martes, 10 de febrero de 2015

A PROPÓSITO DEL FUEGO EN LOS CONTEXTOS FUNERARIOS PREHISPÁNICOS DE CANARIAS APUNTES PARA SU EXPLICACIÓN CULTURAL







REVISTA TABONA, 12; junio 2004, pp. 97-117


Verónica Alberto Barroso y Javier Velasco Vázquez



RESUMEN

Se analiza el carácter de los componentes  arqueológicos inherentes a las prácticas sepulcrales prehispánicas canarias y su tratamiento con relación a la construcción histórica. Para dicho propósito nos hemos centrado en el análisis de los testimonios de combustión en enclaves funerarios, repasando en primer lugar su valoración en la bibliografía existente, para des- pués evaluar los resultados derivados de recientes intervenciones y estudios en yacimientos de Tenerife y El Hierro, de los que se derivan nuevas situaciones a las planteadas hasta el momento. Como consecuencia se pone de manifiesto la diversidad y destacado protagonis- mo que el fuego adquiere en las prácticas funerarias y se cuestiona la aceptación de aquellas hipótesis que no han sido objeto de contrastación arqueológica.

PALABRAS CLAVES: prehistoria, Canarias, prácticas funerarias, ritual, fuego, cremación.

ABSTRACT

The character of the funeral behaviour archaeological evidence from prehispanic Canary Islands is analyzed in this paper. In accordance with this aim, we study the testimony of fire in burial contexts and evaluate results from recent burial archaeological studies and excava- tions in Tenerife and El Hierro islands, from which new situations have been raised. It is showed the diversity and importance fire had in funeral process. Also, hypothesis which have not been archaeologically contrasted are controvert in this paper.
KEY WORDS: Prehistory, Canary Islands, Funerary behaviour, Ritual, Fire, Cremated bones.

Estos güesos, sin orden derramados, que en polvo hazañas de la muerte escriben, ellos fueron un tiempo venerados en todo el cerco que los hombres viven.
F. QUEVEDO

Conforme se avanza en el estudio de las sociedades prehispánicas canarias se accede a una realidad notablemente distanciada de la, por muchos años, simpli- ficada y estática imagen del aborigen y su mundo. En este sentido, el discurrir de la investigación en las últimas décadas ofrece un panorama mucho más dinámico y complejo que afirma la necesidad de desarrollar nuevos proyectos capaces de cubrir los numerosos interrogantes que esta situación plantea.

Sin duda, se describe una condición lógica, acorde al progreso experimen- tado en las técnicas de registro y análisis arqueológico, con la intervención de un sinfín de disciplinas científicas cuya aplicación redunda en la abundancia y exhaustividad de la información recabada, lo que sin duda se traduce en una base más sólida desde la que abordar el estudio de las poblaciones prehispánicas canarias en todas sus manifestaciones.

Este avance al que nos referimos es un hecho de notable trascendencia en la consolidación  de ese nuevo enfoque de acercamiento  al pasado de las islas. A grandes rasgos podría considerarse que el progreso de la arqueología como base empírica, y por ende del conocimiento de la prehistoria, se produce por el aumento del número de yacimientos registrados, por el desarrollo tecnológico de los sistemas de intervención y por la alta especialización de los investigadores participantes en este proceso.

Ahora bien, si este panorama nos coloca en una posición favorable desde la que afrontar el reto, complicado será abrirse paso en el futuro si junto a la cualificación técnica no se tienen en cuenta otras cuestiones que, desde nuestro punto de vista, resultan indispensables para construir el pasado. De hecho, un análisis detenido de lo que aporta el actual modo de hacer en arqueología de forma inmediata pone de manifiesto un estancamiento, difícilmente superable si no se atiende a la manera en que el dato arqueológico se procesa para convertirse primero en dato empírico y luego en referente histórico. Así, el progreso al que venimos aludiendo  atañe mayoritariamente al tratamiento del dato arqueológico, mientras que el ejercicio histórico ha sido absolutamente descuidado tras el espejismo de que la intervención en el yacimiento de por sí es suficiente para proporcionar conclusiones históricas y, por ello, acceder directa- mente al conocimiento de las sociedades aborígenes canarias. En otras palabras, la construcción del dato empírico, o cuando no la mera exposición de la manifestación fenoménica,  se ha erigido en el sustituto de la explicación de la realidad pretérita (A. Esparza, 1996).

En este contexto debemos situar una cuestión de primer orden relacionada con la definición y categorización de los componentes arqueológicos y su precisa lectura como vía para acceder a dicho conocimiento. Al efecto, la arqueología canaria parece no haber prestado excesiva importancia a esta cuestión, resultando que el yacimiento arqueológico sólo representa un espacio a intervenir, digamos que con frecuencia excesivamente restringido, y en la práctica ajeno, desde el punto de vista conceptual, a cualquier reflexión para establecer un marco de referencia articulado de todos aquellos elementos que integran el paisaje arqueológico, donde cada pieza ostenta una posición concreta, tanto por su significación particular como por el intrincado sistema de relaciones del que participa en el conjunto (C. Hernández y V. Alberto, 2003).

Reivindicamos este ejercicio de reflexión como un requisito indispensable destinado a tipificar y ordenar las premisas de partida sobre las que sustentar la elaboración histórica, a fin de superar el estrecho marco de análisis que representa la vigente caracterización asignada a los yacimientos arqueológicos, tan limitada en lo que definen, como laxas en su aplicación para conocer y entender el pasado prehispánico. En lógica consecuencia, de la misma consideración participa la necesidad de definir en todas su dimensiones el conjunto de actividades que los generaron y, en última instancia, la explicación de la conducta social que les dio origen.

Es ésta una fórmula eficaz y, sobre todo, indispensable para el avance científico al que hacíamos referencia al inicio de este epígrafe, permitiendo superar el aparente estado de inmovilidad que parece pesar en el actual panorama de la investigación prehispánica de Canarias.
Bajo estas premisas intentaremos abordar las siguientes valoraciones sobre las prácticas funerarias prehispánicas, centrándonos  en un aspecto concreto de éstas: el fuego y sus diversas manifestaciones  en los espacios mortuorios.

LAS PRÁCTICAS  FUNERARIAS.
DEL DATO ARQUEOLÓGICO AL DATO HISTÓRICO

Desde muy temprano en la historia de la investigación prehispánica canaria el estudio de las prácticas funerarias ha centrado la atención de un gran número de estudiosos. De hecho éste es un campo en el que ha primado la práctica arqueológica1, y en la que también se han abordado algunas propuestas de sistematización más o menos extensas, lo que a la postre ha terminado proporcionando abundante in- formación al respecto. No obstante, y sin dejar de reconocer el enorme esfuerzo realizado, desde nuestro punto de vista en la actualidad  se asiste a una relativa incapacidad para generar nuevas propuestas en el estudio de los registros funerarios y con ello alcanzar la explicación del proceso histórico protagonizado por estas sociedades. Dicha situación se explica por la concurrencia de múltiples razones que actúan en distintos planos del proceso cognitivo. De éstas, sin entrar a desentrañar todas las posibles causas determinantes,  merece la pena resaltar por sus implicaciones la tendencia generalizada a acometer la lectura arqueológica siempre en los mismos términos; es decir, persistentemente  se hace hincapié en una serie de cuestiones preescritas como fórmulas cerradas. Así, en el caso que ahora nos ocupa, el estudio de los espacios funerarios se centra de manera prioritaria en comprobar el tipo de acondicionamiento efectuado para acoger los cadáveres, disposición y orientación de los muertos, evidencias de momificación, presencia o ausencia de ajuar y poco más. El resultado es la repetición prácticamente invariable de un modelo de muy fácil aplicación a cualquier yacimiento sepulcral y que tienen su origen en los primeros trabajos sistemáticos que a partir de la década de los años 40 de la pasada centuria se practicaron en diversos espacios mortuorios.  El problema estriba en que éstos no son los únicos elementos y criterios que conforman y explican un depósito sepulcral, acaso ni siquiera lo más importante, ya que existen otros muchos elementos que se pasan por alto o no se consideran  para la investigación. En este sentido, es sintomático  que pese a que en los contextos sepulcrales los restos humanos constituyan uno de los repertorios con más significación, son escasos los trabajos en los que su estudio pormenorizado se incorpora a la explicación del yacimiento. En la mayor parte de los casos, las evidencias bioantropológicas  constituyen  el objeto de otros estudios a realizar a posteriori. Se trata de un error que, aunque común, manifiesta importantes carencias epistemológicas (C. Masset, 1987)2.
De entrada es evidente que con ello se produce un sesgo notable en el potencial informativo del yacimiento, lo que a su vez conlleva importantes  problemas en la determinación de los procesos y acciones que van conformando el depósito funerario. Se trata de un problema con implicaciones  graves en dos sentidos, uno evidente que se refiere al ejercicio del quehacer arqueológico y otro indisociable conectado con la capacidad de aprehensión de la conducta social y variabilidad del gesto cultural ante la muerte3.

Igualmente ligado a la problemática a la que venimos haciendo referencia se encuentra  la definición y desarrollo de conceptos básicos para el entendimiento de los principios y componentes que participan de las prácticas funerarias. En este sentido, ya se ha aludido a la inexactitud de términos tales como el de «ajuar» que una y otra vez se emplea para englobar la práctica totalidad de materiales presentes en los espacios sepulcrales, independientemente de la naturaleza, tipología, origen, función, significado, etc., que éstos ostenten, incluso entrando en franca contradicción con las explicaciones genéricas propuestas para este tipo de repertorios. De hecho, aun aceptando las acepciones de posesión o de ofrenda, personal o colectiva, que habitualmente explican la existencia de un ajuar funerario, muchos de estos enseres y productos se alejan claramente de estas categorías, sin que por ello sean objeto de un análisis profundo que permita interpretarlos en su justa medida4.

También en esta misma línea se incluyen las reiteradas alusiones a la elec- ción del espacio sepulcral como un elemento principal del ritual funerario. Sin duda debemos considerar  relevante el «espacio» entendido en términos de territorio y en un sentido más importante la significación que posee en el continuo proceso de socialización del espacio que la comunidad identifica consigo misma. Por contra consideramos poco oportunas las reflexiones de si para la función sepulcral se elige una cavidad u otra según sus características físicas, sobre todo cuando siempre se termina apuntando que las que se usan son las que presentan menos requisitos para su habitabilidad, aunque con excepciones. En cualquier caso, la elección del espacio sepulcral es ante todo una opción cultural, donde las características morfológicas del recinto no parecen guardar ningún tipo de relación con la esencia del ritual funerario y, por tanto, no debe incluirse en esta categoría de análisis, por lo menos no en la concerniente a los principios ideológicos que regulan y normalizan la práctica fúnebre.

¿Realmente la cueva como soporte físico es importante?,  o lo que en reali- dad importa es la aceptación social de que un espacio concreto reúne los requisitos de emplazamiento,  físicos y simbólicos, para actuar en un determinado sentido de gran trascendencia para el colectivo. Si se analiza en conjunto el fenómeno sepulcral de la prehistoria del Archipiélago resulta lógico pensar que la respuesta social o la manifestación cultural es mucho más compleja que la simple limitación que el medio físico puede llegar a imponer a los grupos aborígenes canarios, pese a que un repaso a la bibliografía demuestre lo contrario.

Ciertamente se pone de manifiesto la necesidad de aclarar y precisar con- ceptos que se utilizan sin un excesivo juicio, lo que en el proceso de investigación termina desembocando en el inmovilismo al que venimos haciendo referencia. Así pues, a la hora de tratar este tipo de registros quizá convendría tener presentes las diferencias conceptuales que existen entre los términos prácticas funerarias y ritual funerario. De hecho corresponden a expresiones que se utilizan indistintamente cuando se aborda el estudio e interpretación de un espacio sepulcral, a veces con su sentido preciso y otras, como hemos indicado, fuera de lugar. Atendiendo a su significado se parte de que el concepto «prácticas funerarias» integra todos aquellos hechos y gestos, reglados o no, relacionados con la función sepulcral5, mientras que el de «ritual funerario» es un concepto más restringido que hace referencia al conjunto de normas establecidas, revestidas de una importante carga simbólica, que derivado de la baja frecuencia o escasez con que se constatan los elementos integrantes del ajuar (C. del Arco, 1992-93), se pueden contraponer otros argumentos que demuestran que no todos los materiales presentes en los contextos funerarios forman parte de éste, aunque su naturaleza coincida con la de otros que sí pudieran entrar en dicha categoría. En tal caso el criterio volumen no es significativo pues su existencia en el yacimiento responde a otras parcelas de la práctica funeraria.

5 Se incluiría en esta parcela aspectos prácticos de la más variada naturaleza, desde aquellos relacionados con la ordenación del espacio sepulcral y su mantenimiento para garantizar un buen funcionamiento, pasando por la realización de alguna actividad artesanal, etc. dan forma y sentido al acto sepulcral y contribuye a elaborar un discurso social- mente aceptado sobre la consideración que merecen los muertos del colectivo y, por lo tanto, tiene un carácter específico aunque su plasmación pueda abarcar numero- sas formas de manifestarse. En consecuencia, en el apartado de las prácticas funerarias se incluye cualquier acción ritual celebrada con relación a la muerte, pero también cualquier otro tipo de acciones necesarias en dicho proceso puesto que atañen a la función sepulcral.

Apoyadas en las premisas que se han venido esbozando, válidas en términos generales para la investigación de cualquier yacimiento, intentaremos abordar el análisis del elemento arqueológico que define el o los procesos que van conforman- do los depósitos sepulcrales a partir de la participación del fuego, intentando desen- trañar las diversas situaciones y significados que éste reviste en el conjunto de las prácticas funerarias.

EL FUEGO EN LOS ESPACIOS SEPULCRALES

A tenor de la información actualmente disponible, el fuego y sus diversas manifestaciones resultan un elemento significativo en el registro arqueológico de los espacios sepulcrales prehispánicos. No obstante, podríamos considerar que se trata de una de esas variables arqueológicas poco valoradas a lo largo de la investigación6.

Como decimos, pese a esta escasa atención prestada al fuego, su presencia en los yacimientos en absoluto responde a un hecho meramente anecdótico o poco representativo, tanto en su vertiente doméstica como funeraria. En concreto, para este último aspecto empieza a contarse con un relevante  corpus de testimonios que ponen de relieve la diversidad de formas que el fuego adquiere en las prácticas funerarias y el papel principal de las actividades que acontecen en torno a éste.

Haciendo un repaso a la bibliografía específica hasta la década de los noventa de la pasada centuria se pueden considerar las siguientes situaciones con relación al fuego:

Yacimientos en los que se citan testimonios de combustión a los que se atribuye un origen posterior al uso funerario del lugar, vinculado a la reutilización más o menos reciente de pastores, cazadores, etc., que frecuentan tales enclaves y que suelen corresponder a hogueras simples o acondicionadas, junto a acumulaciones de cenizas y/o carbones (L. Diego, 1952 y 1965a; J. Cuenca y C. García, 1980-81).

Yacimientos en los que las evidencias de fuego, principalmente carbones y cenizas, junto con otro tipo de evidencias materiales, se asocian a un uso doméstico del recinto previo a la función sepulcral (M.D. Garralda et al., 1981; E. Martín, 1988; F. Álamo, 1992; E. Martín et al., 1999).

Yacimientos para los que se citan fragmentos de madera parcialmente quemados y que se identifican con el uso de hachones para el alumbrado del recinto funerario en el momento de llevar a cabo la práctica sepulcral (J. Álvarez,1947a; L. Diego, 1947-51, 1952, 1965a y b,1972; M. Lorenzo, 1976 y 1982; M. Arnay y E. Reimers, 1991).
Yacimientos en los que se menciona la presencia de algún tipo de manifestación del fuego: cenizas, carbones, huesos de animales termoalterados, etc., y se aso- cia al ritual funerario, pero sin precisar su naturaleza (S. Jiménez, 1941; M.C., Jiménez y C. del Arco, 1975-76; R. Schlueter 1977-79; M.C. Jiménez et al. 1988; J. Rodríguez, 1992-1996).

Yacimientos en los que se registran evidencias de fuego relacionadas con las prácticas funerarias de cremación, que atañen de forma exclusiva al registro óseo humano o también afectando a otro tipo de evidencias como objetos de adorno, de madera, restos fáunicos, etc., además de registrarse la existencia de concentraciones de cenizas y carbones (M. Hernández 1972 y 1977; M. Lorenzo, 1982; M.C. Jiménez, 1982).

Valorando todas estas situaciones podemos extraer algunas conclusiones interesantes sobre el papel que el fuego y sus manifestaciones han ido ocupando en la investigación de las prácticas funerarias prehispánicas.

Se observa que, por mucho tiempo, cuando se reparaba en la presencia de hogares, cenizas y carbones en un yacimiento funerario siempre se explicaban como el resultado de actividades ajenas a la práctica funeraria, producto de la reutilización por pastores, colmeneros o cazadores modernos que habían buscado refugio en estos espacios. Al margen de que en algunos casos esto pudiera corresponder a la realidad, si se atiende a los postulados que guiaban el ejercicio arqueológico y la investigación en esas fechas, es evidente que este tipo de manifestaciones no cuadraban en el registro funerario aborigen y sólo se vinculaban a los lugares de habitación, principalmente relacionadas con las actividades culinarias7, de ahí que las documentadas en espacios sepulcrales necesariamente tuviesen que responder a un origen cronocultural diferente. Tomando en consideración que parece producirse un rechazo apriorístico de la filiación prehispánica del fuego en enclaves sepulcrales, cabe la posibilidad que algunos de estos fuegos sí formaran parte del depósito arqueológico, sobre todo si tenemos en cuenta que con posterioridad la arqueología ha demostrado, como luego veremos, la indiscutible existencia de este tipo de evidencias en los registros funerarios8.

En este panorama los únicos testimonios relacionados con la presencia de fuego que se aceptan en un yacimiento funerario son los fragmentos de madera parcialmente quemados en algunos de sus extremos que se interpretan como hachones para la iluminación del recinto sepulcral a la hora de depositar allí los cuerpos, constituyendo un aspecto sumamente mencionado en numerosos yacimientos, pero que a la par no requieren ser argumentados por su supuesta obviedad.

Esta situación se mantiene hasta que en la década de los 70-80 los nuevos postulados que se introducen en la práctica arqueológica implican una mayor con- sideración para este tipo de vestigios9. En este sentido, comienzan a registrarse de forma más o menos sistemática esas evidencias relacionadas  con actividades de com- bustión, y en caso de considerarse que existe una relación cierta entre éstas y el depósito funerario se asocian a la indefinida parcela del ritual, aunque en esta etapa no se construyen hipótesis o explicaciones que ayuden a comprender su significado10. Se termina de configurar así lo «ritual» como una categoría de análisis que aparentemente no necesita ser explicada, bien por ser un amplio campo vinculado al intangible mundo de las «creencias», bien por formar parte de una esfera a la que se atribuye sin más su carácter explicativo. En este contexto, habría que individualizar el interés y tratamiento que se prestará a las evidencias de cremación, constituyendo la manifestación que mayor atención acaparará en la investigación.

Así, por estas mimas fechas se dan a conocer los primeros vestigios de huesos humanos quemados procedentes de la necrópolis de La Cucaracha y del barranco del Cuervo en isla de La Palma, que si bien en un primer momento, y para el caso precursor de La Cucaracha,  se toma con cautela por la situación que representó su «excavación» por aficionados, planteándose la duda de si esta circunstancia derivaba del ritual funerario o si, por el contrario, obedecía a un accidente casual producto del encendido de hogueras en época moderna, en el segundo caso dada la posición estratigráfica de estas evidencias se aceptó directamente su relación con una novedosa forma de ritual funerario (M. Hernández, 1972 y 1977). Inmediatamente se empiezan a producir nuevos hallazgos en otras islas que terminan por consolidar la interpretación ritual de los restos óseos humanos quemados como exponente de una práctica de cremación parcial11. Éste es el caso del conjunto de Pino Leris (La Orotava) en Tenerife, en la que se recuperaron  diversos huesos afectado por fuego, junto a otros que no lo estaban (M. Lorenzo, 1982) y de la necrópolis de Punta Azul (La Restinga) en la isla de El Hierro, en la que se encontraron los restos esqueléticos de varios individuos con signos de termoalteración, afectando sólo a las extremidades superiores e inferiores, así como a diversos colgantes considerados parte del ajuar funerario, integrados en niveles de carbón y cenizas (M.C. Jiménez,1982,1985,1990). Con posterioridad, en distintos trabajos se hará referencia al descubrimiento de nuevos yacimientos con este tipo de evidencias en la isla de La Palma (C. del Arco y M Hernández, 1997; J. Pais, 1998). Según se desprende de los datos bibliográficos, a partir de los años 70 y hasta la década de los 90 que empiezan a registrarse otras situaciones, el análisis del fuego y sus manifestaciones en un conjunto sepulcral va a estar centrado casi en su totalidad en las prácticas de cremación12.

Así a la lógica reserva del primer acercamiento, en la que se dejaba un poco abierta la posibilidad de que los restos humanos quemados respondieran a un aspecto ajeno y fortuito, independiente de la acción sepulcral, el hallazgo de nuevos yacimientos donde el contexto arqueológico estaba más claro determinó que se aceptara sin reserva un significado ritual para estas evidencias. En concreto, a tenor de la posición estratigráfica que parecían mostrar los restos bioantropológicos afectados por fuego, ocupando los estratos más antiguos o asociándose a las primeras deposiciones, se interpretó que el uso de la cremación debía corresponder a las fases más antiguas del poblamiento insular. De esta situación arqueológica se derivó que el ritual funerario prehispánico en Canarias contemplaba dos modalidades netamente diferenciadas entre sí, la «cremación» y la «inhumación» presentes desde el principio del poblamiento, si bien a partir de un determinado instante, aún por precisar, la «cremación» desaparecería, sobreviviendo como única forma de ritual funerario la «inhumación»13. Con posterioridad, ya en los años noventa, el reconocimiento de la escasez de hallazgos plenamente contrastados hace que nuevamente  se dé una cierta incertidumbre a la hora de aceptar este tipo de evidencias como el resultado de la aplicación de un ritual específico y se introduce la posibilidad de que pudiera tratarse de la práctica de «enterramientos secundarios»14, con el fin de liberar espacio ante la continuidad del uso funerario de los mismos recintos, condicionando su conocimiento a la detección de yacimientos bien conservados donde se pudieran llevar a cabo estudios exhaustivos e integrales del depósito ( C. del Arco, M.C. Jiménez y J.F. Navarro, 1992). En general éstas son las dos interpretaciones que se mantienen con mayor peso en la investigación hasta la última década del s. XX15.


EL FUEGO AHORA

Hoy sabemos que el fuego, en sus distintas manifestaciones, resulta el testimonio de una realidad más compleja y diversificada de lo que hasta ahora se ha ido describiendo.  Así la práctica arqueológica de los últimos años, aún muy alejada de unos niveles óptimos de intervención, ha hecho posible el registro exhaustivo de diversos yacimientos con un buen contexto arqueológico, en los que el fuego ostenta un papel destacado, todo lo cual nos permite adentrarnos en su significado en tanto expresión concreta de un modelo cultural.

En este panorama destacarían dos situaciones de suma importancia. Por un lado, la novedosa detección y estudio de estructuras de combustión, bien preserva- das, en recintos sepulcrales, a las que se asocian una serie de elementos con un carácter muy específico, que han de ser valoradas desde una perspectiva integradora. Y por otro, la aportación que representa el registro y estudio exhaustivo de un conjunto funerario con una destacada afección térmica. Ambas parcelas no sólo aportan nuevos datos arqueológicos a la casuística funeraria prehispánica, lo que permite ampliar el conocimiento sobre estas prácticas, sino que constituyen un aspecto clave para comprender la implantación humana en el territorio y su socialización, el modo de entender, o más bien aceptar, unas determinadas formas de vida y actitudes ante la muerte y, en última instancia, el entramado de relaciones interpersonales que se desarrollan  en estas sociedades.

Estas aportaciones a las que se está haciendo referencia son resultado de la intervención en distintos yacimientos sepulcrales de las islas de Tenerife y El Hierro, mientras que la ausencia de excavaciones sistemáticas recientes en otras islas o su correspondiente publicación, impide disponer de la información necesaria para valorar otros ámbitos en el Archipiélago. Con ello, en primer lugar, se hará referencia al descubrimiento de estructuras de combustión ligadas a los depósitos funerarios y, a continuación,  se tratará el tema de la alteración térmica de los restos óseos humanos.

Como ya se ha indicado, tanto en la isla de Tenerife como en la de El Hierro las últimas intervenciones en contextos funerarios han verificado la existencia de focos de combustión formando parte indisociable de éstos. Corresponden a una serie de hogares simples, con o sin acondicionamiento, que pueden aparecer de manera individual o agrupados, ocupando siempre un lugar relevante en el depósito mortuorio. Estos hogares presentan en todos los casos una posición estratigráfica precisa, que coincide con los niveles más antiguos de la secuencia o, lo que es lo mismo, con el inicio de la función sepulcral del recinto. Además, cada uno de ellos está asociado a una serie de materiales, que participan en la explicación del fuego y las actividades que en torno a éste se suceden en el espacio mortuorio.

En Tenerife este fenómeno está documentado con total claridad en el conjunto arqueológico de Las Arenas. Se trata de un establecimiento en la costa de Buenavista, integrado por espacios habitacionales y funerarios que se insertan en un modelo de asentamiento mucho más complejo que el que deriva de la simple presencia de cuevas ocupadas por «vivos y muertos» (B. Galván et al., 1992-1999 a y b; B. Galván et al., 1999; C. Hernández y V. Alberto, 2003). Dentro de este conjunto, Arenas-1 corresponde a un depósito funerario colectivo, de carácter esencialmente secundario (V. Alberto et al., 1997). En este contexto la primera intervención que se distingue  es la realización de una pequeña hoguera en la superficie natural de la cavidad, en un emplazamiento central, cercano a la zona de acceso y que va a coincidir con el área de máximo interés arqueológico. Es un hogar plano, acondicionado mediante una estructura de piedras, en torno al que se vertebra toda la práctica funeraria. Al efecto, a su alrededor se disponen las diversas concentraciones  selectivas de restos osteológicos humanos y buena parte de los conjuntos materiales no humanos, con una destacada presencia de restos de fauna doméstica y en menor medida silvestre16, con claros indicios de consumo (V. Alberto, 1999).

En cuanto a la vigencia que tiene este fuego, su posición estratigráfica reve- la su inauguración en un momento previo a la inclusión de los restos humanos17. Además la asociación de importantes acumulaciones de cenizas en toda la secuencia analizada, y la cuantiosa proporción de carbón disperso18, así como las evidentes muestras de combustión que afectan a algunas piezas de los registros osteológicos tanto humanos como animales, indican la prolongación de su uso, al menos en buena parte del depósito estudiado19. De tal modo que, aunque no lo podemos acotar con precisión, parece que este hogar fue activado en sucesivas ocasiones. En conclusión, la existencia de este fuego debe interpretarse como una parcela importante del ritual funerario, puesto que desempeña un papel central en la configuración del depósito sepulcral, si bien al margen de las prácticas de cremación.

En cuanto a su significación es difícil desentrañar la función estricta para la que se concibió. No obstante, los resultados obtenidos hasta el momento permiten sostener la realización de algún acto fúnebre en un momento previo, quizá práctica- mente simultáneo, al inicio de la función sepulcral, o lo que es lo mismo a la recepción de los primeros restos humanos, en el que juega un papel básico el consumo de animales. Además, parece que a lo largo de la etapa de uso como lugar funerario el fuego se reactiva en distintas ocasiones, sin que sea posible por ahora determinar cada uno de estos instantes o el aspecto al que están asociados.

Sería preciso recordar las referencias en trabajos pasados a estructuras de combustión producto de la reutilización histórica de los espacios sepulcrales y valorar si alguno de estos hogares no formaría parte del depósito arqueológico en el que se inscriben, como ocurre en Arenas-1. En realidad, Arenas-1 no es el único caso excavado en los últimos años en el que se ha constado la presencia de un hogar, como así ocurre en la cueva de Los Guanches en la costa de Icod, en la que también se registró una estructura de combustión (C. del Arco et al. 1992). De hecho, este yacimiento presenta ciertas similitudes con el que estamos comentando; ambos se asocian físicamente a lugares de habitación, cuentan con deposiciones secundarias y en torno al hogar se concentra un importante volumen de restos fáunicos y mate- riales líticos y cerámicos. Además, el hogar presenta una posición estratigráfica similar a la descrita en Arenas-1, es decir, coincidiendo  con los niveles más antiguos de ocupación de este enclave. En cuanto al carácter colectivo del depósito, en el caso de Los Guanches sus investigadores sólo hacen alusión a un «enterramiento», aunque comentan el expolio de algunos restos humanos que, aún por concluir su estudio, parecían relacionarse con el individuo de la sepultura secundaria, si bien también mencionan el hallazgo en la zona de huesos humanos indicativos de la existencia de otros «enterramientos» sin que pudieran precisar con exactitud su original emplazamiento. En cualquier caso, y aun a pesar de la equiparación de los aspectos reseñados, el equipo que investiga en este conjunto mantiene cierta cautela en cuanto a la caracterización de este espacio, sin llegar a concluir de forma tajante si se trata de un espacio sepulcral con evidencias de un ritual complejo o si es la prueba de un culto a los antepasados en un espacio de habitación (C. del Arco et al., 1995).

Por otra parte, la presencia de estructuras de combustión en recintos funerarios no es exclusiva de la isla de Tenerife y así se ha puesto de manifiesto en las últimas intervenciones arqueológicas realizadas en El Hierro, donde además se producen otros fenómenos relacionados con el fuego. En este caso se trata de las cuevas del Letime y La Lajura, ambas en el municipio de La Frontera, cuyo estudio ha representado un avance extraordinario, no sólo en lo que respecta a la presencia del fuego en enclaves mortuorios  y las prácticas funerarias en general, sino en un sentido más amplio para el conocimiento de sociedad bimbape (J. Velasco et al., 2001, 2002, 2003).

En el primer caso, el Letime, se trata de una cueva sepulcral colectiva, integrada exclusivamente por depósitos primarios, inscrita en un complejo de varias cuevas funerarias abiertas en el acantilado marino, donde se localiza la emblemática cueva de Punta Azul (J. Álvarez, 1947b)20. En este yacimiento se constató la presencia de un hogar simple en la base del depósito funerario, muy desmantelado por el desprendimiento de la visera de la cueva, situado en un punto relativamente central próximo a la zona de acceso. A él se asociaba un importante repertorio de fauna terrestre y marina, en el primer caso integrada por el lomo de un ovicaprino joven y algunos huesos del cráneo y las patas21 que, en este caso, no deben interpretarse como desechos de consumo, correspondiendo a porciones del animal incluidas en el depósito, y, en el segundo, por una notable concentración de conchas de lapas y burgados, contenidos todos ellos en una profuso paquete de cenizas.

Nuevamente el hecho de que el fuego se realice, como así lo demuestra su posición estratigráfica, en un momento previo a la recepción de cadáveres es sintomático de un acto simbólico encaminado a investir el lugar con unas características específicas apropiadas a la función sepulcral22. En este ejemplo, la alteración de la estructura de combustión no nos permite precisar si el fuego sólo se encendió una vez, o si por el contrario, como parece suceder en Buenavista del Norte, fue activado en distintos instantes de la práctica sepulcral. Quizá la enorme acumulación de cenizas constatadas en el relleno sedimentario pudiera explicarse por el sucesivo encendido del hogar23. En cualquier caso, el hecho de que en dos cavidades de una misma necrópolis se reconozca la existencia de estructuras de combustión implica la importancia que el fuego desempeña dentro de las prácticas funerarias de este emplazamiento. Si a ello añadimos la información referente al yacimiento de La Lajura, dicha importancia se incrementa haciendo pensar que el fuego juega un papel destacado en todo el ámbito funerario bimbape.

En efecto, el yacimiento de La Lajura corresponde a un importante sepulcro colectivo en el que se ha registrado una cantidad muy superior al centenar de deposiciones. Su excavación permitió reconocer una secuencia conformada por dos grandes macroestructuras estratigráficas en las que se combinan restos en posición primaria con otros en posición secundaria, y que se diferencian por una intensa afección térmica de la unidad más antigua. Además se reconoce una unidad estratigráfica cuyo origen es anterior o simultáneo a las primeras deposiciones humanas y que se caracteriza por la existencia de varias estructuras de combustión, y a las que se asocia un interesante registro material integrado por algunos elementos de industria lítica en basalto y un recipiente de cerámica, semillas de cebada, pero sobre todo por un destacado registro de fauna marina y terrestre24. Por tanto, en este yacimiento nos encontramos ante dos manifestaciones diferentes de la participación del fuego, una en el sentido que venimos comentando y otra nueva que describiremos más adelante.

En primer lugar, se encuentran las estructuras de combustión dispersas sobre el suelo natural de la cueva en una posición relativamente centrada. De éstas, dos destacan por su morfología y considerable potencia, conformando hogares de gran envergadura, uno de ellos acondicionado con una estructura de piedras que lo delimita, mientras que las tres restantes, de menor envergadura, con unos 50 cm de diámetro, constituyen pequeños hogares simples acomodados en el suelo de escoria volcánica.

En este contexto, de manera previa o simultánea a la inauguración de la función sepulcral se enciende uno o varios fuegos. No obstante, no todos van a actuar al mismo tiempo, pues algunos de estos focos muestran una clara superpoción estratigráfica, siendo su funcionamiento escalonando en el tiempo. Es posible que varios de estos fuegos se encendieran ya en pleno ejercicio sepulcral, pudiendo suceder que mientras los cadáveres se van acumulando en la zona más interna de la cueva los fuegos se van encendiendo sobre el piso natural de la cavidad hasta que son finalmente cubiertos por las deposiciones,  sin embargo no se constata una conexión estratigráfica clara que permita asegurarlo.

Por otro lado, se verifica un potente estrato de deposiciones de restos humanos sumamente afectado por fuego25, cuyo estudio pormenorizado ha permitido contar con algunas conclusiones sobre el modo en que la combustión incidió en la configuración del depósito, contribuyendo a resolver la problemática surgida sobre el fuego en contextos funerarios para los que sólo se habían propuesto que las evidencias de cremación en restos humanos eran el producto o bien de una variación diacrónica del rito o un recurso inductor en las prácticas sepulcrales de carácter secundario. Para llegar a esta aportación hay que tener en cuenta que el depósito se caracteriza por la presencia de numerosos individuos en la mayor parte de los cuales aún pervivían relaciones anatómicas que testimonian su carácter primario. Su inclusión en el recinto respondía a una colocación en el suelo de la cueva o sobre deposiciones anteriores, dando lugar a un proceso de descomposición en espacio vacío (H. Dudey et al., 1990). Además, se produce la superpoción secuencial de cadáveres, poniendo de relieve una distribución con una evidente pretensión rentabilizadora del espacio, a la que se subordinan  tanto la posición como la orientación de los cuerpos.

En este contexto se realiza un fuego en el interior de la cavidad que afecta de manera desigual a los cuerpos en función de cómo éstos están colocados en el depósito, es decir, cómo se reparten tanto en horizontal como en vertical, condicionando la incidencia más o menos directa de las llamas y el calor sobre ellos26. En este sentido, las evidencias arqueológicas demuestran  que la cremación no se pro- dujo en un ámbito exterior a la cueva y que éste no corresponde a un gesto individualizable para cada muerto. Asimismo, el análisis de los restos óseos ha permitido establecer que la mayor parte de los cuerpos afectados por el fuego se encontraban en un avanzado estado de esqueletización o bien concluido este proceso, aunque hay testimonios que indican la pervivencia de restos de materia orgánica, lo que es indicativo de diferentes estadios en la descomposición de los cadáveres y lógico reflejo de un depósito con tan larga perduración en el tiempo, aunque con un incuestionable predominio de osamentas secas.
Finalmente,  sobre este depósito se sitúa otro más reciente, igualmente con un número muy elevado de cadáveres, que mantiene todas las características descri- tas para la unidad anterior, salvo que no está afectado por fuego. Se repiten los mismos gestos sepulcrales, así como los diferentes tratamientos interpersonales.

En conclusión, y a tenor de los datos expuestos, parece que debe desecharse la idea de cambios diacrónicos en el rito sepulcral, a partir del binomio cremacióndeposición, pues en esencia ambos estratos son similares en lo que a la práctica funeraria se refiere, observándose una marcada continuidad en todos los aspectos inherentes al referido ritual. Por otra parte, tampoco constituye una práctica de deposición secundaria, ya que el fuego afecta por igual al conjunto de las deposiciones con independencia de que en el momento de verse afectadas por el fuego fueran primarias o secundarias, o del lugar ocupado por éstas en el espacio sepulcral.

Teniendo en cuenta estas consideraciones,  es factible proponer que el proceso de cremación que afecta al primer depósito funerario de La Lajura responde a un fin eminentemente práctico. Todos los indicios señalan que en un momento dado la población bimbape que usó este enclave procedió a su incendio intencionado con el propósito de reacondicionar el sepulcro habilitando nuevos espacios27. Una vigencia tan dilatada, de más de cinco siglos, impone la necesidad de subsanar la lógica colmatación del sitio para dar cabida a los sucesivos cadáveres, como así se demuestra en el elevado volumen de individuos presentes en ambas macroestructuras estratigráficas, en las que se reparten sujetos de ambos sexos y edades diversas que acogen desde perinatales hasta grupos de individuos maduros. De ello se deriva la clara intención de mantener un estrecho vínculo entre la comunidad  y sus muertos, empleando siempre el mismo espacio a través de sucesivas generaciones.


DEL REGISTRO FUNERARIO A LA COMPLEJIDAD SOCIAL

Tras lo expuesto hasta el momento, parece apropiado considerar la notable trascendencia que el fuego, en sus distintas manifestaciones, desempeña en las prácticas funerarias prehispánicas28. Es obvio que descifrar su naturaleza y significado en estos enclaves sólo pasa por un estudio exhaustivo de los registros arqueológicos, para así superar las meras conjeturas sobre su existencia y lo que ésta comporta.

Considerando los resultados obtenidos en los espacios estudiados es evidente que muchos de los argumentos esgrimidos hasta estos trabajos quizá deban reconsiderarse a la luz de esta nueva información. Ya se ha comentado la circunstancia de que por mucho tiempo no se aceptó la presencia de estructuras de combustión en los recintos funerarios, calificándolas cuando se detectaban  como intrusiones más o menos modernas. Asimismo, la propuesta de que algunos enclaves funerarios hubieran podido servir antes como lugar de habitación, normalmente con carácter esporádico (por presentar claras evidencias de fuegos a las que se asocian diversos materiales propios de los espacios domésticos) no tiene por qué ser siempre cierta, pues se trata de un panorama arqueológico que responde a una realidad absoluta- mente verificada en la práctica sepulcral. Por otra parte, la consideración de si en una primera etapa del poblamiento prehispánico canario coexisten dos tipos de ritual, la deposición y la cremación, desapareciendo este último a partir de un determinado instante impreciso, puede igualmente valorarse desde la perspectiva de la situación estratigráfica que presentan estos hogares funerarios que siempre coinciden con las evidencias más antiguas. De ahí que no parezca oportuno hablar de cambios o evolución temporal con respecto a la naturaleza del ritual funerario, por lo menos no con los datos contrastados de que se dispone hasta el momento. De hecho ni siquiera está demostrado que en Canarias se practique la cremación como modalidad específica del ritual funerario, donde el origen de las evidencias óseas termoalteradas se vincula bien a una afección debida al sucesivo encendido de los hogares, bien a una combustión funcional de los depósitos colectivos, con independencia de que estas prácticas puedan estar revestidas de alguna connotación ritual.

Además, como comentábamos al inicio de este trabajo, en el estado actual de los conocimientos no sólo se precisa indagar en las características del dato arqueológico concreto, igualmente se requiere de una profunda reflexión necesaria para redefinir los componentes  esenciales de la práctica funeraria en su globalidad.

A tal efecto, la presencia de hogares en los recintos funerarios deviene de gran interés al ser indicativa de unos gestos dirigidos a sancionar la función sepulcral de un determinado espacio. En este sentido, ha de replantearse la tradicional visión a que se sujeta el inexcusable capítulo del acondicionamiento del espacio sepulcral, siempre ligado a la existencia de algún tipo de yacija funeraria, sea de la naturaleza que sea, y la presencia de muros, bien para compartimentar  el espacio interno, bien como elemento de cierre del recinto sepulcral, considerando que tal vez parte de estas cuestiones tengan más un carácter funcional que ritual, mientras que la ceremonia que tiene lugar previa o coetánea a la inclusión de los cuerpos, en la que el protagonismo del fuego es notable, refleja una concepción mucho más compleja del proceso ritual y de la práctica funeraria en general. En ella el hecho de preparación y acondicionamiento que representa el encendido del primer fuego afirma la función sepulcral del recinto.

Al mismo tiempo incide en la reiterada cuestión de la elección del espacio funerario, siempre asociado a las cavidades que no concitan aquellos requisitos idóneos para su habitabilidad, y que bajo la perspectiva que estamos analizando resulta un hecho poco relevante, frente a la sofisticada sistematización que se trasluce del proceso de socialización del territorio y de cómo se despliegan toda una serie de mecanismos, incluidos aquellos de carácter más simbólico, para organizar las diferentes funciones sociales y los espacios en los que éstas se llevan a cabo.

Finalmente, la circunstancia de que este fuego se encienda  en repetidas ocasiones pone de manifiesto su trascendencia, formando parte de unos actos fúnebres que superan la mera inclusión en el recinto sepulcral de los cadáveres y el «ajuar» que les acompaña, aunque no sea posible asociarlo a una actividad y significado concreto de la práctica funeraria, en la que quizá puedan tener cabida, entre otras, la celebración de banquetes rituales, como se deriva de algunos registros fáunicos, o con el acto de ordenación de los depósitos osteológicos secundarios, entre otras muchas posibilidades.

Otra cuestión relevante es la distinción entre lo que entraña de manera específica al ritual y lo que forma parte de las prácticas sepulcrales. Por ejemplo, el incendio generalizado de La Lajura puede constituir una práctica funeraria, ajena a la esencia del rito, o por lo menos no tan implicado en esta vertiente, motivado por un fin eminentemente práctico de «limpieza y reutilización». Se hace patente que el hallazgo de restos esqueléticos humanos alterados por la acción del fuego no permite afirmar directamente la existencia de cremaciones de cadáveres y, menos aún, que tal práctica esté dotada de un marcado carácter ritual.

Notas:
1 Que incluye tanto las prospecciones,  con un relevante conocimiento del volumen y loca- lización de los espacios sepulcrales, como las numerosas excavaciones practicadas  en este tipo de yacimientos, además de la cada vez más generalizada aplicación de un amplio espectro de estudios especializados en ámbitos muy diversos.
2 Igualmente sucede con los registros de materiales no estrictamente bioantropológicos que pasan a engrosar la categoría de ajuar sin mediar estudio alguno que permita comprender el sentido de tales piezas, y que no en todas las ocasiones deben ser entendidas como parte de ese ajuar mortuo- rio, o en el peor de los casos cuando resultan obviadas sin la más mínima justificación (V. Alberto,
1999). La misma situación de ambigüedad se suele producir en el tratamiento recibido por las evi- dencias relacionadas con el fuego, de las que sólo se habitúa ofrecer una somera cita de su presencia pero de las que no se precisan el carácter y significado de las acciones que los producen. También, escasa atención se ha prestado al estudio de los procesos tafonómicos que afectan a los registros funerarios y que de forma tan intensa condicionan sus características y ayudan a explicarlos, entre otros ejemplos.
3 Por supuesto, sin dejar de considerar otras implicaciones igualmente de gran alcance que superan, digamos de una manera un tanto simplificada, el ámbito de lo estrictamente funerario, con relación a la forma en que las prácticas mortuorias y los propios muertos de la comunidad han de participar en la reconstrucción de los modelos de organización social establecidos, como un componente más de las condiciones  sociales que afectan a estos grupos.
4  De hecho en esta circunstancia se pueden sustentar otras posibles explicaciones a las propuestas para la caracterización de los ajuares prehispánicos canarios. Así, al carácter colectivo
6 En realidad, el tratamiento que recibe el fuego en los trabajos arqueológicos de cualquier yacimiento canario en el mejor de los casos se ha dirigido a la recopilación de carbones y su posterior identificación específica, dando a conocer las especies vegetales empleadas en la combustión. Y si este aspecto, por otra parte ineludible, es evidente que resulta de gran importancia para aquellas cuestiones relativas a la explotación del medio físico insular, pocas veces se analiza el fenómeno del fuego como un elemento arqueológico con capacidad explicativa en el uso y ocupación del espacio habitacional y funerario. En este panorama además, cabe la certeza de que en muchas ocasiones no se atendiera a este tipo de manifestaciones en toda su amplia variabilidad, pasando a formar parte de ese conjunto de evidencias despreciadas en el registro arqueológico, ya por incapacidad para reconocerlas correctamente,  ya por considerarlas escasamente significativas en su aportación.
7 Situación que no implica, por otra parte, que en los yacimientos de habitación recibieran un tratamiento más cuidado al aceptarse su naturaleza de evidencia arqueológica.
8 Si esto sucede en ejemplos donde se han conservado las huellas claras de hogares, mucho más difícil es valorar otros espacios donde las evidencias se refieren a restos de combustión desestructurados tales como sedimentos cenicientos o carbonosos, o con pequeños fragmentos del combustible carbonizado, que en esta etapa de la arqueología canaria parecen haber sido obviados, aunque con posterioridad la investigación prehispánica registrará, con independencia de que estas manifestaciones se estudien o se interpreten en algún sentido.
9  Al margen de que continúe esgrimiéndose la argumentación de fuegos recientes en el tiempo para hacer referencia o explicar cualquier signo de combustión en un yacimiento funerario.
10  Un ejemplo ilustrativo y de gran interés es el documentado en la estación tumular del Lomo de los Caserones, en la Aldea de San Nicolás de Tolentino (Gran Canaria) en la que se constató la existencia de un área rellena de piedras, bajo la que se localizaba una cazoleta excavada en el sustrato de roca natural, parcialmente delimitada por dos lajas de basalto, que estaba rellena de cenizas junto con restos de fauna y material lítico. Según sus investigadoras, se trata de una zona de hogar y debe ser asociado a ritos funerarios, pero no se precisa más al respecto (M.C. Jiménez y C. del Arco, 1975-76).
11  Aunque no dejan de faltar ejemplos en los que se sigue atribuyendo una cronología reciente a la alteración térmica que afecta a algunos restos óseos, tal es el caso por ejemplo del conjunto arqueológico Guiniguada-Las Huesas (J. Cuenca y C. García, 1980-81). Al efecto, es llamativo que este constituye el primer caso funerario con huesos quemados citados para la isla de Gran Canaria, y bien pudiera considerarse un tipo de manifestación ausente de los registros sepulcrales de los antiguos canarios. Sin embargo, en la actualidad se conocen algunos yacimientos donde estos registros son muy importantes, tal es el caso de una cueva sepulcral artificial localizada en el conjun- to arqueológico de Risco Pintado, en Temisas, en la que todos los restos humanos están termoalterados, si bien la ausencia de estudios impide conocer las causas a las que responde esta afección.
12 Además se continúa señalando la existencia de fragmentos de madera parcialmente quemados que siguen interpretándose como hachones para la iluminación del recinto mortuorio.
13 Todo ello daba paso a numerosos interrogantes que habría que resolver y así lo expresaría E. Martín (1985-87) al considerar que, si bien la práctica de la cremación estaba demostrada como una modalidad de ritual, aún debía explicarse cuál era su significación en el entramado de las prácticas funerarias prehispánicas.
14 En cualquier caso no se trataría de enterramientos secundarios puesto que el significado de esta categoría corresponde a una realidad funeraria diferente de la que se le está otorgando.
15 Así vemos cómo J. Pais, en una publicación de 1998, manteniendo su carácter de ritual, defiende para los yacimientos palmeros con evidencias de huesos termoalterados la segunda propuesta, opinando que «se trata de un rito funerario perfectamente constatado entre los benahoaritas, tal y como hemos comprobado en numerosos yacimientos desperdigados por toda la isla. [...] Se trataría de una práctica secundaria tendente a hacer espacio a los nuevos enterramientos».
18  Resultado de la limpieza y mantenimiento del hogar.
19 A pesar de documentarse la presencia de restos óseos humanos con signos de cremación, en este caso no deben interpretarse en el sentido habitual vinculado a una práctica funeraria específica de tratamiento del cadáver, al contrario parecen estar relacionados con una circunstancia casual derivada del encendido del hogar al que estamos haciendo referencia. Así se desprende de la localización que presentan estos restos inmediatos al fuego, de la especificidad que significa el que sólo afecte
a un repertorio muy minoritario de los restos óseos, integrado tanto por huesos humanos como de animales y dentro de éstos sólo a porciones limitadas de sus superficies, y sobre todo del hecho de que la alteración térmica se produzca en un momento avanzado del proceso de esqueletización, es decir, cuando los huesos ya están secos.
16  Nos referimos a los lagartos y múridos gigantes extintos Gallotia goliath y Canariomys bravoi respectivamente.  Según las últimas referencias aparecidas en una reciente publicación de A. Mederos y G. Escribano (2002), parece no haber quedado claro que el registro fáunico de Arenas-1 responde a sendos conjuntos diferenciados en cuanto a su origen, uno paleontológico de lagartos y múridos y otro arqueológico, donde están presentes especies domésticas de los guanches, además deestos otros animales. Es probable que la confusión derive de que sólo han manejado los datos publi- cados de la memoria de excavaciones, en la que únicamente se proporcionaba una primera valora- ción de la muestra (B. Galván et al., 1992-99 a y b), por contra si hubieran examinado con más detenimiento la bibliografía alusiva hubieran accedido a un trabajo monográfico sobre Gallotia glliath y Canariomys bravoi donde se clarifica con precisión el papel de estos registros y los argumentos sobre los que se sustenta su caracterización (V. Alberto, 1998). Con respecto a su preocupación por los dispares volúmenes que muestran los efectivos de Gallotia y Canariomys entre Arenas-1 y 3, deben entender que se trata de dos contextos arqueológicos de naturaleza distinta, uno funerario y otro de habitación, siendo este hecho el que explica tal diferencia, y no el número de restos recuperados; quizá esto resulte algo más difícil de comprender a los dos autores por la existencia de una elevada cifra de deposiciones naturales de lagartos y roedores en Arenas-1. A todo ello se suma que en un trabajo de síntesis posterior, «Orígenes de Buenavista del Norte»,  se vuelve a hacer referencia a estos registros, distinguiendo entre los repertorios paleontológicos y los arqueológicos (B. Galván et al., 1999), texto que, por otra parte, Mederos y Escribano conocen y citan para otras cuestiones relativas al consumo de lagartos por las poblaciones prehispánicas. Con respecto a este último punto, deben ser escrupulosos en la manera de copiar, así cuando escriben «también se citan posibles restos de Gallotia goliath en la Plaza de San Antón (Aguimes) y Risco Chirimique (Tejeda) de Gran Canaria (B. Galván et al., 1999b: 103)» (A. Mederos y E. Escribano, 2002: 176) en realidad lo que se dice es que el consumo de grandes lagartos está constatado en Gran Canaria (J. Velasco y V. Alberto, 1998 y E. Martín et al., 1998), pero ni se habla de «posibles restos» ni se habla de «Gallotia goliath» pues la especie documentada en Gran Canarias es Gallotia esthelini.
17  Dadas las características del registro arqueológico relativas a una práctica sepulcral de carácter secundario, en la que las selecciones óseas se van concentrando en torno al hogar, no es posible determinar con exactitud la distancia cronológica que existe entre el primer encendido de este fuego y la primera deposición mortuoria. Éste puede ser más o menos inmediato en el tiempo e incluso estar tan próximos entre sí que se pudiera considerar un fenómeno de coetaneidad.  Pese a esto, el factor esencial es su posición anterior a la inclusión de cadáveres en la cavidad y su condición de elemento central en la articulación del espacio sepulcral.
20  Recuérdese que para esta cueva se ha señalado la existencia de restos humanos y restos materiales parcialmente afectados por fuego interpretados como la muestra de una práctica de cre- mación ritual (M.C. Jiménez 1990).
21  En el depósito funerario se documentan también una importante presencia de patas y cráneos de ovicaprinos, aunque éstos no parecen tener una relación directa con el hogar.
22 Este testimonio de combustión y los materiales que se asocian en ningún caso puede ser atribuido a un uso esporádico de la cavidad como lugar de habitación.  Al contrario, todos los datos apuntan a que constituye la materialización de un gesto indiscutiblemente ligado al uso sepulcral del enclave y probablemente como el resultado de una práctica orientada a propiciar tal fin, en términos figurativos, a «inaugurar» el propósito para el que será destinado este espacio.
23 Recurriendo a la información disponible para la inmediata cueva de Punta Azul, aunque se trata de yacimiento previamente intervenido y con importantes alteraciones, si se considera que pudo haber existido un hogar con unas características estratigráficas similares a las que venimos señalando, la circunstancia de que parte de los huesos humanos y el ajuar mortuorio estén parcialmente termoalterados pudiera interpretarse como el efecto provocado por un nuevo encendido que accidentalmente afecta parte de los restos ya depositados en la cueva, en oposición a la argumentación a favor de la cremación ritual como fórmula sepulcral.
24 Como en el caso del Letime, la fauna terrestre corresponde a los restos de una cabra joven incluida en el depósito con una clara selección anatómica correspondiente a la cabeza y las patas del animal, sin que se produzca su consumo.
25  Se trataría de un depósito con una dilatada vigencia que abarcaría en torno a los 500 años (J. Velasco et al., 2002 y 2003).
26 De tal manera que son los individuos más recientes los que muestran un mayor nivel de alteración y dentro de éstos los que están más próximos a la zona de acceso. En este aspecto influye notablemente la temperatura alcanzada en la combustión, situándose ésta en un intervalo medio en torno a los 400°-600° C y la duración que en principio pudiera haber experimentado cierta prolongación, intensificada por el efecto calorífico de los huesos (F. Etxebarria, 1994) y la capacidad refractaria de las rocas volcánicas que conforman el sustrato de acogida.
27  Asimismo, el carácter sistemático y la detección de un conjunto de acciones tan bien estructuradas que se inscriben en complejos procesos sepulcrales permiten desechar la posibilidad de un fuego accidental.
28 Sobre la relevancia y particular carácter que adquieren los testimonios de combustión en los contextos sepulcrales también apuntan los resultados de los estudios antracológicos, de los que se concluye la existencia de una marcada especificidad de las especies vegetales usadas como combustibles, con un predominio del pino, y netamente diferenciado de las documentadas en los lugares habitacionales (C. Machado et al., 2002).

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