jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 2





(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 260 de BienMeSabe)
Así que una tarde en que cuidaba sus cabras, en las laderas del Barranco de El Tablado, repentinamente tuvo una espantosa visión de ultratumba. Instantáneamente perdió el conocimiento y rodó por los suelos. Cuando despertó estaba horrorizada y muda. Así permaneció algún tiempo hasta que por fin pudo recuperar la voz. Lo que había visto casi era increíble.
-         ¿Tú si sabes lo de Ramón? -dijo Maruca a Evelia mientras enjabonaba la ropa-.
- No, ¿qué pasó? -le contestó Evelia con aire de sorpresa, dejando de lavar al mismo tiempo que prestaba mucha atención a la nueva noticia local que iba a recibir-.
-Pues... ¡ah tú! ¿No sabes que Ramón dejó a su novia para enredarse con esa marrana? Que ni cómo se llama sé.
- Pero, ¿con quién, mujer? -preguntó Evelia sorprendida-.
- Sí, con la hija de la vieja bruja, esa que no hace mucho vino a vivir allá abajo, cerca de la costa, donde dicen Las Viñas.
- No me digas, yo me quedo boba; pero si ella es más fea que una noche de truenos y encima me dijeron que tiene un chico de otro y que ahora está preñada.
- Pa mí que esa bruja de la madre le ha dado algún “beberaje” al pobre de Ramón.
- ¡Calla ahora! ¡Calla!, no alegues más que veo a Silveria, y ya tú sabes cómo es ella de cuentista y alegadora, que todo lo que oye lo va contando por ahí.
- Sí, mujer, disimula y habla de otra cosa pa que ésta no se entere.
Esta era la conversación que sostenían Maruca y Evelia en la Fuente de los Bueyes mientras lavaban sus ropas. Estaba la Fuente de Los Bueyes situada en el Barranquito del Lomo de Los Castros, en Franceses (Garafía, La Palma), junto al camino o vereda que, desde el lomo de Los Castros propiamente dicho, a través mil retorcidos vericuetos, nos conduce hasta el barrio de Los Machines, centro neurálgico de barrio por aquel entonces. Era, la Fuente de los Bueyes, una de las pocas fuentes públicas que tenía el barrio, por no decir la única, al menos que yo sepa.
La cristalina agua, que de la fuente brotaba, estaba repartida en tres tubos o canales. En uno de ellos solo se recogía la escasa agua que a diario la gente del barrio gastaba en sus hogares. El otro estaba derivado a una gran pileta pública rudimentaria donde las vecinas acudían a lavar sus ropas y un tercero suministraba agua a un dornajo o abrevadero al que los ganaderos acudían a diario con sus animales a abrevar. De aquí que el nombre de Fuente de los Bueyes le viene por ser los bueyes los animales que más acudían a la fuente.
Nadie en el barrio se explicaba la rotura de Ramón con Coralia, su novia, ya que en tiempos no lejanos él estaba locamente enamorado de ella, a la que había conocido muchos años atrás.
- ¿Te enfadaste con Coralia? -le preguntaban insistentemente las curiosas vecinas de barrio-.
- Pero hombre, ¿cómo fue eso?
Eran las preguntas de las mujeres que con él se encontraban cuando, casi a diario, se cruzaban por los caminos y veredas de Franceses. Incluso el cura de Garafía, en su acostumbrada visita al barrio para celebrar la misa mensual, se interesó por Ramón y Coralia, y a instancias de las feligresas le llamó aparte, no para que se confesara, pero sí para pedirle explicación de su rotura amorosa con Coralia y darle sabios consejos al respecto.
Era Ramón un joven alto, delgado, de tez blanca, a pesar de soportar el ardiente sol del verano, pelo negro y ojos color castaño. Hijo de Juan y de Tomasa, no ha mucho que había regresado al barrio después de haber pasado más de dos años haciendo la mili, allá, lejos, en África. Vivía en el lugar conocido como Lomo de Los Castros, donde sus padres poseían unos terrenos que él cultivaba con esmero para lograr buenas cosechas al año. Los terrenos que cultivaban sus padres, aunque todos estaban ubicados en el Lomo de los Castros, sin embargo se encontraban muy repartidos. Tenía unas huertas o betas en La Fajana, a la misma orilla del mar, otras en Los Pinos Altos y alguna que otra en el mismo monte.
Rara era la semana en que Ramón no acudía a Los Machines, que por aquella época, como antes decía, era el centro comercial y social de todo Franceses. Unas veces iba a llevar el gofio al molino, otras a comprar algo del racionamiento para la familia en la venta de Don Antonio Herrera, y por los menos, una vez al mes, acudía a oír misa en la pequeña casa habilitada en el barrio para que el cura del pueblo de Garafía pudiera celebrar la misa dominical.
En este ir y venir Ramón se fijaba en las jóvenes del barrio, las contemplaba y valoraba concienzudamente.
Entre ellas había una que a Ramón le daba un vuelco el corazón cada vez que a ella dirigía su vista y su mirada era correspondida. Era Coralia, la que a Ramón sacaba de quicio, y razón para ello tenía porque la hermosura de Coralia destacaba a los ojos de cualquier extraño que al barrio llegaba. Elegante, ni alta ni baja, de ojos azules, hermosa cabellera color de oro, de dulce mirada, más que una mujer parecía un ángel bajado del mismo cielo. Se conjugaba en ella hermosura y bondad.
Como antes contaba Maruca mientras lavaba su ropa, nadie se explicaba lo que pudo haber ocurrido. Mas en lo que siítodos estaban de acuerdo era en que, después de que arribó a Franceses aquella mujer con su hija, las cosas comenzaron a ir de mal a peor en el barrio.
Según se rumoreaba, Doña Hortensia, que así se llamaba la nueva vecina, era una extraña mujer de cuya procedencia nadie sabía. Unos decían que era de Tazacorte, otros que de Tijarafe, incluso hay quien decía que era cubana, pero a ciencia cierta todo eran suposiciones o conjeturas que engendraban en el barrio un aire de inquietud, misterio y recelo.
La tal Hortensia era una vieja alta y delgada, fea como ella sola, siempre vestida de negro, con pelos en el bigote , uñas negras ansiosas de limpieza, larga cabellara, en la cual se apreciaba la falta de agua y jabón. Ojos hundidos y nariz que más que nariz parecía el hocico de un pez espada. Desprendía un olor no muy agradable mezcla de humo, sahumerios y brebajes derramados. Se decía que era viuda, pero otros sospechaban que de marido muerto; nada, que su hija era fruto de un extraño romance vivido en el pasado. Quién era el padre de su hija nunca se supo, pero debió ser algún halconero, allende los mares, a juzgar por la extraña belleza de su hija, a la cual a la fealdad de su madre se le había unido la malos modales de su supuesto padre, a decir de los pocos vecinos que a ella se acercaban.
El caso es que Ramón tenía que pasar, casi a diario, junto a la puerta de Doña Hortensia, la cual, como decía, vivía en la costa, en la última casa del barrio y justamente al lado de los terrenos propiedad del padre de Ramón, atendidos con esmero por su hijo.
Un hermoso día primaveral en que Ramón, azada al hombro, cantando alegremente, caminaba tras su mulo blanco, sucedió que al pasar junto a la casa de la vieja Hortensia, por extrañas causas que aún hoy se desconocen, resbaló y cayó algunos metros más abajo con una pierna gravemente fracturada.
Al oír los lamentos de Ramón, acudió a socorrerle Leocadia, la joven hija de la vieja Hortensia. Con esmerado cuidado le ayudó a levantarse y cariñosamente le dijo que se apoyara sobre su hombro, de tal manera que Ramón, loco de dolor, aceptó tan amable invitación, y casi abrazado de Leocadia penetraron en la vivienda de ésta. Allí, dentro de la casa, le esperaba la vieja Hortensia que, conocedora o más bien provocadora de lo sucedido, no más entrar, le invitó a permanecer largo tiempo acostado en un viejo catre que de antemano ya ella había preparado para que Ramón mitigase el fuerte dolor. Mientras que la madre acomodaba a Ramón en el catre, su hija Leocadia le suministraba un extraño brebaje que él gustosamente aceptó y bebió casi sin darse cuenta de lo que hacía.
Después de la caída, en su convalecencia, Coralia, su novia, acudía casi a diario a la casa de Ramón para acompañarle y consolarle. Así lo hizo, como novia enamorada, día tras día, hasta que Ramón mejoró y pudo abandonar el hogar de sus padres para acudir al trabajo. A partir de este accidente, una vez restablecido del mismo, Ramón cada día que transcurría buscaba algún que otro pretexto para no visitar a Coralia. Así que cada día se iba alejando más y más de ella.
Coralia, con esa intuición de mujer enamorada, se dio cuenta de que Ramón ya no la quería como antes, e incluso esquivaba su mirada haciéndose el desentendido cuando ella le preguntaba:
- ¿Por qué ya no me quieres?
-Yo sí te quiero. Eso que dices son suposiciones tuyas -contestaba Ramón con una voz en la que era patente su nerviosismo-.
- No, mientes, Ramón. ¡Tú ya no me quieres!
Ramón procuraba dirigir la conversación por otros derroteros, y más Coralia insistía e insistía. Sabía perfectamente que el amor por Leocadia estaba borrando de su corazón a Coralia y que, si de vez en cuando acudía a verla, era más bien para evitar el “qué dirán” y las murmuraciones de las gentes del pueblo.
Después del desgraciado accidente, junto a la casa de Leocadia, Ramón no hacía otra cosa que pensar en ella día y noche; su mente estaba constantemente obsesionada y por más que quería apartar a Leocadia de sus pensamientos, todo esfuerzo era en vano. Una diabólica fuerza le impulsaba a aprovechar cualquier oportunidad o cualquier pretexto para visitar a Leocadia y dejarse caer en sus brazos. Procuraba no ser visto por los vecinos ya que sabía, por boca de la alcahueta o celestina de Silveria, que el barrio estaba sobresaltado y disgustado por sus amores con Leocadia, ya que Coralia era muy querida en todo el barrio, y su desprecio hacia aquella buena muchacha no se lo perdonaban los vecinos.
En cada visita a Leocadia, la madre de esta le preparaba unas “extrañas meriendas” que él, embebecido en los brazos de su hija, tomaba sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo.
Pasaban los meses y cada día Ramón estaba más y más enamorado de Leocadia, cuidaba al hijo de ésta como si fuera suyo y regalaba a ambos los mejores frutos de su cosecha.

- Ah tú, ¿no te has dado cuenta de lo flaco y esmirriado que se está quedando Ramón? -decía Maruca a Evelia mientras enjugaba la ropa que estaba lavando y la colocaba cuidadosamente dentro de la batea-.
- Sí, mi hija. Yo no sé qué diablos le están dando a este chico. Cada día está más flaco y ya apenas habla con uno.
- La semana pasada estuvo varios días en cama, dicen que le dolía el estómago.
- A ver si esa “jodida” vieja le está dando algo pa que se enamore todavía más de su hija.
- Pues mira -contestó Maruca-, me dijeron que la vieron matando una gallina negra para sacarle la enjundia.
- Pues, ahora que tú lo dices, yo me enteré, por Engracia, que anoche estuvo cogiendo ranas en el charco de barranco y que el otro día la vieron cazando lagartos con un malange y metiéndolos dentro de un viejo y tiznado caldero.
- Me está pareciendo que estas “jodidas brujas” están enfermando al pobre muchacho.
Los padres de Ramón aconsejaron cariñosamente una y mil veces a su hijo para que dejara de visitar a la vieja bruja y a su hija. En cierta ocasión Ramón tuvo una acalorada discusión con sus padres ya que ellos persistían en sacarle da la casa de la vieja bruja. A raíz de esta discusión Ramón abandonó la casa paterna para irse a vivir con Leocadia y su madre. Consecuencia de esta separación, los padres de Ramón entristecieron y cayeron en una grave depresión que a punto estuvo de terminar con sus vidas

Pasaron los meses de verano, entró el otoño y con él nacieron las primeras hierbas. Silveria, aunque tenía fama de celestina dentro del barrio, sin embargo no era mala mujer. Tranquila y trabajadora, poseía seis cabras que atendía a diario. Así que una tarde en que cuidaba sus cabras, en las laderas del Barranco de El Tablado, repentinamente tuvo una espantosa visión de ultratumba. Instantáneamente perdió el conocimiento y rodó por los suelos. Cuando despertó estaba horrorizada y muda. Así permaneció algún tiempo hasta que por fin pudo recuperar la voz. Lo que había visto casi era increíble.

Balbuceando, contó en el pueblo que, mientras cuidaba sus cabras, vio a la vieja Hortensia acercarse a lo más alto de la ladera y llamar por Cipriana, otra fea vieja vecina de barrio del Tablado. Cuando de ladera a ladera ambas pudieron comunicarse, Hortensia gritó:

- ¡¡Allá voy…!! -y de inmediato desplegó un negro manto y a modo de murciélago, volando, volando, atravesó el barranco por los aires y se posó, cual águila que atrapa a su pieza, a los pies de Cipriana.

En el barrio no se hablaba de otra cosa, pero solo cuatro o cinco personas creyeron en su extraño relato. Las demás pensaron que Cipriana estaba loca y que era cuestión de encerrarla lo más pronto posible para evitar males mayores. Sin embargo, algunos de los “incrédulos” acudieron a escondidas a un lugar, en el monte de Garafía, conocido como el Bailadero de las Brujas, por ver si alguna de ellas estaba por allí.

Por fin llegó el crudo invierno y, con el frío, la salud de Ramón fue empeorando más y más día tras día. Un color amarillo pálido de trasfondo se iba extendiendo por todo su ya esquelético cuerpo. Al principio solo fueron leves mareos. Mas una falta total de apetito fue la causa de que se sintiese tan débil que ya no podía permanecer en pie, y por ello pasaba la mayor parte del tiempo postrado en aquel viejo catre acompañado de aquellas malévolas mujeres. Acudieron sus padres a socorrerle y, en contra la voluntad de Leocadia y Hortensia, lo trasladaron casi ya moribundo a su casa

Una noche, repentinamente, comenzó a devolver los alimentos. Dicen, los que a su lado estaban, que sus vómitos eran malolientes y que en ellos, a simple vista, se apreciaban claramente restos de animales muertos, entre los que se destacaban rabos de lagarto y ancas de rana. La noticia corrió por todo Franceses: “¡Ramón había muerto!”.

Era casi ya entrada la noche cuando Ramón abandonó este mundo para siempre. Un sentimiento de rabia e impotencia embargó a todos los vecinos de la comarca. Armados de palos y piedras pretendían ir en busca de Hortensia, la bruja culpable de la muerte de Ramón para sacrificarla o quemarla viva. A la voz de “¡a por ella!”, todos los vecinos, unos con faroles en mano, otros portando hachos de tea encendida, otros con palos, y la mayoría provistos de machetes y podonas, se reunieron en la pequeña plaza del barrio.

Ya se disponían a partir hacia la casa de Hortensia cuando alguien gritó:

- ¡Va subiendo lomo arriba con un farol en la mano y una vara en la otra! -era la potente voz de un joven que, desde lo alto de unas rocas, observaba la situación-.

“¡A por ella!”, “¡a por ella!”, gritaron todos a la vez. Corrieron tras ella, camino de la cumbre. Subieron por el camino que pasa por los Pinos Altos, pasaron el lugar conocido como Los Marucos y, ya en pleno monte, cruzaron La Traviesa. Cuando llegaron al Roque del Faro, en ese mismo momento, descubrieron un resplandor, como de un extraño fuego, arriba, lejos, donde dicen Bailadero de las Brujas. “¡A por ella!”, volvieron a gritar con más fuerza aún. Cuando se acercaron al lugar quedaron atónitos, mudos y escalofriados al contemplar que, sentadas junto al fuego de una hoguera, no solo estaba Hortensia, la bruja, sino que a ésta le acompañaban una vieja bruja del Mudo, otra de D. Pedro, otra de Juana da Liz, además de la ya conocida bruja del Tablado.

Sin decir palabra, como obedeciendo una orden procedente del mismo amo, cercaron el Bailadero de las Brujas al objeto de apresarlas a todas ellas, pero repentinamente sucedió algo inaudito...

Al darse cuenta de ello, las brujas, cubriendo su cuerpo con su sedoso y velo negro y por arte de magia, desaparecieron por los aires al igual que lo hace el humo que desde las chimeneas asciende hasta al mismo cielo.

Como dicen los gallegos, haberlas, jailas, pero no se saben dónde están.


Cuentos contextualizados VII: Luisa y Maruca

(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 265 de BienMeSabe)
Habían pasado sus vacaciones de verano en Tazacorte y, aunque al principio de aquel cálido verano todo marchaba de maravilla, sin embargo, como “la felicidad nunca es eterna”, Luisa y Maruca, un buen día, cuando felizmente paseaban frente a la playa, notaron que el sofocante calor costero, reinante en Tazacorte, les secaba la garganta. Quisieron sumergirse en aguas más profundas pero, cuando lo intentaron, ya era demasiado tarde. Por mucho que lo intentaron, no podían moverse.

-         Ay, hija, casi no llego. ¡Qué cansada estoy! Tengo el cuerpo como si me hubieses dado una molienda de palos -comentaba Luisa con su hermana Maruca-.
- Más cansada estoy yo. Traigo hasta un tapón en la nariz que tuve que ponerme cuando pasé por las aguas negras de de la Avenida El Puente.
-Era esta la conversación que sostenían Luisa y Maruca cuando, después de un largo y accidentado recorrido, se volvieron a reencontrar, en pleno mar, frente a la Avenida Marítima de Santa Cruz de la Palma.
-         Pero ¿quiénes eran Luisa y Maruca?
-         Eran dos hermosas gotas de agua procedentes de El Pico de la Nieve y que, tras una serie de estrambóticas aventuras cada una, después atravesar los montes, el campo y la ciudad de Santa Cruz de la Palma tuvieron la suerte de reencontrarse de nuevo, como decía, en pleno mar, frente a la Avenida Marítima.
-         Habían pasado sus vacaciones de verano en Tazacorte y, aunque al principio de aquel cálido verano todo marchaba de maravilla, sin embargo, como “la felicidad nunca es eterna”, Luisa y Maruca, un buen día, cuando felizmente paseaban frente a la playa, notaron que el sofocante calor costero, reinante en Tazacorte, les secaba la garganta. Quisieron sumergirse en aguas más profundas pero, cuando lo intentaron, ya era demasiado tarde. Por mucho que lo intentaron, no podían moverse. Su cuerpo parecía hincharse por momentos. Se sentían cada vez más y más débiles. Era una extraña sensación jamás sentida, algo así como si alguien invisible intentara elevarlas hacia el cielo, cual globos aerostátitos.

El húmedo calor de aquel verano se hacía cada vez más y más intenso, era ya casi insoportable. Al final sucedió lo inesperado. Luisa y Maruca ascendían al cielo contra su voluntad, absorbidas, sin poder hacer nada por evitarlo. Gracias a Dios que al menos tuvieron tiempo de cogerse de mano. En su ascensión vieron como Tazacorte se alejaba de ellas o ellas de Tazacorte. Cesaron los llantos y se miraron una a la otra asustadas; casi no se reconocieron, sus cuerpos estaban algodonados, blancos y húmedos. Al final aquella fuerza de ascensión al cielo, casi sobrenatural, cesó y en ese mismo momento se vieron rodeadas de otras muchas muchísimas amigas, todas vestidas de blanco. Sorprendidas se acercaron a las más cercanas y tímidamente preguntaron dónde estaban.


- En el cielo con tus hermanas -le contestó una de aquellas muchachas habitantes del sideral espacio-.
- Por favor, hermana, dime cómo he llegado hasta aquí -preguntó Maruca a la compañera que más próxima a ella estaba-.
- El calor, hermana, el calor -le respondió con cristiana resignación-.
- Pero dime: ¿qué mal he hecho para que me traigan hasta aquí en contra de mi voluntad? -continuaba insistiendo Maruca-.
- La ley de la vida, hija -exclamó y repitió-: La ley de la vida.


Después de un prolongado silenció terminó diciendo con voz, que más que voz parecía un suspiro, “sabemos cuando nacemos pero no cuando partimos”.

El hecho de verse rodeadas de tantas y tantas hermanas tranquilizó los ánimos de Luisa y Maruca. La noche se acercaba lentamente y abajo, muy lejos, comenzaron a brillar las luces de las ciudades y pueblos de nuestra querida isla de La Palma. Las ciudades de Santa Cruz de la Palma y de Los LLanos destacaban del resto de la isla. Pero sus luces, al igual que las del resto de la isla, no eran brillantes como aquellas que veían a lo lejos, allá, en Tenerife. Estas, las de La Palma, eran más apagadas, tristonas, de color rojizo tenue, como muertas o a punto de morir.
Extrañadas de tal fenómeno, Luisa se acercó cautelosamente a una de aquellas hermanas, que por su aspecto le pareció la menos arrogante de las que a su lado tenía, y preguntó:
- Hermana, ¿por qué allá, a lo lejos, en Tenerife, las luces de su ciudad son más brillantes que las que tenemos bajo nuestros pies, en La Palma?
- Mira hermana a tu derecha y observa aquella gran montaña. ¿La ves? Es El Roque de Los Muchachos.
-        
- Sí la veo, y también veo unos redondos edificios en lo alto -le contestó Luisa mientras escudriñaba atentamente el espacio-.
-        
- Esa es la razón, hermana -y le explicó muchas y muchas cosas sobre astronomía que Luisa por aquel entonces desconocía. Pero sí le aclaró que para poder ver las estrellas había que apagar las luces de nuestra isla-.
- Hermana -preguntó Luisa -, ¿cúanto le pagan a la isla de La Palma por pasar las noche casi a oscuras en beneficio de la humanidad?
- Nada, hija -contestó la vecina-. Es que La Palma y los palmeros lo damos todo a cambio de nada,

Después del agotador viaje, desde la tierra, el sueño se apoderó de Luisa y Maruca, y en los brazos de Morfeo estaban cuando un ruido ensordecedor las dejó sobresaltadas. Se incorporaron rápidamente y apenas tuvieron tiempo de echarse a un lado, pues de no haberlo hecho las potentes turbinas de un enorme avión yumbo, que atravesaba el espacio, se las hubiese llevado en la flor de la vida.

El resto de la noche lo pasaron muy intranquilas. Ellas pensaban que los únicos peligros que existían estaban abajo, en la tierra firme, donde viven los hombres. Más ahora se percataron de que ni tan siquiera en el cielo se puede “vivir tranquilo”. Así que llegaron a la conclusión de que estés en donde estés siempre tienes que estar “ojo al loro”.
El amanecer del siguiente día fue hermoso. Vieron la salida del sol desde un ángulo nunca observado por el ojo humano. La luz del nuevo día les facilitaba la vista desde las alturas y confirmaba a La Palma como la verdadera isla bonita, la más hermosa de las Canarias. Los montes parecían más verdes, las flores más brillantes, los prados y las laderas más fascinantes y los barrancos más fantásticos. Sin embargo, algo les entristeció o, mejor dicho, como palmeras, hijas de esta isla, “les avergonzó”. Eran unas enormes manchas blancas, antinaturales y horriblemente feas. Eran “los invernaderos”, los que restaron importancia y hermosura a tan natural belleza de nuestra isla.
Pasaron el otoño, arriba, en los cielos de La Palma. A diario observaban a todos los palmeros y las palmeras en su diario vivir y desvivirse. A los pobres, en su pobreza, a los ricos en su riqueza, a los soberbios en sus iras, a los humildes en su felicidad.

Entrado ya el mes de Diciembre, cuando se disponían a celebrar la Navidad arriba, en las alturas, más cerca de Dios que nunca, algo inesperado sucedió. Era un ruido intenso. Esta vez no eran motores de aviones, ni procedía de la tierra. Venía de allá, del Sur. Azuzaron el oído y a medida que pasaba el tiempo aquel enorme ruido se acercaba más y más a ellas. El miedo se apoderó de sus cuerpos y un intenso frío comenzó a helarle las manos y pies. A medida que el potente ruido se acercaba, el frío era cada vez más intenso, ya casi no podían hablar, perdieron la conciencia y de inmediato cayeron en un profundo sueño. Dormidas e inconcientes el temible viento huracanado del sur las trasladó rápidamente al Pico de la Nieve, convertidas en blanca y fría nieve.
Pasaron el invierno en dulce sueño. Situados bajo una enorme roca, su cama era para ellas un lugar privilegiado dentro del entorno que constituye el Pico de la Nieve. Llegaba la primavera, el agradable calorcillo primaveral las iba poco a poco despertando a ellas y a aquellas otras hermanas, que juntamente habían pasado, en dulce sueño, los fríos del temible y crudo invierno. Cuando Luisa y Maruca despertaron ya lo habían hecho la mayoría de sus compañeras.
Aquel calorcillo, que una mañana les despertó, aumento de intensidad y ello provocó la necesidad de hacer rápidamente sus maletas y partir a las órdenes de una señora llamada La Fuerza de la Gravedad que les obligaba a tener como destino Santa Cruz de la Palma, ciudad ésta que desde la posición en la que se encontraban, podían contemplar, abajo, frente al mar, en todo su esplendor.
"Vamos rápidamente, hermanas", se decían unas a otras, y en insólito atropello penetraron en la tierra dejándose llevar sin oponer resistencia alguna. Bajaron por Mirca rumbo al mar. A ese hermoso mar que rodea la isla y que ellas ya conocían ya que en él habían pasado parte de su juventud, allá no muy lejos, junto al hermoso pueblo de Tazacorte. Raíces de brezos, fallas, viñáticos y de gruesos pinos iban dejando atrás, a su paso en su vertiginosa e irremediable carrera hacia el mar.

Inesperadamente, empujadas por la corriente acuífera, salieron a la superficie. La luz del día les deslumbró. Preguntaron en dónde estaban y una gota, ya mayor y experimentada en estas aventuras, les informó que estaban la fuente de Barbuzano, en Mirca. Ni tiempo tuvieron para disfrutar del paisaje. Unos seres llamados “hombres” se personaron en la fuente y en enormes botellas apresaban a ellas y a todas sus hermanas, y se las llevaron.
Luisa y Maruca se cogieron fuertemente de la mano. Gritaron horrorizadas al verse prisioneras dentro de aquel botellón… Nadie les oyó. Trasportadas en camión, las condujeron a una embotelladora. Allí había muchas botellas, unas pequeñas y otras grandes; eran como celdas de una misma cárcel. Sin miramiento al sexo ni a su condición de hermanas , los hombres las colocaban a su antojo, sin preguntarles, obviando sus deseos, abusando de su debilidad. La suerte les jugó una mala pasada, y por desgracia, quedaron separadas. Luisa cayó dentro de una botella y Maruca en la otra. Cada botella llevaba, en su exterior, un nombre Aguas de La Palma.

Despu
és de varios días encerradas en aquellas cárceles de cristal, fueron trasportadas cada una a un lugar distinto. A la llegada, Luisa se dio cuenta de que ese lugar se llamaba SPAR y Maruca se enteró, porque lo vio escrito, de que su nueva residencia se llamaba
HIPERDINO. Algunos días permanecieron expuestas ambas hermanas en escaparates.

Un buen día, Luisa observó que una sencilla mujer, con cara de buena persona se acercó a ella. Oía como aquella mujer comentaba con su vecina esta frase. “Me llevaré a esta botella para hacerle el biberón al niño". Así fue como Luisa vino a parar a la cocina de una humilde familia de Santa Cruz de La Palma que, por cierto, vivía por la zona de La Alameda.
Colocada en un rincón de la cocina, a diario observaba la tranquila vida de aquel hogar. Era un joven matrimonio de humildes trabajadores. Su situación económica no era boyante, pero sabían administrar bien lo poco que tenían. La paz y la armonía reinaban en aquella humilde casa.
Maruca estuvo más tiempo en reposo. Ya casi creía que iba a permanecer para siempre en aquel escaparate, cuando un buen día apareció por allí una emperifollada dama de la “alta sociedad” de Santa Cruz de la Palma, acompañada de una joven señorita de la que más tarde se enteró que era su sirvienta o chacha.
Cuando a Maruca le depositaron en su nueva mansión quedó sorprendida. Era esta más que una mansión, un palacio señorial. Ricas cortinas se veían por doquier. Lujosamente amueblada era habitada por el matrimonio, un hijo y una hija, amén de sus sirvientas. Fue Maruca depositada en el poyo de la coquetona cocina. Su ubicación duró muy poco. La señora ordenó: “Vacíen esa botella de agua dentro de la pecera”. Varias semanas convivió Maruca dentro de la pecera, en compañía de unos preciosos pececillos. Desde la pecera observaba el cotidiano vivir y desvivirse en conflictos de aquellos arrogantes personajes. Gritos por doquier se oían a diario. Dispuestas entre marido y mujer. El tema de los celos prevalecía sobre los demás. Se hacían escuchas telefónicas a escondidas. Que si tú me engañas, que si sé quién es ella o quién es él. Dormían en camas separadas y odiándose y maldiciéndose mutuamente.

Dinero y más dinero exigía la señora de la casa, que casi vivía más tiempo en la peluquería con sus amigas que en su propia casa.
El señorito y la señorita vivían su vida por separado. Les oía llegar a altas horas de la madrugada. A veces los síntomas del alcohol eran perceptibles desde la pecera También ellos exigían más y más dinero a papá y a mamá. Decían que estudiaban, pero ella nunca los vio en tal ocupación. Pastillas antidepresivas y anticonceptivas se veían por doquier en los aposentos de los señoritos. Cobradores de facturas a diario llamaban a la puerta de aquella mansión y la respuesta de los señores era siempre la misma, vuelva usted mañana, para mañana volverles a decir lo mismo.

Cambia el agua a la pecera, ordenó la señora. Maruca tembló de miedo.

Bajó por el sumidero del fregadero de la cocina y en vertiginosa caída vino a dar con sus huesos en el fondo de un negro depósito. Allí, el olor era insoportable y un negro muy negro manto de sucias aguas lo cubrió todo.

Aquel fue un día de felicidad para Luisa. La botella de agua fue objeto de juego del inocente niño y éste, en su natural ignorancia, vertió su contenido en la calle, con tal suerte para Luisa que en ese momento comenzó a llover y en su frenética huida hacia el mar el torrente hidráulico trasportó a Luisa hacia en mar sin sufrir daño alguno.

- Cuéntame, hermana, a dónde te llevaron y qué viste -preguntó Maruca a Luisa-.

Así, de esta manera, Luisa fue contando, al detalle, todo lo que sabía de aquella humilde familia, que vivía a veces en apuros económicos pero llevando una vida tranquila, sin sobresaltos, sin lujos, ausente de celos. de ansiedades, de envidias y de emociones fuertes. No pudo decir lo mismo Maruca de la familia con la que convivió aquellos inolvidables días, por suerte ya pasados.

Tras larga meditación las dos hermanas llegaron a la conclusión de que la vida de los ricos no es mejor solo “por ser ricos”.

En felicidad hay “ricos pobres y pobres ricos” . Esa es la cuestión.



(Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 272)
Unos aferrados a los otros, los dos hermanos nos asimos al traje de nuestra madre, la cual sin pensárselo dos veces se dirigió con cautela al lugar del que procedían las misteriosas notas del piano. De repente mi madre se paró en seco, hizo un ademán de silencio y volvimos a oír las misteriosas notas musicales. Esta vez más cerca. Nuestra madre no se amedrentó. Sacó fuerzas de donde no las tenía y prosiguió en busca del misterioso pianista. Abrió la puerta muy despacio y...
Era la nuestra una humilde familia de campesinos agricultores formada por el matrimonio y sus cuatro hijos. Mi padre, hombre trabajador, honrado, que quería para su familia lo mejor. En su ilusión estaba la idea de conseguir, con su trabajo, mejorar la precaria situación económica de su familia y a la consecución de tal fin se entregaba día a día.
 Poseía una pequeña propiedad agrícola que cultivaba con esmero pero que apenas le permitía sobrevivir en aquella época de posguerra. Gracias a su constante esfuerzo consiguió ahorrar algunos dineros, con la ilusión de tener algún día lo suficiente para adquirir una propiedad mayor que le garantizara una vida más desahogada económicamente y al mismo tiempo le permitiera costear los estudios de sus cuatro hijos. Era su sueño el ver a los hijos disfrutar de una carrera universitaria que les permitiera, en el futuro, disfrutar de una vida completamente distinta que la sacrificada y atareada vida que sufrían los campesinos por aquella época.
 Un día oyó un comentario entre los vecinos que le llamó mucho la atención. Comentaban éstos que una adinerada e ilustre familia de Santa Cruz de la Palma, que por aquel entonces había trasladado su residencia a Madrid, ponía en venta una gran mansión que poseía en un lugar llamado Miraflores, arriba, cerca del mismo monte.
Sin decir nada a nadie, sigilosamente, todas las tardes se acercaba a aquella casona y a sus terrenos anexos para contemplarla tranquilamente. La posesión de aquella casa con sus terrenos le ilusionó. No tenía dinero suficiente para comprarla y entre la ilusión de un futuro prometedor y la tristeza de no poder poseerlo pasó muchos y muchos días pensando en ello, y muchas y muchas noches sin poder dormir.
 Un buen día, comunicó su propósito a su mujer.
 - No tenemos dinero para ello -le respondió ella-.
- Lo pediremos prestado -insistió su marido-.
- ¿Quién va a prestarte tan cantidad?
 La respuesta de su esposa no le hizo desistir de su propósito, y aunque no comentó más el tema con ella, su idea de mejorar de vida la tenía como penetrada en su mente.
 Un buen día, se armó de valor y puso en venta la pequeña propiedad que poseía. A los pocos meses consiguió venderla y pidió prestado a los vecinos el mucho dinero que le faltaba para poder comprar la nueva finca. Como garantía de préstamo comprometió todo lo que por aquel entonces poseía. Conocedores los vecinos de la honradez de aquel hombre, no dudaron en prestarle el dinero que le faltaba para la compra.
 Con el propósito de conocer mejor la finca y la casa recabó información de los vecinos más cercanos.
 - Hace muchos, muchos años que la casa está abandonada con todos sus muebles dentro -le comentaba una la vecina-.
 Oía yo con atención todos los comentarios que sobre la nueva finca estaban en boca de los vecinos del barrio, y con la imaginación de un niño que exagera en tamaño y grandiosidad todo lo que le rodea me vi ya dentro de aquella casona asustado, temeroso y viendo fantasmas por doquier. ”Dicen que por las noches se oye una extraña música”, fue el comentario que acentuó aún más mis ya imaginarias fantasías.
 Según se acercaba el día de la partida hacia la nueva residencia, mi ansiedad aumentaba por conocer la nueva mansión y al mismo tiempo el miedo me retenía. Era todo una mezcla de fantasías, deseos y temores.
 Por fin un día oí decir a mis padres “mañana ya nos cambiamos de casa”. Esa noche no dormí. No porque no tuviera sueño, sino más bien por la ansiedad que me producía la idea de vivir en otro lugar desconocido y misterioso.
 Por razones que aún hoy desconozco, la llegada a la nueva casa fue ya en esa hora en que la luz del día se marcha lentamente y la oscuridad de la noche va supliendo el camino que dejan los últimos rayos del sol. Era la primera vez que pernotábamos en la casa de Miraflores. La veía más grande de lo que es hoy, muchísimo más, aunque no tanto como la imaginaba en mis sueños y pesadillas.
 Unas enormes escaleras interminables daban acceso a la parte alta de la mansión; unas enormes puertas pintadas de verde comunicaban una habitación con otra. Las ventanas eran tan grandes que apenas yo llegaba a poder ver a través de ellas. Un suelo de madera, ennegrecido por el paso del tiempo, producía un ruido misterioso a cada paso que yo daba. Restos de una instalación eléctrica en desuso, se veían por doquier. Una enorme cocina con techo a teja descubierta, a través de las cuales se filtraba el aire de la noche, daba una sensación de frialdad a todo, y por supuesto al ya por sí misterioso entorno. Junto a la cocina una despensa desvalijada con su torno lleno de telarañas, cuyo eje central chirriaba, como dando un gemido en señal de dolor al intentarle darle el menor giro.
 Una vez que los hombres descargaron el viejo y destartalado camión de los muebles, quedaron depositados por doquier en la casa. El darle a los muebles un sitio adecuado fue labor que, como siempre, quedó a cargo de mi madre, para los días siguientes y sucesivos. Solo se dieron prisa a colocar las camas porque la noche se venía apresuradamente encima. Agotados todos, por el trabajo realizado ese día y nerviosos por la presencia de lo desconocido, necesitábamos descansar.
Cuando todo ya casi permanecía oscuro, mi madre encendió el quinqué. Su tenue luz  hizo la casa más tétrica aún. Si ya a la luz del día, en mis pensamientos, todo lo imaginaba misterioso, la llegada de la noche propició el que mi mente, enferma de miedo, se acordara mucho de los fantasmas y de las brujas, de las cuales, desgraciadamente, a esa edad, algunas historias sabía, pero más que nada, retumbaba en mis oídos aquella frase… “Dicen que por las noches se oye una música misteriosa”.
 Cenamos en la cocina; mi hermano Paco y yo no nos separábamos un minuto. Creo que nunca estuvimos tan unidos en alma y cuerpo. No se cuál fue el menú de aquella noche, mas me temo que fue el consabido “gofio escaldado”, o quizás algo que se traía prefabricado desde la Finca de Los Aguacates.
 Terminada la cena, ahora se trataba de trasladarnos desde la cocina hasta el dormitorio, que nuestra madre nos había asignado. El dormitorio del matrimonio estaba al otro extremo de la casa. Donde mismo está hoy. El cuarto de los niños (Manolo y Paco) era el contiguo y Eduardito dormía en su cuna, junto a sus padres, en la habitación del matrimonio. Ahora había que trasladarse desde la cocina hasta el dormitorio atravesando por lo que hoy es el comedor y la sala.
 Papá, como siempre, se fue a acostar el primero sin esperar por nosotros. De seguro estaba rendido de tanto trabajo.
 Nuestra madre caminaba delante, con su quinqué en la mano y una vela en la otra, por si fallaba el quinqué. Al pasar por el comedor, señaló una habitación que quedaba a la derecha y nos advirtió. "Nunca entréis en esa habitación porque tiene muebles de los anteriores dueños de la finca. No son nuestros", insistió. A continuación comprobó que la puerta del comedor que daba al exterior quedaba bien cerrada. Al acercame a mirar vi, por primera vez, la pila del agua. Era otro misterioso aparato.
 Aterrado por la oscuridad y el aire de misterio que flotaba en la soledad de aquella mansión, no veía la hora de meterme en mi cama. Atravesamos la tétrica sala completamente vacía de muebles y humedecida por falta de ventilación. Por fin la puerta de nuestra habitación se abrió y, entre la luz y la sombra, vi una cama. "Es la tuya -me dijo mi madre- y,… esta otra es la de tu hermano".
 De un salto quedé sobre la cama y cuidadosamente me metí bajo las traperas. Permanecí inmóvil; aguzaba las orejas por si se oía algo extraño. Miré a mi hermano Paco y observé un bulto bajo las traperas. Tan asustado estaba que por no respirar casi se asfixiaba. Miré hacia la puerta de la habitación de los padres y vi desaparecer la luz del quinqué. Mi madre se había acostado, no sin previamente haber arropado cuidadosamente al pequeño Eduardito, que quedó pronto plácidamente dormido en su cuna.
 No sé cuánto tiempo permanecí dormido. De repente. algo me hizo despertar sorprendido. De un salto quedé incorporado en la cama. La figura de mi madre apareció ante mí con una vela en la mano. "Escuchen… hijos", nos dijo a mi hermano y a mí, que estábamos sentados en la cama y completamente paralizados por el miedo. "Escuchen, hijos", insistió. Continuó el silencio… un prolongado silencio… Cuando ya parecía que todo fue una “sospecha de ruido”, ocurrió lo contrario.... Las notas descompasadas de un piano se oyeron sonar.
 Parecían proceder de arriba, del viejo comedor. Aterrados mi hermano y yo saltamos de la cama y nos cogimos de la mano. Mi padre y Eduardito continuaban durmiendo y justificados estaban el uno, como decía, por el agotamiento de la tarea realizada ese día, y el otro por las placidez de su temprana edad.
 Unos aferrados a los otros, los dos hermanos nos asimos al traje de nuestra madre, la cual sin pensárselo dos veces se dirigió con cautela al lugar del que procedían las misteriosas notas del piano. De repente mi madre se paró en seco, hizo un ademán de silencio y volvimos a oír las misteriosas notas musicales. Esta vez más cerca. Nuestra madre no se amedrentó. Sacó fuerzas de donde no las tenía y prosiguió en busca del misterioso pianista. Abrió la puerta muy despacio y... el piano estaba allí silencioso. El teclado a la vista, pero de las cuerdas del piano no salía nota alguna.
 "Esperen, esperen calladitos…", nos susurró al oído, retirándose del piano. Inesperadamente una silueta se reflejó en la pared cuando su cuerpo pasó ante la luz de la vela. Una y otra vez se reflejaban las figuras en la pared, eran como unas sombras alargadas y con rabo. No era un pianista, eran varios pianistas de diferente color y estatura, que uno tras otros, en su desesperada huida, pisaban apresuradamente las techas del piano.
 Eran “los ratones”, presumiblemente asustados porque durante mucho, mucho tiempo vivieron solos en la vieja mansión. Posiblemente la presencia de los nuevos dueños no los dejaba dormir y nerviosos circulaban por la habitación en todas direcciones. 
 La valentía de mi madre hizo desvanecer toda sospecha sobre la procedencia de aquella música misteriosa. De no haber sido así, con la retirada del piano, nunca se hubiese sabido quién fue el pianista que invisiblemente tocaba aquel piano y el misterio y el miedo hubiesen envuelto para siempre a aquella, la que fue y es nuestra querida casa paterna.


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