miércoles, 11 de septiembre de 2013

CAPITULO XVI-I



EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XVI-I




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1611.
El municipio de la Gomera fue fundado en el año 1611 por el entonces capitán General del Reino de Guatemala don Antonio Peraza Ayala y Rojas, a quien se le dio el nombre de conde de La Gomera. El nombre de La Gomera se concedió en honor de una isla bajo el control de los españoles conquistadores que se llama así precisamente.
El nuevo presidente no era letrado por lo cual no tenía intervención en materia de justicia y uno de sus primeros actos fue poner en ejecución varias cédulas que prohibían el avecindamiento de españoles y personas de color en los pueblos de indígenas. Como se habían reunido muchos españoles en el pueblo de Zapotitlán, cabecera de la provincia de Suchitepequez, el presidente decidió removerlos de allá y formar con ellos una nueva población a la que se le dio el nombre de Villa de la Gomera, que subsiste hasta hoy en el departamento de Escuintla. La Villa fue erigida por el rey, en título de Castilla, a favor del que fundó Don Antonio Peraza Ayala y Rojas a quien se dio desde entonces el título de Conde de la Gomera.
 Según archivo municipal en el año 1740 se menciona la cabecera, como pueblo de la Villa de La Gomera, la cual se encontraba habitada por unos doscientos cincuenta mulatos de ambos sexos, diversas edades, seis mestizos y dos españoles. 
Según el archivo municipal en 1770, el Arzobispo don Pedro Cortés Larraz, realizó visitas pastorales a sus diócesis y mencionaba la villa de La Gomera como un pueblo de inmensos árboles y muchos parajes despoblándose. Menciona que contaba con 49 familias o 276 personas, de las cuales la cuarta parte era indígena. Las cosechas de este territorio son maíces, caña de azúcar, algodón, tinta, ganado bovino y sal, su idioma oficial es el castellano.
La Gomera se adscribió para tal fin al circuito de Escuintla. El 16 de juniode 1915, para un mejor servicio público, se establecieron en este departamento varias comunidades con carácter de municipalidades entre las cuales están: La Gomera, Siquinalá y Masagua. Luego por acuerdo gubernativo de l27 de julio de 1913, la Municipalidad de Texcuaco fue suprimida y se anexó como aldea al Municipio de La Gomera.
La cabecera de este poblado estuvo originalmente en el lugar que hoy ocupa la aldea Texcuaco, la cual fue trasladada al lugar conocido como el Bebedero, debido a que varios incendios de grandes proporciones consumieron el antiguo pueblo, el traslado de esta cabecera se realizó conforme al Acuerdo Gubernativo del 11 de junio de 1913. Cuando se distribuyeron los pueblos del Estado de Guatemala para la administración de justicia por medio del sistema de jurados decretados el 17 de agosto de 1896, La Gomera se adscribió para tal fin al departamento de Escuintla Por Acuerdo en junio de1934, se estableció la municipalidad en el municipio desde ese entonces los alcaldes municipales son electos por el pueblo y la función era de registro civil.
 En 1957 inician las elecciones electorales Obteniendo el cargo de Alcalde Municipal el señor, Domingo Tambitoen el periodo que gobernó el señor Pedro Elías Hernández que fue 66-68 dejó una obra Arquitectónica que es la que ocupa las instalaciones del Palacio Municipal.
Sucesos históricos importantes:
En La Gomera mucho antes que los mayas se llegarón a desarrollar en todas las artes y ciencias, estuvo poblado por las razas o tribus llamadas Pre-olmecas muestra de ello se encuentra en el lugar algunas muestras que fueron encontradas en las Fincas de la región, se han encontrado piezas de gran valor arqueológico y se encuentran en la Biblioteca Municipal. La Municipalidad fue construida por don Pedro Elìas Hernández quien estuvo en el periodo de 1966 a 1968.
1611.

Porcia Magdalena Marín Fernández de Lugo,  duquesa de Terranova y princesa de Asculi, cuando visito La Laguna (Tenerife) para hacerse cargo del mayorazgo heredado del invasor Alonso Fernández de Lugo, la casa  de sus antepasados estaba en ruinas y decidió venderla al corregidor de La Palma, quien fundó en el solar el convento de clausura de Las Catalinas para que su hija y su esposa vivieran entre sus muros.

Alonso Luís Fernández de Lugo, murió sin descendencia directa sucediéndole en el mayorazgo y adelantamiento, su sobrina Porcia quien se convirtió en la quinta Adelantada de Canarias, la cual  acabó sus días en un monasterio de Toledo (España).


Primer sistema político de las tres islas mayores de la colonia deCanarias
“Hubo un tiempo en que las islas y ciudades de las Canarias formaban como otros tan­tos estados y repúblicas griegas, cada una gober­nada por sus fueros, privilegios y ordenanzas mu­nicipales; cada una bajo la particular vigilancia de un senado de hombres enteramente consagra­dos a la felicidad común y a cuya cabeza ponía la corte un magistrado que animaba el vigor del cuerpo. Porque estos cuerpos tenían todo bajo de su inspección: la paz y la guerra, las leyes y las armas, las artes y las letras, el comercio y la nave­gación, la industria y la labranza, la policía, la economía interior, la población, el orden. De manera que, aliados entre sí para cuanto era inte­rés público y general, sólo dependían del su­premo consejo de Castilla o de la chancillería de Granada por lo perteneciente al gobierno.

Este tiempo fue aquel que sucedió inmediata­mente a la reducción, pacificación y población de nuestras islas; tiempo dichoso, en que los isleños debían ser patriotas y los vecinos ciudadanos. Hemos visto las cuatro islas menores bajo la do­minación territorial de los señores de la casa de Herrera. Veamos ahora las otras tres mayores bajo la conducta de los ministros del rey.

La Gran Canaria tuvo gobernadores, llamados también capitanes generales, desde el sin ventura Pedro del Algaba y de su formidable conquistador Pedro de Vera; así como los tuvieron Tenerife y La Palma, desde que el licenciado Alonso Yáñez Dávila vino a relevar al segundo adelantado del uso de la jurisdicción perpetua (1538). Estos muy magníficos señores, estos gobiernos y justicias mayores de las islas serán los mismos que se transformarán en corregidores y capitanes a gue­rra, cuando se establezcan los capitanes y co­mandantes generales de mar y tierra y muden nuestras repúblicas griegas en una rigurosa mo­narquía africana. Entre tanto, sepamos cómo los gobernadores de Canaria y los de Tenerife repar­tían entre sí el peso de los negocios al frente de sus respetables ayuntamientos. Aquéllos, diri­giendo los de la misma Gran Canaria, protegían los de las islas de Fuerteventura y Lanzarote; és­tos, presidiendo a los de Tenerife y La Palma, da­ban mano a los de La Gomera y El Hierro, sin que por eso dejasen de socorrerse todos los pueblos de la provincia mutuamente, siempre que lo exi­gía la necesidad o el bien común.

Pero es de notar que estos gobernadores prime­ros lo eran tanto, que, aunque el tiempo de su empleo, cuando más, era de tres años, solían nombrar en cada uno muchos tenientes, espe­cialmente el de Tenerife que, siéndolo también de La Palma, tenía que pasar el mar para visitar esta isla: obligación legítima que sólo estuvo en prác­tica una parte del siglo XVI. Asimismo nombraban para los empleos gigantescos de alcaldes mayo­res, alguaciles mayores, almotacenes mayores, sin contar los alcaldes ordinarios, fieles ejecutores, alguaciles de campo y otras plazas que quedaron después, unas anexas a los concejos y otras here­ditarias en las casas.

Todavía no estaba ganada Tenerife y ya el con­quistador don Alonso Fernández de Lugo, nom­braba en 1495 al oficio de la fieldad y ejecutoría de ella a Gonzalo del Castillo, por su vida y con facultad de enajenarlo. No lo admi­remos. Esta facultad de nombrar casi todos los ministros de justicia estuvo dividida promiscua­mente entre el adelantado y el soberano hasta el año 1519.

Ya dijimos que el ayuntamiento de Gran Cana­ria, en su primer establecimiento, se compuso de doce regidores, un fiel ejecutor, un jurado, un al­guacil mayor. Redújose este número de regidores a seis, que debían ser bienales, en virtud del fuero que los Reyes Católicos dieron a la isla. Pero ha­biéndose aumentado después insensiblemente hasta 24, como acontece en todos los empleos de autoridad cuando cuestan poco obtenerse, llega­ron a hacerse vitalicios, y de vitalicios, perpetuos, desde que doña Magdalena Porcia Fernández de Lugo, princesa de Asculi, acordándose de que era quinta adelantada de Canarias, alcanzó facultad de Felipe IV para amortizar y beneficiar la perpe­tuidad de estos oficios en nuestras islas (1634).

En La Palma vimos desde el principio un ayun­tamiento de pocos regidores, pero de mucha dis­tinción: nobles, vitalicios y por nombramiento del adelantado don Alonso de Lugo. Los vimos des­pués aumentados hasta 18, y en 1620 hasta 24, quedando los más perpetuos y vinculados en las casas de aquella primera nobleza. Tuvo también esta ciudad dos jurados, alguacil mayor, fiel eje­cutor, etc.

La isla de Tenerife, noble, populosa, opulenta, y que sólo podía ceder a la de Canaria el renom­bre de Grande y la preeminencia de capital, vio en su primera fundación un areópago, un cabildo compuesto de seis regidores y dos jurados. Pero, aumentados aquéllos poco después a ocho, subie­ron prontamente a diez y ocho. Y como este nú­mero, que vulgarizaba el santo nombre de padres de la patria, ya parecía excesivo, se obtuvo ex­presa orden del emperador Carlos V para que volviesen a reducirse a ocho, bajo la fe y palabra real de que no haría merced a nadie de los demás oficios por vacante ni por renuncia (1519).

Sin embargo, pudieron más las urgencias de la corona, y en 1549 se beneficiaron de nuevo otros tres oficios. Acrecentáronse nueve en 1557, pero fue porque se acrecentaron dos oficios en todas las villas y ciudades del reino. De manera que, volviendo a ser más de los necesarios, a causa de no haber otra cosa considerable que poder ser en Tenerife, se solicitó en 1563 segunda cédula real para que se fuesen extinguiendo los regimientos existentes, hasta reducirse a su número primitivo. ¡Vanos esfuerzos! Las mismas prohibiciones hicie­ron que desde entonces se multiplicasen los regi­dores más y más. En 1581 había 38; en 1612 eran 44; en 1619 eran 53. Y aun se vio en mayo de 1622 a un tal Roque de Salvatierra presentar de un golpe en el Cabildo otros 12 títulos de que Felipe IV había hecho merced al conde de Molina y a don Antonio de Mesía y Paz, su hermano. Doce caballeros españoles se recibieron por po­deres, a pesar de las representaciones de la ciu­dad.

A este andar, ¿qué mucho que en 1764 se con­tasen 56 regidores, «y no sé si más», como Núñez de la Peña decía? Lo peor de todo era que tam­bién había tenientes de regidores. Pero desde esta época ha ¡do entrando en sus márgenes aquella inundación, como veremos adelante. De ellos unos eran renunciables y otros perpetuos; algunos anexos a los oficios de alférez general, depositario general, fieles ejecutores, alguacil, almotacén, procurador mayor, etc. Los escribanos del con­cejo, que también se llamaban mayores y pasa­ban a regidores con frecuencia, no fueron dos hasta el año de 1558, en que por real decreto se añadió al primordial otro segundo oficio.

Tal ha sido el ¡lustre senado de Tenerife y tan notoria la nobleza de sus primeros individuos que, queriendo nuestro cronista publicar en el mundo la distinguida estirpe de las más antiguas familias de su patria, no hizo otra cosa que es­tampar la serie cronológica de los regidores y ma­gistrados que hubo en ella. No fue mucho. Las casas y apellidos más conocidos de España y Por­tugal, y aun de Flandes e Italia, habían contri­buido a la población de Tenerife y demás Islas Canarias. Así el ayuntamiento fue su nobiliario, y pudo haberle dado materia para un buen tratado de elogios. Todo el siglo XVI y gran parte del XVII fue un tiempo de feliz memoria para aquel cuerpo respetable, que tan dignamente se empleó en la administración de todo lo concerniente a la causa pública y real servicio, con crédito de su proce­der, reputación de su probidad, confianza de los pueblos, satisfacción de los superiores, singular protección del soberano y honor de los mismos miembros que lo suponían.

Cada una de las tres islas tenían un síndico pesonero general, especialmente Tenerife, cuya elección terrible por ciudadanos nobles, por suer­tes y con juramento al pie de los altares, expuesto el augusto sacramento y presentes los ministros de la religión, rara vez fue bastante para que estos tribunos de la plebe dejasen de parecer o muy inquietos, si eran activos, o muy inútiles, si eran indolentes. Los eclesiásticos fueron los que más se hicieron temer en este oficio. Prohibiéronse los eclesiásticos. Quedaban algunos vecinos de cuenta que con igual celo pudiesen levantar la voz por el bien público. El nuevo establecimiento de los diputados del común y personero devolvió al pueblo la elección.

El pueblo la hace sin inter­vención del cabildo.

Este sistema de gobierno de nuestras tres ciuda­des, bajo del cual empezaron a fundarse y flore­cer las islas, sólo necesitaba de un autorizado centro de unión que, juntándolas todas entre sí, como partes de una provincia y un solo reino, fuese en las Canarias lo mismo que había sido el tribunal o consejo de los anfictiones en la Grecia. Conviene a saber, una cabeza superior que man­dase en segunda instancia y pudiese ser obede­cida. Este centro de unión fue la Real Audiencia. Establecióse en 1527. Pero antes de referir todas las circunstancias históricas de su erección y sus progresos, será oportuno formarnos una idea más clara del estado a que las islas de Canaria, Palma y Tenerife Habían llegado por entonces.” (José de Viera y Clavijo, 1978, t.2:49 y ss.)


1611.
Todos los salarios militares pagados por las rentas de Tenerife suman 856.480 mrs. (AHS: Hacienda 2123.

1611.
Para cortar el fraude, se estudia la posibilidad de no despachar navíos de Ca­narias a Indias sino con la intervención y el visto bueno de la Casa de la Contrata­ción de Sevilla.(Cedularío, II, 30-4.).

1611.
Por el Cabildo colonial de Tenerife se reitera que la capacidad de las pipas debía ser de 120 azumbres, pero ante el incumplimiento de la ordenanza, se repite nuevamente, añadiéndose que debían llevar un sello de la ciudad, que lo tendría en depósito el alcalde del oficio.

1611.
Desde esta fecha se celebraban en Santa Cruz de Añazu la fiesta de La Consolación.
Las fiestas en laplaza y puerto de Santa Cruz de Añazu
“Las fiestas son tan frecuentes como concurridas. Las más impor­tantes son las que llevan consigo alguna procesión, porque de algún modo hay que asistir, bien desde la acera o desde la calzada.
Las fiestas con procesión son la Candelaria, el 28 de febrero, costeada a partir de 1635 por los soldados de la guarnición el domingo de Resurrección; la Invención de la Cruz, el 3 de mayo, «que es la fiesta del pueblo»; el día de Corpus; Nuestra Señora de la Consolación, el 15 de agosto, que es «patrona del lugar»" y tiene su procesión desde por lo menos 1611; Nuestra Señora de la Concepción, el 8 de diciembre, fiesta titu­lar de la iglesia parroquial y se celebra con procesión desde por lo me­nos el año de 1600, al igual que la fiesta de la Cruz. Otras se añaden a medida que se van fundando las ermitas y los conventos: fiesta de San Telmo, de Regla, del Cristo de Paso Alto, del Pilar; fiesta del Car­men en la parroquial. En el convento de los dominicos se celebran la fiesta de San Pedro Mártir, costeada por el comisario de la Inquisición, y la de Naval en octubre, con fuegos artificiales a los que llaman tam­bién tiros de cámaras.
Las fiestas más lucidas eran las del Corpus, que recorrían las ca­lles precedidas por su acompañamiento de cabezudos y de diabletes, y presididas por el comandante general. Pero las más populares eran las fiestas de barrio, alrededor de las ermitas, con verbena en la que participaban numerosos vecinos. Había tenderetes, rifas, mesas de jue­go al aire libre. Las damas de la sociedad gustaban mezclarse con la gente y pedir la feria a algún desconocido, naturalmente tapándose la cara con una mascarilla o un rebozo. La organización de la fiesta se hacía como ahora. Con motivo del día del santo, se formaba una junta organizadora, se recogían donativos y cotizaciones. En algunos casos se formaban alfombras de flores o se adornaban las casas con enrama­das; se colocaban en el recinto de la fiesta guirnaldadas y candelas en­cendidas; había fuegos artificiales y bailes. Se bailaban el canario, el fandango, el zapateado, la zarabanda y la folia. A la autoridad no le agradaba mucho todo aquel bullicio.
La autoridad, en efecto, ni se divierte, ni es amiga de las diversio­nes de los demás. Durante el siglo XVIII llovieron las prohibiciones ad­ministrativas. Quedan prohibidos ciertos pasos de la Semana Santa que no le han gustado al obispo. Se prohibe sacar gigantes y tarascas en la procesión del Corpus. Se prohibe salir procesionalmente a la calle, sin solicitud previa y licencia de la justicia ordinaria. Se prohíben las hogueras, por el exceso que hubo en Santa Cruz en víspera de la noche de San Juan. Se prohiben las máscaras y los disfraces en las fiestas de Regla, Paso Alto y Pilar, durante la noche, y después tam­bién en los carnavales. Se prohiben los fuegos artificiales. Se prohi­ben «las velas y bailes noturnos en las casas del bajo pueblo». Hubie­ra sido más fácil decir que se prohibe la diversión.

Uno de los pocos resultados de estas limitaciones, de las que no se solía hacer mucho caso, es que las fiestas eclesiásticas se interiorizan y la procesión, que era antes frecuente, viene a ser una excepción. Más que la fiesta callejera, se recalca ahora la espectacularidad del decorado interior. Están de moda los enormes monumentos pintados sobre lien­zo y montados en los templos a modo de decorados teatrales. El que pintó en perspectiva José de Sala en 1783 para la iglesia de San Fran­cisco, por precio de 1.800 pesos, causó sensación e hizo que bajase la gente de La Laguna para poderlo contemplar. La procesión de Sema­na Santa, sin embargo, sigue siendo costumbre arraigada. El uso co­mún es de estrenar traje en esta ocasión; y como los paños son caros y no parece posible salir con el traje del año pasado, una familia modes­ta llega a gastar hasta 600 pesos en trajes para seis personas, cosa que no puede conseguir sin vender algo o empeñarse.
En cuanto a las fiestas civiles, no las hubo sino muy tarde en Santa Cruz, por la obvia razón que se organizaban arriba, en la capital lagune­ra. En general las fiestas de natalicios, bodas reales, exaltación al trono o victorias corrían a cargo del Cabildo y la presencia del comandante ge­neral en Santa Cruz cambiaba poco a esta situación, porque en teoría era él quien debía acudir a las ceremonias organizadas arriba. En 1784, por primera vez, el marqués de Branciforte se excusó de subir para asis­tir a la fiesta del rey, que se celebraba en la Real Sociedad Económica de La Laguna, dando por razón la obligación en que se hallaba de presidir la que con el mismo motivo se celebraba en Santa Cruz. La exaltación al trono de Carlos IV se festejó oficialmente en Santa Cruz, tanto por el comandante general que encargó la solemne función y el sermón en el convento franciscano, como por el alcalde del lugar y el diputado del común Julián Cano. Según parece, es ésta la primera fiesta municipal celebrada en Santa Cruz, anterior al mismo municipio y que costó la cantidad nada despreciable de 15.188 reales vellón.
Con anterioridad a estas fechas, no hubo más fiestas civiles en el lugar, que las que excepcionalmente se organizaban y costeaban por particulares. Una de las que más parece haber llamado la atención fue la fiesta que ofreció al público santacrucero el cónsul de Francia Enri­que Casalón, el 23 de abril de 1752, con motivo del nacimiento del primer hijo varón del Delfín de Francia. De ésta corre impresa una descripción detallada, que acompaña el texto del sermón pronunciado en aquella ocasión por el padre fray Blas de Medina81. Por ella sabe­mos que el día antes, «desde las dos de la tarde, se empezaron las vís­peras por la música con el debido aparato y solemnidad acostumbra­da, hasta que a boca de cañón se dio aviso a todo el pueblo para el adorno de luminarias y concurrencia a fuegos de artificio, que se dis­pararon en la plaza del Convento, conforme la noche antecedente se había executado». El día 23 se celebró misa en la iglesia del convento franciscano, «con asistencia de religiones y clero, el Excmo. Sr. Co­mandante general, el cónsul y la nación con muchísimas personas de lo distinguido de la nobleza y lo lucido del comercio y la milicia». Hu­bo Te Deum y música, «acompañando a esta demonstración repetidas salvas de mar en los vageles de la bahía, y en tierra ruidosos estruendos de diversos fuegos, clarines y demás aparatos»; luego tercia cantada, misa mayor y procesión, seguidos por un banquete, con limosna a más de 2.000 personas, saraos y concierto, «hasta que se hicieron horas de disparar la última invención de fuego, representada con bello arte en la plaza mayor, enfrente de las casas del Consulado».

Hay también otras fiestas, de carácter personal y relacionadas con la persona importante del comandante general. Cuando al comandante Pedro Rodríguez Moreno le ascendieron en 1763 a teniente general de los ejércitos reales, hubo fiesta durante cinco días seguidos, con clari­nes, tambores y disparos del castillo, con la oficialidad que bajó de La Laguna para felicitar al jefe, con los inevitables obsequios y por la no­che con iluminaciones, fuegos artificiales y en algunas casas particulares saraos a que asistía el congratulado. En 1782, con motivo de la toma de hábito del hijo del marqués de la Cañada en el convento de Santo Domingo, hubo gran asistencia de caballeros y damas, con refresco y sarao en casa del comandante. Los gastos de estas fiestas corren a me­nudo por cuenta de los comerciantes más acaudalados de la plaza. Al inaugurarse la parroquia del Pilar, el 30 de enero de 1803, hubo fiesta con colación y refresco ofrecidos por Enrique Casalón; el mismo, junto con Pedro Forstall, costeó en 17 de abril de aquel año, la fiesta que se ofreció para celebrar el grado de teniente general de Perlasca.

Las fiestas municipales, inauguradas casualmente en 1789, se ins­titucionalizan sólo a partir de la victoria contra los ingleses, en 1797 y del villazgo que se consiguió casi inmediatamente después. Aquella conmemoración era demasiado importante para olvidarla. Debido a ella empiezan a celebrarse como fiestas municipales, a partir de 1798, los días de la Cruz y de Santiago, los dos copatronos que se había es­cogido el lugar el año anterior. El 3 de mayo era ya fiesta del lugar desde el siglo XVI, pero la justicia no había tenido intervención en la misma. Ahora es el ayuntamiento quien la costea; y como el ayunta­miento no dispone de fondos, la verdad es que se costea como antes, con limosnas y donativos de los vecinos, pero recaudados y contabili­zados por el alcalde. La fiesta cuesta en 1798, para gastos de cera e in­cienso, música y limosnas a las comunidades que salen en la proce­sión, 844 reales, y en 1802, unos 594 reales. En cuanto a la fiesta de Santiago, la cuenta de gastos de 1798 la presenta como una «procesión sacramental que se hizo en aquella noche en acción de gracia por haver-nos libertado el Señor de la imbación de los enemigos en la misma no­che del año anterior». Costó 650 reales, más ocho duros para el predica­dor; y si no costó más, es porque las limosnas recaudadas no daban para más. Afortunadamente, el beneficiado y los capellanes que oficiaron aquel día hicieron gracia de sus derechos, gesto que repitieron en los años siguientes. En 1802 se festejó el día de Santiago con música y ca­ñonazos, y costó 558 reales. Además de las fiestas del compatrono, se consideraban como fiestas del ayuntamiento la del día 2 de enero, por la toma de posesión de los nuevos empleos; el dos de febrero, día de Candelaria, patrona de Canarias; el Domingo de Ramos; la fiesta y la procesión del Corpus, y la fiesta de Nuestra Señora de la Concepción, por ser patrona de España.
El carnaval es también una vieja tradición. En tiempos de pobre­za carecía de lucimiento, pero seguramente no se dejaba de celebrar. Más tarde, con el desarrollo de la vida urbana, fue, además de ocasión de regocijos populares y callejeros, pretexto para reuniones sociales, con fiestas y bailes organizados en casas particulares. En 1778 se cele­bran «algunos saraos en el puerto de Santa Cruz, a que ha concurrido el comandante general y cosa de treinta damas adornadas a la moda», además de muchas personas que bajan de la capital. Algunas de estas reuniones son muy brillantes, porque la gente rica tiene buenas casas y sabe recibir. Se ofrece una colación, se bailan los bailes de moda, los bailes ingleses, el bolero y el vals, se escucha música y se juega. Para los que no tienen entrada en esta sociedad, quedan los bailes que se organizan en otras casas menos recomendables o en las tabernas y que, naturalmente, están prohibidos oficialmente.

En el bullicio de la fiesta callejera, lo que más gusta al pueblo es llevar máscaras o trajes «diferentes de su propio sexo». No son todos bullangueros o alborotadores, pero al alcalde le conviene tenerlos vigi­lados y prohibe por bando los disfraces y el uso de las caretas. La auto­ridad sospecha a todos cuantos suelen «dedicarse a juegos de máscara, transitando con ellas las calles, vistiendo trajes ridículos y tapándose la cara, con cuya precaución quieren imposivilitar la averiguación de sus crimines, que son consecuentes a la ocultación de sus rostros» y quiere poderlos mirar en la cara. Lo mismo ocurre en La Laguna, y proba­blemente en todas partes. La gente protesta, cuelga pasquines y el co­rregidor manda detener a los enmascarados, mientras ellos gritan que no es justo, y que en Santa Cruz los dejan en paz93. Para el historiador, no deja de ser interesante observar que este uso, indiferente para quien lo mira en tiempo que no sea de carnavales, se ha mantenido contra vientos y mareas, después de dos siglos de guerrilla y de esfuerzos, que quizá merecían mejores empleos.” (Alejandro Ciuranescu, Historia de Santa Cruz, 1998. t. II: 485 y ss.).

1611. La limpieza y la salubridad formaron parte de las necesidades que, desde un principio, el Cabildo colonial palmero intentó cubrir. La recopilación de ordenanzas de  esta fecha ofrece en este sentido una serie de mandatos tendentes a velar por la higiene pública. Al respecto figuran prohibiciones que venían a proteger los lugares donde se obtenía o por donde discurrían las aguas de abasto, con frecuencia utilizados como lavaderos o abrevaderos para las bestias. La limpieza de las vías públicas se estableció mandando a que no anden lechones por las calles.
1611.
Sin duda, importante debió ser el cultivo de la vid y la elaboración de vino en La Palma del siglo XVI, cuando a comienzos del XVII, en 1611, se publican las Ordenanzas del Cabildo, mandadas “juntar en un cuerpo” y dirigidas al buen gobierno de la Isla.
A comienzos del siglo XVI, en el valle de Aridane, mosén Juan Cabrera, camarero mayor del rey Fernando el Católico, plantó posiblemente las primeras viñas en la Isla de La Palma, fruto del reparto de tierras de secano y de regadío en la Caldera de Taburiente. En 1514, los licenciados Cristóbal Valcárcel y Vasco Bahamonde recibieron propiedades en las que también plantaron viñas de riego en la cabecera de la Caldera de Taburiente.
En las tierras de Fuencaliente se debieron plantar viñas a mediados del siglo XVI. El primer núcleo de población se remonta, como mínimo, al año 1522, si consideramos los datos del archivo de la parroquia de San Antonio.
Uno de los más conocidos cronistas de Canarias de la época, Abreu Galindo, cita que “hay en esta isla cantidad de vinos extremados, por ser de sequero, y más seguros para navegar en peruleras que los demás vinos de las otras islas”.
La malvasía es la mejor parra de todo el Archipiélago y, en el caso de Fuencaliente de La Palma, la de clase más superior. El cultivo de esta variedad en Canarias ya la cita José Núñez de la Peña en 1676, en su libro Conquista y antigüedades de las Islas Canarias.
La malvasía de las islas proviene, posiblemente, de Madeira, donde fue plantada por orden de Enrique el Navegante, quien hacia 1427 mandó llevar la variedad de uva malvasía de la isla de Creta, y a Canarias debió llegar hacia 1497, de manos del conquistador Fernando de Castro, que era portugués y marchó a Madeira con permiso del adelantado Alonso Fernández de Lugo, desde donde regresó al cuartel general de los conquistadores castellanos, que por entonces estaba en Los Realejos, para beneficiarse del reparto de tierras y aguas, según declararon Hernando o Fernando Trujillo y otros y se confirma en la “Reformación del Repartimiento de Tenerife de 1506 por el licenciado Ortiz de Zárate”.
Sin embargo, es erróneo, como dice Viera y Clavijo en su Diccionario de Historia Natural, que la malvasía viniese “de una pequeña isla de Grecia, llamada Malvasía y antiguamente Epidaura, sobre la costa oriental de la Morea, distante un tiro de pistola de la tierra firme”.
El naturalista francés Bory de Saint Vincent, en su libro Ensayo sobre las Islas Canarias y la antigua Atlántida o Compendio General de la Historia del Archipiélago Canario, publicado en 1803 -siete años antes que el Diccionario de Viera y Clavijo-, dice:
“Pero no se puede dudar que la planta que produce la clase de vino licoroso, conocida con el nombre de ’Malvasía de Canarias’ ha sido importada por los españoles, y haya venido a través de Madeira, de una ciudad de Morea”.
Viera y Clavijo la define de la siguiente forma:
“Malvasia, vitis epidáurica. Vinum Malvaticum. Nombre de la parra y vino dulce de sus uvas, que se hace en la isla de Tenerife y La Palma, por entenderse que esta especie de vid, es originaria de una pequeña isla de Grecia, llamada Malvasía, y antiguamente Epidaura, sobre la costa oriental de la Morea, distante un tiro de pistola de la tierra firme. Sin embargo, la tradición más recibida, entre propios y extraños es de que dicha casta de parra no nos vino en derechura de la Isla de Malvasía, sino de la de Candía, que en lo antiguo se llamó Creta, por lo que hemos visto le llama a este vino que da esta parra Vino Creticum y todavía hay en Tenerife, un pago de viñedos, con el nombre de Candía, que es título de marquesado”.
El marquesado de Candía corresponde al título de Dos Sicilias, concedido el 17 de noviembre de 1735 a Cristóbal-Joaquín Franchy y Benítez de Lugo. Convertido en título del Reino de España, el 2 de marzo de 1818 (Real Despacho del 3 de septiembre de dicho año) a favor de Juan-Máximo Franchy y Grimaldi. En 1940, Leopoldo Cólogan y Osborne Zulueta y Vázquez se convirtió en el quinto marqués.
Esta variedad es conocida en la Península con los nombres de blanca-roja, rojal blanca, suavidad, subirat parent -en Valencia- y una de arroba, en La Mancha.
La descripción más actual de esta variedad es la siguiente:
“Tronco vigoroso, sarmientos fuertes, poco ramificados, sección transversal: circular, estriados; entre nudos de nueve a 10 centímetros. Hoja de color verde fuerte, pentagonal-orbicular, tamaño medio, seno peciolar en U abierta. Racimos de tamaño medio y granos de uva también de tamaño medio, de color ambarino, con pruina, de forma esférica, pulpa jugosa, zumo incoloro, sabor neutro, que desarrolla como aromas secundarios después de la fermentación y que aumenta con la crianza en madera. Una pepita por grano”.
Hay otras variedades de malvasía. La ’morada’, llamada también ’versicolor’ de racimos laxos, uvas color amatista. La malvasía ’rosada’ o ’rosadita’, es también conocida como ’dulcissima’, muy superior ambas, a la variedad de Lanzarote, en calidad, ya que la de aquella isla produce más kilos por parra, pero es menos aromática. Y nos queda la variedad de malvasía de Sitges, que hay quienes piensan que aquella procede de Fuencaliente, aunque esta opinión no está demostrada.
Thomas Nichols, en su relación incluida en los “Viajes” de Purchass, decía en 1526 que, junto a los vinos tinerfeños de la Rambla, figuraban los caldos palmeros de Las Breñas, semejantes a la malvasía, con una cosecha de 12.000 pipas anuales.
En el siglo XVI, el ingeniero italiano Leonardo Torriani, cuando visitó La Palma, decía que la Isla producía excelentes vinos, de los cuales se embarcaban en la rada de la capital palmera más de 4.000 pipas al año con destino a las Indias.
En esa época, el viajero portugués Gaspar Frutuoso, en su libro Saudades da Terra, hacía referencia a la gran calidad de los vinos de La Palma, que alcanzaron su máximo esplendor durante los siglos XVII y XVIII, con una masiva exportación a Inglaterra y América.
Un siglo más tarde, Sir Edmond Scory, en sus Observaciones sobre el Pico de Tenerife, también publicada por Purchass, distingue los dos géneros insulares del vino: el vidueño y la malvasía. La malvasía, extraída de un racimo grueso y redondo, “parece poder atravesar los mares, sin dañarse ni alterarse, rodeando al mundo de un polo al otro”.
Viera y Clavijo consignó las variedades de las malvasías: negra, rossa, blanca, rouge, que se cultivaban en Candía, viñedos del Póo, Toscana o Mediodía de Francia. La malvasía de La Palma, la gran malvasía, lo mismo que la de Tenerife, es un “gran vino de mesa” dulce, licoroso y perfumado, como así la triadjetivó el propio Viera.
Desde sus comienzos, la malvasía fue presagio de un afortunado negocio. La devoción inglesa -malmsey, en su lengua- le dio una nueva dicción en su diccionario: sack, derivándola de la denominación “Canary Sack” con que distinguió a nuestros vinos generosos.
George Glas, el viajero escocés, también consigna la elaboración canaria de la malvasía y se refiere al corte verde de las uvas para obtener un vino seco. Entre sus propiedades, a dos o tres años de edad, difícilmente puede ser distinguido del vino de Madeira y cuando tiene más de cuatro años se vuelve meloso y azucarado, asemejándose al vino de Málaga.
Continúa en la entrega siguiente.

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