lunes, 20 de enero de 2014

VAPOR ALFONSO XII




El magnífico vapor Alfonso XII, de la Compañía Transatlántica, cuando se construyó (en 1875) fue el vapor más grande a flote con bandera española. Salió del puerto de Cádiz con mercancías, pasajeros, soldados destinados a la guarnición de Cuba y diez cajas con un valor de 500.000 duros de oro para pago y mantenimiento de las fuerzas militares asentadas en aquella plaza. Pero después de haber fondeado en el Puerto de la Luz, el día 13 de febrero de 1885 encalló en la Baja de Gando, lo cual produjo asombro, ya que estaba confiado a uno de los capitanes más acreditados de la Compañía, y la baja estaba situada apenas a una milla escasa de tierra, señalada en todos los mapas, era perfectamente conocida. Tras quedar hundido a unos 45 m de profundidad, la preciada carga de monedas de oro se convirtió en la principal preocupación de la Compañía Trasatlántica, que contrató a los mejores buzos de la época para el rescate. Pero al finalizar el trabajo, faltaba una caja por recuperar. A partir de entonces, se creó la leyenda del tesoro del Alfonso XII, que no ha dejado de atraer a los buzos profesionales y deportivos para encontrarla. La gran cantidad de vida que alberga el pecio le presta un gran atractivo pese al deterioro de los restos. Por su profundidad, la dificultad de inmersión es media, reservada a buceadores técnicos.
El Alfonso XII. Un siglo bajo el mar. Por José Barrera Artiles:

El 13 de febrero de 1885, la baja de Gando iba a ser una vez más en pocos meses, el verdugo de un vapor trasatlántico de las mayores dimensiones de aquellos que por entonces frecuentaban el Puerto grancanario. Sobre las cuatro de la tarde, la voz del vigía de La Isleta anunciaba el hundimiento del Alfonso XII, un barco que por sexta vez visitaba la isla, propiedad de la Compañía Trasatlántica. El Alfonso XII había sido construido por la "Wm.Denny, Hermanos" en el astillero escocés de Dumbarton. Tenía algo más de 110 metros de eslora, 11 metros de manga y 8,57 de puntal, con 3.000 toneladas de arqueo, y desarrollaba una marcha de 14 nudos. Su precio, 14 millones de reales, daba una idea de lo colosal de aquella máquina que hoy yace bajo las aguas de Gando, y explica el por qué despertaba la admiración popular, además de por la vistosidad de sus tres palos y un mascarón de proa con una alegoría al monarca del que tomaba el nombre. El vapor de la Compañía Trasatlántica tenía capacidad para 244 pasajeros además del espacio de la tripulación, y en el momento de su hundimiento transportaba a 280 personas. La rápida intervención de los pescadores de la zona hizo que no hubiera que lamentar desgracias personales. Sin embargo, la leyenda se ceñiría sobre el Alfonso XII por una cuestión que llenó de sueños a los habitantes de esta isla. En el momento de su hundimiento, el barco transportaba diez cajas de oro de las que posteriormente se recuperarían nueve a cargo de los buzos contratados por la compañía. No hacía mucho tiempo que los pasajeros habían embarcado cuando sintieron que la campana del barco los llamaba al comedor. Sin embargo, el espacio transcurrido entre que el capitán acudió a comer y el accidente, fue de pocos minutos. La prensa de la época destacó que el tiempo "era bonacible", aunque ello no fue óbice para que la base del barco resonara con un estremecedor crujido a tenor de los testimonios que pudieron recogerse entonces, e iniciara lo que iba a ser el fin sobre el mar del vapor de la Trasatlántica. Bastaron seis segundos, los que duró el crujido, para que el pánico cundiera entre el pasaje. Hombres, mujeres y niños se abalanzaban sobre los botes salvavidas con la única meta de salvar sus vidas, sin hacer caso de las indicaciones del capitán que pedía serenidad a los ocupantes del barco. Los desesperados navegantes no atendieron ni siquiera a las amenazas del responsable del vapor y desordenadamente se hacían como podían con los salvavidas, unos sobre otros, corriendo de un lado a otro, aumentando aún más la confusión reinante. Tras el roce, el barco retrocedió de forma violenta para seguidamente inclinarse de proa mientras el agua inundaba la bodega, y aún pese a su masa, se mantuvo a flote unos cincuenta minutos que fueron insuficientes para poder salvar todos los enseres de cada uno de los pasajeros. Entre la confusión, el Alfonso XII seguía inclinándose de proa cuando llegaron los barquillos de los  pescadores de Gando a ayudar a quienes en medio de su deseo de salvarse habían optado por lanzarse al agua con cualquier cosa que flotase entre sus manos. Apenas habían pasado cuatro meses desde que en aquella zona se hundiera el Ville de Para. Tan pronto como la casa consignataria tuvo noticias del siniestro, el Marques de Comillas, propietario de la misma, se dirigió al agente de la compañía en Las Palmas, el señor Ripoche, en un telegrama que decía:
"Disponga usted de acuerdo con el capitán del buque y las autoridades de Marina, que se hagan de inmediato por cuenta de la compañía todos los esfuerzos humanamente posibles para salvar la correspondencia en primer lugar, y en segundo los caudales y la mercancía. Mande a hacer un reconocimiento minucioso del sitio del naufragio en vapor o embarcación disponible que, a cualquier precio, mandará al punto a fletar. Si hay posibilidad aunque sea remota de salvar el casco del Alfonso XII, proceda inmediatamente a los trabajos preparatorios sin omitir gastos".
La recuperación del oro:
Técnicos y buzos llegaron desde Cádiz para el empeño del Marques de Comilla. Había pasado una semana del hundimiento y los ciudadanos aún no podían explicarse que extraña maldición se había cernido sobre la costa grancanaria, puesto que la Baja de Gando figuraba en los mapas como uno de los escollos a salvar a la salida del Puerto. El desastre sirvió incluso para que en Tenerife se desprestigiara el Puerto grancanario. Pero el esfuerzo de los buzos fue estéril y la leyenda de las cajas de oro se extendió por la ciudad alimentando tertulias de bochinches y plazas. Tal fue su repercusión que nuevos buzos, esta vez llegados de Inglaterra, arribaron al Puerto para sacar las cajas de oro, ordenando el propietario que, si era preciso, el trasatlántico fuera dinamitado para poder acceder a él. Así fue, y por ese hueco, los buzos sacaron nueve de las diez cajas de oro. La décima no fue encontrada y eso sirvió para alimentar la fantasía popular e incrementar el número de buscadores de oro improvisados, que osaban acercarse al Alfonso XII con los más variados sistemas de detección. Platos, tazas, faroles, campanas, camafeos, y alguna que otra joya componen desde entonces las vitrinas de más de un buceador que ha logrado acceder al Alfonso XII, por debajo de la cota -40. (José Barrera Artiles)

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