jueves, 5 de febrero de 2015

ENTREGA 5



Cuentos contextualizados XIV: El último invento del tío Víctor.
Era tal el empeño que don Modesto vio en el tío Víctor por fabricar su máquina de escribir de madera, que le entró la curiosidad por saber hasta dónde era capaz una persona de aprender cuando en ello ponía todo su esfuerzo, voluntad y atención.

Prólogo

Por aquella época, la vida en este barrio de Las Lomadas (San Andrés y Sauces) igual que la mayoría de los barrios de la isla de La Palma, transcurre lenta y plácidamente.
       La comunicación recibida del exterior era muy escasa. Las noticias locales, trasmitidas de boca a boca, eran el único tema de conversación intervecinal.
       Las ambiciones por tener más y más no son tan imperativas como para vivir en estado de ansiedad y angustia. Entre otras razones porque, en la mayoría de los casos, a lo más que se aspiraba era a obtener día a día el alimento suficiente para garantizarse la propia supervivencia.
       Era la tía Juliana un ejemplo viviente del conformismo, de la tranquilidad, de la huida de las complicaciones que conlleva el querer saber o tener más y más. Sin embargo, su marido, el tío Víctor, representa el desvivirse por lograr el éxito, el desear el aplauso de las gentes y el ansia por recibir honores y méritos.
       Lo que en vedad me movió a escribir este relato es mi convicción de que, en esta vida, la posible felicidad no está en querer, poseer o saber muchas cosas… "Saber disfrutar a diario de la propia vida" es un arte a aprender cada día.

El autor
“Quítate de delante, Juliana”, que te llevo en flor…
 Fueron éstas las últimas palabras del tío Víctor antes de caer, él y su avión, en medio de unas tuneras de grandes y afilados picos que estaban situadas unos metros más abajo, junto al camino que desde la carretera general del norte, bordeando el Barranco de Los Sauces, nos conduce a los montes de Las Lomadas. Camino de Marcos y Cordero.
 No hay duda de que el tío Víctor fue un genio en su época y de ello hay constancia no solo en Los Sauces, sino también en el resto de los pueblos de isla de La Palma. A decir de algunos, aunque en ello hay dudas, no sabía ni leer ni escribir, y jamás fue a la escuela. Lo que sí era cierto es que el tío Víctor, desde su más temprana edad, fue un aprendiz nato y que sus aprendizajes los recibía por imitación después de una atenta observación a los artesanos de la época en sus cotidianos trabajos. Observaba atento todo aquello que llamaba su atención; en especial, todo cachivache que a sus manos llegaba.
 Conocía a la perfección el sistema de pesas y medidas, la volumetría de cuanto tocaba, los mecanismos de parada y puesta en marcha de cualquier motor, la manipulación que otros hacían de las cosas, los materiales de construcción. En una palabra: era relojero, arquitecto, escultor, constructor, inventor. Y todo eso sin haber recibido conocimientos teóricos en ninguna de las áreas del saber.
 Su primer invento fue la construcción de una máquina de escribir de madera. Sí, como lo oyen, “de madera”.
 Conocedor don Modesto, el maestro del barrio, de las habilidades del tío Víctor, había invitado a éste para que le limpiara y decorara su jardín. Así que mientras el tío Víctor trabajaba en el jardín organizándolo todo, veía, a través de la ventana, como don Modesto tecleaba la máquina de escribir y ello despertó en él una desmedida ansiedad por conocer cómo aquel misterioso aparato era capaz de transformar los impulsos de los dedos de don Modesto en letras.
 - ¿Me deja Vd. ver ese aparato de cerca? -dijo el tío Víctor a don Modesto-.
- Cómo no, hombre. Pasa y escriba si quiere.
- No, don Modesto, yo no quiero escribir; solo quiero ver si yo consigo jacer una igual.
- ¡Pero hombre! ¿Cómo cree usted que puede hacer una máquina igual que esa? -preguntó sorprendido don Modesto, mientras hacía señas al tío Víctor para que se acercara más a su máquina-.
- Si me pongo la jago -contestó el tío Víctor, dando a sus palabras aire de seguridad absoluta-.
- ¿Y dónde tiene usted la fundición de hierro para hacer las piezas que lleva la máquina? -preguntó don Modesto pensando que aquello era una broma-.
- No, don Modesto, si la jago la jago de madera.
- ¿De madera? ¿Una máquina de escribir de madera? Eso es imposible -le contestó don Modesto disimulando una risa incontenida-.
- Usted déjeme a mí, que cuando yo le digo la que la jago la jago.
 Era tal el empeño que don Modesto vio en el tío Víctor por fabricar su máquina de escribir de madera, que le entró la curiosidad por saber hasta dónde era capaz una persona de aprender cuando en ello ponía todo su esfuerzo, voluntad y atención. Sabía don Modesto que, básicamente, para que un alumno se adueñase de un saber, eran necesarias tres condiciones y las recordaba desde que en antaño estudió Pedagogía en la Escuela de Magisterio de La Laguna.
 Recordaba toda su carrera docente. Durante el ejercicio de su profesión había tenido alumnos muy inteligentes, brillantes, capaces de aprender mejor que el mimo cuanto enseñaba. También es verdad que los había muy torpones, a los que le decía o mostraba las cosas mil veces, por activa y por pasiva, pero no había manera de que los conceptos, los procedimientos y las actitudes penetrasen dentro de su molleja. Tenía, como digo, don Modesto mil y una experiencias como docente pero jamás, jamás había visto a una persona como el tío Víctor, con tanto empeño por fabricar una máquina de escribir “de madera”.
 - Don Víctor, mañana se terminan las clases y me voy de vacaciones, así que le propongo una cosa.
- Usted dirá, don Modesto.
- Le voy a prestar mi máquina de escribir durante el tiempo en que yo esté de vacaciones.
- Pero si yo no sé escribir -dijo el tío Víctor con aire de asombro-.
- ¿No dice usted que quiere fabricar una de madera?
- Sí, así es, que se lo digo yo. ¡Carajo, que si me fijo en la que usted tiene le aseguro que le jago otra igual!
- ¡Pues manos a la obra, hombre! Aquí tiene usted su máquina.
- Bueno, me la llevo y esté usted tranquilo, que no se la rompo.
 No más llegó el tío Víctor a su casa, soltó el saco de tres listas que le protegía de la lluvia y con el mayor cuidado del mundo colocó sobre una vieja mesa la máquina de escribir, que llevaba agasajada en su cuerpo cual madre que lleva a un recién nacido.
 - ¡Qué coño estás a jacer ahora! -preguntó la tía Juliana a su marido como adivinando qué otras aventuras tenía in mente-. Ven a cenar, hombre, que se está enfriando el gofio escaldado.
 Por respuesta la tía Juliana recibió silencio. Así que, mientras esperaba a su marido para la cena, por no perder el tiempo, se dio una vuelta por la casa para cerrar bien las ventanas, por miedo a un ladroncito que, según le habían dicho los vecinos, andaba merodeando por el barrio de Las Lomadas.
 - Pero, hombre, ¡qué carajo estarás tú jaciendo que no vienes a comer! -insistió de nuevo la tía-.
Aún más silencio obtuvo la tía Juliana por respuesta. Así que tanto silencio le picó la curiosidad y se acercó muy despacio y silenciosamente a su marido.
 - ¡Qué diablos jaces, muchacho! Pero… ¡qué, carajo es eso!
- Calla, mujer, y aprende. Esto se llama una máquina de escribir.
- Válgame Dios, y tú vas a aprender a escribir ahora, a tu edad.
- No, Juliana, voy a jacer una igual.
- Buena va la burra, ya el conejo me volvió a desriscar la perra... Lo que me faltaba oír era esto... Sabes qué te digo: que yo a cenar voy, si vienes cenas y si no se la jecho al perro, que mal no le viene al desgraciado, que entre las pulgas y la jambre está que se lo lleva el diablo.
 Colocado el tío Víctor ante la máquina de escribir, parecía un penitente haciendo oración ante un altar. La miraba y remiraba. Estudiaba con detenimiento cada una de sus piezas. Ponía papel en el rodillo y le daba una y mil vueltas en libre y en posición de escribir. Apretaba una tecla y se fijaba atentamente en el funcionamiento. Así pasó la mayor parte de la noche hasta que, ya llegada la madrugada, el hambre por un lado y el sueño por otro le dieron, el primero, el segundo y ya, casi al amanecer, el tercer aviso.
 Cuando a la cocina llegó, con intención de cenar, encontró el gofio escaldado que la tía Juliana le había dejado sobre la mesa la noche anterior, más duro y frío que un trozo de hielo. La cuchara incrustada dentro del gofio parecía una puñalada trapera recibida; y el tocino, ya convertido en fría manteca, repugnaba con solo mirarlo a distancia. Al lado de la cazuela estaba el cucharón, como invitándole a que se sirviera el caldo que, por cierto, ya se había puesto en tal estado de descomposición que fue urgente su traslado forzoso al cacharro del cochino.
 Quedó silencioso… Tan embebido estaba en sus pensamientos que casi no atinaba a encontrar el dormitorio. Y si por fin consiguió llegar a éste fue gracias a los profundos ronquidos de la tía Juliana; tan altos eran éstos que desde el camino los oían los vecinos más madrugadores del barrio que, por delante de la casa, pasaban podona y correa en mano, camino al monte.
-         Pues tú no vas pa el monte hoy, muchacho -le decía al oído la tía Juliana al tío Víctor mientras que éste, agotado ya, dormía como un bendito-.
- Carajo, si no me llamas casi me quedo dormido.
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- Tú, embebido con tu maquina de escribir y las vacas pasando jambre y más jambre en el pajero -le repetía su mujer dándole a sus palabras un aire de acusación particular-. Deja, coño, que de aquí en adelante vas a vivir con lo que escribes -insistía ella, una y otra vez, con cierto ritintín. Más su marido o no la oía o se hacía que no la oía, y continuaba dándole vueltas y más vueltas a su imaginación-.
 El tío Víctor se dio cuenta de que estaba cogiendo hierba para las vacas cuando, de repente, la punta de la amolada podona estuvo a punto de llevarle de cuajo un dedo de la mano izquierda. Su pensamiento estaba completamente concentrado en la máquina de escribir y en estas cavilaciones andaba cuando oyó un mirlo que, posado sobre un moral, lanzaba al aire su repetitivo, insistente y monótono canto.
 No fue el mirlo lo que llamó la atención al tío Víctor -pues cansado de oír a estos pájaros estaba-; fue el frondoso moral. "Carajo -pensó-: de moral puedo yo jacer una parte de la máquina y de brezo la otra... Mañana mismo voy a casa del compadre José a pedirle la herramienta que él tiene, que pa jacer las letras sí que me va a servir".
 Era el compadre José (al que algunos apodaban El Zorro) lo que se dice un artista. Artesano de La Galga, había heredado de sus antepasados el arte de fabricar cachimbas, cucharas de madera, morteros, jaulas: en una palabra, todo lo que por aquella época era susceptible de hacerse en madera.
 -Buenos días, compadre -saludó, como de costumbre, el tío Víctor a su compadre José-.
- ¡Oh! Buenos días nos dé Dios -le contestó don José sin dejar de hacer lo que en ese momento estaba haciendo-.
- ¿Y está usted ahora de zapatero? -le preguntó al verlo haciendo unos zapatos de cuero por encargo de un vecino-.
- Es que pa ahí dentro tengo arrinconado todos esos cachivaches, y ahora la gente está falta de perras y no se vende nada de nada. Así que en algo tiene uno que ganarse la vida.
- ¿Entonces ya no jace cachimbas, ni nada de eso?
- No, de momento no, hasta ver si algún día se vende lo que ahí dentro está almacenado.
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- Bueno, espero que pa el año que viene llueva algo y pueda uno salir pa adelante, por lo menos habrá mejor cosecha de papas y boniatos y las vacas acogerán algo de carne porque lo que es ahora están como un espicho -comentó el tío con intención de animar un poco al improvisado zapatero-.
- Pos mientras esto no se arregle, yo aquí seguiré haciendo zapatos hasta ver en qué para todo esto.
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- Pues me da que entonces sí podrá usted jacerme el favor que le vengo a pedir.
- Usted dirá, que pa servirle en lo que pueda siempre me tiene a disposición.
- Yo venía a ver si me prestaba la herramienta de jacer cachimbas pa yo jacer una máquina, de esas de escribir.
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- ¿Una máquina de escribir? -preguntó con asombro el compadre José mientras dejaba de trabajar y se sacaba los espejuelos para ver mejor la cara del tío Víctor-.
- Sí, lo que oye -le respondió él, dando un acento de plena seguridad a sus palabras-.
- Pero, hombre, si usted quiere escribir a máquina yo le presto una que era de cuando mi abuelo fue funcionario del Ayuntamiento de Puntallana y que yo ya no la uso.
- Gracias, compadre, pero es que quiero cumplir con una promesa que le hice a don Modesto, el maestro, y yo cuando doy una palabra la cumplo, ¡carajo!
- Si eso es así, llévese usted la herramienta y la trae cuando quiera, que yo, como le dije, ahora no la estoy usando; que pa jacer zapatos con la lesna, el cuero y los jilos me basta.
 Ni el mismo tío Víctor recuerda cómo aquella tarde llegó al pajero de las vacas. Con la mente puesta en la máquina de escribir, cargó el mulo con dos fejes de tagasastes y se quedó pensando y pensando… Si no llega a ser porque su perro que, víctima del hambre, desesperadamente ladraba y ladraba, todavía está al pie del mulo pensando en la construcción de la máquina de escribir.
 - Este hombre se me va a joder de la cabeza - comentaba la tía Juliana con Petra, su vecina-.
- ¿Por qué, mujer?
- Pues tu no sabes que el jodido” está empeñado en jacer eso que llaman una máquina de escribir.
- ¿Qué me dices, vecina?
- Lo que oyes, vecina, lo que oyes. Yo no sé cómo convenció al maestro, pero el pillo mañas sí que tuvo pa que éste le prestara la máquina de escribir y en casa la tiene. Yo tengo un disgusto del carajo pa arriba, Petra.
- No será pa tanto, mujer -le dijo Petra por ver si tranquilizaba a la tía Juliana-.
- ¿Qué no? Si tú vieras lo que yo vi, no decías que no es pa tanto.
- ¿Qué viste? Y no me pongas esa cara, que parece que viste al mismo demonio en persona.
- No, al demonio no lo vi, pero sí vi todas las letras de la máquina de escribir del maestro desparramadas sobre la mesa que tenemos en el cuarto de las papas.
- ¿Dijiste las letras? -preguntó Petra sorprendida-.
- Las letras, sí, mi hija, y él estaba sentado midiendo con eso que llaman metro el tamaño de la máquina de don Modesto, el maestro. Él se la prestó, pero lo que se dice verla de nuevo de seguro que no la va a ver más.
- ¿Sabes lo que te digo, Juliana? Ahora déjalo que termine, al menos así se dará cuenta de que ha metido la pata hasta el fondo y se ocupará más de las vacas y de su mujer que de los inventos.
 Oía el tío Víctor todos los sermones con que a diario le obsequiaba su mujer y era como si no los oyera, ya que por un oído le entraban y por otro le salían sin dejar constancia de ello en su ocupado cerebro. Gracias a que el pajero de las papas, en el cual el tío Víctor tenía su taller, estaba situado cerca del pajero de las vacas y del mulo, y eran precisamente estos animales los que con sus constantes ruidos y belidos llamaban desesperadamente al tío Víctor para que les suministrara algo de alimento.
 - Tú no vengas a comer, carajo... Tú sigue con tus coñerias... Mira que ahora, después de viejo, hacerse escritor. ¡Ah, Dios mío, por lo que le ha dado a éste ahora... Esto es lo que me faltaba! La culpa la tuvo el maestro por poner en manos de éste desgraciado esa máquina de escribir, que si no fuera porque es ajena yo sé lo que iba a jacer con ella. Se la tiraba pa abajo, pa el barranco de Los Sauces, ¡coño!
 Pasó el mes de Julio y era ya entrado Agosto cuando el tío Víctor estaba a punto de terminar su obra maestra. Con más paciencia que la de un santo, una a una había desmontado las distintas piezas de la máquina de escribir de don Modesto. Con extraordinaria habilidad había copiado, en madera, cada una de las piezas y tranquilamente las había vuelto a colocar en su debido lugar.
 - ¿Que jaces ahora ahí, metido dentro de esas tuneras? -preguntaba la tía Juliana a su marido-.
- Estoy cogiendo tunos -le contestó éste con irónica risa-.
- ¿Cogiendo tunos? ¡Pero si están más verdes que la hierba!
 Se acercó la tía Juliana muy despacio para observar lo que hacía su marido metido dentro de las tuneras y pudo comprobar que éste, provisto de una cuchara sopera, estaba cogiendo cochinilla y que la metía dentro de un viejo cacharro. Ello despertó la curiosidad a la tía Juliana, pero no dijo nada a su marido.
 - Yo sí tengo ganas de saber qué es lo que está preparando éste con la cochinilla -se preguntaba constantemente. Y para saber cuál era el misterio vigiló constantemente al tío Víctor y, por supuesto, al cacharro de la cochinilla-.
 Su sorpresa fue mayúscula cuando vio al tío empapando en tinte de cochinilla una cinta de tela, que era la misma que a ella le faltaba en su camisón de dormir.
 - Pero, ¡coño!, con que fuiste tú el que me arrancó un trozo del camisón -gritó la tía Juliana con toda su fuerza-. Y yo pensando que habían sido los ratones. Ya otra vez el conejo me volvió a desriscar la perra. Esto va a terminar mal. Me lo temo -insistió-.
- Pero ahora, ¿qué vas a teñir por ahí? Eso es lo último que te faltaba: meterte ahora de tintorero.
- Déjame tranquilo Juliana. ¿No ves que estoy preparando la cinta de la máquina de escribir?
 No fue necesario que don Modesto, el maestro, llamara al tío Víctor para pedirle la devolución de su máquina de escribir. El mismo día y hora en que regresó don Modesto, allí estaba el tío Víctor con su máquina cuidadosamente envuelta en un paño.
 - Aquí tiene Vd. su máquina -dijo a don Modesto-.
- Y la de madera, ¿qué?
- Pues en casa está y bien guardada que la tengo.
 Se moría don Modesto de curiosidad por ver la máquina de escribir del tío Víctor, y con un poco de incredulidad le preguntó si la máquina escribía:
 - Vaya que si escribe. Yo mucho escribir no sé, pero cuando le mando el dedo sobre una tecla, allá que la misma letra sale escrita en el papel. Por si usted no me cree, don Modesto, mañana mismo se la traigo.
- Pues la verdad es que ganas de verla sí tengo.
 Después de echarle de comer a las vacas, el tío Víctor, aprovechando que la tía Juliana no andaba por allí, metió cuidadosamente la máquina de madera dentro de un saco de los más limpios que poseía, y disimulando que iba para el monte, se marchó, vereda abajo, camino a la casa de don Modesto.
 Dos grandes sorpresas había tenido don Modesto en su vida: una fue cuando le salió la lotería de Navidad y la otra cuando vio la máquina de escribir del tío Víctor. Por unos momentos se quedó mudo, y aunque no pudo explicárselo al tío Víctor, sí que le vino a la mente aquello del aprendizaje significativo de la teoría de David Ausubel, y lo de la zona de desarrollo próximo de Vygostky, y se dijo a sí mismo que toda la pedagogía estaba centrada en el interés que produce la motivación que tiene el alumno por aprender y en su curiosidad por investigar.
 Hasta no hace mucho, la famosa máquina de escribir fabricada en madera estaba en el Museo de Rayas de don Germán, mas últimamente alguien me dijo que, dada su innovación tecnológica, la habían llevado para exponerla en Madrid.
 No terminó aquí el invento del tío Víctor aunque, eso sí, a diario, la tía Juliana le tenía amenazado con dejarlo sin probar y sin dormir en el mismo catre que ella si continuaba con sus majaderías.
-         Ah, Víctor, y yo que oigo decir por ahí que ahora venden unas máquinas para lavar la ropa. ¿Tú has oído algo de eso?
- Algo he oído, pero me han dicho que para que lave le hace falta luz eléctrica, y tú bien sabes que nosotros de eso aquí, en Las Lomadas, todavía no la tenemos.
- Pues, hombre, mira cuando vayas pa Los Sauces si ves alguna y averiguas cómo funciona. A lo mejor tú eres capaz de jacer algo parecido aunque, pa decir verdad, no creo que tú llegues a tanto.
 Aquello de que no creo que tú llegues a tanto movió el amor propio de tal manera al tío Víctor que si no insultó a la vecina no fue por falta de ganas, que mandarla pa el carajo sí tenía. Mas lo pensó mejor y se prometió a sí mismo demostrar a la vecina de lo que él era capaz.
 Tenía el tío Víctor mucha amistad con el cura de Los Sauces y a su casa acudió en busca de la necesaria información previa a la puesta en marcha de su ambicioso proyecto.
 - Buenos días, don Pedro.
- Hombre, ¿y qué te trae por aquí? ¿No vendrá a confesar? -le contestó el cura con cierto aire de ironía-.
- No, que usted bien sabe que yo no mato ni robo a nadie, y que las únicas cóleras que me agarro son con Juliana, porque ésta siempre anda peleando conmigo.
- Pues tú dirás, Víctor.
- Es que yo quiero ver una lavadora...
- ¡Una lavadora! ¿Para qué quieres tú ver una lavadora? -preguntó el cura al mismo tiempo que una mueca de asombro se dibujaba en su cara-.
- Pa jacer otra igual.
- Pero hombre, cómo vas tú a hacer una lavadora... eso es cosa de fabricantes.
- Usted, que conoce gente aquí, en el pueblo, jable con alguien que tenga una pa que me la deje ver.
- Bueno hombre, vete para tu casa y mañana vienes, que yo te acompaño a la casa de don Tadeo, que me han dicho que él tiene una lavadora.
 Pensaba don Pedro que dándole tiempo al tiempo el tío Víctor se iba a olvidar del tema de la lavadora y le dejaría tranquilo.
 Aquella noche el tío Víctor no durmió. La lavadora le venía una y otra vez a su mente. "¿Cómo será?", se preguntaba constantemente. Tan embebido estaba con sus pensamientos puestos en la lavadora que a punto estuvo de colocar la albarda del mulo en el lomo de una vaca sin percatarse de que era al propio mulo al que debía de poner la albarda. El error cometido le fue puesto en conocimiento por la propia vaca ya que ésta, al sentir sobre su lomo tan extraño objeto, envistió con el cuerno derecho al tío con la macabra idea de sacárselo del medio, cosa que no consiguió por un milagro de la Providencia.
 Cuando a la realidad llegó, el tío dio gracias al cielo por permitir que su mujer no estuviera presente, pues adivinaba que si la tía Juliana llega a presenciarlo poniendo la albarda a la vaca, después del consabido responso terminaría por llevarlo al médico para someterlo a tratamiento psiquiátrico.
 - ¡Ay, Dios mío! ¿Qué he hecho yo? -se preguntaba don Pedro cuando al día siguiente vio aparecer por la Iglesia al tío Víctor-.
 Con cristiana resignación, el cura acompañó al tío Víctor a casa de don Tadeo, que por aquel entonces, aparte de director del Colegio, era Juez de Paz de Los Sauces y persona de reconocida honorabilidad. Puso don Tadeo en marcha la lavadora para que el tío Víctor observase el funcionamiento.
 - Don Tadeo, ¿puede Vd. parar esta máquina? -preguntó, con todo respeto, el tío Víctor.
 Con sumo cuidado el tío abrió la tapa posterior de la lavadora y contempló detenidamente todo el mecanismo y su funcionamiento, pero especialmente se interesó por el tambor.
 - ¿Qué le parece esto? -preguntó el cura-.
- Pues por lo que yo veo esta máquina lo que jace es darle vueltas a ese bidón que dentro tiene y que ustedes llaman el tambor.
- ¿Está usted seguro de que ya lo entendió todo? -preguntó Tadeo al tío Víctor antes de salir del cuarto de la lavadora-.
- Sí, hombre, sí... Es lo mismo que lavar la ropa dándole vueltas dentro de un bidón en vez de estrujarla contra la piedra de la pileta.
 No más llegó el tío Víctor a su casa, la tía Juliana le preguntó:
 - Que tendrás tú ahora en la molleja, que te veo más distraído que un perro jarto dentro de una conejera.
- Nada, mujer, pensando en qué echarle de comer mañana a las vacas.
- Ni que fuera la primera vez que tú jechas de comer a las vacas -le contestó ella con aire de incredulidad-.
- Mujer, tú sabes que ya la hierba verde se terminó y ahora será echarles algo de afrecho y hierba seca...
 Bien sabía el tío Víctor que de vacas nada, que su interés estaba en conseguir hacer girar la ropa sucia dentro de un tubo o bidón con agua, y jabón. Pensó en veinte mil estrategias para conseguir hacer lo mismo que hacía la lavadora de don Tadeo, pero sin necesidad de corriente eléctrica.
 - ¡Carajo, ya lo tengo! -exclamó mientras observaba una vieja bicicleta que le había comprado al antiguo cartero del pueblo-.
 Con un bidón bien preparado, colocó en la base interior del mismo un punto de apoyo central, y mediante un eje vertical provisto de algunas aspas, lo hizo terminar en el piñón, que previamente había extraído a la bicicleta, de tal manera que la catalina de la bicicleta con su cadena estaba conectada al tal piñón.
 Ahora, cuando con sus manos daba vueltas al pedal de la bicicleta a través de la cadena, la fuerza se trasmitía al piñón y éste conseguía hacer girar el eje colocado dentro del bidón y, consecuentemente, la ropa, que en su interior había depositado con agua y jabón, daba vueltas y más vueltas a voluntad del tío Víctor. Una llave colocada en la boca del bidón y otra de salida en su base, servían para renovar el agua a la lavadora cuando él creía que procedía tal cambio.
 Cuando dio por terminado el artilugio, aprovechando que la tía Juliana no estaba en casa, agarró toda la ropa sucia que esta tenía en la cesta y la metió en su flamante lavadora.
 Envalentonado por los éxitos conseguidos y apoyado en los aplausos de los vecinos, le vino a la cabeza otra revolucionaria idea: construir un pequeño avión, que le sirviera tanto para dar desde el cielo publicidad a su talento cuanto para trasportarle a unos terrenos que poseía abajo, en San Andrés, muy cerca de la costa.
 De esta vez el tío Víctor estuvo más de una semanaza durmiendo en la misma cama de la tía Juliana; sin embargo, tan separado de ella estaba que entre los dos existía un espacio más ancho que el canal de Los Tilos. Todavía oigo los gritos de la tía cuando ésta vio que su ropa sí que estaba lavada, pero la mitad de ella echa trizas. El tío Víctor oía con toda paciencia el sermón, asumía su culpabilidad sin rechistar, mientras que en su interior se preguntaba cuál sería el fallo que provocó aquel inesperado destrozo de la ropa.
 - Son las aspas interiores -se decía para sí-. Las aspas, ¡coño...! Tengo que recortarlas y no hacerlas amoladas, o al mejor sería bueno sacarles las aspas.
 Se sabe, por boca de algunos vecinos, que al final logró perfeccionar su lavadora, de tal manera que aún hoy la guardan sus familiares por si falla la luz.
 Utilizando el mismo procedimiento que con la lavadora, el tío Víctor compró otra bicicleta vieja y con el piñón, la catalina y los pedales consiguió adaptar las viejas piedras del molino de gofio a mano, herencia de sus antepasados, por otro sistema que consistía en dar vueltas al pedal a la vez que éste, a través de la cadena unida al piñón, hacía girar una de las dos piedras. Su molino de gofio casero funcionó a la perfección y sirvió no solo para cubrir las necesidades de su propia casa, sino que además prestaba servicio a otros vecinos del barrio. Tanto éxito tuvo con sus inventos, que no quedó gente en el pueblo de Los Sauces que no acudiera a él para consultar los problemas derivados del uso de los aparatos caseros. Desde el reloj de campana hasta la máquina de coser pasaron por sus manos.
 Envalentonado por los éxitos conseguidos y apoyado en los aplausos de los vecinos, le vino a la cabeza otra revolucionaria idea: construir un pequeño avión, que le sirviera tanto para dar desde el cielo publicidad a su talento cuanto para trasportarle a unos terrenos que poseía abajo, en San Andrés, muy cerca de la costa. Muchas y muchas noches se pasó en vela imaginando una y mil veces el procedimiento de construcción del avión.
 - Yo quisiera saber qué es lo que te pasa a ti ahora -le dijo una noche la tía Juliana-.
- ¿Por qué me dices eso? -respondió al mismo tiempo que se preguntaba si su mujer sería tan adivina como para penetrar dentro de su cerebro y saber, por arte de magia (ya que leer no sabía), el contenido de sus pensamientos-.
- ¿Por qué, dices? Hombre, si no haces más que jablar solo por la noche y no me dejas pegar ojo.
- ¿Y qué digo, Juliana? -preguntó temeroso de ser descubierto-.
- ¡Qué coño se yo lo que dices...! Que si la jélice, que si las alas, que si el timón… y más disparates. Y yo no comprendo... Mira, Víctor, si vas a seguir jablando de noche sin dejarme dormir, te digo que te vayas a dormir al pajero de las vacas y me dejes tranquila.
 No tenía el tío Víctor oportunidad de ver un avión de cerca. Sabía algo de aviones porque los había visto dibujados. Por otra parte, el procedimiento de adaptación de la catalina, la cadena y el piñón de la bicicleta a la hélice del avión no le parecía un sistema “seguro” como para pasar volando por sobre la plaza de Los Sauces y dar el susto a los pacíficos sauceros. Pensaba que él podía mover la hélice, que previamente había construido, adaptando a ella los pedales dentro del avión al igual que había hecho con la lavadora y con el molino de gofio. Se imaginaba sentado dando pedal y pedal y el avión volando. Mas le surgía la duda de que ello fuera suficiente como para mantener el avión en pleno vuelo. Por otro lado, no confiaba mucho en sí mismo, habida cuenta de que padecía de artrosis y ello podía ocasionar que, en un momento dado, dejase de pelear; con lo cual la caída del avión en picado a tierra era inevitable. Así que un día, muy a pesar suyo, pensó el abandonar definitivamente la idea de construir su avión en su propia casa pa asustar a los sauceros.
 - Menos mal que este carajo ya no jabla por la noche -comentaba la tía Juliana con su hermana Rosa-.
- Alégrate mujer, no lo pelees, que él mala persona no es. Lo único que tiene de malo es esa manía de jacer lo que ya ve jecho.
- Y sabes qué te digo -continuó insistiendo su hermana-: pues más vale que se entretenga en jacer coñerías de esas, que en andar de jembrero por ahí.
- Pa todo esta él pa jembras... pos si no atiende lo que tiene en casa como lo hacía antes...
- No te confíes -continuó insistiendo su hermana-.
- ¡Coño!, pos tanto me lo dices que ahora sí que tú me dejas pendiente.. ¿Sabes algo?
- No lo digo por él, mujer; lo digo por Bernardo el Gallo.
- ¿Y qué pasó con Bernardo?
- Pos que lo agarraron en el monte practicando cochinadas con la Pepa.
- No
me “hables” más... ¡Quién lo diría! El jodido zorro que parecía un santo.
- Me da pena de Inés, su mujer, porque de buena se pasa.
 Hasta las vacas cogieron otro pelaje después de que el tío Víctor se dedicó por completo a ellas. Las cabras salieron de su convalecencia y el mulo tuvo humor pa revolcarse en la mullida tierra del cantero de las papas todos los días.
 Un día de esos en que el tío Víctor bajaba para ir a un entierro en Los Sauces, después de enterrar al muerto, acertó a topar con José Antonio de apellido Corujo, un fiel amigo de toda la vida, hombre estudiado éste en quien él confiaba y que le merecía todo el respeto del mundo.
 - Don José... Usted que tiene muchos libros en su casa, a lo mejor me consigue uno que jable de aviones...
- Hombre, don Víctor, si no los tengo yo se los consigo. No faltaría más. Para servir estamos.
- Me jace falta uno que tenga las partes del avión pintadas pa yo jacerme una idea.
- Tengo un amigo aficionado a la aviación y de seguro que me conseguirá lo que usted quiere -continuó diciendo Corujo, más por obligación moral que por ganas de colaborar en fantásticas ideas, de descabellados proyectos aeronáuticos, que no prometían eficientes resultados prácticos-.
- Carajo, no se me olvide usted...
- Descuide usted, ya le avisaré yo cuando consiga su encargo.
- Mire... don José. Usted perdone, pero otro favor sí que le voy a pedir.
- Estamos para servir, don Víctor, dígame usted.
- Pos que de esto no comente nada con Juliana, porque ella es una torrontuda y no me deja trabajar en mis cosas.
 Menudo follón tuvo Corujo para conseguir los planos de un avión. Mucho libro ojeó y mucho se informó en la biblioteca del Instituto. Hasta en un viaje que hizo a La Laguna visitó la Biblioteca de la Universidad para quedar mejor informado. Por fin, un día, consultado Manolo, un amigo suyo, piloto éste, le consiguió un esquema del avión más antiguo y más sencillo que existía en el mundo. "¿Haré bien en llevarle estos dibujos al tío Víctor?", se preguntaba constantemente Corujo, ya que tenía serios cargos de conciencia, pues presentía que mi tío no estaba en sus cabales. "¿Se irá este hombre a matar con ese artefacto que piensa fabricar?". A punto estuvo Corujo de darse por olvidado del tema por ver si el tío Víctor no le hablaba más de este comprometido asunto. 
 Una de tantas tardes en las que Corujo iba para Los Sauces, se encontró con Ángel, apodado el Loro, conocido como Angelito, un arriero dedicado a la compra y venta de ganado en toda la isla y a su vez amigo común del tío Víctor.
 - Corujo, te andan buscando -le comentó Hermes cuando se encontró con él-.
- ¿Quién me busca? -preguntó Corujo, con aire de asombro-.
- Te cuento -le respondió Angelito-.
 Ángel, muy lentamente y con todo lujo de detalles, contó a Corujo que la pasada semana había estado en la casa del tío Víctor, porque quería comprarle una yunta de vacas que éste tenía en venta. Después de tratar el precio y llegar a un acuerdo, cuando ya se despedía, el tío Víctor le comentó que había hecho un encargo a un tal José Antonio Corujo y que esperaba que éste fuera un “hombre de palabra” y cumpliera con la que a él le prometió. La verdad era que Corujo esperaba que el tío Víctor se olvidara de dicho avión, de los planos y de todo este lío; pero su enc.uentro con Ángel Pestana le puso algo nervioso y se dijo a sí mismo que la palabra dada al tío Víctor estaba por encima de todo temeroso pensamiento. Esa misma noche comentó Corujo con Ángeles, su mujer, el problema que se le había planteado con el tío Víctor.
 - Llevo dos días nervioso con lo del avión del tío Víctor -le contaba Corujo a su mujer-.
- Te comprendo -le respondió ella y prosiguió-. No te atormentes, que él lo más que volará será lo que vuela una gallina de corral.
 Así que, un buen día, domingo, Corujo se puso tras el volante de su coche y se acercó a la casa del tío Víctor para entregarle su encargo.
 - Ya este carajo está metido en jaleos otra vez -comentaba la tía Juliana con su hermana-.
- ¿Y tú qué le ves ahora?
- ¿Que qué le veo? Noches y más noches sin dormir jablando alto otra vez... El otro día lo vi con unos papeles que le trajo un tal Corujo, y con una regla midiendo y midiendo unas tablas de madera de castaño que allí tenía.
- Mientras no jaga más que medir, no te preocupes -le dijo su hermana-. Mira, vamos a jacer una cosa -le ofertó su hermana-.
- Y ¿qué podemos jacer? -contestó la tía Juliana con la lógica ansiedad del que espera un remedio para su peligroso mal-.
- Mañana mismo vamos a hablar con el alcalde de Los Sauces.
- Y ¿tú crees que nos recibirá?
- Por supuesto que sí. Don Antonio Hernández es muy buena persona y muy amable.
- Muchacha, ¿y qué le decimos?
- Le decimos que Víctor esta "jodido de la cabeza” y que como sabemos que él le respeta, que le dé un buen consejo pa que se deje de “coñerías” de aviones.
- Pos sí. A las nueve cogemos la guagua y pa allá vamos.
 Era por aquella época don Antonio alcalde de Los Sauces y persona que conocía muy bien a todos los vecinos del barrio. Así que algunos de éstos ya le habían hablado del tío Víctor. En particular le habían contado lo de la máquina de escribir de madera y lo de la lavadora, amén de otros pequeños inventos no catalogados.
 - Buenos días, don Antonio.
- ¡Oh!, ¿y que les trae por aquí? -preguntó el alcalde a las dos hermanas-.
- Perdone que le moleste, pero nos vemos tan apuradas que venimos a pedirle un favor -dijeron las dos casi al mismo tiempo-.
- Pues ustedes dirán -contestó don Antonio con aire de misterio-.
- Es por lo de Víctor...
- ¿Qué le pasó a don Víctor? -respondió el alcalde disimulando no estar enterado de las aventuras del tío Víctor-.
- Que ahora está empeñado en jacer un avión y estamos muy asustadas porque de seguro que se va a matar.
- Eso será una broma -contestó Antonio-.
- No, don Antonio, yo misma le veo jaciendo las alas y por las noches sueña diciendo entre sueños la hélice, el piñón, la catalina y más disparates.
- Por favor, don Antonio, jable usted con él que yo sá que a usted si que le jace caso.
- Descuiden ustedes, váyanse tranquilas las dos que yo hablaré con él y trataré de sacarle esa fantasía de la cabeza.
 No más salieron las dos mujeres del despacho del alcalde, don Antonio llamó al municipal y le encargó que cuando pudiera fuera a Las Lomadas, se viera con D. Víctor y le dijera que el alcalde quiere hablar con él.
 Pasados unos días el tío Víctor vio venir camino arriba al municipal del pueblo. "Pa dónde irá este coño ahora -se preguntó-. De seguro que viene a joder a alguien. Mira que no dejan a uno tranquilo: que si a cobrar la luz, que si el agua, que la contribución y ahora viene este coño a dar a uno más disgustos".
- Buenos días, don Víctor.
- Buenos días. ¿Y tú por aquí hoy?
- Es que pasaba por la carretera y me acordé de que el alcalde me dijo el otro día que quería hablar con usted.
- ¿Conmigo?... Pa que carajo me querrá don Antonio -murmuró el tío Víctor entre dientes-.
- Pues no lo sé. Será pa lo de la contribución...
- No, yo no creo que el jodido de Julián me haya denunciado porque las cabras le comieron dos coles. Que por cierto, hasta llenas de roscas estaban.
 Estaba don Antonio, el alcalde, a punto de comenzar la sesión de la Junta Plenaria que aquel día debía celebrarse en el Ayuntamiento, cuando el guardia municipal le anunció la visita del tío Víctor.
-         Dile que pase -ordenó al guardia-.
- Don Víctor, pase usted. El alcalde le espera.
- Buenas tardes, don Víctor, ¿cómo le va la vida?
- Hombre, ahora no estamos muy mal que digamos. No nos podemos quejar, más jodidos que yo hay otros y pena me da de ellos.
- Hablando de todo, ¿me dijeron que esté fabricando un avión?
- De seguro que estuvo por aquí algún chivato del barrio -respondió con cara de enfado y casi perdiendo los estribos-.
- Bueno, uno se entera de todo, pero no se enfade, hombre... -le dijo don Antonio tratando de llevar la conversación con toda tranquilidad-.
- Bueno, pa que le voy a engañar, en ello estoy -le respondió mientras que sacaba el pañuelo y se secaba el sudor, que a causa de la cólera se había apoderado de su organismo-.
 - Don Víctor... y digo yo si no será mejor que haga usted otra cosa y deje que el avión lo fabriquen otros.
 - Don Antonio, sabe qué le digo, que yo cuando me encabrono en algo lo saco palante, sea como sea, y ahora estoy encalabernado en el avión y le digo, como Víctor que me llamo, que yo lo termino. Cuándo será… no sé, pero yo lo termino.
- Mi consejo es que deje usted eso, ¿no se da cuenta de que se va a matar, porque eso que va a hacer no tiene fuerza para volar?
- Mire, don Antonio; amigos pa siempre y a su disposición estoy, pero en eso del avión sí que no le jago caso; y es más, le prometo desde ahora mismo, y lo digo por segunda vez, como Víctor que me llamo, que usted me verá pasar volando algún día por sobre la plaza de Los Sauces. Gracias por el consejo, pero en esto sí que no le puedo jacer caso. Usted perdone. don Antonio.
- Nada hombre, vaya con Dios, seguiremos siendo amigos, no faltaba más -le contesto el alcalde con diplomacia huyendo de enemistarse con él, que al fin y al cabo era un contribuyente más del Ayuntamiento y, a lo mejor, le daría el voto el día de las próximas elecciones-.
-         Medía y volvía a medir los trozos de madera que en el pajero tenía. Así un día y otro día. Con la poca herramental que poseía, era una maravilla ver cómo aquellas manos, curtidas por el duro trabajo del campo, eran capaces de unir pieza a pieza las partes de un supuesto avión que construía. Consecuencia de esta constante ocupación era el estado físico en que nuevamente se encontraban las vacas, las dos cabras que poseía y el mulo. A las vacas se le podían contar cada una de las vértebras de su esqueleto y sus ubres, más que ubres, parecían las desgastadas almohadas de la cuna de un niño pobre. Los ojos de las cabras estaban encuevados. Víctimas del hambre, sus cuellos se habían encogido tanto que los cascabeles parecían salirles por la cabeza, y si ello no ocurría era porque sus encorvados cuernos se lo impedían. Su pelaje había perdido tanto vigor que se habían vuelto del color de la miseria. No digamos del mulo. El pobre mulo, más que mulo, se parecía al caballo Rocinante de Don Quijote. La albarda le quedaba más ancha que “zapato de viejo en pie de niño”, y a la cincha hubo que encogerla más de medio metro para evitar que la albarda se viniera al suelo.
 - Las vacas de Víctor ajorita estiran el rabo -comentaba un vecino-.
- Es que ese pobre hombre está loco -y continuó diciendo-. El otro día Luis el Gato lo asechó jaciendo un avión.
- Sí, eso también me dijeron a mí y que tuvo que romper la puerta del pajero pensando en sacarlo fuera porque no le cabía por la puerta que ahora tenía.
- ¿Rompiendo la puerta? -preguntó el amigo alarmado-.
- Bueno, a su mujer le dijo que era porque un día pensaba comprar un coche pa cuando viniera el hijo que tiene pa Venezuela.
 Sabía el tío Víctor que Juan el Cuervo, un vecino de Tijarafe, había hecho un avión y que éste no sirvió pa nada porque pretendió que volara como los pájaros, o sea, sin tener motor. Así que, basado en el “conocimiento previo” y en errores ajenos, huyendo del fracaso del tijarafero, le vino a la cabeza una innovadora idea. Primero pensó en el sistema de la bicicleta haciendo mover la hélice con los pedales que a tal fin pensaba adecuar en el avión; después se lo pensó mejor pues, como comentamos ya, temía que sus ya cansados pies, por medio de los pedales, no le dieran el suficiente impulso a la hélice y pensar en la necesidad de un aterrizaje forzoso le puso muy nervioso ya que en un momento dado se imaginó a todos los sauceros riéndose de él.
 Serían las tres de la madrugada cuando le sobrevino la genial idea. "¡Coño!, la moto, el motor de la moto, ¿cómo no lo había yo pensado antes?", se decía a sí mismo.
 Ahora se le presentaba el problema de conseguir una moto para sacarle el motor, colocarlo dentro del avión y adaptar el movimiento del eje del motor a la hélice de su avión.
 - Voy a La Palma a pagar la contribución -le dijo un día a la tía Juliana para poder salir de la casa sin que ella sospechara nada-.
- ¿Pos ya pasó un año después de que la pagaste de última vez? -preguntó ella, en plan dubitativo-.
- Sí, mujer, sí, el tiempo pasa volando.
- Pos si vas pa abajo trae una peja de pescado salado pa comer los boniatos pues el barril de la carne de cochino ya se le ve el fondo.
- Si tengo tiempo, sí.
- Coño, ¿no vas a tener tiempo en toda la mañana, o es que vas a estar de cháchara con algún amigo? Miedo te tengo...
 Las últimas palabras disimuló como que no las oyó, por miedo a que ella cayese en sospechas y se le jodiera todo el negocio. Recorría el tío Víctor toda la ciudad y moto que veía allí, al pie de ella, se pasaba más de una hora contemplándola e imaginándose la extracción de su motor y posterior adecuación al avión, que en el pajero tenía esperando por su motor. Vueltas y más vueltas dio por toda la ciudad. A más de uno preguntó si vendía la moto y la respuesta era siempre la misma: "Por ahora no". Aburrido y decepcionado ya se disponía a coger la guagua rumbo a su casa cuando, por casualidad, vio a Hermelo, que, maletín en mano, iba en busca de su coche.
 - Qué tal, don Víctor... ¿Cómo le va?
- Pues estoy mal y se lo digo en confianza.
- ¿Qué le pasa, hombre? -preguntó Hermelo creyendo que se trataba de alguna grave enfermedad-.
- Pues que quiero comprar una amoto y no la jallo.
- ¿Una moto? Hombre, yo sé quién vende una, o mejor dicho, vendía... porque ya hace tiempo que no sé de él.
- Pues dígame quién es y yo le busco. Usted no se preocupe.
- La verdad que el amigo que vende la moto es en Tenerife.
- Pos ya me dio usted otro disgusto.
- ¿Por qué? ¿Usted nunca va a Tenerife? -le preguntó Hermelo-.
- Si es por una enfermedad jabrá que ir, pero si la Juliana se entera de que yo voy a Tenerife a comprar una amoto, de seguro que me mata.
- Bueno, vamos a hacer una cosa -le propuso Hermelo-.
- Dígame, don Hermelo -le contestó con la esperanza puesta en virtud de servicio de Hermelo-.
- La próxima semana yo voy a Tenerife a la primera reunión y de camino veré al amigo de la moto, y si no la ha vendido yo se la encargo.
- ¡Ay, cuánto le agradecería yo ese favor, don Hermelo!
- Bueno, como usted quiere que no se entere la Juliana yo me encargo de que se la manden por el correíllo La Palma y usted baja a la ciudad, con cualquier pretexto, y se la lleva para Las Lomadas.
- Coño, el caso es que yo no sé montar en moto -dijo el tío Víctor volviendo a caer en disgusto-.
- Bueno, bueno -contestó Hermelo-. Yo hablaré con Los Pericos para ver si cuando van a traer los plátanos de Las Lomadas, de camino, le llevan para arriba la moto en el camión.
 Cuando la tía Juliana entró en el taller del tío Víctor no pudo ver la moto ya que éste la había descuartizado y colocado su motor en el espacio previsto, dentro del avión.
-         Yo quería saber dónde coño has conseguido tu tanto hierro y tanta basura. Esos cuernos parecen de una bicicleta, aunque algo diferentes sí que son... Víctor, aquí me huele a gasolina o algo parecido, ¿no irás tu a prender fuego al pajero? Ya sería lo que te faltaba...
- No, mujer, es gasolina que traje pa matar unas garrapatas que tienen las cabras.
- No le irás tú a echar gasolina por sobre el lomo de las pobres cabras.
- No, mujer, no, es para rociar el suelo con gasolina que me han dicho que es bueno pa matar garrapatas y pulgas -le explicaba mientras con su cuerpo pretendía ocultar el motor de la moto que ya tenía colocado dentro del avión-.
- Pos tu sabrás lo que jaces...
 La disposición en que el tío Víctor había colocado los artilugios de vuelo parecía, a su juicio, la correcta. El manillar de la moto estaba colocado de tal modo que cuando lo subía y bajaba hacía girar el timón del avión en los movimientos de despegue y aterrizaje. Los frenos de la moto estaban situados de tal manera que actuaban sobre las dos ruedas colocadas en el lugar correcto bajo las alas del avión. Era el avión un monoplaza de apenas tres metros de largo y cinco metros entre alas. Fabricado en madera de brezo, nogal y morera vendría a pesar unos doscientos o doscientos cincuenta kilos más o menos con piloto incluido.
 Un domingo, aprovechando que la tía Juliana había ido a misa de once, encendió el motor e hizo las primeras comprobaciones en tierra. Aceleró bastante, casi al máximo, la hélice obedecía automáticamente al sistema de aceleración disminuyendo y aumentando la velocidad a merced de las órdenes del piloto. Los frenos de las ruedas respondían a la perfección. El timón también giraba a las órdenes del piloto. Pero la emoción del tío Víctor llegó al máximo cuando de pronto notó que el avión “intentaba moverse”. "¡Ya lo tengo!, ¡ya lo tengo!", se decía interiormente, y por un momento se vio sobrevolando la plaza de Los Sauces, al mismo tiempo que él, desde lo alto, contemplaba a don Antonio, el alcalde, y todos los parroquianos mirando hacia el cielo con cara de payasotes espantados.
 En estos pensamientos estaba cuando le pareció oír un ruido muy cerca que le dejó muy preocupado. "¡Coño!, Juliana", pensó, y apagando el motor del avión rápidamente recogió toda la herramienta que por el suelo tenía desperdigada y cerró la puerta del improvisado hangar. Cuando ya casi todo estaba a punto, se vino a dar cuenta de que no tenía "pista de despegue”, necesaria ésta para salir volando. La carencia de aeropuerto le entristeció y nuevamente casi a punto estuvo de tirar todo por la borda. Estrujado tenía el cerebro cuando, por fin, le sobrevino una inesperada y fecunda idea. Esta consistía en dos proyectos.
 El primero era preparar una huerta que al borde del Barranco de Los Sauces, o Barranco del Agua, tenía, dándole a la misma la inclinación debida como para que el avión bajase por su propio peso.
 El segundo era transportar el avión hasta allí, cosa que no le era difícil ya que el trayecto desde su hangar hasta la huerta era cuesta abajo.
 Así, todas las tardes, cuando Juliana estaba ausente, iba a la huerta, la limpiaba de piedras y con la guataca subía tierra hacia arriba de tal manera que la huerta quedaba con un plano de inclinación de al menos el veinte por ciento. Pensaba él que, después de dejar la huerta, el avión entraría en “espacio libre”, a cielo abierto, dentro del Barranco de Los Sauces, pero siempre sin perder altura. Terminada esta operación ya el resto no presentaba problema. "¡Coño!, si yo empujo el avión cuesta abajo después, ¿cómo lo paro pa yo subirme encima?", se preguntaba a sí mismo. "¿Cómo yo no me había dado cuenta de eso?", se repetía mil veces.
 Vivía por aquella época en el barrio un pobre muchacho medio sunormalito, él llamado Lucio. Nunca pensó el tío Víctor que Lucio le sería de tanta utilidad en su vida. "Si Lucio me empuja el avión, yo, ya dentro de éste, puedo manejarlo bien". No se lo pensó dos veces y en busca de Lucio fue, al cual le propuso un trabajo que éste aceptó sin rechistar.
 - Lucio, una condición te pongo -le repitió por tres veces el tío Víctor antes de cerrar el trato-.
- Dígame don Víctor -le contestó Lucio medio asustado-.
- Que no digas a nadie que yo te he contratado pa empujar el avión -le recalcó el tío, dando a sus palabras un acento de amenaza-.
- ¿Ni a doña Juliana? -le preguntó el pobre Lucio creyendo que era un asunto familiar previamente convenido-.
- A esa menos , carajo – y en baja voz comentó: "No me irá este a joder todo en el momento final"-.
 Era un sábado por la mañana, la tía Juliana había ido a visitar a una vecina que estaba enferma en cama desde hacía varios días. El tío Víctor la había oído decir: “Mañana, sin falta, debo de ir a ver a Victoria”. La ocasión era propicia. El viento de la brisa venía desde Barlovento con fuerza suficiente, a su juicio, pa hacer de colchón. Corrió en busca de Lucio. Abrió la puerta del hangar, encendió el motor y gritó con todas sus fuerzas: "¡Lucio, arrempuja!".
 Camino abajo iba el avión y Lucio tras él hasta que el tío Víctor lo pudo enfocar a la huerta. Lo que no sabia él es que la tía Juliana, al llegar a casa de la vecina enferma, se encontró con que ésta había empeorado y la habían enviado al hospital. Así que con la misma regresó a su casa. Cuando iba llegando a la casa, oyó un extraño ruido de motor que procedía de la huerta contigua al pajero. Sin pensárselo dos veces se acercó por ver qué pasaba.
 - ¡Ay, Dios mío!, éste es Víctor dentro de ese aparato -exclamó horrorizada-.
 Aceleró el paso, y a medida que se acercaba a la huerta, el corazón se le aceleraba, de tal manera que la arritmia que padecía la amenazaba con mandarla al otro mundo.
 - ¡Víctor, bájate de ahí, te vas a matar, bájate por Dios!
 En respuesta el tío Víctor aceleraba más y más. El motor de la moto que había instalado en aquel artefacto, expelía al aire un humo blanco, denso, mezcla de gasolina y aceite.
-         ¡Lucio, arrenpuja un poco más que ya va a salir! -gritaba con todas sus fuerzas al pobre subnormal-.
- Allá voy, don Víctor, allá voy -decía Lucio mientras empujaba todo lo que podía-.
 De un fuerte empujón la tía Juliana apartó a Lucio. Éste, al ver la cara de descompuesta de la tía, salió corriendo y abandonó la empresa sin mirar para atrás. Colocada justamente frente el avión, la tía Juliana, con sus brazos abiertos, en forma de cruz, imploraba una y otra vez a su marido para que éste abandonara tan descabellada proeza. La respuesta fue rápida: "Apártate, Juliana, que te llevo en flor por delante…" y aceleró más…
 En principio hasta pareció que aquel artefacto iba a volar. Hay quien dice que incluso estuvo varios segundos en el aire. Sin embargo, unos vecinos, que desde la ladera de enfrente contemplaban la proeza, comentaron que gracias a Dios el avión cayó pronto a tierra, pues de avanzar unos metros en el aire hubiese caído al fondo del Barranco de Los sauces ocasionando la muerte instantánea del tío.
 Como consecuencia del batacazo que dio al caer dentro de las tuneras, se oyó un fuerte crash; el motor petardeó, se apagó y hubo un momento en el que no se sabía si el tío era vivo o muerto.
 - Ya se mató, Dios mío, ya se mató éste -exclamó la tía al ver caer el avión dentro de las tuneras-.
 Por unos instantes, la tía Juliana se quedó totalmente muda del susto que se llevó. Sin embargo, haciendo un tremendo esfuerzo logró gritar a unos sauceros, que al otro lado del barranco trabajan raspando la hierba de sus plataneras. Estos, visto lo sucedido, acudieron, con improvisada camilla en mano, a socorrer al tío Víctor, que dando grito de dolor permanecía dentro de su avión y rodeado de tuneras por doquier.
 A mi regreso de Cuba, un día topé con Ernesto, un primo mío y a su vez sobrino del tío Víctor, y le pregunté por éste. Me contó que estuvo varios días ingresado en el hospital, y lo último que sabía de él era que ahora estaba completamente dedicado a su casa, que adoraba a la tía Juliana y cuidaba con esmero de sus ganados y de sus cultivos.
 (Manuel García Rodríguez. Publicado en el número 312 y  317 de BienMeSabe)


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