales de que se le acusaba.
Sorprendidos todos los viejos del Corredor de la Muerte del silencio de don Natalio, el más veterano de los allí a diario reunidos, ideó una ocurrente estrategia. Consistía ésta en inventarse una resumida historia de algunos de los transeúntes que constantemente están pasando ante el corredor. El objetivo de esta estrategia era hablar bien, o sea, dar incienso al personaje en cuestión y al mismo tiempo observar la reacción de Don Natalio.
El primero que acertó a pasar por allí fue Pepe, de sobrenombre El Gallo Cojo conocido en la ciudad por sus fanfarronadas y por sus heroicas borracheras.
- Por allí va Pepe, el “Gallo Cojo” – comentaba uno de los viejos.
- Buena persona esta, – respondía el otro con aparente tranquilidad.
- Es de los que tratan bien a su mujer y no se gasta los euros en beber como otros que yo sé – comentaba otro viejo.
Mientras esta conversación se desarrollaba, todos los miembros del grupo observaban disimuladamente a Don Natalio. Este hablaba muy bajito, casi no se entendía lo que decía pero entre “carraspera” y “carraspera” susurraba Vaya unos coños.

Fracasado la estrategia para hacer hablar a Don Natalio , alguien del grupo de viejos se le ocurrió otra idea. Así que cuando por allí pasó Pepa, de apodo la Gata Negra conocida en el barrio por sus irregulares amoríos, Don Tiburcio, uno de los contertulios, preguntó a Don Natalio:
- ¿Quién es esa mujer? - Es que me parece haberla visto antes.
- Hombre, no conoces a Pepa la Gata Negra – y soltaba toda una ilustrada historia con muchas barbaridades inventadas por él.
Fue tal el éxito alcanzado en el uso de esta nueva estrategia que a partir de entonces cuando el grupo de viejos del Corredor de la Muerte querían saber algo de alguien preguntaban a Don Natalio sobre el particular. Éste, sintiéndose alagado ante tales consultas, se autoproclamó el más sabio de los sabios del grupo.
Fue tal el protagonismo que alcanzó, que él mismo se consideró insustituible, y apoyado en éstas y otras teorías personales convenció a sus hijos para vender la casa que poseía en el barrio y comprar una, muy pequeñita, situada junto al Corredor de la Muerte lo que desde ese momento, le permitió acceder fácilmente a tal loable lugar.
Aunque yo no frecuento El corredor sin embargo tengo varios amigos afiliados al lugar que me cuentan, con toda naturalidad, los sucesos allí acaecidos, en especial las célebres hazañas de Don Natalio. Esto fue lo último que “textualmente” me contó el amigo y que yo reproduzco aquí:
Un día, por casualidad, pasó junto al corredor Don Leovigildo Viruta Hernández y Doña Lorenza Pérez de la Rosa y Clavel. Me contó este amigo, que cuando le formularon a Don Natalio la pregunta de rigor, la cual esta vez rezaba así: ¿Quién es ese matrimonio? Esta fue la respuesta: Él un godo de pa allá. Es un jodido que vino a La Palma a servir de militar. Que dicen que Franco lo mandó aquí desterrado por “cabroncete”, y pa que se jodiera lo pusieron a hacer guardia en el “Polvorín de las Nieves” pa si aquello de la pólvora estallaba lo mandara a él “pa el carajo”. Pero tuvo suerte, el muy jodido, porque se casó con la hija de Pancracio, el más rico de La Palma, que ese sí era de los pocos buenos de aquella época. Era de los míos, de mi equipo en el “Turri-Club”.
Ahora creo que este godo vive en Madrid y viene pa acá de vez en cuando como los puñeteros ricos, con su gran “Mercedes”… y continúo diciendo y hablando y así, aún a esta hora estaría hablando de ello, de no haber sido porque en aquellos momentos, estando la luz roja para peatones cruzó una vieja turulata, a la cual un taxi casi se la lleva en flor, y consecuentemente ello le desvió la atención, que de no haber sido así, como digo, todavía estaría hablando y hablando, perdida la chaveta, es decir, deschavetado como por aquí decimos al que está loco o majareta.
 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 280 de BienMeSabe)
El extraño corredor apenas estaba a menos de dos metros delante de nosotros. Así que sin darnos cuenta nos encontramos ya instalados dentro de otra cueva que por sí constituía otra habitación dentro de la misma cueva. Atónitos y desconcertados mirábamos a todas partes. En principio no nos percatábamos del lugar en donde nos encontrábamos. En esos momentos, José Luís sacó un mapa, que en su mochila llevaba, y comparaba el lugar con las fotografías de motivos guanches que en su libro había. No tardamos mucho en darnos cuenta de que estábamos en un cementerio guanche.
 En Santa Cruz de la Palma, llegados al Barco de la Virgen y siguiendo el cause del barranco que a su derecha discurre, subimos camino arriba, rumbo a los montes que configuran la cumbre de la isla. Paulatinamente vamos dejando atrás la ciudad y acercándonos poco a poco al Santuario de Las Nieves, no sin antes pasar junto a la Cueva de Los Guanches, en la que cada cinco años se ofrece, por parte del pueblo aborigen, un homenaje a nuestra Señora de Las Nieves, en sus fiestas lustrales.

Cuando en el año dos mil cinco, a la última representación asistía, como un espectador más, me vino a mi mente una horripilante aventura acaecida muchos años atrás en este mismo Barranco de Las Nieves y de la que yo y mi hermano José Luís fuimos protagonistas. Aún hoy, pasados ya muchos años, sigo impresionado al recordar aquella aventura que, a punto estuvo de costarnos la vida a los dos y si ello no ocurrió fue por suerte del destino ya que la situación traspasaba el límite de lo inverosímil y peligroso.
Dejando atrás el Santuario de Las Nieves, el barranco cada vez se va haciendo más estrecho, al mismo tiempo que sus verticales laderas pobladas de brezos, fallas y pinos dan al ambiente un aire de misterio y soledad.
 Ese día, como decía, mi hermano y yo nos dispusimos a la aventura por la aventura y con la idea de explorar el entorno nos encaminamos, barranco arriba, provistos de sendas mochilas con algo que comer y, por supuesto, con un buen vino para beber. Charlábamos alegremente mientras comentábamos cómo sería la vida de aquellos guanches, que en su día fueron nuestros primeros padres en esta, nuestra querida isla de La Palma.
Cuando arribábamos a un paraje conocido como La Desierta, volvimos a revivir aquellos cuentos que en nuestra niñez nos contaba nuestro abuelo Juan Tomás, después de la cena en aquellas largas y frías noches de invierno. Decía el abuelo, que le habían contado, que en la ladera vertical que tiene como fondo La Desierta, existía en antaño una enorme cueva de profundidad incalculable y que en el interior de esa cueva vivió el último de los guanches de la Isla de La Palma conocido como Gurún.
Seguía contando mi abuelo que, según la tradición, el guanche había sobrevivido a la batalla que las tropas castellanas libraron contra los aborígenes isleños. Decían los que osaban acercarse a la cueva, que el guanche debía de sobrepasar los ciento cincuenta años. Que su barba le llegaba a la cintura y su cabellera casi tocaba el suelo. Vestía con una piel de oveja de una sola pieza y se alimentaba con la leche de una especie de cabra salvaje que él había logrado domesticar.
Según las teorías de los prestigiosos historiadores, el Guanche Gurún debió ser el último sobreviviente de una familia de guanches, que refugiados en las laderas y cuevas del Barranco del Río y de Las Nieves, conocido este último también como Barranco de La Madera, continuaron sin ser localizados por los castellanos, aún muchísimos años después de la conquista de la isla de La Palma. En base a estas y otras historias, contadas por el abuelo y motivado mi hermano José Luís por un afán investigador de la historia, de la que él es catedrático, decidimos un buen día hacer una exploración visual al lugar donde se suponía que estaba ubicada la cueva de La Desierta. A tal fin, muy de mañana emprendimos la marcha ilusionados en la aventura y al mismo tiempo temerosos de encontrarnos con el espíritu del guanche Gurún del que había mi abuelo hablado tanto.
Aunque en otras ocasiones habíamos visitado La Desierta, sin embargo, en esta, la motivación era muy diferente y la ilusión de ver “lo nunca visto” hacía que, inexplicablemente, el camino fuese interminable.
 Era aquel un día de densa niebla que, acompañado de ligera lluvia, hacía aquel lugar más solitario de lo habitual. El canto de las grajas que disfrutaban de la fina lluvia mezclado con el malsonante graznido de algún que otro cuervo que nos sobrevolaba, nos encogía el alma, de tal manera que llegamos a sospechar que el espíritu del guanche Gurún, conocedor de nuestras intenciones, se interponía entre nosotros y la oculta cueva cuyo lugar de ubicación ya deslumbrábamos a lo lejos. Flotaba en el aire una sensación de misterio y temores como precursores de algo enmascarado en el más allá, que parecía asecharnos constantemente.

- ¿Continuamos o nos vamos? -me preguntó mi hermano José Luís mientras que en su cara se reflejaban los innegables síntomas de miedo-.
- Continuamos, Vis -le dije, mientras que yo mismo procuraba disimular mi lamentable estado anímico-.
- Pero, hermano, si la cueva está sepultada bajo los escombros que el risco dejó en su desplome, ¿cómo vamos a ver la cueva?
- Recuerda que abuelo contaba que la voz del guanche Gurún era perceptible desde el exterior -le dije mientras nos acercábamos ya al lugar del misterio-.
Observando con detenimiento el entorno, nos dimos cuenta de que el risco al caer había dejado al descubierto el lugar desde el que se desprendieron las rocas. No era de extrañar que algo se sepultaba bajo aquellas enormes piedras.
- Vamos ya -decía con insistencia mi hermano. Mas yo insistía en que debíamos inspeccionar con detenimiento todo el paraje para así estar seguro de que la entrada a la supuesta cueva era impenetrable-.
- Vamos, que tengo frío -repetía una y otra vez José Luís-.
 Sabía yo que el frío que él tenía no era un frío climatológico sino más bien un frío corporal consecuencia del miedo que se le veía subir desde sus temblorosas “patitas” hasta el último de sus erizados cabellos. No quería yo provocar en Vis (diminutivo cariñoso que daba a José Luís) un estado de pánico que me responsabilizara de posibles ataques de histeria.
Decidí comenzar la retirada y en ello estaba cuando por casualidad vi un hueco entre las desprendidas rocas, que me llamó mucho la atención.
- Espera, Vis -dije a mi hermano-. Veo algo extraño.
 El hueco que ante mis ojos aparecía no nos permitía entrar con facilidad hasta su interior. Así que tuvimos que adecuarnos al espacio como Dios nos ayudó. Apenas habíamos cruzado la angosta entrada, y mirando donde poníamos nuestros pies estábamos cuando, rozando nuestras cabezas, cruzó una bandada de murciélagos que, con sus negras alas y sus lastimeros silbidos, nos recordaba un cortejo fúnebre de noches de meigas (brujas) gallegas.
 Lo que vimos después fue la oscuridad más absoluta interrumpida por un extraño sonido que parecía proceder de las mismas entrañas de la tierra. Oí la voz de mi hermano que decía: Vamos, vamos de prisa, vamos. Sin pensarlo dos veces los dos salimos al exterior más pálidos que la cera de un cirio pascual.
 Ya, en pleno día, nos preguntamos qué había sucedido y qué eran aquellos pájaros que al captar nuestra presencia salieron huyendo. Y aquel silbido que se oía más allá, en lo que parecía el fondo de la cueva. ¿Sería el espíritu del guanche Gurún?, nos preguntábamos y posibilidad de que ello fuera cierto nos producía un frío temblor, preludio de la muerte.
Una vez que tranquilamente recapitulamos sobre lo sucedido, llegamos a la conclusión de que quizás nosotros nos asustamos o nos impresionamos al ver lo no esperado, es decir, lo imprevisible. Mas convencidos de que todo lo visto estaba encuadrado dentro de la normalidad, estuvimos un rato deliberando si volver o no a entrar a la misteriosa cueva. Al final nos decidimos a regresar a la casa y volver en otra ocasión, provistos de linterna y ropa de agua ya que profetizábamos que en la cueva estaría manando el agua desde su techo.
 Estuvo José Luís varias semanas estudiando el origen, la vida y costumbres del pueblo guanche, al mismo tiempo que yo me había informado sobre la cerámica guanche y sobre los recientes hallazgos. Cuando ya pensamos que teníamos suficiente información, decidimos señalar el día y la hora de la partida.
 Otra vez, barranco arriba, caminábamos ilusionados. La marcha en esta ocasión era más lenta, debido al peso de nuestras abultadas mochilas, en cuyo interior, además de los atavíos necesarios para emprender la aventura, portábamos la comida del día, algo abundante, en prevención de algún agotamiento físico por falta de adecuada alimentación. El machete que portábamos a nuestra cintura, más la correspondiente cantimplora de vino, como elemento básico que preveíamos nos daría luz y calor, también nos acompañaba. Ello hacía más agotadora nuestra marcha. Nos libramos de portar agua ya que sabíamos que no muy lejos de la cueva existía una fuente del limpio y cristalino elemento.
Nos acompañaba esta vez Tom, nuestro perro, que durante todo el camino iba en vanguardia realizando a intervalos paradas, a la vista de algún asustado conejo que Tom pretendía perseguir con inaudito entusiasmo; pero al momento desistía de tal intento al comprobar que ante su vista ya no existía conejo alguno. El disgusto de haber perdido tan suculento bocado lo manifestaba el animal emitiendo lastimeros ladridos.
Ya adentrados en pleno cauce del barranco, ahora se trataba de buscar el sendero más corto para llegar a la cueva sin necesidad de dar el gran rodeo que la otra vez nos permitió acercarnos al lugar donde supuestamente estaba la entrada a la caverna. Dejamos atrás el angosto cauce del barranco y comenzamos el ascenso por la inclinada ladera. Pronto la vegetación se presentó muy densa, de tal manera que las ramas de brezos, fallas y los troncos de los vigorosos castaños nos impedían el paso.
José Luís caminaba lentamente abriendo el camino delante de mí, cortando con su machete todo lo que su paso encontraba. En alguna que otra ocasión le rogué que me dejara sustituirle en el penoso trabajo que realizaba, mas él insistía en su labor con el pretexto de que yo ya era mayor para realizar tales esfuerzos. A medida que, ladera arriba, avanzábamos hacia las rocas, entre las cuales habíamos localizado la entrada de la cueva, la emoción nos embargaba hasta tal punto que mi corazón palpitaba con tal fuera que parecía salirse del pecho. Miré a José Luís y no fue necesario preguntarle qué sentía en aquellos momentos, pues en su rostro se dibujaba la emoción y la ansiedad, que le embargaban.
 Escudriñando entre las dos enormes rocas que hacían como de pórtico a la entrada de la cueva, pudimos comprobar que algunos animales habían merodeado por aquel entorno después de nuestra anterior visita. También comprobamos que las huellas de nuestros propios zapatos aún no se habían borrado totalmente. José Luís preparó cuidadosamente su linterna mientras yo hacía lo propio con la mía. Colocamos cuidadosamente nuestras mochilas en lugar seguro, al cual no podía acceder Tom, el perro, que algo presentía, pues no había quién le convenciera en entrar a la cueva con nosotros, a pesar de las muchas invitaciones que le hicimos. Esta vez ya no nos sorprendió la nueva invasión de murciélagos que salió de la cueva cuando se percataron de nuestra presencia. Ahora, a la luz de las linternas, pudimos comprobar la grandiosidad de cuanto íbamos viendo.
Avanzamos a lo largo de un angosto pasillo de cuyas paredes rezumaba la humedad. Algunas rocas se habían desprendido del techo y ello dificultaba nuestra entrada. Por un momento mi hermano y yo pensamos que aquella era la famosa cueva y que todo se reducía a un corredor, a una especie de galería socavada en el risco.
Cuando ya casi estábamos seguros de haber llegado al final de aquel estrecho corredor, de repente, quedamos los dos como petrificados, inmóviles, mudos, sin decir palabra, mirándonos el uno al otro. Las luces de las linternas se reflejaron a lo lejos y ante nuestros ojos apareció algo jamás visto. Era ésta una especie sala de forma irregular. Instintivamente dirigimos la luz en todas direcciones examinando atentamente el lugar y pudimos comprobar, al instante, que el ser humano había hecho presencia allí. Signos de fuego, que en otrora dieron luz y calor a una o varias familias de aborígenes, podían percibirse por doquier. Vasijas de cocido barro, donde aún se podían ver los rústicos dibujos de algún animal de la época, dormían intactas allá, sobre algunas piedras, que posiblemente les sirvieron de sencillo fogón. Esculpidos en las paredes se veían signos representativos o expresivos de sentimientos de alegrías o tristezas que ellos, nuestros guanches, sintieron o vivieron. Y en medio de aquel aterrador silencio, ahora violado por nosotros, algunas gotas de agua dejaban sentir su monótono... tan… tan, que al transcurrir de los tiempos dejaban su profunda huella en frío suelo de aquella silenciosa caverna .
 Cuando ya, recuperado el aliento, decidimos caminar muy lentamente junto a las húmedas paredes de la cueva, en nuestro afán de observar detenidamente cada rincón de aquel aposento, repentinamente, en ese momento, algo nos llamó poderosamente la atención. Era ello una especie de hendidura o estrecha puerta que, al parecer, comunicaba a algún otro lugar dentro de la misma cueva.
- Vámonos ya - me dijo mi hermano-, ese hueco me da miedo y puede que caigamos en algún imprevisto peligro.
- No, Vis, espera… espera… un poco -le contesté mientras avancé un paso hacia adelante, con la curiosidad de saber a dónde conducía aquel extraño pasadizo-.
- Creo que debemos regresar -insistió José Luís mientras se secaba el sudor que de su frente manaba-.
- Solo daremos algunos pasos más y después nos vamos enseguida -seguía yo insistiendo e insistiendo-.
- Bueno, solo algunos pasos más y regresamos de inmediato.
 El extraño corredor apenas estaba a menos de dos metros delante de nosotros. Así que sin darnos cuenta nos encontramos ya instalados dentro de otra cueva que por sí constituía otra habitación dentro de la misma cueva. Atónitos y desconcertados mirábamos a todas partes. En principio no nos percatábamos del lugar en donde nos encontrábamos. En esos momentos, José Luís sacó un mapa, que en su mochila llevaba, y comparaba el lugar con las fotografías de motivos guanches que en su libro había. No tardamos mucho en darnos cuenta de que estábamos en un cementerio guanche. Era éste completamente circular. Envueltas en pieles de cabra o de oveja había muchas momias armoniosamente dispuestas en distintos lugares del recinto, alrededor de la cueva. Por el tamaño de los féretros nos dimos cuenta de que aquellos seres humanos, en vida, debieron ser niños, mujeres y hombres. Junto a las momias había vasijas de barro y restos de alimentos.
 Algo en especial nos llamó poderosamente la atención. Era una gran vasija de barro semienterrada y colocada precisamente en el centro de aquel gran círculo de la cámara mortuoria. Cautelosamente nos dirigimos a la gran vasija, era una especie de tinaja del tamaño de un ser humano de gran estatura. Sobresalía del terreno las tres cuartas partes de su longitud. El resto permanecía enterrada, lo que daba a la tinaja gran estabilidad. Alcanzamos a ver que la tinaja tenía una gran tapa colocada cuidadosamente y casi herméticamente cerrada. Con nuestras linternas dimos varias vueltas alrededor de la tinaja para comprobar si tenía alguna inscripción que nos indicara el contenido de su interior. No vimos nada.
 Ya casi nos retirábamos de aquella sala mortuoria sin comprobar qué existía en el interior de aquella gran vasija, cuando a mí se me ocurrió tocar con los nudillos de mis manos a la tinaja “como quien llama a la puerta de una casa”
 - ¿Quién está ahí dentro? -pregunté-.
 Inesperadamente la tapa, que a modo de losa sepulcral cubría la vasija, se abrió y cayó a nuestros pies produciendo un ronco sonido como de trueno y una tuertísima luz amarilla brilló dentro de la cueva por unos segundos. Del interior de la vasija comenzó a salir una especie de humo blanco y denso, que fue tomando pausadamente la forma de un ser humano. Al mismo tiempo que aquel humo tomaba forma, oíamos voces de mujeres y niños llorando, allá muy lejos, muy lejos. La figura de un corpulento ser humano se dibujó entre la luz y la sobra de aquella caverna. Cuando aquella figura ya estaba completamente perfilada oímos una potente voz que nos decía: Venid conmigo. Fue lo último que vimos y oímos.
 Cuando despertamos, la vasija estaba en el mismo lugar, en la mima posición y con su tapa colocada. Casi despertamos de aquel horrible sueño simultáneamente. Nos miramos. Estábamos tendidos en el suelo, uno junto al otro. Las linternas permanecían encendidas a nuestro lado. Instintivamente nos incorporamos y salimos rápidamente de la cueva. A la luz del día miré a Vis; su cara estaba totalmente descompuesta. Me pareció que habían pasado por él más de cincuenta años y esa fue la misma opinión que él tuvo de mí.
 Barranco abajo más que corríamos volábamos. Ni aún el Tom, a pesar de ser más competente que nosotros en eso de correr, lograba alcanzarnos. Fue tal el pánico que llevábamos, que atrás quedó nuestro macuto con todo su contenido.
 - José Luís... -le dije- Escucha, hermano, te cuento todo lo que yo vi, y oí en sueños.
 Le conté cómo junto a él un guanche nos llevó por toda la isla de La Palma y nos iba enseñando cuanto a su paso íbamos dejando atrás. Cumbres, montes y costas de la isla nos iba mostrando. Todo era exuberante vegetación. El agua corría libremente por los barrancos y llegaba al mar sin dificultad alguna. Vimos mujeres con afiladas lanzas pescando en las costas los abundantes peces, Cazadores de cabras salvajes que asechaban a las orillas de las fuentes, en espera de sus presas. Peces que casi cubrían los mares. Fuego permanentemente encendido a las puertas de las cuevas… Pero lo más que nos sorprendió fue que durante este sueño, constantemente, acompañándonos, oíamos una voz que decía Gurún… Gurún… Gurún… Era éste el espíritu del guanche Gurún, del que en antaño nos había hablado nuestro abuelo.
 Epílogo.
 Regresó José Luís a su residencia habitual en La Laguna y contó detenidamente cuanto había visto y oído a Lucy, su esposa. Ésta le escuchó muy atentamente y, acercándose al teléfono, llamó al psiquiatra y pidió consulta para su marido.
Enterado yo de la reacción de Lucy, procuré no decir nada a nadie, por temor a que me internaran a mí también.


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