martes, 10 de septiembre de 2013

CAPITULO XV-XXIX






EFEMERIDES DE LA NACION CANARIA

UNA HISTORIA RESUMIDA DE CANARIAS

ÉPOCA COLONIAL: SIGLO XVII


DECADA 1601-1700


CAPITULO XV-XXIX




Guayre Adarguma Anez’ Ram n Yghasen

1610 agosto 13.
Notas en torno al asentamiento europeo en el Valle Sagrado de Aguere, hoy ciudad de La Laguna en la Isla Chinech (Tenerife).

Los regidores en el Cabildo colonial de Tenerife.
Facultades.
“Constituyen el núcleo y motor del Ayuntamiento. Se puede com­partir la afirmación de C. Sevilla de que el Regimiento es la encarnación del poder municipal. A fin de cuentas, los gobernadores y co­rregidores tienen un período de mandato corto, y ellos permanecen.
Esta realidad será más cierta y tangible con el paso del tiempo, a me­dida que se consolida el proceso de perpetuación, pero incluso en la etapa de Lugo sus nombramientos fueron vitalicios. Recordemos que sólo se podía inhabilitar o privar del oficio a un regidor por herejía, delito de lesa majestad o pecado abominable.

De lo expuesto al tratar de los poderes y competencias municipa­les se podrá inferir cuál es la razón de su importancia y por qué —por lo menos en gran medida— es tan codiciado el escaño concejil. Los regidores son los que toman las decisiones, por mayoría, relativas a un abanico heterogéneo de materias, como se vio más arriba. Diversas reales cédulas reforzaron su autoridad, entre las que destacamos ahora las de 4-XII-1520 y de 10-XII-1602, que aseguraron teóricamente la prevalencia de la opinión mayoritaria frente a la voluntad de la Justi­cia, que debía acomodarse a la voluntad regimental.

Los regidores, además, se recordará que gozaban de especiales fa­cultades cuando ejercían determinadas diputaciones o eran comisiona­dos específicamente para actuar en nombre de la corporación para re­solver un asunto determinado. Hubo diputaciones «fijas», como la de fiestas y la de meses, que fue la más importante. Otras sólo aparecen en determinadas ocasiones, como la de Corte (para actuar como men­sajeros apoderados y gestionar peticiones concejiles en Madrid), las de salud (en ocasiones en que se avizora peligro de contagio), las de aguas, Indias, fortificaciones...
Los diputados de meses alcanzarían el rango de fieles ejecutores por R.C. de 19-X-1664, de modo que se les concedían las facultades y competencias contenidas en el documento de venta del oficio de fiel ejecutor a Justiniano y Hoyo, del que se hablará en otro epígrafe. Su misión, por tanto, cubría sintéticamente estos ámbitos: fijación del precio de mantenimientos y verificación de las posturas acordadas en el Consistorio, vigilancia del cumplimiento de las ordenanzas, limpie­za de las calles, control de la debida expedición de mercancías y su ca­lidad. Para el más eficaz cumplimiento de su tarea dispusieron de ca­pacidad de sanción y de potestad judicial en el ámbito de su competencia, como se concretará en el capítulo dedicado a la administración judicial, en el que se indicarán otras atribuciones en ese campo. Pre­cisamente entre 1541 y 1576 se desarrollará una lucha entre los regi­dores y los gobernadores y tenientes, apoyados por el personero y el jurado, que se resuelve a favor de los regidores gracias al apoyo de la R. Audiencia. Como precisa Mauro Hernández, ningún gobernante (...) considera que se hace de menos por rondar el mercado, multando regatones, abroncando pescadoras o repesando aceite. En efecto, la intervención en el diario ajetreo, la celosa o displicente —según los casos y los intereses— mirada de los diputados en su paseo por las ca­lles y revisión de puestos de venta y de elaboración artesanal, era uno de los mayores símbolos de poder y, con mucha probabilidad, fuente de corruptelas, adhesiones y enemistades.

Cuando las circunstancias lo demandaban, se elegía a mensajeros para gestionar asuntos importantes en la Corte, nombramiento que a veces resultó conflictivo y consumió más de un debate. Al estudiar la hacienda se hará otra referencia a estos enviados, que cobraban unas dietas diarias variables, fijadas por lo común antes de la partida. Pero las estancias podían prolongarse más allá de lo previsto y en ocasiones el dinero ni llegó a Madrid ni —como era costumbre— se liquidó con el diputado al regresar de su misión. Esto último le ocurrió al regidor Pedro Hernández de Lordelo, que en su testamento de 1583 declaraba que le adeudaba el Ayuntamiento 1.200 ducs. por su servicio en la Corte durante 4 años más las costas, sin que se le hubiera entregado ninguna cantidad. En 1610 se nombró para ese cometido al regidor d. Alonso Llarena Carrasco de Ayala, a quien se le prometía un salario diario de 3 ducs. Aunque no faltaron candidatos y ofrecimientos voluntarios para tal representación, en parte porque se utilizaba la estan­cia en Madrid para solucionar problemas particulares o familiares, el negocio implicaba cierto riesgo, como comprobó Lope de Mesa, que fue abordado por enemigos que le robaron y quemaron las manos en el viaje de ida. A su regreso solicita se le pague su jornal, que se fija en 2 ducs. diarios, además de diversos costos.”

Juramento de los regidores coloniales.
Después de leída y aceptada la provisión real que confería el ofi­cio, el nuevo miembro de la corporación formulaba solemne juramen­to por el que se comprometía a ejercerlo bien y fielmente, teniendo como norte el servicio de Dios y el de la Corona y la consecución del bien común de la isla; en particular, se hacía mención a la obligación de velar por los pobres y viudas, así como al mantenimiento del secre­to del contenido de las sesiones capitulares. A continuación, el presi­dente de la sesión (gobernador o teniente, por lo general), conducían al ya regidor hasta el asiento que le correspondía.

Precisamente una de las primeras disposiciones que se adoptan en el cabildo de 20-X-1497 es la de la obligatoriedad de observar el se­creto, por más que las leyes generales ya lo contemplaban. Ya en 1512 Alonso de las Hijas manifiesta con enfado que se había violado el secreto del Cabildo, y que ciertos asuntos estaban en la calle. Aun­que se hace jurar a todos si habían traicionado su juramento, no se descubre el origen de la filtración. De cuando en cuando saldrá a relucir la real o supuesta implicación de algún regidor en la difusión de las deliberaciones concejiles. Que esto ocurría era cierto, pero también es verdad que debió tratarse de algo generalizado, y conviene desconfiar de la acusaciones que puede proferir un regidor contra otro en ese sen­tido, sobre todo cuando forma parte de un intento global descalificador y se utiliza como arma arrojadiza, como la denuncia formulada en 1669 por d. Juan de Castillo contra su compañero Carreño.
Salario.
Si la demanda de oficios de regidor era grande, no se puede decir que el motivo fuese salarial, pues la paga de 3.000 mrs. anuales se mantuvo inalterable desde su concesión en tiempos del primer Adelan­tado. El sueldo es confirmado por cédula real de 1527. Pero la gene­ralidad en la libranza del sueldo va retrocediendo ante la evidencia, no sólo de las notorias ausencias de los concejales en las sesiones, sino in­cluso de la no vecindad en la isla; de ahí que en 1530 se decida no pagar a los no residentes porque no están en servicio de la república.

Además de ese salario, los ediles que habitaban en la ciudad —que hacia 1620 eran aproximadamente la mitad—, percibían dietas en sus visitas de inspección, sobre todo cuando acompañaban a la Justicia (para verificar el estado de las fortificaciones, el abastecimiento de agua, etc.). El estipendio incluía la comida y 200 mrs. al día de salario, según facultad concedida por cédula real de 14-V-1542. Posteriormen­te, con el pretexto del encarecimiento del coste de la vida (manteni­mientos y cabalgaduras), el Ayuntamiento determinó engrosar la canti­dad hasta 8 rs., lo que suponía un aumento de 2 rs.

Esta cuantía, con la inflación, en un par de decenios pareció muy insuficiente, de modo que el Cabildo pide al monarca en 1622 una ac­tualización de la dieta, pues ya los regidores se negaban a acompañar al gobernador en sus desplazamientos, lo cual iba en detrimento de los propios del municipio. Felipe ni se muestra cauto ante la solicitud de 1.000 mrs. diarios que se demandaban (suponía más del doble de los 8 rs.) y reclama más información. Ignoramos en qué paró la demanda.

La antigüedad en el oficio.
La antigüedad en el cargo era una de las condiciones más aprecia­das, además de la perpetuidad. Diversas razones sustentan esta obse­sión: desde la prioridad en el asiento en la sesión, más cerca de la Justicia, que facultaba para intervenir y votar antes que los demás —cir­cunstancia que podía resultar de importancia, dependiendo también de la capacidad política y oratoria del sujeto— hasta la posibilidad de ac­ceder a la tenencia interina del gobierno que correspondía al regidor decano, pasando por el derecho a ocupar lugar preferente en cualquier ceremonial público (que no eran pocos), lo que sin duda era un factor de prestigio, una manifestación de poder personal (y familiar) y al tiempo reforzaba su relevancia en la sociedad. En otro lugar nos hemos referido a ello, y cuando no se posee se ponen en práctica ar­dides como el denunciado en cabildo en 1610. Se advierte entonces una maniobra de las personas que están ejerciendo oficios de regidor en confianza hasta la mayoría de edad del que debe suceder, habitual-mente el hijo o sobrino del propietario de la regiduría. Previamente se había suplicado por éstos al monarca que el título estuviese en cabeza de los menores de edad, que de ese modo gozaban de antigüedad sin ejercer directamente la función. La mayoría de los regidores contem­pla la solicitud como un atentado a su derecho y un fraude, manifes­tando que la antigüedad sólo debe correr desde el juramento y admi­sión. Uno de los que había practicado la estratagema es Simón de Azoca, quien ejercía en lugar de Bernardo Justiniano. Dos años más tarde, cuando éste solicita su recepción y pretende ocupar el asiento de Azoca, como figuraba en la cédula real, se desata la polémica. En principio, sobre todo después de la firme oposición de Carreño, se hace sentar al nuevo regidor en el último lugar.
Hay regidores que pretenden en el s. xvii que su antigüedad es la que corresponde a la primera vez que se concedió el oficio a un lejano antepasado suyo. Una anecdótica pero significativa situación es la que se produce en 1624 entre dos personajes de la oligarquía cuando Barto­lomé de Ponte presenta ejecutoria de la R. Audiencia para ser recibido en el mismo lugar y asiento que había poseído su padre, el cap. Pedro de Ponte y Vergara. La respuesta es inmediata por parte del cap. Alonso de Llarena Carrasco de Ayala, que no duda en remontarse al s. xv para airear que su oficio tenía su origen en una data que los Reyes Católicos habrían dado en 1495 a Hernando de Llarena como conquistador y regidor de La Palma. El asunto de Bartolomé de Ponte venía de atrás, pues cuando tomó posesión en 1616 del regimiento perpetuo de su padre, algunos regidores le contradijeron la antigüedad que reclamaba, por lo que había seguido apelación ante la R. Audiencia. La preten­sión de los Ponte gozaba de un privilegio de origen, pero fenecido desde la segunda transmisión del oficio, sólo que se intenta la continuidad para devenir en consuetudinario algo que carecía de base legal. Nos explica­mos. El primer título, de Pedro de Ponte, fue adornado por el rey con el privilegio de que el inmediato sucesor en la regiduría disfrutase de la misma antigüedad, asiento, voto y cualquier preeminencia inherente al mismo que ostentaba Pedro, pero esa gracia se perdía en la siguiente transmisión, de manera que a partir de entonces la antigüedad debía ser la de la data de su entrada en el Regimiento.

También se le presentó a la corporación la difícil papeleta de deci­dir acerca de la prioridad en el recibimiento de dos regidores que tenían título de diferente origen y calidad. En 1614 muestran sus despachos Tomás Justiniano, que había obtenido el oficio por renuncia de Alonso Cabrera de Rojas, y Mateo Díaz Maroto, en cuya persona se había hecho depósito provisional del alguacilazgo mayor, que llevaba aneja una regiduría, pues el oficio estaba embargado, como más adelante ex­plicaremos. La determinación capitular es recibirlos al alimón, para evitar problemas y disputas.
Los tenientes de regidor.
El ejercicio del oficio por un sustituto o teniente fue otro de los problemas que tuvo que afrontar el Cabildo, sobre todo a partir de mediados del s. xvii, dada la frecuencia con que algunos titulares re­currían a esta práctica negativa para el prestigio del Concejo y que además envolvía una duplicidad y un evidente peligro de incremento en el número de capitulares. En principio fue tan ardorosa su protesta como sonoro su fracaso ante el apoyo real —previo donativo— a las pretensiones de los propietarios. En consecuencia, la confirmación por la R. Audiencia del derecho que asistía a los tenientes, interpre­tando estrictamente la licencia real, forzaba la recepción del teniente por el Ayuntamiento.

Como la mera resistencia en los cabildos era estéril, en 1659 se cambia de estrategia y se suplica a la Corte que no consintiese más te­nientes, de manera que se procediese al consumo de los existentes, sa­tisfaciéndose su valor de las rentas de propios. Pero la voluntad real sólo es movible cuando media una buena suma de dinero, como suce­dió con un donativo de 80.000 ducs., en contrapartida del cual se piden diferentes mercedes. Una de las concedidas por R.C. de 19-X-1664 prohibía los tenientazgos, salvo el de alguacil mayor. No debió ser suficiente para detener el fenómeno apuntado, en buena medida por­que el relevo generacional y político, en parte impulsado por los anti­guos tenientes, se va mostrando favorable a prácticas viciadas, y en las últimas décadas del siglo justo se da una situación contraria a la mante­nida a mediados de la centuria. Hacia 1688 se había ganado otra cédula sobre la necesidad de que ejerciesen sus oficios de regidor los propieta­rios, pero como no convenía a buena parte de la corporación, entró den­tro del grupo de las que se obedecían pero no se cumplían. Esto causa­ba un doble efecto dañino: por un lado, resultaba ofensivo y en descré­dito del municipio el que los individuos de mayor lustre y dinero (algu­nos gozaban de 20.000 ducs. de renta) rehusasen ejercer el cargo en persona; por otro, su ausencia en temas de relevancia como la petición de donativos por la monarquía, suponía problemas y retrasos, situa­ción que denuncia el fiscal real en 1697 para que la R. Audiencia obli­gase a la ejecución de las disposiciones, de modo que sirviesen perso­nalmente aquellos en cuyo despacho no se autorizaba expresamente la facultad para nombrar tenientes.

El absentismo.
Gustaban de hacer novillos los señores regidores, que no acudían a las reuniones semanales para atender a los asuntos de la ciudad y de la isla, dando pie a un problema temprano, crónico e insoluble. Desde luego, no les pagaban dietas por cumplir con su obligación... Una parte de esa inasistencia es justificable si consideramos la dispersión geográfica de los ediles que, no lo olvidemos, lo eran de toda la isla, que presentaba dificultades de comunicación con unos caminos ya de por sí lentos, pero además intransitables en determinadas épocas del año. Lo que resulta injustificable es la ausencia de los concejales que moraban en la capital o en sus alrededores y que no se dejaban ver por las casas consistoriales.

El asunto venía de muy atrás. Como las sanciones eran casi siem­pre pecuniarias y además tenían escasa entidad, esta medida careció de efectividad. En 1501 se acordó multar con un real al regidor que falta­se a una reunión, pero como era imposible o muy forzado exigir la fre­cuente presencia de los regidores que habitaban en lugares distantes, en 1504 la corporación se conformaba con que los ediles que vivían fuera de la villa acudiesen a las reuniones de mes a mes. Dos años después se muestra de nuevo el palo y se decide castigar con multa de 100 mrs. la inasistencia. La verdad es que los políticos preferían ocu­parse de sus haciendas antes que preocuparse de los problemas comu­nes, y se vuelve en los años siguientes a platicar acerca de la materia con poco fruto: en 1510 se trata sin adoptar ninguna determinación, y un año después se decide sancionar a los ausentes con un real, que se destinaría a los pobres de la cárcel; en 1515 se retorna a la multa de 100 mrs. con el añadido de suspensión de un mes en el oficio en caso de reincidencia. Claro, que tampoco el gobernador se distinguía en­tonces por su puntualidad, hecho que se pone en conocimiento del mo­narca, pues los regidores que acudían al Consistorio esperaban vana­mente al Justicia y perdían el tiempo.
En 1520 se llega al caso que de 15 capitulares sólo concurrían 5, sin que las notificaciones contribuyeran a modificar positivamente esta situación. Ni los gobernadores más autoritarios pudieron con la desi­dia y la picardía de los concejales, tan prestos a alcanzar la dignidad de regidor y pagar por ella cuantiosas sumas como a eludir las respon­sabilidades inherentes al oficio. Lo intentó el licdo. Álvarez de Soto-mayor en 1545, así como el licdo. Duque de Estrada, quien amenaza con no pagar salario al regidor que no asistiese a los cabildos, pues muchas veces éstos se tenían que suspender por falta de quorum.

En algunas ocasiones se comprueba que se olvidan de aparecer por el Ayuntamiento a la vez la Justicia y el Regimiento, como en 1609, lo que denuncia a la R. Audiencia Juan Cabrera Real, escribano mayor del Concejo, que como cartulario debía estar muy al tanto de estas fallas. El tribunal instaba a la corporación a celebrar sus sesiones ordinarias y no eludirlas por vuestros particulares fines.

Durante el s. xvii, el abultado número de ediles hizo aún más complicada la tarea de conseguir su presencia, hasta el punto de que con pragmatismo, lo que ordenó el reformador Escudero en 1638 fue, que por lo menos estuviesen presentes los que habitaban en La Laguna bajo multa de 100 ducs. Como ya se indicaba más arriba, todo era en vano, y las consecuencias, si bien es verdad que en ocasiones se despachaban asuntos de trámite, podían ser dañosas, pues no se podían poner en ejecución órdenes reales. No es de extrañar, en este contexto, la cólera del corregidor Urbina Eguiluz, que se encuentra en 1640 en una sesión con sólo tres regidores. Adopta entonces medidas realmen­te drásticas, no por la sanción de 6 ducs. que impone a cada concejal, sino por los términos en que convoca la siguiente reunión, conminan­do a todos los regidores a que se presentasen a las 8 de la mañana y se considerasen presos en la sala capitular bajo pena de 100 ducs.
La R. Audiencia, que debe intervenir más de una vez a instancia de parte, se ve en una difícil tesitura. No era conveniente interrumpir la vida municipal exigiendo un alto número de asistentes a las reuniones, pero una cifra muy corta podía propiciar la toma de decisiones que no sintonizasen con la mayoría del cuerpo capitular, o que se aprovechase una escasa concurrencia para revocar determinados acuerdos. En 1643 prohibirá dicho tribunal los cabildos con menos de siete regidores. La provisión se dictó a pedimento de d. Juan de Alzóla Vergara, que actuó guiado por el deseo de evitar el ya reseñado peligro de que un escaso número de ediles votase sobre temas polémicos y de variada opinión, cuando en La Laguna habitaban algo más de veinte regidores.

Por lo demás, en otro estudio ya expusimos la lacra que supuso este absentismo durante la segunda mitad de esa centuria, hasta el punto de pedirse a la Real Audiencia en 1655 que fuesen válidos los cabildos con 5 capitulares. Como ejemplo ilustrativo añadamos que tan sólo en los tres meses veraniegos de 1687 se suspendieron siete se­siones por falta de regidores. Frente a esto poco podían hacer las irrisorias sanciones previstas en las ordenanzas, que penalizaban a los regidores impuntuales con la pérdida del salario de ese día, y con des­cuento de cuatro días a los inasistentes.” (Miguel Rodríguez Yánez. La Laguna 500 años de historia Tomo I. Volumen I.:183 y ss.)

1610 octubre 8.
El Cabildo colonial de Tenerife manda que todas las pipas se hagan «de la vitola or­dinaria» de 120 azumbres de la isla, «en conformidad de la parea ordinaria». Orden repetida en Cab. 7/1.1611. Cab. 2/5.1763 se observa que, siendo las pipas de 12 ba­rriles, últimamente las hacen los toneleros de 13, con perjuicio de los cosecheros: se manda se hagan conforme al modelo y poner cada tonelero su marca, para poderlos identificar y penalizar.

1610 noviembre 29.
Prelados católicos en la colonia según el criollo, Clérigo católico e historiador José de Viera y Clavijo.

“De don Nicolás Carriazo, trigas i mosexto obispo
Sucediole en la mitra de Canaria don Nico­lás Carriazo, natural de Valladolid, origina­rio de las montañas de Burgos, fraile del orden de Santiago, prior de Mérida y capellán de honor de Felipe III, a quien había servido en importantes comisiones. Pero si su ilustre antecesor no quiso pasar a su obispado, el señor Carriazo no pudo, porque, estando para embarcarse, la vista del mar le hizo entrar en reflexiones tan serias sobre su edad avanzada y achaques de la gota que le oprimía, que solicitó vivamente quedarse en la Península.
Habíale pasado las bulas el papa Paulo V en 1610, y ya había tomado posesión de su iglesia, por medio de apoderado, el día 29 de noviembre del mismo año, cuando fue promovido a la de Guadix, en donde falleció.” (José de Viera y Clavijo, 1982. T. 2:249 y ss.)




No hay comentarios:

Publicar un comentario