jueves, 18 de abril de 2013

CANARIAS LACERADA, II- VI







ALZAMIENTOS Y MOTINES CONTRA LA  REPRESIÓN COLONIAL EN CANARIAS

Capitulo XI-I




Eduardo Pedro García Rodríguez


1851 junio 5.
Los amagos de revuelta que hubo en marzo de 1847, en medio de una espantosa hambruna, pasaron a ser verdaderas rebeldías en 1851 al acontecer la catástrofe del cólera morbo asiático

El 21 de julio y el 2 de agosto, al remitir aquella «horrorosa epidemia» que en palabras de Millares Torres «estalló como la explosión de un volcán»

Se produjo primero una agrupación facciosa y después un auténtico motín que tuvo por esenciales protagonistas a los matriculados del mar en paro forzoso. El doctor Chil fue el único historiador isleño que mencionó estos episodios, aunque lo hiciera con extrema concisión y postergando la masa documental que tuvo a la vista, procedente de los fondos municipales. Veamos su conciso enfoque antes de acometer a la detallada exploración que un tema inédito y enjundioso merece:

«A fines de Julio había ya principiado el Cólera a ceder en Las Palmas, pero la miseria era grande a causa de la paralización de los trabajos y de la incomunicación en que se hallaba la Gran Canaria con las demás Islas. Con este motivo hubo en Las Palmas disgustos causados por el embarque de patatas para América, pues habían dos expediciones y los dueños llamaron a sus marineros y allegados con el objeto de que saliese una antes que la otra, lo que dio lugar a malos procederes, hecho que tuvo efecto el 21 de Julio. En la noche del 2 de Agosto se levantó se puede decir todo el pueblo con un motivo semejante y al presentarse el vocal del Ayuntamiento don Jerónimo Navarro, acompañado de seis soldados, mandando se retirasen, aumentó el escándalo y la algaraba (sic), lo que dio por resultado que arrojasen piedras, una de las cuales dio en la cabeza del Concejal causándole una herida. Entonces huyeron a toda prisa, el señor Navarro, los soldados y el pueblo les siguió temerosos todos de lo que podía sobrevenir»

El darwinista isleño aplicó unas claves no que se ajustan exactamente a los pliegos de la documentación. La porfía empresarial jamás condujo a una pugna entre dos bandos de marineros durante los «malos procederes» del 21 de julio, o al menos ninguna de las testificaciones autoriza semejante hipótesis. Los vicios de una ligera ojeada de los papeles le llevaron a desvirtuar los eventos, trasladando la competencia entre los armadores a la movilización callejera y dando a entender un rifirrafe dentro de los propios asalariados. Tampoco al término del motín del 2 de agosto sucedió esa desbandada medrosa de quienes se levantaron en algarabía, lo cual pudo parecer muy natural tras herir a un munícipe y temerse la reacción de la superioridad. La sugerencia de una participación casi general de «todo el pueblo» entra dentro de las exageraciones típicas de los relatores entusiastas, a pesar de convenir el énfasis en la dimensión masiva. Por lo demás, Chil se dejó en el tintero muchas particularidades que no conviene omitir.

Pasemos a nuestro análisis alternativo.

Un grupo de «marineros ociosos» se congregó a primeras horas de la tarde del 21 de julio ante el local del ayuntamiento, al conocerse que la corporación trataba sobre las exportaciones de papas hacia América y que daría el visto bueno a la facturación de ciertas remesas

La exhibición fue impulsada al parecer por el armador y negociante Rafael Romero, vecino de la arteria de Triana y con intereses directos en el ramo. El regidor Fernando Báez y Cambreleng, desde su casa de la calle del Colegio, sintió llegar «un tropel de gente» y desde una de sus ventanas contempló aquella «porción de marineros» que exigía a voces la prohibición de los embarques. Inmediatamente se dirigieron los alborotadores hacia la vivienda contigua del alcalde corregidor José María Delgado, convaleciente aún del contagio colérico, uniéndose a los mismos otros acólitos que arribaron por diversas travesías.

La aglomeración, según la revista que dicho mandatario envió al juez de primera instancia del partido, alcanzó «cosa de trescientas personas»; el consistorio entendió que el cálculo era muy abultado y con «noticias más exactas» redujo la cifra «ni aún a la mitad, puesto que sólo se componía, como se ha indicado, de una parte de los matriculados que existen en la población, además de los curiosos que nunca faltan en estos casos»

Más de un centenar de manifestantes representaba de todas maneras un contingente digno de consideración, en una ciudad que en 1856 contaba con 2.201 vecinos y que un lustro atrás, con los estragos del cólera, debía tener bastantes menos.

Por ello sembró la alarma entre la mayoría de los institutos públicos, muy sensibles al mantenimiento del orden en aquel intervalo catastrófico. La actitud contestataria de los apiñados y la condescendencia que hacia ellos mostró el primer munícipe, añadieron otros factores para la inquietud de los responsables de la política reaccionaria en tiempos de Bravo y Murillo. A Delgado le costó enormemente que se disolviera la protesta, consiguiéndolo sólo tras apalabrar que serían satisfechas las reivindicaciones de origen. Uno de sus parientes, Marcial Del- gado, narró después lo sucedido en estos términos: «Que en su misma casa, situada en la calle del Colegio, sintió el día veinte y uno del mes pasado la reunión de gente que, a cosa de las dos o tres de la tarde, hubo frente [a] la casa del Señor Corregidor Don José María Delgado, para pedirle prohibiera la exportación de papas; el testigo vio y oyó del balcón de su casa que el mismo corregidor, presentándose en el de la suya, intimó en alta voz a que se retirara la gente reunida, invocando el nombre de Su Majestad la Reina; que le contestaron que no se retiraban, añadiendo otras voces que el testigo no comprendió por la distancia; que enseguida salió el declarante y se acercó por curiosidad a dicha reunión y que oyó que el corregidor repetía que se retirasen todos, que confiasen en él, puesto que las papas no se embarcarían; y que efectivamente se retiraron con esta promesa...»

La mera petición del alcalde desde los balcones de su domicilio, apelando al Trono inclusive, no bastó para calmar los ánimos de los díscolos mareantes. Tuvo que bajar al empedrado y allí encararse con quien los capitaneaba, el cual había acompañado al fletador Romero durante la entrevista concedida el díaanterior. El propio Delgado reconoció que  las turbas permanecieron «impávidas» ante su primera intimidación y que al reiterarla «continuaron sin movimiento». La demostración sin duda «era pacífica» y no podía llamarse motín, como aseguraron seguidamente los regidores, pero adoptó un tinte sedicioso al implicar la reiterada desobediencia al máximo representante del poder civil en la capital insular. La discusión entre el corregidor y el referido cabecilla fue, a buen seguro, mucho más enervante de lo que expuso el primero, empeñado sobremanera en hacer ver que preservó cuanto pudo el principio de autoridad y ocultando que transgredió una resolución corporativa. De acuerdo con su relato, el interlocutor creía actuar al amparo de una real orden y siempre exhibió un enorme respeto hacia la alcaldía, preocupado únicamente por sustraerla de los apetitos particulares

El alcalde Delgado se cuidó mucho de esconder ante la justicia el compromiso que de palabra asumió con los reclamantes, una debilidad que indignó a sus compañeros.

El instigador principal de los «malos procederes» del doctor Chil fue el susodicho traficante Rafael Romero, quien había contratado con el patrón del buque  El Trueno (el mismo que trajo el cólera) la expedición a Cuba de 700 fanegas de papas, el  pan de los pobres.

 Al saber que la Diputación provincial tenía prohibidas las remesas de tal artículo, cursó una instancia al corregidor el día 19 de julio, como hombre «interesado en que no sufra perjuicios la población», para que la interdicción afectara también a otros exportadores «hasta que no varíen las circunstancias del vecindario». Estos últimos eran sobre todo dos comerciantes de la calle de La Peregrina llamados Francisco Rey y Bernardo Rolo, los cuales presentaron al unísono otra petición para que fuesen autorizadas sus transacciones, alegando entre otras cosas la abundancia y baratura de las mercancías de primera necesidad (papas, millo, trigo y cebada). La poca estimación de las papas y la imposibilidad de facturarlas hacia otras islas debido a la incomunicación vigente, iban a deparar en opinión de ambos unas pérdidas considerables al comercio si no imperaba la libertad mercantil con la América española.

El mismo 21 de julio, el vicepresidente de la Junta de Comercio y concejal Jerónimo Navarro avaló todas estas argumentaciones librecambistas en un escrito al gobernador civil, donde afirmaba que la profusión del tubérculo había bajado las cotizaciones a 20 rvon. por fanega y que sin el tráfico americano los excedentes «se pudrirían infaliblemente por falta de consumo»

La competencia empresarial alentó desde luego los episodios del 21 de julio en Las Palmas, mas sin el desasosiego popular habría sido imposible el surtido de las manipulaciones y la explosión que tuvo lugar doce días más tarde. En términos de «farsa» e influencia personal, conforme a la lectura de la práctica totalidad de los capitulares, no pueden entenderse con rigor estos bullicios

Los bulos quizás echasen leña al fuego. Al decir del consignatario Francisco Rey se difundió, «sin duda con siniestras intenciones», la especie de que estaba determinado a cargar entre 5-6.000 fanegas de papas en la fragata  Isis (capitán Eusebio Sierra) y el bergantín-goleta  Paquete de Trinidad (capitán Luciano Rey), fondeados desde hacía tiempo en la rada de La Luz. El exportador rubricó que sus proyectos reales eran expedir 1.000 fanegas en la primera embarcación y 400 en la segunda, porciones que fueron contratadas antes de sobrevenir la epidemia de cólera y llevaban en sus almacenes más de un mes.

La comisión que el alcalde nombró el 30 de julio a fin de examinar los volúmenes y el estado de los cargamentos, formada por los regidores Manuel Sigler y Jerónimo Navarro y dos peritos de confianza (el comerciante Cayetano Inglott y el «labrador inteligente» Ventura Vázquez), calculó sin embargo que Rey disponía de 1.200 fanegas, la mayor parte en «reventazón», más otras 600 en Telde. A ellas agregó las 600 fanegas de su compañero Rolo, divididas por mitad entre las existencias de su casa y los depósitos del campo. Por último computaron las 200 fanegas de Gaspar Medina en su establecimiento de la Vica de Triana. En total, pues, 2.600 fanegas oficiales distribuidas entre las 1.700 de la ciudad y las 900 rurales

Los incidentes ante la casa del corregidor harían que el juez de primera instancia del partido, Jacinto Bravo de Laguna, ordenara la inmediata designación de patrullas y rondas a objeto de prevenir «toda consecuencia desagradable». Igualmente resolvió el día 23 la detención y el ingreso en la cárcel pública de cuatro marineros señalados con antelación por la alcaldía: Luis Caraballo, José Yanes, José Riperola y Segundo  El Manco, los probables compinches de Romero.

El inefable Delgado comunicó al gobernador civil Antonio Halleg por aquellas fechas que la tranquilidad de su jurisdicción seguía «en el estado más satisfactorio». A pesar de ello, el delegado gubernativo exigió el 1 de agosto que se impidiera por cualquier medio «toda alteración»

Las alegaciones que el ayuntamiento transmitió a éste el 29 de julio terminaron expresando la convicción de que el alcalde fuera obligado a ejecutar unos acuerdos  legales y razonables, «y que no dé motivo con su condescendencia, que en estos casos puede calificarse de debilidad, a que puedan suscitarse motines verdaderos». No sabían los ediles hasta qué punto acertaban al vaticinar estos negros presagios.

Las ocurrencias del 2 de agosto comenzaron alrededor de las diez de la mañana en el muelle. Entre 150 y 200 marineros confluyeron allí al enterarse que 500 fanegas de papas de Rey iban a ser embarcadas en la fragata  Isis

Su piloto informó en el acto al teniente y comandante de Carabineros, Jacinto Ruiz de Quevedo, el cual observó que los apiñados mostraban «intenciones hostiles» y escuchó entre los corrillos la determinación de paralizar la estiba. El oficial colocó dos centinelas en el embarcadero y mantuvo otros cinco soldados en la casilla para reforzar la guardia. Los revoltosos pasaron hasta la ermita de San Telmo y el cercado de Antonio López Botas, tratando de tocar a rebato las campanas del oratorio y de cometer «algunos otros excesos, como era el de no dejar transitar a las personas indiferentes al tumulto que por allí pasaban». Al llegar Ruiz hasta ellos e inquerir sus propósitos, un nauta que hacía las veces de cabecilla, apodado  El Fino, le espetó: «Nosotros lo que queremos es que no se embarquen las papas, pues el Señor Corregidor nos prometió el otro día que no se embarcarían y no se embarcarán, porque nosotros moriremos por las papas»

La enérgica respuesta fue seguida por «una porción de voces» de casi todos los asistentes que cercaban a Ruiz, con gritos a coro de «¡No se embarcarán las papas, no se embarcarán las papas, o de lo contrario ha de correr hoy sangre!» El uniformado replicó a la bulla que, de no mediar un mandamiento expreso del corregidor, su deber era garantizar las diligencias «a todo trance, invitándoles además a que se dejasen de añadir alborotos a las desgracias que se habían hecho ya sentir en el pueblo, y que se retirasen a sus casas»

Las amonestaciones calmaron un tanto a los soliviantados, quienes «ya no pensaron más en tocar la campana». El teniente de Carabineros, no obstante, marchó enseguida a la residencia del gobernador militar José de Vidaurre y González y le dio parte verbal de todas las incidencias, suplicándole que «por si acaso» enviara refuerzos a su «corta» tropa.

El subdelegado de Marina, en el ínterin, convocó a los patrones de todas las lanchas para «cortar por su mediación aquellos excesos». A las 13,15 horas, desde el postigo de la casilla del muelle, Ruiz de Quevedo constató que «el tumulto había desaparecido completamente» e interrumpió la redacción de su instancia. Era la calma que precede a la tempestad.

El aviso de cuanto se estaba tramando bajo cuerda lo dio poco antes del anochecer el jefe moderado y diputado provincial Antonio López Botas desde una de sus moradas y refugio campestre, por medio de la breve esquela que hizo llegar al teniente de alcalde y alcalde corregidor accidental Ignacio Díaz

En ella le destapaba: «ha corrido por aquí que esta noche o mañana habrá allí bullanga, y me apresuro a indicárselo a usted para que esté prevenido y me les dé una buena lección»

Inmediatamente el destinatario pidió al gobernador militar que pusiera a su disposición tres piquetes de ocho soldados cada uno, para montar dos rondas en Triana y una en Vegueta.

Las precauciones llegaron tarde. Al poco del toque de oraciones, hacia las 20,30 horas, se escucharon «en casi toda la población» campanadas, caracoles y bocinas que terminaron por convocar a más de 500 personas en torno a la ermita de San Telmo

El estrépito hizo que acudieran al cuartel y guardia de prevención de San Francisco el alcalde accidental y los regidores Jerónimo Navarro, Manuel de Lugo, Antonio Abad Navarro, Fernando Báez Cambreleng y Manuel Sigler, a quienes escoltarían algunos ciudadanos (Fortunato de la Cueva, capitán graduado de teniente coronel del Provincial de Guía, Gaspar Medina Báez, Gregorio Gutiérrez, Fernando Cambreleng Vázquez, Francisco Pestana Brito y Manuel Canales, sobrino de Sigler). Quien primero llegó parece haber sido el más intrépido.

El concejal Jerónimo Navarro, a pesar de que su condición de vicepresidente de la Junta de Comercio lo convertía en diana de las iras populares, salió al frente de una patrulla de seis milicianos provinciales que mandaba el cabo primero José Cipriano Díaz Monagas

Su valentía flaqueó un tanto al aproximarse al extremo de la calle Mayor de Triana y apreciar que «el tumulto era de bastante consideración por el número de los amotinados», así que envió a uno de los mílites a por refuerzos.

El referido cabo primero contó que en dicho lugar «se oían los caracoles, donde llaman el Callejón de la Vica, que allí encontraron un pequeño grupo como de diez a doce hombres a quienes trató de aprender, mas que habiendo el Concejal don Jerónimo Navarro principiado a darles con la vara que llevaba, corrieron y se escaparon todos. Que de allí se dirigió la patrulla hacia la Ermita de San Telmo, en donde encontraron ya grupos de más consideración, de los cuales principiaron [a] arrojar algunas piedras que hirieron al Concejal don Jerónimo Navarro y a uno de los soldados de la patrulla. Que dicho concejal se retiró entonces, diciéndole al declarante que permaneciese en aquel punto para impedir que el tumulto avanzase. Que desde allí mandó dicho Concejal un soldado para que viniese otra patrulla...»

La herida que sufrió el edil Navarro en la cabeza no fue de gravedad, como tampoco la del miliciano que lo acompañaba.

Los rebeldes apedrearon también la fachada de la casa habitación de la madre de aquél, situada en las inmediaciones de la ermita. En el cuartel de San Francisco, mientras tanto, el alcalde corregidor interino y sus escoltas no habían conseguido que se les entregara toda la hueste disponible. Los efectivos eran escasos, pero suficientes para liquidar el motín: 30 provinciales y unos 20 soldados del Batallón de Málaga que estaban en franquía

Las reiteradas súplicas de Ignacio Díaz, que en vano intentó de nuevo ponerse al habla con el gobernador militar, resultaron inútiles. Los oficiales no facilitaban más fuerzas sin órdenes precisas. A un pelotón del Batallón de Málaga (un cabo y cuatro soldados), formado en la plaza con el armamento de rigor, se le retiró al venir el sargento Andrés González con la respuesta de la superioridad, «reducida a que la tropa que debía salir del Cuartel, ya había salido»

Varios testigos llegaron a denunciar que la mayor parte de los granaderos de la Compañía del Batallón de Las Palmas no pasaron al acuartelamiento al escuchar las invocaciones al motín; otros apreciaron que muchos formaban con los de San Telmo.

Entre éstos reinaba la creencia de que la milicia no les iba a disparar.

El gobernador militar, al lado de una docena de subalternos, parlamentó con los soliviantados durante más de media hora sin hacerlos desistir. José de Vidaurre, otro de los enfermos de cólera, no quiso de entrada utilizar la fuerza y confió en el peso de su autoridad para disolver el levantamiento

Su actitud fue diametralmente contraria a la del juez de primera instancia Jacinto Bravo de Laguna, que compareció en San Telmo junto al promotor fiscal Mariano Vázquez y Bustamante y el escribano José Benítez Cabrera. Haciendo honor a su apellido, Bravo exigió la terminante dispersión de los revoltosos invocando el nombre de la reina y por única reacción obtuvo insultos y amenazas. El choque con la jerarquía castrense se escenificó ante la concurrencia, en medio de los «vivas» al militar y los «mueras» al juez.

1 comentario:

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