jueves, 12 de septiembre de 2013

CAPITULO XVI-II




EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XVI-II




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen
Viene de la entrega anterior.
Sin embargo, la cita más afamada de los vinos de malvasía está en boca de Shakespeare. En la segunda parte de El Rey Enrique IV, Doll Teart-Sheet irrumpe alegre en la taberna de Eastcheap. Su posadera, mistress Quickly, advierte que ha bebido demasiado “Canarias, vino maravillosamente penetrante y que perfuma la sangre”. En Noche de Reyes o como queráis, sir Toby Belch recomienda al decaído sir Andrew Aguacheek, la copa de Canarias que le falta. Todavía encontramos otra cita shakesperiana extraída de Las alegres comadres de Windsor, donde el dueño de la posada de Inn se despide para beber Canarias junto con su honrado caballero Falstaff.
Y del vino, los bebedores. El personaje más famoso de esta época es, sin duda, el duque de Clarence, de quien la leyenda dice que pidió morir ahogado en un barril de malvasía.
Cuando el último prefecto francés de la Lousiana, en el brindis rendido a España en el momento en que su antigua colonia se acoge bajo la bandera de la Unión Americana, el 20 de diciembre de 1805, se solemniza al levantar las copas en honor de España y de su Rey con vino de Canarias.
El caballero Casanova, preso en la cárcel veneciana de Los Plomos, relata en sus memorias el encuentro en ella con un recluso ilustre, “dueño de aquella cantidad de malvasía capaz de aliviarle la lóbrega estancia de su infortunio”.
El novelista norteamericano Mayne Reid, al relatar en Guillermo el Grumete o Las reliquias del Océano, el naufragio del velero Pandora, deja que flote sobre las aguas como una mágica evocación exótica un tonelito de Canarias. El negro Bola-de-Nieve explica la presencia del tonelito entre los náufragos. Él mismo, viéndole flotar, se había apresurado a recoger “tan preciosa reliquia”.
René Verneau se refiere a esta variedad en los siguientes términos:
“Pero… ¡qué vinos! No hay nadie que haya saboreado los grandes vinos secos, el moscatel y la malvasía de este país que pueda olvidarlos. Lo repito, son de los mejores que se cosechan en el mundo entero. Los dulces (moscatel y malvasía) son claros, límpidos y de ningún modo empalagosos, como algunos de los vinos que traemos de España. Por eso, aunque el precio pueda parecer un poco elevado, estoy convencido de que el negociante que los dé a conocer entre nosotros no dejará de venderlos en condiciones muy ventajosas”.
La decadencia del gusto por la malvasía vino como consecuencia de la Guerra de los Siete Años, en que cedió su plaza a los vinos de Francia y creció el gusto por los vinos de Madeira. Entonces cobraron fama en las islas los vidueños, que gozaron de halagüeñas esperanzas, pues hacia 1783, EE.UU. e Inglaterra les abrieron las puertas de sus mercados.
El espejismo duró poco. La competencia de los vinos de Jerez y Madeira, así como las barreras arancelarias, estrangularon cualquier reinicio del esplendor perdido. En 1848 la decadencia era evidente.
En 1877 y 1898, los vinos de Canarias concurrieron a las exposiciones de Madrid y París. Patricio Estévanez, en un artículo publicado en La Ilustración de Canarias, detiene su pluma sobre los vinos de la muestra parisina y dice: “La Madera ha obtenido el gran premio de honor y nosotros gracias que hemos obtenido unas cuantas medallas”. La sentencia se había pronunciado. Juan Carlos Díaz Lorenzo, 2006, en: Diario de Avisos)
1611 marzo 14.
Notas en torno al asentamiento europeo en el Valle Sagrado de Aguere (La Laguna) después de la invasión y conquista de la isla Chinech (Tenerife).

Los recursos económicos. Propios, Rentas e Ingresos  Extraordinarios del Cabildo Colonial  de Tenerife.

Los principales agentes destructores. Los incendios.
Aunque, como en todas las épocas, se produjese un incendio acci­dentalmente por descuido de un labrador, caminante o usuario, el ver­dadero peligro se hallaba en el fuego intencionado. El de origen fortui­to se intenta combatir desde 1507 y se completa más adelante la normativa mediante la prohibición de portar hacho o lumbre por el monte en cualquier época del año, si bien la pena impuesta por esta in­fracción era doblada durante el verano, además de acarrear prisión. In­cluso se regulaban las condiciones en que era permitido encender una hoguera por necesidad. Harina de otro costal es el fuego provocado, que era el medio más eficaz para acabar con el monte y ha constituido de siempre el arma utilizada por muchos agricultores y pastores. Las noticias sobre incendios no son muy frecuentes en la documentación municipal, y es seguro que hubo bastantes más de los reflejados en las fuentes concejiles, de las que ofrecemos un resumen expositivo.
A fines de 1532, los regidores Aguirre y Las Casas proporcionan a sus compañeros de Cabildo una imagen catastrófica de la visita efec­tuada por la vertiente norte del macizo de Anaga hasta llegar a Taga-nana (zona trasera de las montañas del Obispo), sector enormemente castigado por talas y quemas, así las laderas de un cabo e de otro, dende lo alto hasta lo baxo, a las corrientes de las aguas. Consideraban ynistimable el destrozo, instando al gobernador y al resto de los regidores a desplazarse al lugar y comprobar por sí mismos el daño. más ostensible en la demarcación de las Aceñas y el río de agua de Tedexa, es decir, la zona de los Batanes.

Casi cotidiano era el uso indiscriminado del incendio por parte de los pegueros con objeto de derribar los pinos y hacer teones para la fa­bricación de la pez, pero era imposible probar responsabilidades con­cretas, dada la lejanía de los hornos y la probable complicididad de ve­cinos y montaraces.
La impunidad e inconsciencia invitaban a la continuidad, y sólo cuando se pone en peligro algo tan caro al Ayuntamiento desde los ini­cios colonizadores como la montaña del Obispo es cuando se decide de forma clara a intervenir en asunto considerado de suma gravedad, aun­que no por ello dejan de repetirse los intentos usurpadores mediante el incendio habida cuenta de la cercanía a la ciudad, que convertía a esa masa forestal en sumamente tentadora. En marzo de 1543 el personero alertaba en una sesión capitular sobre el grandísimo fuego que asolaba las montañas del Obispo, exigiendo una intervención rápida al goberna­dor, a quien achacaba pasividad. En el fondo latía una cuestión de rivali­dad entre los dos personajes, que se acusan mutuamente de indolencia ante la situación. El gobernador justificaba su decisión señalando que en cuanto se percató del incendio personalmente movilizó a los vecinos que pudo, pues mediante un auto ordenó a 120 hombres que acudiesen a apagar las llamas, acompañándolos dos alguaciles y proveyéndolos de mantenimientos; censuraba, por contra, la actitud del personero, que debía haber orientado a la multitud, yendo con el pueblo. A finales de julio se declara otro incendio en las montañas capitalinas, y a instancia del personero acuerda el Ayuntamiento que los regidores Aguirre y Mesa reúnan gente y gasten lo necesario para sofocarlo, pero la tarea se complica y prolonga durante las semanas siguientes porque un poderoso viento levante propaga el fuego. Como afecta a una amplia extensión se acuerda abrir una investigación, máxime al conocerse que la causa había radicado en el descuido de unos personas que estaban cazando con can­diles, y como medida complementaria decretaron que nadie cortase ma­dera verde, sino que se utilizase lo chamuscado.

En agosto de 1564 se extiende el fuego por la zona aledaña al Teide. Se requiere entonces la colaboración de los alcaldes de La Orotava, Los Realejos, San Juan, Santa Catalina e Icod de los Vinos, para que juntasen a los vecinos y extinguiesen el incendio. Sin llegar a la categoría de incendio generalizado, en noviembre de 1572, tras una vi­sitación, el gobernador y los regidores diputados informan del recurso del fuego por parte de algunos usurpadores que rozan terrenos de pro­pios en diferentes partes del norte: Francisco de la Coba, Blas Hernán­dez, Domingo Pérez (en Icod), Bartolomé de Ponte (en Garachico), Hernando Calderón y Acevedo (en Buenavista). A estos personajes, algunos de ellos componentes de la oligarquía insular y regidores del Cabildo, se les abrió proceso, pero en la práctica las medidas judicia­les de poco o nada sirvieron. No resulta extraño que las llamas se re­produjeran en otras fechas, como en septiembre de 1575, afectando a La Orotava, Los Realejos y Acentejo.
Una cosa son, naturalmente, los incendiarios, y otra los instigado­res, generalmente grandes propietarios y miembros de la oligarquía in­sular, que azuzan a sus deudos y colonos para que extiendan sus fun­dos a costa de la propiedad pública y del abastecimiento de aguas.Un prototipo de estas quemas es la de 1588, cuando unos tributarios del escribano público Lucas Rodríguez Sarmiento —quien tenía pleito sobre la propiedad concejil en el Barranco de Pedro Álvarez—, pren­den fuego a las montañas de Tegueste y del Obispo, en las inmediacio­nes de los acuíferos de La Laguna y de una zona muy valiosa para los vecinos de Tegueste para proveerse de madera y leña para sus casas, aperos, viñas, etc.319. Como suele suceder en estos casos, los focos se localizaban en diferentes puntos. El procurador mayor del Concejo y los diputados se querellaron contra 11 vecinos en la noche del domin­go 6 de noviembre y el lunes siguiente. Disponiendo a su favor de tiempo levante, comenzaron el incendio en Tegueste en lugares con acebiños, haya, pinos y otras especies, propalándose las llamas a mas de una legua de tierra. El riesgo principal, con todo, residía en un eventual cambio de dirección del viento, circunstancia relativamente frecuente en la isla.

Era un hecho conocido que los arrendatarios y censualistas alen­taban la usurpación de tierras realengas, hasta el punto de que en algu­nos contratos, como uno relativo al barranco de Pedro Álvarez (enton­ces con matorral, brezo, heléchos, granadillos y zarzas), se incluyese el compromiso de aquéllos de abonar las penas pecuniarias que pudie­ran derivarse de roturaciones ilegales, consintiendo el fuego guando los vezinos comarcanos lo echaren en el dho. término. El problema era que la Justicia apenas imponía una pequeña multa por estos actos, y los instigadores se quedaban con la propiedad. Es más, los denuncia­dos, como en esta ocasión, podían acogerse al derecho de asilo en re­cinto sagrado (se refugian en el convento de San Francisco), y hasta tienen la desfachatez de implorar justicia ante la Real Audiencia.
Rozas y excesos en las datas y mercedes reales.
De poco podía servir el arsenal legal (provisiones y cédulas rea­les, ordenanzas) cuando la ausencia de concreción en los límites de la propiedad pública, la carencia de una infraestructura de vigilancia, el descontrol en las datas, la tolerancia de las autoridades pedáneas y concejiles, la falta de conocimiento de la situación por los monarcas que conceden exorbitantes mercedes a paniaguados, las peculiares re­laciones sociopolíticas que mantenían a la masa dominada y depen­diente, de una poderosa oligarquía, y el deseo de propiedad —aunque fuera en condición de enfiteuta— de gran parte de la población, se aliaban para mermar desmesuradamente la superficie arbolada.

No fueron, pues, los ingenios, ni las necesidades vecinales para la labranza, ni la construcción de navíos, ni siquiera la pez, los principa­les culpables de la caótica situación que suponía el que a fines de siglo se hubiese esfumado la titularidad pública municipal de decenas de miles de fanegadas, que son despojadas de la primitiva capa forestal de dominio municipal. En los párrafos que siguen sólo se presenta referencia global a un problema secular, explicitado aquí en significativos ejemplos.
Los ocupantes ilegales son numerosos y generalmente no existe un acuerdo ni siempre está detrás un encumbrado protector, pero son las roturaciones menos dañinas, por lo escaso de la superficie arrebata­da, que busca además no despertar la mirada de las autoridades conce­jiles, más proclives a castigar al menesteroso. En esos casos los proce­dimientos son expeditivos, y el Cabildo se muestra bien dispuesto a actuar en mayo de 1527 el regidor Las Casas denunciaba que un tal Juan Luís había talado la montaña de la capital y había edificado una choza de madera, exigiendo que se le quemase.

Los males venían de atrás, de los orígenes mismos de la puesta en explotación. En 1514 el Concejo se hace eco de los grandes daños causados en la vertiente norte, desde los montes de Taoro hasta el Malpaís de Icod, debido a la saca ilegal de madera de la isla. Apro­vechando la zona trazada como dehesa y área labradía en torno a Los Rodeos, en 1515 muchos desmontan ilegalmente bordeando el camino que conducía a Tacoronte 322. En 1522, como se talaba en la montaña del Obispo, en el origen de las aguas, el gobernador con dos acompa­ñados acuden a visitar la zona.

Por desgracia, la actuación concejil solía ser «a posterior!», ante hechos consumados. Así, en noviembre de 1532 el Cabildo comisionó a los regidores Aguirre y Las Casas para que inspeccionasen las mon­tañas de las Aceñas y averiguasen quiénes habían desmontado en ese término, aunque se sospechaba de un tal Luís Velázquez y del clérigo Juan de Adarve. No obstante, algunas veces —parece que fueron pocas— el montaraz cumplía su función denunciando lo que entendía pernicioso: en febrero de 1539, Juan de Saucedo, beneficiario de una merced real de tierras en la vertiente más meridional de la zona de Ge-neto, había talado muchos pinos, que eran numerosos y espesos, y so­licitaba permiso al Ayuntamiento —después de la denuncia del monta­raz— para entresacar algunos para que los restantes crecieran.
El drama del Cabildo era la enorme confusión reinante en lo rela­tivo a las fronteras entre la propiedad pública y la particular. La madeja se enredó más con el acrecentamiento del patrimonio municipal al adquirir la corporación —en una buena política comunitaria— deter­minadas propiedades para su uso como dehesa, generalmente, pero con el resultado de quedar fincas particulares mezcladas con bienes de pro­pios. Todo ello propició la entrada de muchos en los montes públicos. Algunos tímidos intentos se realizaron para aclarar la situación en cier­tos enclaves, pero la realidad global de confusión persistió. Un ejemplo de lo expuesto es el amojonamiento de tierras en el barranco del Mocan, al sur de la capital, ante las dudas planteadas en las lindes.
Además, por esas fechas, en 1541, se conoce que muchos cortaban y exportaban sin licencia cantidad de vigas y jibrones en el Malpaís de Icod327. En 1552 esta situación se repetía en las montañas comarcanas de la capital, por mano de Pérez de Hemerando. En 1556 el proble­ma se denuncia en Abona, y en la propia Montaña del Obispo se cor­tan laureles para barcos y otras utilidades.

Constituyó un procedimiento ordinario el aumento de la propie­dad a costa de los montes cercanos o limítrofes, basándose en supues­tos títulos: en noviembre de 1554 se discute en el Cabildo acerca de la destrucción de las montañas de Icod, roturadas por muchas personas. El gobernador actúa de acuerdo con la ley de Toledo y encomienda al procurador mayor que se persone en la causa. Pero los procesos no disuadían a los infractores, pues en noviembre de 1558 se insta al re­gidor Alonso Jáimez a que vele especialmente por esa zona para que los vecinos icodenses no labrasen ni desmontasen mientras duraba el pleito. Nuevamente, los vecinos de la zona piden al Ayuntamiento en noviembre de 1565 que intervenga ante el desmonte que realiza sin licencia Martín Cosme, pero el asunto queda en principio sin resolver a causa de las diferencias surgidas entre los regidores acerca de la competencia del Cabildo, por lo que se solicita informe al letrado de la corporación.

En los primeros meses de 1576 se alude a las rozas que los Calza-dilla habían efectuado en las montañas de la cuesta de Acentejo, y a fines del mismo año Coronado expone que la falta de agua en la ciu­dad radica en cortes ilegales en la montaña del Obispo y Tegueste. A fines de 1579 otro destacado gran propietario, Juan de Azoca, es obje­to de acción judicial por el Cabildo por detentar bienes concejiles en Las Abiertas de Mateo Viña, en zona montuosa334. Pero la gente sigue talando en ese codiciado término de Agua García, cortando muchos árboles y edificando casas.

A pesar del interés que el Ayuntamiento mostró por la conserva­ción de las montañas cercanas a La Laguna, las propias denuncias de miembros de la institución acerca de su infracción, responsabilizando de ello al Cabildo, son prueba de su ineficacia. En 1577 hasta se llega a pedir que se traigan las ordenanzas relativas a esas montañas a otra sesión para leerlas —a tanto llegaba el «olvido» del gobernador y otros componentes del Regimiento—, pero los cortes (los leñadores acuden allí por comodidad, dada la cercanía) y la introducción de ga­nado —que consume los pimpollos— continúa, decidiéndose al fin pregonar nuevamente las ordenanzas antiguas336. Ni que decir tiene que en términos más alejados de la autoridad todo quedaba al arbitrio de las autoridades locales y de los regidores presentes en esas zonas.
Lo curioso es que a veces los regidores que condenan determina­das usurpaciones a su vez son protagonistas de hechos similares en otras demarcaciones. Por ejemplo, Pedro Soler señalaba en noviem­bre de 1587 que se estaban haciendo talas y rozas en las montañas del Obispo, e inculpaba a Alonso de Paz y a sus tributarios y arrendata­rios, así como a Agustín Rengifo de Vargas y a un palmero. En mayo de 1589 es el regidor Juan de Gordejuela el que perpetra talas en Icod el Alto, e igualmente es citado por desmontar en 1596 y 1597 —haciendo oídos sordos a los pregones del Cabildo para que cesasen los cortes— en las montañas de Los Realejos con otra mucha gente: Francis­co Duarte, Miguel González, Diego Afonso, Diego Hernández
En octubre de 1593 se siguen rozando montañas en Acentejo y Agua García, y en junio de 1596 el procurador mayor del Concejo señalaba que las montañas de El Sauzal, Tacoronte y Agua García se estaban desmontando a toda prisa, y en el Realejo de Arriba el benefi­ciado del lugar y otros vecinos no paraban de roturar. El mentado clérigo y el alcalde del lugar seguían rozando impunemente en los pri­meros meses de 1597. En 1599, en fin, el gobernador manifestaba impotente que en las montañas del Realejo andaba talando mucha gente, por lo que había enviado a un alguacil, que había prendido a Francisco Afonso y a otros vecinos, notificando al procurador mayor que interviniese en la causa.

No debe extrañar, por tanto, el panorama dibujado por el goberna­dor en julio de 1585, al término de una visitación con algunos regido­res: an venido en gran quiebra y menoscabo en más que la tercia parte [las montañas], así por la mucha madera que deltas se a sacado para fuera de la ysla como por averse entrado en ellas muchas perso­nas, talándolas y rogándolas, quemándolas y sembrándolas, de que an sydo lesos e danificados los propios desta ysla. Decían los infor­mantes que pronto iba a resultar problemático hallar madera para construcción y reparación de viviendas. Una medida que se proponía era la de comisionar a un grupo de regidores que, acompañándose de personas ancianas y llevando títulos reales, fijasen mojones altos y con escasa separación, de modo que fuesen visibles entre sí, con objeto de restar justificación a los que robaban terreno aduciendo que la monta­ña estaba ya rozada y que sólo se trataba de un matorral o pimpollada porque la habían dejado de sembrar dos o tres años como syenpre dizen, quedándose con ellas. Pero no todos los regidores compartían ese optimismo, pues entendían —como Bartolomé de Ponte— que el amojonamiento no servía como disuasión o remedio, dado que las penas contra los usurpadores eran muy leves.
Como bien exponía el gobernador, las lindes de los propios de barlovento (de cumbre a mar) eran absurdas, e incluso el propio pri­mer Adelantado había concedido con anterioridad al señalamiento de los mismos varias haciendas a particulares dentro de esos límites, por lo que aprovechando la confusión muchos talaban y roturaban en montes concejiles. En ese juicio podían estar todos de acuerdo, pero no había consenso en la receta idónea para acabar con un mal secular y que había alcanzado ya vastas proporciones, pues los regidores no compartían el criterio de la Justicia, que quería alcanzar un acuerdo con los detentadores (más bien parecía una victoria para éstos), en cuanto consagraba la legalidad de lo expoliado a cambio de un mode­rado tributo de trigo para pósito de la isla, en una época en que la isla cobraba conciencia de su condición de importadora de grano.

Antes se aludió a que la intervención de los monarcas al conceder determinadas mercedes fue negativa, pues por un lado suponían direc­tamente un recorte del patrimonio público, y por otra sentaron las bases, por su indeterminación, para la apropiación ilegal de una super­ficie muy superior a la donada. El Cabildo así lo entendió, y trató en alguna ocasión de oponerse a este tipo de datas extemporáneas, como la de Ruy Gomes da Silva, que ya disfrutaba de amplias posesiones, y que en 1555 recibe nada menos que todas las tierras públicas y realen­gas sin repartir, más el remanente de la laguna de la ciudad. En otros casos la política del Ayuntamiento, harto ya de lentos y costosos plei­tos, se orientaba hacia la búsqueda de un arreglo con los detentadores, que valiéndose de las mercedes se habían introducido en los montes públicos y usurpado una cantidad de fanegadas desproporcionada a cuenta de la data. Los casos del bach. Funes, bach. Fraga, Juan de Aguirre, la familia Soler y Francisco de la Coba son los más flagrantes y controvertidos en muchas sesiones capitulares.
Las negociaciones con el Bachiller Fraga y su familia son largas, pues se presentan sucesivamente diferentes propuestas de transacción por parte de la corporación, rectificadas ante las demandas de los ven­dedores en otra dirección. El grueso de las tierras montuosas que an­daban en litigio eran un sector del Rodeo y otro de Agua García. En agosto de 1566 ofrecía el Concejo el perdón de 130 fas. de trigo que la familia debía a la institución, más la cesión de 2 suertes francas de tie­rra durante cuatro años (alternando el Rodeo alto y el bajo). En 1571 aún no se había llegado a un acuerdo, al menos sobre Agua García, que era lo más importante. En octubre de 1557 el personero denun­ciaba en cabildo que el bach. Fraga y Aguirre, aprovechando una carta de vecindad que otorgaba 50 fas., habían tomado más de 1.000.

Quizá el modelo más lacerante de este género de esquilmados haya sido Francisco de la Coba. El 30 de junio de 1505, el licdo. d. Luis Alarcón había recibió una merced real de 8 caballerías de tierras más 200 fas.(en total, 360 fas.) de sequero en Taoro o en el término por él elegido. Este personaje deja como heredero a d. Zoilo Ramí­rez, deán de Canaria, el cual hizo donación a Francisco de la Coba de sus derechos.

Entonces comienza la rocambolesca trayectoria de un la­trocinio histórico que afectó de un modo extraordinario e indiscrimi­nado a los montes municipales. Primero se adueña del Valle de Afur, sin mandamiento judicial, tomando posesión ante escribano de ese tér­mino y de otras tierras en el Valle de Salazar. El Ayuntamiento le puso pleito porque el valle primero tenía por sí solo 5 ó 6.000 fas. Pero lejos de contentarse, bajo el amparo del título de Alarcón, de la Coba se in­troduce en montes y dehesas de Abona, Agache, Los Realejos, La Orotava, cabezadas de La Matanza, Sta. Úrsula, La Victoria, Los Lla­nos de Santa Cruz (debajo de La Cuesta), Icod de los Vinos y de los Trigos (Icod el Alto), Geneto, Adeje, Ifonche. Según algunas informa­ciones, en esos parajes se apoderó de 10.000 a 12.000 fas. de tierras realengas. Las escribanías de la isla, en especial las de Daute, registran docenas de enajenaciones de los Coba en la segunda mitad del s. xvi, pues esta familia emprendió rápidamente —casi con la misma veloci­dad con la que iba «adquiriendo» las posesiones— una serie de ventas, posiblemente conociendo los compradores el origen ilegal de la pro­piedad. Por ejemplo, en 1556 traspasó a Bartolomé de Fonseca las aguas de Ifonche y otras adyacentes, como las de Aranaga y Guayero, y las tierras regables con esos caudales (cinco doceavas partes de todo ello). En 1558 vendía al mismo Fonseca otras 5 doceavas partes.
El regidor Francisco de Coronado, en su papel de principal fustigador de los usurpadores y destructores de los montes, exponía en octu­bre de 1565 a sus compañeros de corporación que —como era de do­minio público— De la Coba había tomado una cuantiosa superficie cetierras en toda la isla, en las que entraba una considerable porción de montes, dehesas y baldíos, e que no ay quien le vaya a la mano, y de­mandaba una acción tajante de la institución, poniéndole demanda, pues si no se le ponía freno usurparía mucho más. A pesar de que algún edil era de la misma opinión y de que se trataba de un hecho notorio y muy bien conocido, la decisión es la de recabar información sobre el asunto. De la Coba seguirá con sus acciones ilegales, y de poco ser­vía la firme actitud de Coronado, que no cesa de denunciarlas, como en octubre de 1568; esta vez se había adentrado en terrenos adquiridos por el Concejo a particulares, haciendo caso omiso de las repetidas prohibi­ciones. En septiembre de 1571 son los vecinos de La Orotava los que se quejan de sus usurpaciones. Casi un año más tarde se trata nueva­mente en cabildo sobre las tierras detentadas por De la Coba, y ya hemos visto en el apartado dedicado a los incendios cómo este persona­je roza y quema montañas de propios en ese mismo año.

A principios de 1576, Coronado hace una síntesis de la situación: no es que el Concejo denunciase a Francisco de la Coba, sino que éste —haciendo suyo el principio de que la mejor defensa es un ataque— tenía demanda contra aquél porque pretendía que le pertenecían nada menos que las dehesas de La Orotava y Los Realejos, mientras exhibía permanentemente los títulos del licdo. Alarcón. Señalaba el regidor que las famosas 6 caballerías de tierra se habían transformado ya en 12 ó 20.000 fas. del patrimonio real, baldíos, montes, pastos conceji­les..., sin contar lo que el deán Alarcón había tomado en el valle de Afur, que se había vendido o atributado a varias personas. Y es que, además del daño directo inferido por este grupo de grandes detentado­res, la táctica que seguían algunos —especialmente De la Coba— agu­dizaba el problema, tanto desde una perspectiva jurídica, como social, convirtiendo las usurpaciones en hechos prácticamente irreversibles.

La familia De la Coba coloca en el mercado miles de fanegadas, que cambian de manos en pocos decenios. Se hacen así con una gran for­tuna, enmarañan los litigios, aumentan la confusión, mientras los nue­vos propietarios se apresuran a roturar los antiguos montes concejiles.
Por ejemplo, en La Orotava y El Realejo algunas personas se habían valido de escrituras de compra al usurpador para ocupar terrenos pú­blicos en 1573. Coronado planteaba que era precisa una acción legal en toda regla, sacando copias de todas las escrituras de ventas, tributos y trueques que afectaban a esas tierras, lo que no era tan sencillo, pues se calculaba en unos trescientos los documentos, diseminados por todas las escribanías. Un ejemplo de lo que suponían las ventas eran las talas que en 1594 realizaba en las montañas de Garachico el alcal­de del lugar, Pedro Jáimez de Almonte, amparándose en una de las es­crituras de venta citadas, que alcanzaron unas 200 fas

Otro personaje de cuidado era Baltasar de Funes, a quien Corona­do denunciaba en enero de 1580 por ocupar parte de las montañas con­cejiles de Agua García, amojonando y roturando, de modo que si no se remedia no queda ya montaña para los vezinos. La premonición del regidor no era exagerada: en octubre de 1591 se registran nuevas de­nuncias de que el citado Funes y el médico, licdo. Romero, habían tala­do en montes de esa zona. El alcalde de Tacoronte, con cuatro acompa­ñados, fue comisionado para elaborar un informe, en el que se asegura­ba que se habían practicado rozas en unas 20 fas. con el corte de más de 7.000 acebiños y una enorme cantidad de otras especies. La ac­ción judicial no apoyaba los dispersos esfuerzos del Ayuntamiento, pues años atrás había iniciado una causa contra el licdo. Romero apo­yándose en la Ley de Toledo, pero el galeno había continuado valién­dose de una provisión inhibitoria de la Audiencia. En cuanto a Funes, se apoyaba —por ser su deudo— en Romero. La impotencia del Cabil­do facilita la prosecución de las roturaciones en esa zona, que no pare­cen tener fin en junio de 1596 el regidor Bernardino Justiniano fue tes­tigo presencial en Tacoronte de la tala de acebiños y otros árboles pro­tegidos por el Concejo, en un área de superficie comparable a la de El Peñol. Los protagonistas eran los citados Romero y Funes, más otros vecinos de El Sauzal. El objetivo era aumentar la superficie destinada a pan. Como ya era habitual, a pesar de los procesos que desde hacía años se seguían, los pleitos no prosperaban y no se restituían las tierras al municipio.

Las causas contra particulares a veces se enredan entre sí, como sucedió en una intervención contra estos personajes y Cabrera de Rojas. Romero y Funes pretendían derecho sobre 400 fas. que el Ade­lantado había donado a su esposa doña Juana de Masieres, y además había dado terrenos al bach. Alonso de Belmente, de quien tomaba su derecho Rojas. Los regidores diputados, tras efectuar una medición en 1596, declaran que el terreno en litigio contra Romero y Funes son 400 fas., y llegaban a 300 fas. las de Cabrera. A esas alturas todo esta­ba desbrozado, y era preciso distinguir entre tierras cultivadas y sin desmontar. El término en disputa con Romero y Funes se centraba en el espacio existente entre el barranco de Ravelo y el del Ahorcado, desde el camino real hacia la cumbre, donde se realizaban rozas dia­riamente. En un intento de llegar a un acuerdo con los particulares, el Ayuntamiento propone que de las 660 fas. en disputa, se queden ellos con 300 más la renta de una suerte de 8 fas.

En otros casos el apropiamiento fue algo menor. Citemos el ejem­plo de la oposición del regidor Coronado en 1565 a una compra de tie­rras que se disponía a formalizar el Cabildo con los herederos de Antón Ximénez, porque argumentaba que las mismas eran en realidad montes propiedad de la institución desde 1520, mientras el título aire­ado por los supuestos dueños era de 1522. Sus compañeros toman en consideración la intervención y piden a los vendedores que muestren sus escrituras de posesión.
La familia Soler fue otra usurpadora de montes, si bien no goza­ron en general de la condición de propios. D. Pedro Soler había adqui­rido mediante compra una serie de datas entre 1511 y 1520 a varios particulares, totalizando 494 fas. de tierras. Ahora bien, con esos títu­los en la mano, la familia pretendía derecho a más de 6.000 fas., para lo que se basaban especialmente en la data referente a las aguas de Chasna y las tierras aprovechables con las mismas, y de hecho condu­jeron el agua por canales hasta tierras distantes dos leguas. Los veci­nos de Vilaflor, como se sabe, mantuvieron un secular pleito con los Soler por apropiación de bienes comunales. Por ejemplo, el 29 de agosto de 1592 se querellaron el procurador mayor del Concejo y los vecinos de Chasna contra Pedro Soler y Juan de Gordejuela —ya citado con­denó a la restitución. La zona objeto de expolio era la comprendida entre el barranco de Vilaflor, los riscos de los Abades y Abona, la cum­bre, y la Montaña Bermeja de Cheseben, incluida lo que entonces se llamaba «La Granadilla». Como habían practicado otros de su condi­ción, los Soler y Gordejuela habían vendido ya a d. Nicoloso de Ponte tierras en la zona, sin duda para buscar apoyos a sus ilegales acciones.
Como factor añadido, la lejanía de la Justicia es un factor decisivo. junto con el extraordinario poder de los Soler y Ponte en la demarca­ción, para explicar la casi nula efectividad de las demandas judiciales.

Por si había pocos solicitadores de montes y tierras comunales y dehesas, a principios de 1568 el convento de Sto. Domingo presenta una merced real de 600 fas. de tierras en zona realenga, exigiendo lugar para posesión. Lo mismo pide Juan de Vega, escribano del Juz­gado de Registros, que presenta una cédula real que le concedía 1.000 fas. El licdo. Gallinato opinaba que el Concejo debía dirigirse al mo­narca para que rectificase, exponiendo el aumento demográfico, la dis­minución de pastos y campos realengos, y que incluso descendientes de conquistadores no podían «enterar» sus títulos por falta de terreno disponible. Pero, como en otras muchas ocasiones, la división entre los regidores dilata una rápida respuesta, prefiriéndose retomar la ma­teria a la vista de las cédulas que exhibiesen los beneficiarios.

Los sucesores de Lugo (el Adelantamiento estaba en posesión a la sazón de la Princesa de Ásculi) no podían quedarse al margen del mo­vimiento roturador que se generalizaba en las últimas décadas del Qui­nientos, en el marco de una coyuntura excepcional para la isla, que ne­cesitaba aumentar sus producciones vitícola y cerealística. En 1586 Juan de Gordejuela, apoderado de la Princesa, toma posesión de las montañas de Icod y fuentes comunes y concejiles, ante lo que el Con­cejo acordó entablar litigio.
A pesar de las gestiones del Cabildo, Felipe II seguía despachan­do mercedes, como la concedida en 1596 al cap. Alonso Cabrera de Rojas, quien pidió licencia para rozar 300 fas., en Acentejo. El Cabildo se limita ya a alcanzar acuerdos para salvar lo posible, y en esa línea propone a Rojas que las sobrantes del desmonte se las compraba a 3 doblas, a cambio de no entablar litigio, de modo que podía quedar con las que rozase; pero al final tiene que contentarse con una pequeña parte para montaña (60 fa.), y de las otras 240 se le autorizaba a pose­sionarse de las lindantes.

Lope de Azoca y Hernando del Hoyo también tenían pendientes pleitos con el Concejo sobre la propiedad de montañas, sobre todo junto a Agua García, intentándose en 1596 —en una acción global de transacción que emprende el Cabildo con varios grandes propieta­rios —el reconocimiento de unas 80 fas., para la institución a cambio de 400 ducs. De hecho, el Cabildo compra 80 fas. en 1587 a la viuda de Juan de Azoca.

Como confesaba con desconsuelo el regidor Bernardino Justiniano en 1597, en los últimos años todas las personas que an querido en­trarse en las montañas realengas y consejiles desta ysla, quier tengan título o no, se an entrado en ellas talándolas y destruyéndolas, y go­zando de las tierras por suyas e como suya», ante la desesperación del Cabildo, cuyas gestiones se veían invalidadas por las livianas penas impuestas por la justicia. El regidor proponía que se solicitase al rey un juez particular de cuya actuación se derivase la restitución al Ayun­tamiento de todas las tierras usurpadas en los últimos 30 años.

La situación, desgraciadamente, se deteriora durante el Seiscien­tos, reduciéndose el patrimonio municipal en beneficio particular. Unas pocas muestras de las primeras décadas servirán para reflejar lo que constituyó una denuncia reiterada todos los años en las Actas ca­pitulares, generalmente expresada en términos generales y aludiendo a la necesidad de acelerar las gestiones ante la Real Audiencia, que a largo plazo se revelan ineficaces y más bien animan a todos los usur­padores ante la impunidad efectiva que en general existió.
En 1611 se detecta en los primeros meses del año que algunos veci­nos ocupan tierras en el Rodeo Alto, y en diciembre los diputados de visita ratifican lo que todos sabían: eran muchos los que se estaban apo­derando de tierras concejiles en la isla. En 1627 otra información delata ocupaciones ilegales en montañas de La Orotava y en la caleta de ese lugar.

A principios del siguiente año parece que por fin el Cabildo está dispuesto a intervenir de una manera operativa a instancias del regidor Bernardino Justiniano, que planteó en una sesión que la apropiación de montes y montañas tenía su raíz en la carencia de mojones que de­limitasen nítidamente la propiedad municipal de la particular de los vecinos colindantes, originando así o justificando la entrada de éstos. Este razonamiento, además de ingenuo o interesado, no era novedoso. como ya hemos comprobado, y el propio Justiniano señalaba que aun­que utilizando la ley de Toledo el Ayuntamiento seguramente obten­dría sentencia favorable y sería restituido, era conveniente amojonar con columnas de piedra que sirviesen de linderos, y esto debía hacerse con la mayor solemnidad, con la asistencia del gobernador, procurado­res mayores, guardas de montañas y los regidores que quisiesen. En principio, la propuesta halla buena acogida, e incluso se piensa que al mismo tiempo podían embargarse las sementeras ilegales.

La realidad es que el Ayuntamiento ni acometió el deslinde ni logró imponer su autoridad, como lo ponen de manifiesto las numero­sas denuncias y debates sobre las usurpaciones en los veranos de ese mismo año y del posterior. Por un lado, se seguía expoliando el domi­nio público en las zonas altas de La Orotava y los Realejos, así como en La Rambla y en las montañas de la Fuente del Adelantado (La La­guna); por otro, persistían las talas en las montañas del Obispo, y para evitar esto último se decide que un labrador auxilie a los diputados de meses cuando ejerzan en su turno como guardas mayores. Pocos años más tarde, en 1635, una cadena de fuegos y subsiguientes rotura­ciones castigan nuevamente la propiedad municipal, desde Icod hasta cerca de La Laguna, y en 1641 por enésima vez se estaba rozando en el monte de las Mercedes, y de modo rutinario de ordena castigar u los infractores.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia Tomo I. Volumen I.: 416 y ss.).

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