viernes, 25 de abril de 2014

DESVENTURAS DE LA CONCIENCIA NACIONAL (II)




Frantz Fanón

            El partido: Sindicato de intereses individuales
Pero, hay que decirlo, las masas muestran una incapacidad total para apreciar el camino recorrido. El campesino que sigue arañando la tierra, el desempleado que no deja de serlo no logran convencerse, a pesar de las fiestas, a pesar de las banderas nuevas, de que algo ha cambiado realmente en sus vidas. La burguesía en el poder puede multiplicar las manifestaciones, las masas no logran ilusionarse. Las masas tienen hambre y los comisa­rios de policía, ahora africanos, no les merecen mucha confian­za. Las masas empiezan a enfadarse, a desviarse, a desintere­sarse por esa nación que no les reserva ningún lugar.

Cada cierto tiempo, sin embargo, el líder se movili­za, habla por radio, hace una gira para apaciguar, calmar, mixtificar. El líder es tanto más necesario cuanto que no tie­ne partido. Existía durante el periodo de lucha por la inde­pendencia un partido que el dirigente actual dirigió. Pero el partido se ha desintegrado lamentablemente desde enton­ces. No subsiste el partido sino formalmente, nominalmente, por su emblema y su divisa. El partido orgánico, que debía facilitar la libre circulación de un pensamiento elabo­rado con las necesidades reales de las masas, se ha transfor­mado en un sindicato de intereses individuales. Después de la independencia, el partido no ayuda ya al pueblo a formular sus reivindicaciones, a cobrar mayor conciencia de sus necesidades y a asentar mejor su poder. El partido, actual­mente, tiene como misión hacer llegar al pueblo las instruc­ciones que emanan de la cima. Ya no existe ese ir y venir fecundo de la base a la cima y de la cima a la base, que funda y garantiza la democracia en un partido. Por el con­trario, el partido se ha constituido en pantalla entre las ma­sas y la dirección. Ya no existe la vida de partido. Las célu­las creadas durante la etapa colonial se encuentran ahora en un estado de desmovilización total.

El militante tasca el freno. Es entonces cuando se comprende la justeza de las posiciones asumidas por ciertos militantes durante la lucha de liberación. En rea­lidad, en el momento del combate, varios militantes ha­bían pedido a los organismos dirigentes la elaboración de una doctrina, la precisión de los objetivos, la formula­ción de un programa. Pero, con el pretexto de salvaguardar la unidad nacional, los diligentes se negaron categóricamente a abordar esa tarea. La doctrina, se repetía, es la unión na­cional contra el colonialismo. Y se seguía adelante, llevan­do como arma un impetuoso lema convertido en doctrina, limitándose toda la actividad ideológica a una serie de va­riantes sobre el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, arrastrados por el viento de la historia que irrever­siblemente hará desaparecer al colonialismo. Cuando los militantes pedían que se analizara un poco más en qué consis­tía el viento de la historia, los dirigentes les oponían la espe­ranza, la descolonización necesaria e inevitable, etcétera.
El partido se convierte en administración

Después de la independencia, el partido se sumer­ge en un letargo espectacular. Ya no se moviliza a los militantes sino para las manifestaciones llamadas populares, las conferencias internacionales, las fiestas de la independen­cia. Los cuadros locales del partido son designados para los puestos administrativos, el partido se convierte en adminis­tración, los militantes entran en el orden y reciben el título vacío de ciudadano.

Ahora que han cumplido su misión histórica, que era llevar a la burguesía al poder, son invitados con fir­meza a retirarse para que la burguesía pueda cumplir tranquilamente su propia misión. Pero, ya lo hemos vis­to, la burguesía nacional de los países subdesarrollados es incapaz de cumplir ninguna misión. Al cabo de algu­nos años, la desintegración del partido se hace manifies­ta y cualquier observador, aun superficial, puede darse cuenta de que el antiguo partido, ahora esquelético, no sir­ve sino para inmovilizar al pueblo. El partido, que durante el combate había atraído hacia sí a toda la nación, se descompo­ne. Los intelectuales que en vísperas de la independencia se habían afiliado al partido confirman con su comportamiento actual que esa afiliación no tuvo otro fin que participar en el reparto del pastel de la independencia. El partido se convierte en medio del éxito individual.

No obstante, existe dentro del nuevo régimen una desigualdad en el enriquecimiento y el acaparamiento. Algunos comen a dos carrillos y se muestran brillantes especialistas en oportunismo. Los privilegios se multipli­can, triunfa la corrupción, las costumbres se corrompen. Los cuervos son ahora demasiado numerosos y demasia­do voraces, dado lo precario del botín nacional. El parti­do, verdadero instrumento del poder en manos de la burguesía, fortalece el aparato del Estado y precisa el en-cuadramiento del pueblo, su inmovilización. El partido auxi­lia al poder para contener al pueblo. Es, cada vez más, un instrumento de coerción y netamente antidemocrático. El partido es objetivamente, y a veces subjetivamente, el cóm­plice de la burguesía mercantil. Lo mismo que la burguesía nacional escamotea su etapa de construcción para entregar­se al disfrute, en el plano institucional salva la etapa parla­mentaria y escoge una dictadura de tipo nacionalsocialista. Ahora sabemos que esa caricatura de fascismo que ha triun­fado durante medio siglo en América Latina es el resultado dialéctico del Estado semicolonial de la etapa de indepen­dencia.
Ejército y policía: Pilares del régimen
En esos países pobres, subdesarrollados donde, por regla general, la mayor riqueza se da al lado de la ma­yor miseria, el ejército y la policía son los pilares del régi­men. Un ejército y una policía que -otra regla que habrá que recordar- están aconsejados por expertos extranjeros. La fuer­za de esa policía, el poder de ese ejército son proporciona­les al marasmo en que se sumerge el resto de la nación. La burguesía nacional se vende cada vez más abiertamente a las grandes compañías extranjeras. A base de prebendas, el extranjero obtiene concesiones, los escándalos se multipli­can, los ministros se enriquecen, sus mujeres se convierten en cocones, los diputados maniobran y hasta el agente de policía o el agente aduanal participan en esa gran caravana de la corrupción.
La hostilidad a la burguesía es manifiesta

La oposición se vuelve más agresiva y el pueblo comprende a medias palabras su propaganda. La hostili­dad respecto de la burguesía es manifiesta. La joven burguesía, que parece afectada de senilidad precoz, no toma en cuenta los consejos que se le prodigan y se muestra incapaz de comprender que le conviene velar, aunque sea ligera­mente, su explotación.
El cristolisísimo periódico La Semaine Africaine, de Brazzaville, ha escrito dirigiéndose a los príncipes del régimen: «Hombres situados en los más altos puestos, y ustedes sus esposas, ahora enriquecidos con vuestro con­fort, con vuestra instrucción quizá, con vuestra hermosa mansión, con vuestras relaciones, con las múltiples mi­siones que os son otorgadas y que os abren nuevos ho­rizontes. Pero toda vuestra riqueza os construye un ca­parazón que os impide ver la miseria que os rodea. Te­ned cuidado.» Esta llamada de atención de La Semaine Africaine dirigida a los colaboradores de M. Youlou no tie­ne, como puede adivinarse, nada de revolucionario. Lo que quiere decir La Semaine Africaine'a los hambreadores del pueblo congolés es que Dios castigará su conducta: «Si no existe un lugar en vuestro corazón para los que están situa­dos por debajo de vosotros, no habrá sitio para vosotros en la casa de Dios.»
La burguesía nacional no se inquieta: Aprovecha la situación

Es claro que la burguesía nacional no se inquieta por tales acusaciones. Recostada en Europa, está firme­mente resuelta a aprovechar la situación. Los beneficios enormes que obtiene de la explotación del pueblo son exportados al extranjero. La nueva burguesía nacional tiene frecuentemente más desconfianza hacia el régimen que ha instaurado que las compañías extranjeras. Se nie­ga a invertir en el territorio nacional y se comporta en relación con el Estado que la protege y la alimenta con una ingratitud notable que vale la pena señalar. En los merca­dos europeos adquiere valores bursátiles extranjeros y va a pasar el fin de semana a París o a Hamburgo. Por su com­portamiento, la burguesía nacional de ciertos países subde-sarrollados recuerda a los miembros de una banda que, después de cada atraco, ocultan su parte a los demás parti­cipantes y preparan prudentemente la retirada. Este com­portamiento revela que, más o menos conscientemente, la burguesía nacional juega como perdedora a largo plazo. Adivina que esa situación no durará indefinidamente, pero quiere aprovecharla al máximo. No obstante, semejante ex­plotación y semejante desconfianza respecto del Estado des­encadenan inevitablemente el descontento al nivel de las masas. En esas condiciones el régimen se endurece. Enton­ces el ejército se convierte en el sostén indispensable de una represión sistematizada. A falta de un parlamento es el ejército el que se convierte en árbitro. Pero tarde o tempra­no descubrirá su importancia y hará pesar sobre el gobier­no el riesgo siempre en puerta de un pronunciamiento.

Como se ve, la burguesía nacional de algunos paí­ses subdesarrollados no ha aprendido nada en los libros. Si hubiera observado mejor a los países de América Latina, habría identificado sin duda los peligros que la acechan. Llegamos, pues, a la conclusión de que esta microburguesía que hace tanto ruido está condenada a seguir pataleando En los países subdesarrollados, la etapa burguesa es impo­sible. Habrá por supuesto una dictadura policiaca, una cas­ta de usufructuarios, pero la creación de una sociedad bur­guesa está destinada al fracaso. El grupo de usufructuarios galoneados, que se arrebatan los billetes frente al panora­ma de un país miserable, será más tarde o más temprano una brizna de paja en manos del ejército hábilmente manejado por expertos extranjeros. Así, la antigua metrópoli prac­tica el gobierno indirecto, a través de los burgueses a quie­nes alimenta y de un ejército nacional formado por sus ex­pertos y que tratan de detener al pueblo, lo inmoviliza y lo aterroriza.
Objetivo de las masas: Cerrar el camino a la burguesía
Estas observaciones que hemos podido hacer so­bre la burguesía nacional nos conducen a una conclu­sión que no debería sorprendernos. En los países subdesarrollados, la burguesía no debe encontrar condiciones para su existencia y desarrollo. En otras palabras, el esfuerzo con­jugado de las masas encuadradas en un partido y de los intelectuales altamente conscientes y armados de principios revolucionarios debe cerrar el camino a esa burguesía nociva.

La cuestión teórica que se plantea desde hace unos cincuenta años cuando se aborda la historia de los países subdesarrollados, esto es, saber si puede saltarse o no la etapa burguesa, debe resolverse en el plano de la acción revolucionaria y no mediante un razonamiento. La fase bur­guesa en los países subdesarrollados no se justificaría, sino en la medida en que la burguesía nacional fuera lo suficien­temente poderosa económica y técnicamente como para edi­ficar una sociedad burguesa, crear las condiciones de desa­rrollo de un proletariado importante, industrializar la agri­cultura, posibilitar, en fin, una auténtica cultura nacional.

Una burguesía tal como se ha desarrollado en Euro­pa ha podido, fortaleciendo su propio poder, elaborar una ideología. Esta burguesía dinámica, instruida, laica ha reali­zado plenamente su empresa de acumulación del capital y ha dado a la nación un mínimo de prosperidad. En los países subdesarrollados, hemos visto que no hay verdadera burguesía sino una especie de pequeña casta con dientes afilados, ávida y voraz, dominada por el espíritu usurario y que se contenta con los dividendos que le asegura la anti­gua potencia colonial. Esta burguesía caricaturesca es inca­paz de grandes ideas, de inventiva. Se acuerda de lo que ha leído en los manuales occidentales e imperceptiblemente se transforma no ya en réplica de Europa sino en su caricatura.

La lucha contra la burguesía de los países subdesa­rrollados está lejos de ser una posición teórica. No se trata de descifrar la condenación pronunciada contra ella por el juicio de la historia. No hay que combatir a la burguesía nacional en los países subdesarrollados porque amenaza frenar el desarrollo global y armónico de la nación. Hay que oponerse resueltamente a ella porque literalmente no sirve para nada. Esa burguesía, mediocre en sus ganancias, en sus realizaciones, en su pensamiento, trata cíe disfrazar esa mediocridad mediante construcciones prestigiosas en el pla­no individual, por los cromados de los automóviles norte­americanos, vacaciones en la Riviera, fines de semana en los centros nocturnos alumbrados con luz neón.

Esta burguesía que se desvía cada vez más del pue­blo en general no llega siquiera a arrancar concesiones es­pectaculares a Occidente: inversiones interesantes para la economía del país, creación de algunas industrias. Por el contrario, las fábricas de montaje se multiplican, consagran­do así el patrón neocolonialista en que se debate la econo­mía nacional. No hay que decir, pues, que la burguesía na­cional retrasa la evolución del país, que le hace perder el tiempo o que amenaza conducir a la nación por callejones sin salida. En realidad, la fase burguesa en la historia de los países subdesarrollados es una etapa inútil. Cuando esa casta sea aniquilada, devorada por sus propias contradicciones, se advertirá que no ha sucedido nada desde la independen­cia, que hay que recomenzar todo, que hay que partir de cero. La reconversión no se realizará en el nivel de las es­tructuras creadas por la burguesía durante su reinado, por­que esa casta no ha hecho otra cosa sino recoger intacta la herencia de la economía, el pensamiento y las instituciones coloniales.

Resulta tanto más fácil neutralizar a esta clase bur­guesa cuanto que es numérica, intelectual y económica­mente débil. En los territorios colonizados, la casta bur­guesa después de la independencia obtiene principal­mente su fuerza de los acuerdos contraídos con la anti­gua potencia colonial. La burguesía nacional tendrá ma­yores oportunidades de sustituir al opresor colonialista si se le ha dado la oportunidad de entablar negociacio­nes con la ex potencia colonial. Pero profundas contra­dicciones agitan las filas de esa burguesía, lo que da al observador atento una impresión de inestabilidad. No hay todavía homogeneidad de casta. Muchos intelectua­les, por ejemplo, condenan ese régimen basado en el dominio de unos cuantos. En los países subdesarrolla-dos, existen intelectuales, funcionarios, élites sinceras que sienten la necesidad de una planificación de la econo­mía, de la proscripción de los usufructuarios, de una prohibición rigurosa de la mixtificación. Además, esos hombres luchan en cierta medida por la participación masiva del pueblo en la gestión de los asuntos públicos.
Intelectuales honestos: Orientación sana de la nación

En los países subdesarrollados que obtienen la independencia, existe casi siempre un pequeño número de intelectuales honestos, sin ideas políticas muy precisas que, instintivamente, desconfían de esa carrera por los puestos y las prebendas, sintomática de la etapa inmediata­mente posterior a la independencia en los países coloniza­dos. La situación particular de esos hombres (sostén de fa­milia numerosa) o su historia (experiencias difíciles, forma­ción moral rigurosa) explica ese desprecio tan manifiesto por los maniobreros y usufructuarios. Hay que saber utili­zar a esos hombres en el combate decisivo que se quiere emprender para una orientación sana de la nación. Cerrar el camino a la burguesía nacional es, por supuesto, descar­tar las peripecias dramáticas posteriores a la independen­cia, las desventuras de la unidad nacional, la degradación de las costumbres, el asedio del país por la corrupción, la regresión económica y, a corto plazo, un régimen antidemocrático fundado en la fuerza y la intimidación. Pero también es escoger el único medio de avanzar.

Lo que retrasa la decisión y vuelve tímidos a los elementos profundamente democráticos y progresistas de la joven nación es la aparente solidez de la burguesía. En los países subdesarrollados recién independientes, en el seno de las ciudades construidas por el colonialis­mo bulle la totalidad de los cuadros. La ausencia de aná­lisis de la población global induce a los observadores a creer en la existencia de una burguesía poderosa y per­fectamente organizada. En realidad, ahora lo sabemos, no existe burguesía en los países subdesarrollados. Lo que crea a la burguesía no es el espíritu, el gusto o las maneras. No son siquiera las esperanzas. La burguesía es antes que nada el producto directo de realidades econó­micas precisas.

Pero, en las colonias, la realidad económica es una realidad burguesa extranjera. A través de sus repre­sentantes, es la burguesía metropolitana la que está representada en las ciudades coloniales. La burguesía en las colonias, es antes de la independencia, una burguesía occi­dental, verdadera sucursal de la burguesía metropolitana y que obtiene su legitimidad, su fuerza, su estabilidad de esa burguesía metropolitana. Durante la fase de agitación que precede a la independencia, elementos intelectuales y co­merciantes autóctonos en el seno de esa burguesía importa­da, tratan de identificarse con ella. Existe entre los intelec­tuales y los comerciantes autóctonos una voluntad perma­nente de identificación con los representantes burgueses de la metrópoli.

Esta burguesía que ha adoptado sin reservas y con entusiasmo los mecanismos de pensamiento carac­terísticos de la metrópoli, que ha enajenado maravillosa­mente su propio pensamiento y fundado su conciencia en bases típicamente ajenas, va a advertir con la gargan­ta seca que le falta eso que hace a una burguesía, es decir, el dinero. La burguesía de los países subdesarrollados es una burguesía en espíritu. No son ni su poder económico ni el dinamismo de sus cuadros, ni la enver­gadura de sus concepciones los que le aseguran su cali­dad de burguesía. Es al principio y durante mucho tiem­po una burguesía de funcionarios. Son los puestos que ocupa en la nueva administración nacional los que le darán serenidad y solidez. Si el poder le deja tiempo y posibilidades, esa burguesía llegará a acumular unos po­cos ahorros que fortalecerán su dominio. Pero se mos­trará siempre incapaz de dar origen a una auténtica so­ciedad burguesa con todas las consecuencias económi­cas e industriales que esto supone.

La burguesía nacional se orienta desde un princi­pio hacia actividades de tipo intermediario. La base de su poder reside en su sentido del comercio y del pequeño negocio, en su aptitud para arramblar con todas las co­misiones. No es su dinero lo que funciona, sino su sentido de los negocios. No invierte, no puede realizar esa acumu­lación del capital necesaria para la eclosión y el desarrollo de una burguesía auténtica. A este ritmo harían falta siglos para crear un embrión de industrialización. En todo caso, tropezará con la oposición implacable de la antigua metró­poli que, en el marco de los convenios neocolonialistas, habrá tomado todas sus precauciones.
Nacionalizar el sector terciario democráticamente

Si el poder quiere sacar al país del estancamiento y conducirlo a grandes pasos hacia el desarrollo y el progreso tiene, en primer lugar, que nacionalizar el sec­tor terciario. La burguesía que quiere hacer triunfar el espíritu de lucro y de disfrute, sus actitudes despreciativas hacia la masa y el aspecto escandaloso de las utilidades -del robo, habría que decir-, invierte en efecto masiva­mente en este sector. Pero es claro que esa nacionaliza­ción no debe adquirir el aspecto de una rígida estatización. No se trata de situar a la cabeza de los servicios a ciuda­danos no formados políticamente. Cada vez que este procedimiento ha sido adoptado se ha advertido que el poder había contribuido en efecto al triunfo de una dic­tadura de funcionarios formados por la antigua metró­poli que se mostraban rápidamente incapaces de pensar en la nación como un todo. Esos funcionarios empiezan pronto a sabotear la economía nacional, a dislocar los organismos y así, la corrupción, la prevaricación, la mal­versación de las reservas, el mercado negro se estable­cen. Nacionalizar el sector terciario es organizar demo­cráticamente las cooperativas de venta y de compra. Esdescentralizar esas cooperativas, interesando a las masas en la gestión de los asuntos públicos. Todo esto, como se ve, no puede realizarse sino politizando al pueblo. Antes se advertía la necesidad de clarificar de una vez por todas un problema capital. Ahora, en efecto, el principio de una politización de las masas es generalmente sostenido en los países subdesarrollados. Pero no parece asimilarse auténticamente esa tarea primordial. Cuando se afirma la necesidad de politizar al pueblo se decide expresar al mis­mo tiempo que se quiere el sostén del pueblo en la acción que va a emprenderse. Un gobierno que declara su deseo de politizar al pueblo expresa su deseo de gobernar con el pueblo y para el pueblo. No debe ser un lenguaje destinado a camuflar una dirección burguesa. Los gobiernos burgue­ses de los países capitalistas han superado desde hace tiem­po esa fase infantil del poder. Fríamente, gobiernan con ayu­da de sus leyes, de su poder económico y de su policía. No están obligados, ahora que su poder está sólidamente esta­blecido, a perder su tiempo en actitudes demagógicas. Go­biernan en su propio interés y tienen el valor que les da su poder. Han creado una legitimidad y confían en su derecho. La casta burguesa de los países recién independizados no tiene todavía ni el cinismo, ni la se­renidad fundados en el poder de las viejas burguesías.

De ahí cierta preocupación por disimular sus conviccio­nes profundas, por engañar, en una palabra, por mos­trarse popular. La politización de las masas no es la mo­vilización tres o cuatro veces al año de decenas o cente­nares de miles de hombres y mujeres. Esos mítines, esas asambleas espectaculares, se emparientan con la vieja táctica anterior a la independencia, cuando se exhibían las propias fuerzas para probarse a sí mismos y a los demás que se tenía el apoyo popular. La politización de las masas se propone no infanülizar a las masas, sino hacerlas adultas.
El papel del partido político en un país subdesarrollado
Esto nos conduce a determinar el papel del parti­do político en un país subdesarrollado. Hemos visto en las páginas anteriores cómo con mucha frecuencia espí­ritus simplistas, pertenecientes por lo demás a la nacien­te burguesía, no dejan de repetir que en un país subde­sarrollado la dirección de los asuntos por un poder fuer­te, una dictadura, es una necesidad. En esta perspectiva, se encarga al partido de una misión de vigilancia de las masas. El partido se añade a la administración y a la policía y controla a las masas no para asegurarse su par­ticipación real en los asuntos de la nación, sino para recordarles constantemente que el poder espera de ellas obediencia y disciplina. Esta dictadura que se cree soste­nida por la historia, que se estima indispensable después de la independencia simboliza en realidad la decisión de la casta burguesa de dirigir al país subdesarrollado pri­mero con el apoyo del pueblo, pero pronto en su con­tra. La transformación progresiva del partido en un servi­cio de información es el índice de que el poder cada vez se encuentra más a la defensiva. La masa informe del pueblo es concebida como la forma ciega que hay que controlar constantemente, sea por la mixtificación o por el miedo que le inspiran las fuerzas de la policía. El par­tido sirve de barómetro, de servicio de información. Se transforma al militante en delator. Se le confían misiones punitivas en las aldeas. Los embriones de partidos de oposición son liquidados a palos y pedradas. Los candidatos de la oposición ven sus casas incendiadas. La policía multiplica las provocaciones. En esas condiciones, por su­puesto, el partido es único y el 99,99 por ciento de los votos corresponden al candidato gubernamental. Hay que decir que en África cierto número de gobiernos se comportan de acuerdo con este modelo. Todos los partidos de oposición, por lo demás generalmente progresistas, que favorecían una mayor influencia de las masas en la gestión de los asuntos públicos, que deseaban poner coto a la burguesía despreciativa y mercantil han sido condenados, por la fuerza de los golpes y de la prisión, al silencio y a la clandestinidad.

El partido político en muchas regiones africanas aho­ra independientes conoce una inflación terriblemente gra­ve. Frente a un miembro del partido, el pueblo se calla, se convierte en carnero y manifiesta elogios al gobierno y al líder. Pero en la calle, por la noche, en la soledad de la aldea, en el café o junto al río, hay que oír esa amarga de­cepción del pueblo, esa desesperanza, pero también esa cólera contenida. El partido, en vez de favorecer la expre­sión de las quejas populares, en vez de fijarse como misión fundamental la libre circulación de las ideas del pueblo ha­cia la dirección, forma una pantalla y la impide. Los dirigen­tes del partido se comportan como vulgares sargentos y re­cuerdan constantemente al pueblo que «hay que guardar si­lencio en las filas». Ese partido que afirmaba ser el servidor del pueblo, que pretendía favorecer el desarrollo del pue­blo, desde que el poder colonial le entregó el país se apre­sura a conducir de nuevo al pueblo a su caverna. En el pla­no de la unidad nacional, el partido va a multiplicar igual­mente sus errores. Es así como el partido llamado nacional se comporta como partido racial. Es una verdadera tribu constituida en partido. Este partido que se proclama volun­tariamente nacional, que afirma hablar en nombre de todo el pueblo, secretamente y a veces abiertamente organiza una auténtica dictadura racial. Presenciamos no ya una dictadu­ra burguesa sino una dictadura tribal. Los ministros, los je­fes de gabinete, los embajadores, los prefectos son escogi­dos en la tribu del dirigente, algunas veces hasta directa­mente en su familia. Esos regímenes de tipo familiar pare­cen restablecer las viejas leyes de la endogamia y se siente no cólera, sino vergüenza frente a tanta tontería, tanta im­postura, tanta miseria intelectual y espiritual. Esos jefes de gobierno son los verdaderos traidores al África porque la venden al más terrible de sus enemigos: la ignorancia. Esa tribalización del poder provoca sin duda el espíritu regiona-lista, el separatismo. Las tendencias descentralizadoras sur­gen y triunfan, la nación se desintegra, se desmembra. El líder que gritaba: «Unidad africana» y que pensaba en su pequeña familia se despierta un buen día con cinco tribus que también quieren tener sus embajadores y sus ministros; y siempre irresponsable, siempre inconsciente, siempre mi­serable, denuncia «la traición».
El papel nefasto del líder
Hemos señalado repetidas veces el papel, con frecuencia nefasto, del líder. Es que el partido, en algu­nas regiones, está organizado como una banda en la que el individuo más duro asumiera la dirección. Se habla del ascendiente de ese líder, de su fuerza y no se vacila en decir, en un tono cómplice y ligeramente admirativo, que hace temblar a sus más próximos colaboradores. Para evitar esos múltiples escollos, hay que luchar tenaz­mente a fin de que el partido no se convierta jamás en un instrumento dócil en manos de un líder. Líder, del verbo inglés que significa conducir. El conductor del pueblo ya no existe. Los pueblos no son rebaños y no tienen necesidad de ser conducidos. Si el líder me conduce quiero que sepa que, al mismo tiempo, yo lo conduzco. La nación no debe ser una cuestión dirigida por un manitú. Así se entiende el pánico que se posesiona de las esferas dirigentes cada vez que uno de sus líderes se enferma. Les obsesiona el proble­ma de la sucesión. ¿Qué sucederá al país si desaparece el líder? Las esferas dirigentes que han abdicado frente al líder, irres­ponsables, inconscientes, preocupados esencialmente por la buena vida que llevan, los cócteles organizados, los viajes pa­gados y la productividad de las combinaciones descubren de pronto el vacío espiritual en el corazón de la nación.
El partido debe ser un instrumento en manos del pueblo

Un país que quiere responder realmente a las cuestiones que le plantea la historia, que quiere desarro­llar sus ciudades y el cerebro de sus habitantes debe poseer un verdadero partido. El partido no es un instru­mento en manos del gobierno. Por el contrario, el parti­do es un instrumento en manos del pueblo. Es éste el que determina la política que el gobierno aplica. El par­tido no es, no debe ser jamás la simple oficina política donde se encuentran a sus anchas todos los miembros del gobierno y los grandes dignatarios del régimen. El buró político, con demasiada frecuencia por desgracia, constituye todo el partido y sus miembros residen per­manentemente en la capital. En un país subdesarrollado, los miembros dirigentes del partido tienen que huir de la capital como de la peste. Deban residir, con excepción de unos cuantos, en las regiones rurales. Hay que evitar cen­tralizarlo todo en la gran ciudad. Ninguna excusa de tipo administrativo puede legitimar esa efervescencia de una ca­pital ya sobrepoblada y superdesarrollada en relación con las nueve décimas partes del territorio. El partido debe ser descentralizado al extremo. Es el único medio de activar las regiones muertas, las regiones que todavía no despiertan a la vida.

Prácticamente habrá cuando menos un miembro del buró político en cada región y se evitará nombrarlo jefe regional. No tendrá en sus manos el poder adminis­trativo. El miembro del buró político regional no debe ocupar el más alto rango en el aparato administrativo regional. No debe formar parte forzosamente del poder. Para el pueblo, el partido no es la autoridad, sino el organismo a través del cual ejerce su autoridad y su vo­luntad como pueblo. Cuanto menor sea la confusión y la dualidad de poderes, más desempeñará el partido su papel de guía y más constituirá para el pueblo la garan­tía decisiva. Si el partido se confunde con el poder, ser militante del partido equivale a tomar el camino más corto para lograr fines egoístas, para tener un puesto en la administración, para subir de grado, cambiar de esca­lón, hacer carrera.
En un país subdesarrollado, la creación de direc­ciones regionales dinámicas detiene el proceso de macrocefalia de las ciudades, la afluencia incoherente de las masas rurales hacia las ciudades. La creación, des­de los primeros días de la independencia, de direcciones regionales en una región con plena competencia, para despertarla, hacerla vivir, acelerar la toma de conciencia de los ciudadanos, es una necesidad a la que no podría escapar un país deseoso de avanzar. De lo contrario, en tor­no al líder se amontonan los responsables del partido y los dignatarios del régimen. Las administraciones se inflan, no porque se desarrollen y se diferencien, sino porque nuevos primos y nuevos militantes esperan un lugar para infiltrarse en el engranaje. Y el sueño de todo ciudadano es ir a la capital, cortar un trozo del queso. Las localidades son abando­nadas, las masas rurales sin encuadrar, sin educación y sin sostén se alejan de una tierra mal trabajada y se dirigen ha­cia las periferias de las ciudades, inflando desmesuradamente el lumpen-proletariat.

La hora de una nueva crisis nacional no está lejos. Pensemos, por el contrario, que el interior del país debería ser privilegiado. En última instancia, no habría ningún in­conveniente en que el gobierno tuviera su sede fuera de la capital. Hay que desconsagrar a la capital y mostrar a las masas desheredadas que es para ellas para lo que se quiere trabajar. Es, en cierto sentido, lo que el gobierno brasileño ha tratado de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un insulto para el pueblo brasileño. Pero desgraciada­mente Brasilia es todavía una nueva capital tan monstruosa como la primera. El único interés de esa realización es que ahora existe una carretera a través de la selva. No, ningún motivo serio puede oponerse a la elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de las re­giones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados es una noción comercial heredada del periodo colonial. Pero en los países subdesarrollados tenemos que multiplicar los contactos con las masas rurales. Tenemos que hacer una política nacional es decir, antes que nada una política para las masas. No hay que perder nunca el con­tacto con el pueblo que ha luchado por su independen­cia y por el mejoramiento concreto de su existencia.
Los funcionarios y los técnicos indígenas no deben sumergirse en los diagramas y estadísticas, sino en el cora­zón del pueblo. No deben erizarse cada vez que se trata de un traslado «al interior». Ya no deben darse casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amena­zan a sus maridos con el divorcio, si no consiguen evitar un nombramiento para un puesto rural. Por eso el buró políti­co del partido debe privilegiar a las regiones desheredadas, y la vida de la capital, vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad nacional como un cuerpo extraño, debe ocu­par el menor lugar posible en la vida de la nación, que es fundamental y sagrada.
El partido debe ser la expresión directa de las masas
En un país subdesarrollado, el partido debe orga­nizarse de tal manera que no se contente con mantener contactos con las masas. El partido debe ser la expresión directa de las masas. El partido no es una administración encargada de trasmitir las órdenes del gobierno. Es el portavoz enérgico y el defensor incorruptible de las ma­sas. Para llegar a esta concepción del partido, es necesa­rio antes que nada desembarazarse de la idea muy occi­dental, muy burguesa y, por tanto, muy despreciativa de que las masas son incapaces de dirigirse. La experiencia prueba, en realidad, que las masas comprenden perfec­tamente los problemas más complicados. Uno de los ma­yores servicios que la revolución argelina habrá presta­do a los intelectuales argelinos es haberlos puesto en contacto con el pueblo, haberles permitido contemplar la extrema, inefable miseria del pueblo y asistir, al mis­mo tiempo, al despertar de su inteligencia, a los progre­sos de su conciencia. El pueblo argelino, esa masa de ham­brientos y analfabetos, esos hombres y mujeres sumergidos durante siglos en la oscuridad más terrible se han sostenido contra los tanques y los aviones, contra las bombas incendiarias y los servicios psicológicos, pero sobre todo contra la corrupción y el lavado de cerebro, contra los traidores y los ejércitos «nacionales» del general Bellounis. Ese pueblo se ha sostenido a pesar de los débiles, de los vacilantes, de los aprendices de dictadores. Este pueblo se ha sostenido porque durante siete años su lucha le ha abierto campos cuya existencia ni siquiera sospechaba. Ahora trabajan ar­merías en pleno d/efe/varios metros bajo tierra, los tribuna­les del pueblo funcionan en todos los niveles, comisiones locales de planificación organizan el desmembramiento de las grandes propiedades, elaboran la Argelia de mañana. Un hombre aislado puede mostrarse rebelde a la compren­sión de un problema, pero el grupo, la aldea, comprende con una rapidez desconcertante. Es verdad que si se toma la precaución de emplear un lenguaje sólo comprensible para los licenciados en derecho o en ciencias económicas, se pro­bará fácilmente que las masas deben ser dirigidas. Pero si se habla el lenguaje concreto, si no se está obsesionado por la voluntad perversa de confundir las cartas, de desembara­zarse del pueblo, se advierte entonces que las masas captan todos los matices, todas las astucias. Recurrir a un lenguaje técnico significa que se quiere considerar a las masas como profanas. Ese lenguaje disimula mal el deseo de los confe­renciantes de engañar al pueblo, de dejarlo fuera. La empre­sa de oscurecimiento del lenguaje es una máscara tras la cual se perfila una más amplia empresa de despojo. Se pre­tende al mismo tiempo arrebatarle al pueblo sus bienes y su soberanía. Todo puede explicarse al pueblo a condición de que se quiera que comprenda realmente. Y si se piensa que no se necesita de él, que por el contrario amenaza con rom­per la buena marcha de las múltiples sociedades privadas y de responsabilidad limitada cuyo fin es hacer al pueblo to­davía más miserable, el problema está zanjado.

No porque se desarrollen y se diferencien, sino porque nuevos primos y nuevos militantes esperan un lugar para infiltrarse en el engranaje. Y el sueño de todo ciudadano es ir a la capital, cortar un trozo del queso. Las localidades son abando­nadas, las masas rurales sin encuadrar, sin educación y sin sostén se alejan de una tierra mal trabajada y se dirigen ha­cia las periferias de las ciudades, inflando desmesuradamente el himpen-protetariat.

La hora de una nueva crisis nacional no está lejos. Pensemos, por el contrario, que el interior del país debería ser privilegiado. En última instancia, no habría ningún in­conveniente en que el gobierno tuviera su sede fuera de la capital. Hay que desconsagrar a la capital y mostrar a las masas desheredadas que es para ellas para lo que se quiere trabajar. Es, en cierto sentido, lo que el gobierno brasileño ha tratado de hacer con Brasilia. La altivez de Río de Janeiro era un insulto para el pueblo brasileño. Pero desgraciada­mente Brasilia es todavía una nueva capital tan monstruosa como la primera. El único interés de esa realización es que ahora existe una carretera a través de la selva. No, ningún motivo serio puede oponerse a la elección de otra capital, al desplazamiento del gobierno completo hacia una de las re­giones más desfavorecidas. La capital de los países subdesarrollados es una noción comercial heredada del periodo colonial. Pero en los países subdesarrollados tenemos que multiplicar los contactos con las masas rurales. Tenemos que hacer una política nacional es decir, antes que nada una política para las masas. No hay que perder nunca el con­tacto con el pueblo que ha luchado por su independen­cia y por el mejoramiento concreto de su existencia.

Los funcionarios y los técnicos indígenas no deben sumergirse en los diagramas y estadísticas, sino en el cora­zón del pueblo. No deben erizarse cada vez que se trata de un traslado «al interior». Ya no deben darse casos de las jóvenes esposas de los países subdesarrollados que amena­zan a sus maridos con el divorcio, si no consiguen evitar un nombramiento para un puesto rural. Por eso el buró políti­co del partido debe privilegiar a las regiones desheredadas, y la vida de la capital, vida ficticia, superficial, superpuesta a la realidad nacional como un cuerpo extraño, debe ocu­par el menor lugar posible en la vida de la nación, que es fundamental y sagrada.

Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.

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