miércoles, 4 de abril de 2012

LA CULTURA FUNDAMENTO DEL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN NACIONAL





LA CULTURA FUNDAMENTO DEL
MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN NACIONAL
(Fragmentos)
Amílcar Cabral
La lucha de los pueblos por la liberación nacio­nal y la independencia se ha convertido en una inmensa fuerza de progreso para la humanidad y constituye, sin la menor duda, uno de los rasgos esenciales de la histo­ria de nuestro tiempo.

Un análisis objetivo del imperialismo, en cuanto hecho o fenómeno histórico «natural», incluso «necesa­rio», en función del tipo de evolución económico-políti­ca de una importante parte de la humanidad, revela que la dominación imperialista, con todo su cortejo de mise­rias, rapiñas, crímenes y destrucción de valores huma­nos y culturales, no fue sólo una realidad negativa. La inmensa acumulación de capital, en media docena de países del hemisferio norte, resultado de la piratería, del saqueo de los bienes de otros pueblos y de la explota­ción desenfrenada del trabajo de éstos, produjo otras cosas además del monopolio de las colonias, el reparto del mundo y la dominación imperialista.

En los países ricos, el capital imperialista, siem­pre a la búsqueda de la plusvalía, acrecentó la capaci­dad creadora del hombre, llevó a cabo, gracias a los progresos acelerados de la ciencia y la técnica, una profun­da transformación de los medios de producción, acentuó la socialización del proceso del trabajo y permitió el ascenso de amplias capas de la población.

En los países colonizados, donde la colonización, por regla general, bloqueó el proceso histórico del desa­rrollo de los pueblos dominados, cuando no dio lugar a su eliminación radical o progresiva, el capital imperialis­ta impuso nuevos tipos de relaciones en el seno de la sociedad autóctona, cuya estructura se volvió cada vez más compleja a medida que aquél suscitaba, fomentaba, envenenaba o resolvía en ella determinadas contradic­ciones y conflictos sociales. El capital imperialista intro­dujo, con el ciclo de la moneda y el desarrollo del mer­cado interior y exterior, nuevos elementos en la econo­mía, lo que originó el surgimiento de nuevas naciones a partir de grupos humanos o de pueblos que se hallaban en diferentes fases del desarrollo histórico.

No es defender la dominación imperialista reco­nocer que dio nuevos mundos al mundo, cuyas dimen­siones redujo, que reveló nuevas fases del desarrollo de las sociedades humanas y que, a pesar o a causa de los prejuicios, las discriminaciones y los crímenes a que con­dujo, contribuyó a elaborar un conocimiento más pro­fundo de la humanidad como un todo en movimiento, como una unidad en la compleja diversidad de las carac­terísticas de su desarrollo.

La dominación imperialista en diversos continen­tes facilitó una confrontación multilateral y progresiva (en ocasiones abrupta) no sólo entre los hombres sino también entre las sociedades. La práctica de la domina­ción imperialista -su afirmación o su negación- exigió (y exige todavía) el conocimiento más o menos correcto del objeto dominado y de la realidad histórica social y cultural) en que se mueve, conocimiento que 5: expresa necesariamente en términos de comparación con e sujeto dominador y con su propia realidad histórica.

Este conocimiento constituye una necesidad imperiosa para la práctica del dominio imperialista, en la medida en que éste es el resultado de la confrontación, casi siempre violenta, de dos entidades distintas por su contenido histó­rico y antagonistas por sus funciones. La búsqueda ce ríe conocimiento contribuyó al enriquecimiento general de las ciencias humanas y sociales, pese a su carácter unilateral, subjetivo y con suma frecuencia injusto.

En realidad, el hombre nunca se interesó tanto en el conocimiento de otros hombres y de otras sociedades como a lo largo de este último siglo de dominación imperialista, hasta el punto de que ha sido posible acumular una canti­dad sin precedentes de informaciones, hipótesis y teorías, sobre todo en materia de historia etnología, sociología y cultura de los pueblos o los grupos humanos sometidos al poder imperialista. Los conceptos de raza, casta, etnia. tri­bu, nación, cultura, identidad, dignidad y tantos otros, se han convertido en objeto de creciente atención por parte de quienes estudian al hombre y a las sociedades llamadas «pri­mitivas» o «en evolución».

Más recientemente, con la expansión de los movi­mientos de liberación ha surgido la necesidad de analizar las características de tales sociedades, en función de la lu­cha emprendida y de determinar los factores que desencadenan condenan o frenan esta lucha. Quienes efectúan esos análisis suelen coincidir en que la cultura, en este contexto, adquie­re una singular importancia. Podemos, por eso. admitir que cualquier intento de esclarecer la verdadera función de la cultura en el desarrollo del movimiento de liberación (preindependencia) puede representar una contribución útil a la lucha general de los pueblos contra la dominación im­perialista.

El hecho de que los movimientos de indepen­dencia se señalen, incluso en su fase inicial, por una expansión de las manifestaciones de carácter cultural, indica que esos movimientos vienen precedidos de un «renacimiento cultural» del pueblo dominado. Puede in­cluso llegarse más lejos y afirmar que la cultura constitu­ye un método de movilización de los grupos y, por lo tanto, un arma en la lucha por la independencia.

La experiencia de nuestra propia lucha, y cabe asegurar que también del África entera, nos permite afir­mar que esta concepción del papel de la cultura en el desarrollo del movimiento de liberación es demasiado limitada, si no errónea. Esta concepción se deriva, a nues­tro modo de ver, de una generalización incorrecta de un fenómeno que es real, pero restringido, en la medida en que existe únicamente en el marco de las élites o de las diásporas coloniales. Esa generalización ignora o desde­ña el dato esencial del problema: el carácter indestructi­ble de la resistencia cultural de las masas populares fren­te a la dominación extranjera.

Con sólo algunas excepciones, el período de la colonización no fue, al menos en África, suficientemente largo para permitir la destrucción o una depreciación importante de los elementos esenciales de la cultura y las tradiciones del pueblo colonizado. La experiencia colonial de la dominación imperialista en África revela que (exceptuados el genocidio, la segregación racial y el apartbeid) la única solución pretendidamente positiva que las potencias coloniales encuentran para contrarrestar la resistencia cultural del pueblo colonizado es la «asimilación».
Pero, el fracaso total de la política de «asimilación progresi­va» de las poblaciones nativas es una prueba evidente, tan­to de la falsedad de esta teoría como de la capacidad de resistencia de los pueblos dominados*.

Por otra parte, incluso en las colonias de asenta­miento, donde la aplastante mayoría de la población si­gue estando compuesta por individuos autóctonos, el área de ocupación colonial, y en particular de ocupa­ción cultural, suele reducirse a las zonas costeras y a algunos sectores limitados del interior. La influencia de la cultura de la potencia colonial es casi nula más allá de los límites de la capital y otros centros urbanos. De he­cho, sólo se manifiesta en la vertical de la pirámide so­cial colonial -creada por el propio colonialismo- y se ejerce especialmente sobre lo que podemos llamar «pe­queña burguesía autóctona» y sobre grupos muy reduci­dos de trabajadores de los centros urbanos.

Fácil es verificar que las grandes masas rurales, al igual que una importante fracción de la población urba­na, es decir más del 99% del total de la población indíge­na, se mantienen al margen, o casi al margen, de toda influencia cultural de la potencia colonizadora.

Cuanto acabamos de decir implica que ni en las masas populares del país dominado ni en las clases do­minantes autóctonas (jefes tradicionales, familias nobles, autoridades religiosas) se produce, por lo general, una destrucción o depreciación importante de la cultura y las tradiciones. Reprimida, perseguida, humillada, traicionada por ciertas categorías sociales comprometidas con el extranjero, refugiada en los poblados, en los bosques y en el espí­ritu de las víctimas de la dominación, la cultura sobrevive a todas las tempestades, para después, gracias a las luchas de liberación, recobrar todo su poder de florecimiento.

He ahí la razón de que a las masas populares no se les plantee, ni puede planteárseles, el problema del «retor­no a las fuentes» o del «renacimiento cultural»: las masas son las portadoras de la cultura, ellas mismas son la fuente y, al mismo tiempo, la única entidad verdaderamente capacitada para preseivar y crear la cultura, es decir, para hacer la historia.

Para apreciar correctamente el verdadero papel de la cultura en el desarrollo del movimiento de liberación es, pues, necesario, al menos en lo que se refiere a África, dis­tinguir entre la situación de las masas populares que preser­van su cultura, y la de las categorías sociales más o menos asimiladas, desarraigadas y culturalmente enajenadas. Aun siendo portadoras de un cierto número de elementos cultu­rales propios de la sociedad autóctona, las élites coloniales nativas forjadas por el proceso de colonización, viven mate­rial y espiritualmente la cultura del extranjero colonialista, con el que intentan progresivamente identificarse, tanto en lo que se refiere al comportamiento social como en todo lo relativo a la apreciación de los valores culturales indígenas.

En el transcurso de dos o tres generaciones de colo­nizados, como mínimo, se forma una capa social compuesta por funcionarios del estado, empleados de diversas ramas de la economía (sobre todo, el comercio), miembros de pro­fesiones liberales y algunos propietarios urbanos y agríco­las. Esta pequeña burguesía autóctona, forjada por la domi­nación extranjera e indispensable para el sistema de explo­tación colonial, ocupa una zona social situada entre las masas trabajadoras del campo y los centros urbanos y la minoría de representantes locales de la clase dominante extranjera.
Aunque pueda mantener relaciones, más o menos intensas, con las masas populares, o con los jefes tradicio­nales, esta pequeña burguesía aspira, por lo general, a lle­var un tren de vida similar, si no idéntico, al de la minoría extranjera; de ahí que, al mismo tiempo que restringe sus lazos con las masas, intente integrarse en esta minoría, con mucha frecuencia en detrimento de los lazos familiares o étnicos, y siempre a costa cíe los individuos.

Pero, cualesquiera que sean las excepciones apa­rentes, esa pequeña burguesía nunca llega a franquear las barreras impuestas por el sistema y cae prisionera de las contradicciones de la realidad cultural y social en que vive, ya que, en el marco de la paz colonial, le resulta imposible escapar de su condición de clase mar­ginal o «marginalizada». Esta «marginalidad» constituye, tanto en el país mismo como entre los emigrantes insta­lados en la metrópoli colonialista, el drama sociocultural de las élites coloniales o de la pequeña burguesía indí­gena, vivido más o menos intensamente según las cir­cunstancias materiales y el nivel de «aculturación», pero siempre en un plano individual, no colectivo.

En el marco de este drama cotidiano, sobre el telón de fondo del enfrentamiento, casi siempre violen­to, entre las masas populares y la clase colonial domi­nante, surge y se desarrolla en la pequeña burguesía indígena un sentimiento de amargura o un complejo de frus­tración y, paralelamente, una necesidad acuciante, de la que cobra conciencia, poco a poco, cíe impugnar su marginalidad y descubrir su identidad, lo que le hace inclinarse progresi­vamente hacia el otro polo del conflicto socio-cultural en que vive: las masas populares nativas.

De ahí que el «retomo a las fuentes» se manifieste de manera tanto más imperiosa cuanto mayor sea el aislamiento de la pequeña burguesía (o de las élites nativas) y más profundo resulte su complejo de frustración, como ocurre entre la emigración africana instalada en las metrópolis co­lonialistas o racistas.

No es, pues, casual que teorías o «movimientos» del tipo del panafricanismo y la negritud (dos expresio­nes pertinentes, que se inspiran fundamentalmente en el postulado de la identidad cultural de todos los africanos negros) hayan sido concebidas fuera del África negra. Más recientemente, la reivindicación de una entidad afri­cana por los negros norteamericanos constituye otra ma­nifestación, tal vez desesperada, de esa necesidad de un «retorno a las fuentes», aunque en este caso esté clara­mente influida por una nueva realidad: la conquista de la independencia política por la gran mayoría de los pueblos africanos.

Pero, el «retorno a las fuentes» no es ni puede ser en sí mismo un acto de lucha contra la dominación ex­tranjera (colonialista y racista) y no significa tampoco, necesariamente, una vuelta a las tradiciones. Se trata, pura y simplemente, de la negación, por parte de la bur­guesía indígena, de la pretendida supremacía de la cul­tura de la potencia dominadora sobre la del pueblo do­minado, pueblo con el que aquélla necesita identificar­se. El «retorno a las fuentes» no es, pues, una actitud volun­taria sino la única respuesta viable a la irreductible contra­dicción que opone la sociedad colonizada a la potencia co­lonizadora, las masas explotadas a la clase explotadora ex­tranjera.

Cuando el «retorno a las fuentes» sobrepasa el marco individual y consigue expresarse por medio de «grupos» o de «movimientos», esta contradicción se transfor­ma en conflicto (velado o abierto), el cual constituye el preludio al movimiento de preindependencia o a la lucha por la liberación del yugo extranjero. De esta manera, el «retorno a las fuentes» es históricamente consecuente sólo cuando implica, además de un compromiso real en la lucha por la independencia, una identificación total y definitiva con las aspiraciones de las masas populares, las cuales no sólo impugnan la cultura del extranjero sino también, globalmente, su dominación. En caso contrario, el «retorno a las fuentes» sólo es una solución con vistas a conseguir ventajas temporales y, por tanto, una forma, consciente o in­consciente, de oportunismo político.

Observemos que el «retorno a las fuentes», sea aparente o real, no se produce de manera simultánea y uniforme en el seno de la pequeña burguesía autóctona. Por el contrario, se trata de un proceso lento, disconti­nuo y desigual, cuyo desarrollo depende del grado de «aculturación» de cada individuo, de sus condiciones ma­teriales de existencia, de su formación ideológica y de su propia historia como ser social.

En esta desigualdad tiene su origen la escisión de la pequeña burguesía indígena en tres grupos, en rela­ción con el movimiento de liberación: a) una minoría que, aun deseando el fin de la dominación extranjera, se alía a la clase social dominante y se opone abiertamente a ese movimiento, con el objetivo de defender ante todo su seguridad social; b) una mayoría de elementos vacilantes e indecisos; c) otra minoría cuyos componentes participan en la creación y la dirección del movimiento de Liberación.

Pero este tercer grupo, que desempeña un papel decisivo en el desarrollo del movimiento de preindependencia, sólo llega a identificarse verdaderamente con las masas populares (con su cultura y sus aspiraciones) por medio de la lucha, dependiendo el grado de esa identificación de la forma o formas de esta lucha, así como del contenido ideológico del movimiento y del ni­vel de conciencia moral y política de cada individuo.

Una apreciación correcta del papel de la cultura en el movimiento de preindependencia o de liberación requie­re una distinción precisa entre cultura y manifestaciones cul­turales. La cultura es la síntesis dinámica, en el plano de la conciencia individual o colectiva, de la realidad histórica, material y espiritual, de una sociedad o de un grupo huma­no, síntesis que abarca tanto las relaciones entre el hombre y la naturaleza como las relaciones entre los hombres y en­tre las categorías sociales. Por su parte, las manifestaciones culturales son las diferentes formas que expresan esa sínte­sis, individual y colectivamente, en cada etapa de la evolu­ción de la sociedad o del grupo humano en cuestión.

Comprobamos, según esto, que la cultura es el fun­damento mismo del movimiento de liberación, y que sólo pueden movilizarse, organizarse y luchar contra la domina­ción extranjera aquellas sociedades que logran preservar su cultura. Ésta, cualesquiera que sean las características ideo­lógicas o idealistas de su expresión, es un factor esencial del proceso histórico. En ella reside la capacidad para ela­borar o fecundar elementos que aseguran la continuidad de la historia y, al mismo tiempo, determinan las posibilidades de progreso o de regresión de la sociedad.

Podemos, de esta manera, comprender que, en la medida en que el dominio imperialista es la negación del proceso histórico de la sociedad dominada, también ha de ser por fuerza la negación de su proceso cultural. Por ello, y porque toda sociedad que se libera verdaderamente del yugo extranjero reemprende las rutas ascendentes de su propia cul­tura, la lucha por la liberación es, ante todo, un acto cultural.

La lucha de liberación es un hecho esencialmente político. Por consiguiente, sólo cabe utilizar métodos políticos a lo largo de su desarrollo. La cultura no es ni puede ser simple­mente un arma o un método de movilización de grupo contra la dominación extranjera. La cultura es mucho más que eso. En efecto, la elección, la estructuración y el desarrollo de los méto­dos más adecuados para la lucha se fundan en el conocimiento concreto de la realidad local y particularmente de la realidad cultural.

De ahí que, para el movimiento de liberación, sea imprescindible conceder primordial importancia no sólo a las características generales de la cultura de la sociedad dominada, sino también a las de cada categoría social. Porque la cultura, aunque tenga carácter de masa, no es uniforme ni se desarrolla de una manera igual en todos los sectores -horizontales o verticales- de la sociedad.

La actitud y el comportamiento de cada categoría o de cada individuo respecto de la lucha y su desarrollo dependen, sin duda, de sus intereses económicos, pero también están profundamente influidos por su cultura. Puede incluso afirmarse que lo que explica las diferencias de comportamiento en los individuos de una misma catego­ría social, en cuanto al movimiento de liberación, es la existen­cia dentro de esta categoría de diferentes niveles de cultura.

En este plano es donde la cultura adquiere todo su significado para cada individuo: integración en su medio social, identificación con los problemas fundamentales y las aspiraciones de la sociedad, aceptación o negación de la posibilidad de una transformación en el sentido del progreso.

Cualquiera que sea su forma, la lucha exige la movi­lización y la organización de una importante mayoría de la población, la unidad política y moral de las diversas catego­rías sociales, la liquidación progresiva de los vestigios de la mentalidad tribal y feudal, el rechazo de las reglas y los tabúes sociales y religiosos, incompatibles con el carácter racional y nacional del movimiento liberador, y muchas otras modificaciones profundas en la vida de las poblaciones.

Esto es cierto, pues la dinámica de la lucha exige la práctica de la democracia, de la crítica y de la autocrítica, la creciente participación de las poblaciones en la gestión de su propia vida, la alfabetización, la creación de escuelas y servicios sanitarios, la formación de «cuadros» extraídos de los medios campesinos y obreros, y otras realizaciones que implican una gran aceleración del progreso cultural de la sociedad. Todo esto pone de manifiesto que la lucha por la liberación no es sólo un hecho cultural, sino también un factor de cultura.

Entre los representantes de la potencia colonial y en la opinión metropolitana, la lucha de liberación co­mienza produciendo un sentimiento general de asom­bro, de sorpresa y de incredulidad. Una vez superado este sentimiento, que es el fruto de prejuicios o de la sistemática deformación que caracteriza a la información colonialista, las reacciones varían según los intereses, las opiniones po­líticas y el grado de cristalización de una mentalidad colo­nialista o racista en las diversas categorías sociales e inclu­so en los individuos. Los progresos de la lucha y los sacrifi­cios impuestos por la necesidad de ejercer una represión colonialista, policíaca o militar, provocan en la opinión me­tropolitana una escisión, que se traduce en la cristalización de actitudes diferentes, cuando no divergentes, y en el sur­gimiento de nuevas contradicciones políticas y sociales.

A partir del momento en que la lucha se impone como un hecho irreversible, y por muy grandes que sean los medios utilizados para ahogarla, se produce un cam­bio cualitativo en la opinión metropolitana que, en su mayoría, va aceptando progresivamente la independencia de la colonia como un hecho posible e incluso inevita­ble. Un cambio como éste expresa el reconocimiento, cons­ciente o no, de que el pueblo colonizado y en lucha posee una identidad y una cultura propias.

Y ello se produce pese a que una minoría activa, aferrada a sus intereses y a sus prejuicios, sigue negán­dose durante todo el conflicto a reconocer el derecho del pueblo colonizado a la independencia y a aceptar la equivalencia de las culturas que ese derecho presupone. Sin embargo, esta equivalencia, en una etapa decisiva del conflicto, es reconocida implícitamente o incluso aceptada por la potencia colonial, cuando, con la finalidad de des­viar la lucha de sus objetivos, aplica una política demagógica de «promoción económica y social», de «desarrollo cultural», recurriendo a nuevas formas de dominación.

En efecto, si el neocolonialismo es, ante todo, la continuación de la dominación imperialista bajo una for­ma disfrazada, también es el reconocimiento tácito por parte de la potencia colonial de que el pueblo al que domina y explota posee su propia identidad, la cual exi­ge, para la satisfacción de una necesidad cultural, una dirección política propia.

Señalemos además que, al aceptar la existencia de una identidad y una cultura del pueblo colonizado y, por consiguiente, su inalienable derecho a la autodeter­minación y a la independencia, la opinión metropolitana (o, cuando menos, una parte importante de la misma) lleva a cabo un significativo progreso de orden cultural, puesto que se libera de un elemento negativo de su pro­pia cultura: el prejuicio de la supremacía de la nación colonizadora sobre la nación colonizada. Este progreso puede tener importantes y hasta trascendentales conse­cuencias en la evolución política de la potencia imperialista o colonial, como lo prueban algunos hechos de la his­toria reciente o actual.

Ciertas afinidades genético-somáticas y cultura­les existentes entre diversos grupos humanos de uno o varios continentes, así como una situación más o menos semejante del dominio colonial y racista, han desembo­cado en la formulación de teorías y la creación de «movi­mientos» inspirados en la hipótesis de la existencia de culturas raciales o continentales. Sin pretender minimi­zar la importancia de tales teorías y «movimientos» que, fructifiquen o no, hay que aceptar como tentativas de búsqueda de una identidad y como medios de impugna­ción de la dominación extranjera, podemos sin embargo afirmar que un análisis objetivo de la realidad cultural conduce a negar la existencia de culturas raciales o con­tinentales.

Ante todo, porque la cultura, como la historia, es un fenómeno en expansión e íntimamente ligado a la realidad económica y social del medio, al nivel de las fuerzas pro­ductivas y al modo de producción de la sociedad que la ha creado. En segundo lugar, porque el desarrollo de la cultura se produce en forma desigual, lo mismo en un continente que en una «raza», e incluso que en una sociedad. Efectiva­mente, las coordenadas de la cultura, como las de todo fe­nómeno en desarrollo, varían en el espacio y en el tiempo, tanto en sentido material (espacio y tiempo físicos) como humano (biológicos y sociológicos).

Por esta causa, la cultura -creación de la sociedad y síntesis de los equilibrios y soluciones que engendra para resolver los conflictos que la caracterizan en cada fase histó­rica- es una realidad social independiente de la voluntad de los hombres, del color de su piel, de la forma de sus ojos o de los límites geográficos de cada país.

Para que la cultura cumpla el papel que le corres­ponde en el movimiento de liberación, éste debe establecer con precisión los objetivos a alcanzar en el camino hacia la reconquista del derecho del pueblo que representa y dirige, a poseer su propia historia y a disponer libremente de sus fuerzas productivas, para, de esta manera, posibilitar el de­sarrollo ulterior de una cultura más rica, popular, nacional, científica y universal.

Lo que importa al movimiento de liberación no es demostrar la especificidad o no especificidad de la cultura del pueblo, sino proceder al análisis crítico de esta cultura, en función de las exigencias de la lucha y del progreso, lo que permitirá situarla, sin complejos de superioridad o de inferioridad, en la civilización univer­sal, como una parcela del patrimonio común de la humani­dad y es la perspectiva de su integración armoniosa en el mundo actual.

* En las colonias portuguesas, el porcentaje máximo de asi­milación es del 0,3% de la población total (en Guinea Bissau), después de 500 años de presencia «civilizadora» y medio siglo de «paz colonial».

Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.





1 comentario:

  1. Hola Pedro podrías pasarme un mail de contacto para consultarte algo acerca de este texto? Saludos. marianozarowsky@yahoo.com.ar

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