sábado, 18 de enero de 2014

CAPÍTULO XLIV-II




EFEMERIDES CANARIAS
UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS
PERÍODO COLONIAL, DÉCADA 1831-1840

CAPÍTULO XLIV-II



Eduardo Pedro García Rodríguez

1831.
Por lo que hace a la vivien­da de los habitantes del campo (en Canarias) es tan sencilla como su alimentación, sién­doles totalmente ajena la mayor parte de las comodidades de la vida mo­derna. Viven en cabañas, cuyos muros han sido levantados con cantos lava o toba volcánica y sus techos cubiertos con cañas o tejas. Las vivien­das de los más pobres constan, frecuentemente, de una única habitación, con unas separaciones de caña para las camas de los que allí duermen. Un cajón viejo, una maleta de piel de foca o, incluso, el tronco ahuecado de un pino, provisto de una tapa, contienen su escaso ajuar de vestidos y ropa blanca. Un par de cuadros de santos o una talla de madera de Cristo crucificado cuelgan de las sucias paredes. Los enseres de la casa son po­cos; entre los indispensables está, además de la vajilla de cocina, un reci­piente de agua de arcilla roja o bernegal, que los domingos y días de fiesta se adorna con ramas verdes, para mantener fresca el agua del interior. Un molino de mano, en un rincón de la habitación, para preparar el gofio, es, junto con aquél, el principal legado, que los antiguos guanches han dejado a los extranjeros que invadieron las Islas. La vida de esta gente es, como uno puede fácilmente imaginar, muy monótona y llena de dificulta­des. El hombre se ocupa de trabajar los campos, cosa que, con el calor, resulta muy dura; o lleva el ganado a las montañas, para que allí se pro­cure alimento, mientras el pastor se dedica a tejer medias.

A cargo de la mujer queda todo el trabajo doméstico: tiene que preparar la comida, cui­dar a los niños e ir, una vez por semana, a lavar su escasa ropa blanca en el barranco más próximo, que quizá esté a horas de camino. A menudo va también a la ciudad, llevando sobre la cabeza una pesada cesta de verdu­ras, para cambiarlas por otras cosas necesarias y poder traer junto con éstas, además, algo de pan para sus hijos, pues el amor de madre es igual de fuerte entre los pobres que entre los ricos. Si esta buena gente obtiene ese año lo suficiente para poder pagar el censo enfitéutico y los diezmos y los derechos de estola al párroco, además de para poder saciar su hambre y la de los suyos, entonces se consideran relativamente dichosos.

En efecto, quien quiera encontrar, en las Islas, amor y fidelidad en el matrimonio, así como las piadosas virtudes del hombre, debe buscarlas entre los campesinos. Éstos poseen, además de eso, una urbanidad que contrasta mucho con la rústica grosería de las clases bajas del norte de Europa. En el trato cotidiano observan unas formas de cortesía muy es­trictas y, cuando se encuentran en la calle, se apresuran a otorgarse mu­tuamente el título de caballero. Los más jóvenes profesan a sus padres y hermanos mayores un profundo respeto y, normalmente, los besan la mano al encontrarlos. El amor filial y la gratitud constituyen un rasgo especial­mente hermoso de su carácter, pues trabajan para sus padres de buen grado y sin cansarse, si éstos se ponen enfermos; e, incluso habiendo emi­grado, rara vez dejan de enviar, para socorro de sus parientes necesitados, algunos céntimos del producto de su duro trabajo en La Habana. En el trato con sus superiores y con los extranjeros son respetuosos y hablan siempre después de haberse quitado el sombrero; sin embargo, no mues­tran, durante su conversación con ellos, el más mínimo embarazo. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005: -142-143)
1831. El genovés Francisco Grasso fundó la primera factoría de atún en salmuera de la isla de La Gomera en el lugar de Cantera.
1831.
En países que poseen un grado de civilización superior al de las Is­las, resultaría sorprendente, sin embargo, la gran variedad de trajes re­gionales que impera en Canarias. El poco contacto que mantienen sus habitantes y la obstinación con que se aferran a sus tradiciones explica el hecho de que los trajes típicos difieran no sólo de una a otra isla, sino incluso de un pueblo a otro. No obstante, hay que confesar que los isleños, en los últimos años, han ido abandonando mucho de su vestimenta tradi­cional, debido al buen precio de las telas inglesas. Por ello, quizá, será difícil, dentro de algunos decenios, encontrar la mayoría de los originales de los bocetos que siguen, en otro lugar que no sea en los más apartados valles. El traje de los domingos y días de fiesta que usa el campesino de  Tenerife consiste en una chaqueta de paño azul con botones de metal, cu­yas costuras están bordadas con hilo rojo, si sirve como miliciano. Sin embargo, sólo rara vez se la pone, pues, normalmente, se la echa simple­mente por encima de los hombros al modo de un dolmán. El chaleco es de tela a rayas rojas y artísticamente recortado en picos por debajo; y, aún encima de él, suele enrollarse la mayoría un fajín de lana de color. Lle­van, además, unos calzones anchos, pero cortos, de color gris oscuro, con­feccionados a partir de un tejido de lana que hacen ellos mismos, y que jamás se abotonan en las rodillas, de manera que sobresalen algunas pul­gadas los blancos calzoncillos de lino que van debajo. Sus medias son de lana, sin peales; a veces calzan también unas polainas de cuero muy flexi­bles. Los zapatos están provistos de grandes hebillas de plata o de otro metal. Se cubren la cabeza con un sombrero negro de basto fieltro y ala ancha. El abrigo está hecho o bien de gruesa lana sin teñir, o de una tela burda, con la que suelen envolverse, simplemente, los pastores en las montañas, cuando llueve y hace frío. El canariote se viste casi de la misma manera que el habi­tante de Tenerife, salvo que, en vez de sombrero, lleva una capucha, el montero, de paño azul y bordada con hilo rojo, que puede moldear fácil­mente según las necesidades del momento. Contra las inclemencias del tiempo se protege con un capote de lana de color blanco grisáceo, cuya esclavina le cuelga bastante hombros abajo.  El traje de los palmeros es de mejor gusto y calidad que de sus vecinos. Se compone de una chaqueta de paño azul y de pantalones cortos de la misma tela, cuyas costuras están guarnecidas de rojo. Llevan ceñido un fajín de abigarrados colores en la cintura y cubren su cabeza con el montero. Los habitantes de Lanzarote suelen ir, en verano, en mangas de camisa y con unos pantalones anchos de marinero, que les llegan hasta la pantorrilla y que se sostienen con un fajín. En invierno visten una suerte de gabán de paño azul, que les llega hasta los tobillos, y cuyas costuras y bolsillos están bordados de rojoK. Los majoreros, como se llama a los habi­tantes de Fuerteventura, se visten, en verano, como sus vecinos de Lanzarote. En invierno, se ponen, encima de esa ropa, un chaleco de ra­yas, unos pantalones cortos y una chaqueta. Suelen estar armados de lar­gos bastones o, incluso, de cachiporras, que les penden de un lado de la cintura, amarradas por una cuerda. En ambas islas se cubren también la cabeza con un montero. En La Gomera, el traje típico del hombre corriente es como el de Tenerife, sólo que más pobre, pues su tejido está confeccionado con lana sin teñir. Más característico es el traje de los habitantes de El Hierro; en efecto, llevan un alto y puntiagudo sombrero, de hojas de palmera y ala estrecha, que está adornado alrededor con rayas de colores, además de que las costuras de sus vestidos están adornadas con una especie de bordados y sus pies, en vez de con zapatos, van calzados con sandalias de piel de cabra, que se sujetan con correas de cuero. En los viajes, a pie o a caballo, son compañeros indispensables del isleño las alforjas, el abrigo y el hastia o palo empleado para saltar.

Es­tos atributos confieren al canario que viaja a pie el aspecto de un peregri­no, mientras que, cuando van a lomos de sus rápidos jamelgos, parecen cosacos. No se sirven ni de fusta ni de espuelas para apremiar a sus bes­tias, sino de sus cuchillos, con los que las pinchan entre los omóplatos.

El traje tradicional femenino, con excepción de algunas pequeñas diferencias en el corte, el tipo de tejido y los colores, es, más o menos, el mismo en todas las Islas. Una falda confeccionada de tela de mahón azul oscuro o de lana a rayas, que cosen ellas mismas (enaguas de cordón), un corpino ajustado de vivo colorido y una pañoleta de colores, abigarrados junto con una blusa corta, que les llega sólo hasta las caderas, constitu­yen las piezas principales de su vestimenta. Para cubrirse la cabeza se sirven de una mantilla de lino o de franela blanca, verde, amarilla o ne­gra, sobre la cual suelen llevar un sombrerito de paja o de fieltro Sólo las mujeres de La Palma se cie­rran sus blancas mantillas de lino bajo el mentón, y se ponen encima de ellas bien un sombrero negro de fieltro de ala ancha, bien una gorra pun­tiaguda de paño azul. Los días de fiesta se calzan con blancas medias de algodón y zapatos de cuero teñido, a los que aprecian mucho. En verano van descalzas, aunque también puede uno encontrárselas con un solo za­pato, por habérseles roto el otro.

Los hombres de las clases más altas se visten a la moda inglesa. Por las mañanas y durante los meses de verano, suelen llevar chaquetas de mahón blanco y amarillo o de otros tejidos ligeros. La capa española se usa sólo cuando hace mal tiempo. Las damas adoran la moda francesa; pero, si miraran por su interés, aparecerían sólo vestidas con el traje típi­co de su tierra, que consta de un vestido de seda negra, la saya, y una toca negra o blanca a modo de velo, la mantilla, de tul o de encaje, que les cubre la cara y los hombros. Su traje de mañana es un vestido de cotón con una mantilla de franela blanca. Su tocado es muy sencillo, pues normalmente se limitan a trenzar algunas flores naturales en el pelo, que se sujetan detras con una peineta, según la moda europea. Sus pies, por lo general pequeños, bien formados y que ellas saben disponer con mucha elegancia, están calzados con medias de seda blancas y zapatos negros o de color. Debido al calor suelen ir sólo ligeramente ceñidas, por lo que el talle sufre mucho, sobre todo en el caso de las mujeres gruesas, aunque por contra su cuerpo gana gran libertad de movimiento. El abanico pertenece a los más indispensables atributos de una dama; en cambio, los brillantes y las perlas sirven sólo para poner de relieve los encantos marchitos de las más viejas. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005: -136-142)

1831. Nace el Telde, Tamaránt Gran Canaria) el Médico, historiador y antropólogo que destacó por sus notables contribuciones al estudio de la protohistoria, historia y antropología canarias. También por la incorporación de los enfoques evolucionistas de Darwin sobre el origen de las razas prehistóricas. Realiza sus primeros estudios dentro de la familia, primero con su padre y posteriormente con su tío el canónigo Gregorio Chil Morales, para pasar posteriormente al colegio San Agustín, en donde tiene como profesor a Domingo Déniz, quien le preparará en francés para que pueda cursar sus estudios de Medicina en Francia. En 1848 marcha a París y se inscribe en la Universidad de la Sorbona. Se doctora en Medicina en 1859 y ese mismo año regresa a Tamaránt (Gran Canaria). Empieza a ejercer en Guiniwada (Las Palmas) (después de revalidar el título en la Facultad de Medicina de Cádiz, España). En 1861 inicia la elaboración de Estudios históricos, climatológicos y patológicas de las Islas Canarias, que aparecerá en varios tomos después de quince años: el primero en 1876; en 1880 aparecerá el segundo tomo, y el tercero y último en 1891. La obra fue prohibida por el Obispo de Canarias (Urquinaona) por contener ideas evolucionistas sobre el origen del hombre, de las que Chil fue un decidido defensor. Junto a Víctor Grau-Bassas, Juan Padilla, Andrés Navarro Torrens y otros, funda en 1879 El Museo Canario, un museo de antigüedades canarias e historia natural, con una biblioteca en la que se prestará especial atención a todo lo relacionado con las islas y en especial con Gran Canaria. Será el director de esta institución hasta su fallecimiento. 1901: Fallece en Guiniwada n Tamaránt (Las Palmas de Gran Canaria). A su muerte dejó a El Museo Canario su biblioteca, el archivo y sus propiedades, incluida la casa que hoy alberga dicha institución. Fue uno de los primeros canarios en participar en reuniones de alto nivel científico fuera de Canarias. Miembro, entre otras instituciones, de la Sociedad de Antropología de París y de la Sociedad Española de Historia Natural. Su obra cumbre, publicada en varios tomos, Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las Islas Canarias, se publicó entre 1876 y 1891. Su participación en la fundación de El Museo Canario y su posterior donación de su biblioteca, archivo y propiedades, han permitido el desarrollo de una entidad emblemática para Canarias.

1831.
En la descripción que sigue a continuación, hemos intentado trazar un rápido esbozo de la vida, usos, costumbres y tradiciones de los habi­tantes de Canarias. Sin embargo, no estará de más comenzar con una breve panorámica de su actual situación social y moral, atendiendo espe­cialmente a las clases bajas. De acuerdo con este plan, empezaremos con la clase de ciudadanos más numerosa y provechosa, a saber, los campesi­nos, clase social que, desgraciadamente, es también la más oprimida en las Islas. Debido a los elevados tributos con que está gravada la propie­dad rural, al campesino le ha tocado en suerte trabajar duramente y con­sumirse en la miseria. Como, además, la parte más considerable y mejor del suelo se halla en manos de la nobleza y el clero, en calidad de propie­dad inalienable o "menos muertas", resulta  extraordinariamente reduci­do el número de campesinos que poseen bienes raíces, de manera que la mayoría de ellos debe abonar un censo enfitéutico al propietario de los terrenos. Pero, los que arrastran la situación más penosa de todos ellos son, sin discusión, los medianeros. Éstos, que no poseen tierra alguna, no son más que esclavos del propietario, el cual puede despedirlos cuando quiera, encontrándose realmente en una situación muy poco mejor que la que tienen los siervos de la gleba en otros países.

Ellos, sus mujeres y sus hijos deben estar siempre al servicio del propietario en todo lo que éste ordene. Sus caba­llos y asnos tienen que estar ensillados y dispuestos, si al propietario se le ocurre hacer un viaje por la Isla. Deben compartir con el señor la cosecha de las hortalizas que cultivan, si éste lo exige; y las aves de corral o el ganado, que él les haya enviado para que los alimenten, pueden causar todos los daños posibles en sus campos, sin que deba pagarles ni un cénti­mo en concepto de indemnización. De manera que este sistema mantiene a esa  numerosa clase social en la mayor dependencia. Muchos de ellos poseen apenas lo necesario para cubrir su desnudez; sus hijos suelen co­rretear de un lado para otro sin ropa, aun cuando hace mucho frío, llegán­doles a faltar incluso, de vez en cuando, en épocas de malas cosechas, el alimento necesario para acallar su hambre. En tales circunstancias, ¿quién puede .sorprenderse de que siempre haya sido tan grande la tendencia del hombre común a emigrar a América? La miseria presente y el ejemplo de sus antepasados, muchos de los cuales lograron su bienestar al otro lado del Océano Atlántico, han debido de ser siempre un poderoso acicate para la juventud emprendedora. Es cierto que el gobierno español ha prohibi­do la emigración; sin embargo, las autoridades jamás han intentado impedirla, ya que, de un lado, reconocen que es necesaria y, de otro, saben que en todas las épocas ha tenido un efecto beneficioso para la economía de las Islas. Y en efecto, es necesaria, porque, en el marco de la presente estructura política, no hay trabajo ni pan suficientes para una población que está en crecimiento. Y también es beneficiosa, porque la mayoría del dinero que circula en las Islas procede de América, donde se ha obtenido como pago al trabajo personal realizado allí por los isleños.

 Ciertamente, muchos de éstos vuelven, a menudo tras una ausencia de muchos años, con una cantidad de dinero ahorrada, que suelen emplear en la compra o en el cultivo de terrenos, o de cualquier otra manera provechosa. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:129-130)

1831.
El proverbio de que "el artesano se hace rico" se cumple también en Canarias, pues sólo entre los artesanos de las ciudades y entre la clase media puede encontrarse cierto desahogo económico. En los últimos veinte años, esta respetable clase social, aunque tan despreciada en España, se ha  incrementado de manera extraordinaria y ha mejorado en todos los aspectos. Todo el dinero en efectivo se encuentra en sus manos, como también en posesión de los comerciantes y de los tenderos, cuyo número es muy limitado. La numerosa nobleza canaria, con excepción de unas pocas familias, es, por lo general, pobre, aunque, en la mayoría de los casos, por su propia culpa, pues sus prejuicios de clase o la indolencia le impiden, en medio de necesidades que van en aumento, dedicarse a una mejor explo-tación de sus bienes. Y, en vez de residir en el campo, entre sus medianeros, los propietarios dejan que sus casas se desmoronen, y la mayoría vive en las ciudades, en medio de una inactividad total, sin recibir educación, sin cultura intelectual y sin conocimientos útiles de ningún tipo. Su mayor orgullo lo cifran en lo siguiente: ¡en ser descendientes de los conquistadores  de las Islas! Sólo unos pocos, pertenecientes, por lo general, a la alta nobleza y que se han educado en el extranjero o que se han cultivado yen­do allí, suponen una excepción a esta regla. El clero, cuyos ingresos eran Considerablemente superiores antes que hoy en día, cuenta con unos pocos hombres ilustrados y bien informados entre sus miembros, de manera que solo se encuentra una formación erudita en el estado clerical.

Los funcionarios, nacidos, en su mayor parte, en la Península, están mal pagados, como también les sucede al ejército y a los enjambres de emplea­dos, siéndoles muy difícil, por esta razón, gozar, dentro de la consideración pública, del rango que el Estado les ha asignado.

Si se tiene en cuenta el grado de miseria con que tienen que luchar las  clases bajas y el grado de ignorancia y dependencia en que se les mantiene, resulta, con razón, sorprendente que todo ello no haya influido negativamente en su moralidad. Pues, en verdad, es extraordinariamente bajo el número de delitos castigados con la pena capital. Sólo la población de las ciudades más grandes comete robos en las casas y hurtos, si bien son raros. La mayor parte de los asuntos de que conocen los jueces se limita a raterías, a contravenciones y a otras faltas leves. Se puede viajar de día y de noche totalmente desarmado y con la mayor seguridad, pues no hay ningún tipo de bandolerismo ni asaltos, e incluso se envían de una parte a otra de la  Isla coches que transportan dinero, sin que sea necesaria escolta alguna. La seguridad de las carreteras y de la propie­dad privada no hay que atribuirla, en absoluto, a la vigilancia de la poli­cía, que es pésima, sino que se debe únicamente a la buena disposición moral de los naturales. Igualmente les es ajeno el vicio de la bebida, y sólo se ve, de vez en cuando, en estado de embriaguez a mujeres de la peor ralea. Sin embargo, no extrañará de seguro a nadie el hecho de que, en una tierra donde el calor del sol hace circular la sangre por las venas con mayor rapidez y una amplia clase de la sociedad está condenada al celiba­to, tengan lugar, a veces, contactos sexuales prohibidos entre ambos sexos. (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:131)




1813. La religión católica, en calidad de religión del Estado español, im­pera también en Canarias; sin embargo, aunque a ninguna otra confesión le está permitido el ejercicio de sus oficios religiosos, un extranjero no se encuentra con ningún tipo de hostilidad debido a sus creencias. Ahora bien, mientras que, entre las clases altas, la falta de fe y el desprecio de todo lo sagrado llegan a ser excesivos, las clases bajas, por el contrario, se mantienen en una lamentable ignorancia en todo lo relativo a la religión. Saben, simplemente, que están obligados a ir a la iglesia para oír misa los domingos y en determinados días de fiesta, que allí, en momentos concre­tos, deben repetir oraciones, ponerse de rodillas o golpearse el pecho, y que, si han hecho todo esto, han cumplido con sus deberes religiosos ese día. En los días de ayuno y abstinencia no pueden comer carne. No obs­tante, si les es imposible soportar la abstinencia, pueden obtener la de­seada dispensa por unos dos reales y, mediante la compra del indulto apostólico consumir comidas que contengan carne, a excepción de un pocos días al año. Poco apropiado resulta su comportamiento en la un; de acuerdo con las estrictas ideas que tiene un protestante acerca la cantidad del lugar, sobre todo durante la celebración de los oficios divinos.

Los hombres se apoyan contra las columnas y paredes de la iglesia y fuman, si bien subrepticiamente, su cigarro; las damas bien se sientan en las sillas que sus criados les han puesto detrás, bien se acomodan en suelo con las piernas cruzadas, mezcladas con las demás mujeres, cuchicheando, de vez en cuando, con sus vecinas. Además, turban, a cada momento, el recogimiento de la misa el ruido continuo de los que entran salen y el corretear de los niños y los perros. Se prometen solemnes peregrinaciones a determinados santuarios y ofrendas a los mismos, sierre que hay enfermedades graves, peligros personales o cualquier tipo de aflicciones domésticas.

Estas promesas solemnes se cumplen siempre día en que se celebra la fiesta del santo en cuestión, fiesta que siempre conlleva una feria. De esta manera, se ha sabido fusionar muy felizmente el interés de la iglesia con el placer de la multitud. Entre las fiestas más famosas de Tenerife están las que se celebran, en Candelaria, todos lo años, los días 2 de febrero y 15 de agosto, en honor de una imagen de la Virgen Santísima. La primera fecha atrae mayor número de gente, porque municipalidad de La Laguna y el clero de Tenerife celebran una procesión solemne, en la que, siguiendo una antigua costumbre, los campesinos van abriendo el paso con cantos y bailes.

En la plaza se montan chiringuitos y tiendas de campaña. Allí se picotea, se empina el codo y se baila, alojándose a los numerosos devotos y peregrinos en albergues.

La segunda fecha corresponde a la fiesta de los habitantes del lugar, los guanches  son los únicos que tienen el privilegio de llevar a hombros la imagen de la Virgen, de la cual se dice que pesa cada vez más a medida que la procesión se acerca a la cueva en que antiguamente se guardaba. Algunas penitencias de los peregrinos revelan un alto grado de fanatismo religioso y recuerdan las mortificaciones y los martirios de los primeros tiempos de la iglesia cristiana.  A veces, se ve a mujeres con cirios encendidos en las manos que, de rodillas sobre el suelo de la playa cubierto de guijarros, se van arrastrando hacia la capilla, con lo que su camino queda señalado por un rastro de sangre. Algunos hombres hacen este mismo camino con los brazos levantados en cruz, de cada uno de los cuales cuelga una pesada araña de hierro. Otros hacen todo el recorrido de la peregrinación con los zapatos  llenos de guisantes; pero todos vienen con ofrendas de velas de cera, dinero o joyas. Entre el pueblo llano existe la costumbre de repetir oraciones por las tardes, a una determinada hora (la oración)', primero, se reza un cierto de avemaría  y, al final, están las oraciones por las almas del Purgatorio, que el cabeza de familia recita solo, acompañán­dolo, de vez en cuando y en coro, los presentes; después de esto, la familia se va a descansar.

Los bautizos tienen lugar siempre en la iglesia parroquial. El padre del niño que se va a bautizar, junto con los padrinos de bautismo y amigos y parientes, va delante de la partera, la cual sostiene en sus brazos al niño, que está adornado con todas las joyas de que disponen los padres. Éstos conceden gran importancia a su relación con las personas que sir­ven de padrinos a sus hijos, llamándolos a partir de entonces compadre y comadre. La Iglesia considera esta relación como una suerte de parentes­co consanguíneo, pues, en el caso de que un hombre quiera casarse con la madrina de su hijo, tiene que pedir la misma dispensa que si ambos tu­vieran un grado de parentesco que constituyera un impedimento.

Las bodas de las clases medias y bajas tienen lugar por la mañana temprano en la iglesia. La novia llega en un caballo, adornado con una manta de abigarrados colores, que el novio lleva humildemente de las rien­das. Sin embargo, al domingo siguiente la relación ha cambiado visible­mente, pues el marido va a la iglesia montado a caballo y la joven esposa va sentada detrás de él, en la grupa. La celebración de la boda tiene lugar por la noche, con cantos y bailes; y los jóvenes del lugar tienen la costum­bre de descargar sus travesuras sobre los novios, si uno de ellos es viudo o está ya entrado en años. Las personas de las clases altas se casan por la noche en la casa paterna de la novia. Como el matrimonio es un sacra­mento para los católicos, el día de su enlace el novio y la novia están obli­gados a confesarse y recibir la absolución. No es raro que un tío se case con su sobrina o que un viudo tome por esposa a la hermana de su difunta mujer; sin embargo, esto ocurre sólo entre las personas de clase alta, pues se necesita para ello una dispensa de Roma, cuyos costes no están al al­cance de un pobre.

Los entierros de la gente acaudalada se celebran acompañados de algunas ceremonias. Veinticuatro horas después de la muerte de una per­sona, en el cuarto más solemne de la casa mortuoria y encima de una mesa rodeada de cirios encendidos, se coloca el ataúd abierto con el cadá­ver, el cual, a veces, está vestido con el hábito de una orden eclesiástica. La familia del difunto, el alcalde del lugar, parientes y amigos, están todos presentes y se mantienen de pie en derredor cerca de la pared. Si hay un convento en el lugar, se presenta también la congregación clerical in corpore. A continuación, una campanilla anuncia que se aproxima el clero secular con su séquito de sacristanes y muchachos del coro. Después de haberse chillado más que cantado algunas estrofas en latín, se traslada el cadáver, seguido de todo el cortejo fúnebre, bien a la iglesia parroquial, bien a la capilla de un convento, por el camino so hacen varias paradas y se entona, en cada una de ellas, un canto fúnebre. Los parientes del di­funto determinan de antemano el número de estos descansos y pagan por cada uno de ellos. Tan pronto como el cortejo fúnebre entra en la iglesia, se deposita el ataúd sobre una mesa cubierta en los escalones del altar mayor; se repiten oraciones, se canta la misa de difuntos y, de vez en cuan­do, se inciensa el ataúd y se rocía con agua bendita. Al finalizar estas ceremonias, cuatro hermanos misericordiosos se echan el ataúd sobre los hombros y lo llevan a paso rápido hasta el cementerio, que normalmente está situado fuera del pueblo, pues sólo en las aldeas más pequeñas se entierran todavía los muertos en la iglesia. Luego se saca el cadáver del ataúd de gala y se pone en un cajón de madera de pino, cubierto de cal viva, para que se descomponga más rápidamente, y se sepulta sin más en la tierra. Desde aquí vuelve a dirigirse el cortejo fúnebre a la casa mor­tuoria, cuya puerta se ve asediada por los pobres del lugar, que piden limosna a gritos.

Después de que los presentes se han colocado de pie, ocupando el mismo sitio que antes, a lo largo de las paredes de la sala, el párroco del lugar dirige, en latín, algunas palabras de pésame a la fami­lia del difunto, tras lo cual, y en medio de las habituales reverencias, se retira con el resto del clero; y siguen su ejemplo, uno tras otro, los demás miembros del cortejo fúnebre. Entre los habitantes de El Hierro existe la antigua costumbre de hacer acompañar sus cadáveres de plañideras a sueldo, a quienes se paga de acuerdo al grado de vehemencia de sus la­mentaciones, como es tradicional aún entre los árabes y los negros de la costa del Congo. Es cierto que los canarios no manifiestan en absoluto amor por sus difuntos, pero menos molestias se toman todavía en los en­tierros de la gente de las clases inferiores, cuyos cadáveres se llevan al trote al camposanto, para que los que los cargan puedan volver más rápi­damente a su trabajo.

En Gran Canaria, incluso, a veces, los cadáveres de los pobres son más arrastrados que llevados hasta la tumba por dos mo­zos cargadores, estando sus cuerpos cubiertos apenas con los harapos im­prescindibles y atados a una barra larga por la cabeza y los pies, de mane­ra que el tronco va colgando hasta casi tocar el suelo. En las aldeas hay un único ataúd, y sin tapa, en el cual el difunto se lleva a la iglesia, amor­tajado y con la cara descubierta. El suelo de la iglesia, cubierto con baldo­sas o ladrillos rojos, se abre por medio de unas estrechas viguetas de ma­dera en una superficie de seis pies de largo por dos y medio de ancho, dejando el espacio necesario para enterrar el cadáver. Luego, se saca el cadáver del ataúd y se entierra allí, pues sólo a los ricos se les sepulta en un féretro. Al día siguiente, los parientes del finado mandan oficiar una misa de difuntos, por la que el clero además de los habituales derechos de estola, recibe una ofrenda en dinero o en especie, no siendo raro que, con tal motivo, se depositen en los escalones del altar un par de pingües carneros, un barril de vino o algunos sacos de cereal. También se gasta una cierta cantidad de dinero en misas por el alma de los difuntos, cada una de las cuales cuesta unos seis reales5^. A los niños que mueren con menos de siete años se les entierra por la noche; y, entre la gente acomo­dada, los parientes y amigos envían a sus criados con candiles, para acom­pañar el cortejo fúnebre. Sólo en la isla de El Hierro se permiten mujeres en los entierros, en calidad de familia del finado. Más adelante se volverá a hablar de las costumbres religiosas, cuando se trate de las diversiones públicas.

Las clases bajas son extraordinariamente supersticiosas, como es habitual en todos los pueblos montañeses; y, además de creer firmemente en brujas, espíritus y presagios y todas las consejas por el estilo, les tie­nen un miedo especial a los efectos del mal de ojo.

Sin embargo, no juzgan siempre este hechizo como un acto de maldad, sino que también creen que un exceso de cariño o admiración ante un objeto pueden provocar el mismo efecto perjudicial, que suele consistir en que se seca o muere todo aquello en lo que recae tal hechizo. Sin embargo, cualquier cosa en forma de cuerno puede hacerlo inofensivo y, por esta razón, suelen encontrarse con frecuencia pedacitos de hueso, tallados en aquella forma y colgados como amuletos en las frontaleras de caballos y mulos, mientras el campe­sino, cuyas viñas han sido bendecidas con abundante fruto, se preocupa de preservarlas del efecto del mal de ojo, cavando alrededor unas estacas, en cuyas puntas lucen cuernos de macho cabrío. ¡Y ni siquiera las clases altas se ven libres de superstición, esa fiel compañera de la ignorancia! Si un campesino teme que una bruja esté cerca, vuelve hacia afuera la parte interior de la pretina de su pantalón o, para asegurarse mejor, se quita del todo los pantalones y se los vuelve a poner, después de haberlos vuelto del revés. Los labradores consideran que este remedio es tan poderoso, que ninguna bruja tiene el poder de causarles ningún mal, mientras es­tén protegidos así contra sus hechizos. Poner una escoba detrás de la puerta es siempre recomendable, si se quiere evitar a las brujas; pues, si ésta pisara el umbral, su primer intento consistiría en privar a los niños pe­queños de la respiración: así, cuando un niño muere de repente, se consi­dera siempre obra de las brujas. Espanto general causa el graznido de un ave, que llaman apagado a causa de la similitud de esta palabra con el sonido que emite en un tono chillón. Pertenece al género de las lechuzas y, a la luz de la luna, se le ve, a veces, revoloteando en torno a las casas, cuyos ocupantes temen su presencia, juzgándola el anuncio de una muer­te próxima. Otra superstición bastante extendida consiste en creer que a las almas de los difuntos que no pueden encontrar descanso les es dado pasar al cuerpo de los vivos y atemorizarlos con su presencia. Así, si se presentan ciertos síntomas en un enfermo, se manda a buscar un animero, quien intenta expulsar el alma intrusa, en parte mediante conjuros y en parte mediante el acto de poner secretamente al fuego, en una encrucija­da, una olla, en la que hay cuernos de macho cabrío, cascos de caballo y un otro montón de cosas bienolientes. Si arde el contenido de la olla, vuel­ve; el animero a la habitación del enfermo en una suerte de trance, abre de golpe la puerta y las ventanas, corretea sin sentido aparente de un lado para otro y continúa con los conjuros, mientras le sale espuma por la boca. No obstante, si el enfermo no se siente aliviado, esto significa que el alma que ocupa su cuerpo no quiere marcharse y entonces el charlatán se ayu­da con la excusa de que alguien ha debido de haber visto arder la olla. Esta cura no es nada barata, pues cuesta tres pesos; y la olla, uno más. El mismo grado de confianza tiene el hombre común en la fuerza de las reli­quias, en las medallas consagradas y en los amuletos, como medios infali­bles contra las enfermedades, los accidentes y todo tipo de desgracias, siendo difícil encontrar a una persona del pueblo que no se halle provista de ellos. Por lo demás, tampoco faltan las videntes, las que adivinan mirando el agua y todo tipo de servidores de la superstición, llámense como se llamen. Y no mencionemos a los amañados y charlatanes que ofician de médicos, y han venido a estos remotos valles para llenarse los bolsillos a costa de la credu­lidad reinante.  (Francis Coleman Mac-Gregor, [1831] 2005:144-150).

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