Retazos de cultura canaria según el explorador inglés Richar Francis
Burton en 1865,
[…] (La Laguna) Hay una Corriera
[six] o Corso (calle principal) generalmente
vacía, y también la gran y desierta Plaza del Adelantado,
del conquistador Lugo. Las armas de este último, con su lanza y su
bandera, están expuestas en el Ayuntamiento; no admiro lo comercial
de su lema:
Quien lanza sabe tener, Ella
le da de comer.
Conquistar no
puede nombrarse con el mismo aliento que «ganarse el pan». Ahí también está el
escudo de armas de Tenerife, dado en 1510; Miguel
Arcángel, el predilecto del invasor, se erige
incombustible sobre los vómitos ardientes del pico de Nivaria,
y esta grandiosa visión del monte custodiado dio pie a unos
versos satíricos de Viera:
Miguel, Ángel Miguel, sobre esta altura Te
puso el Rey Fernando y Tenerife; Para ser del
asufrej nieve fría Guardia, administrador y almoxarife.
Las calles
desiertas eran largas hileras con un sucio canal en el medio. Algunas casas
de piedra eran altas, admirables, sólidas e imponentes;
entre ellas el pabellón de los Condes de Salazar, la enorme y sólida
morada de los marqueses de Nava, y las mansiones de los Villanuevas del Prado.
Pero la fiebre amarilla había ahuyentado a
la mitad de la población —10.000 almas, que fácilmente podrían llegar a
20.000—, y habían atrincherado las casas frente al extranjero curioso.
La mayoría revestidas y porticadas con pilares floridos, eran meras pecheras que a nada daban entrada, y sólo los enormes
blasones indicaban que en algún momento habían tenido dueño. Mezcladas entre los «palacios» había algunas casuchas rústicas
de madera con dos ventanas y una puerta, y viviendas paupérrimas y enmohecidas, cuyos hierros oxidados,
tablones astillados y ventanas rotas
les daban un aspecto verdaderamente sombrío y deprimente. El único movimiento observable tendía a gravitar hacia los tejados. Favorecido por el aire cargado
de humedad el principal desarrollo era
el de la hierba en las calles, el musgo en las paredes, y la «mata gorda» sobre las tejas. El verode (Sempenii-vum urbium), traído de Madeira, fue descrito por primera vez por aquel sueco genial que murió en el Río Congo, el
profesor Smith. Finalmente, aunque
las calles sean amplias y uniformes, y el pueblo grande esté bien
aireado por sus cuatro lados, el aspecto general
evocaba bastante a los cocineros, que es como los hijos del puerto
capitalino llaman a los ciudadanos de la capital. Éstos responden llamando a sus hermanos rivales chicharreros,
o pescadores de chicharro (jurel,
Caranx cuvierí).
De La Laguna seguimos hacia
Tacoronte, el «Jardín de los guanches», y allí
inspeccionamos el pequeño museo del difunto D. Sebastián Casilda, reunido por su
padre, un capitán mercante de altura. Era un
caos de curiosidades que iban de la
China al Perú. No
obstante, entre ellas había cuatro momias completas, incluyendo una de Gran Canaria. Por ende, podemos corregir
a monsieur Berthelot, que sigue a los que afirman que sólo los guanches
de Tenerife momificaban a sus muertos. La
descripción más antigua de estos
embalsamamientos es de un «hombre juicioso e ingenioso que vivió veinte años en la isla como médico y
comerciante». Fue incluida por el Dr.
Thomas Sprat en las Transactions ofthe Roya/ Socie/y, de
Londres, y vuelta a publicar en la voluminosa obra, A-frica, de John Ogilby. Según el comerciante: «Salí de Güímar, un pueblo en su mayor parte habitado por quienes
descienden de los Antiguos
Guanchios, en compañía de algunos
de ellos, para ver las cuevas y los
cuerpos enterrados en ellas (un favor que rara vez o nunca permiten a alguien,
ya que tienen gran veneración por los restos de sus ancestros, y eran,
igualmente, muy contrarios a molestar a sus muertos); pero como había hecho
entre ellos muchas curaciones por
caridad, pues son muy pobres (aún así, hasta el más pobre se considera demasiado bueno para casarse
con el mejor de los españoles), se ganó sobradamente sus simpatías.
De no ser así, visitar estas cuevas y restos significa la muerte
para cualquier extraño. Los restos
están aderezados en pieles de cabra con correas del mismo material de manera muy curiosa, particularmente por la incomparable precisión y uniformidad de las
costuras; y las pieles se ajustan encerrando los restos, que en su
mayoría están enteros: los ojos cerrados, cabellos en las cabezas, orejas,
nariz, dientes, labios y barbas, todo
perfecto, únicamente algo descoloridos y
un poco encogidos. Vio unos trescientos o cuatrocientos en varias cuevas,
algunos de ellos de pie, otros acostados sobre lechos de madera, tan endurecida
con una técnica que tenían (los españoles
la llaman caray, curar una pieza de madera) que ni el hierro puede perforarla o dañarla. Estos restos son muy
ligeros, como si estuvieran hechos de paja; y en los restos que estaban
rotos distinguió claramente los nervios y
los tendones y también los conductos
de las venas y las arterias. Según el relato de uno de los más ancianos de la isla, había una tribu en
particular que era la única en
dominar esta técnica, y la conservaba como algo sagrado y no la comunicaba al
vulgo. No se mezclaban con el resto de la población, ni se casaban fuera de su
propia tribu, y eran también sacerdotes y ministros de su religión.
Pero cuando
los españoles conquistaron el lugar, la mayoría fueron destruidos y su arte pereció con ellos, únicamente se mantuvo cierta
tradición sobre algunos de los
ingredientes que eran utilizados en estos menesteres; cogían manteca (algunos dicen que la mezclaban con
grasa de oso) que guardaban para tal
propósito en las pieles; hervían ciertas hierbas, primero una especie
de lavanda silvestre, que crece en grandes
cantidades sobre las rocas; en segundo lugar una hierba llamada Lara, con
una consistencia muy gomosa y viscosa, que ahora crece bajo las cimas de las
montañas; en tercer lugar una especie de ciclamen, o cerraja; en cuarto
lugar salvia silvestre, que ce en abundancia
en esta isla. Todas estas cosas, y otras más, machacaban y hervían hasta hacerse una manteca, proporcionando un bálsamo perfecto. Una vez preparado, sacaban
primero entrañas del cuerpo (y entre las clases más pobres, para ahorrarse gastos, sacaban el cerebro por detrás):
después que los restos estuvieran así dispuestos tenían preparada una lejía
hecha con cortezas de pino con la que lavaban el cuerpo, secándolo al
sol en verano, y con una estufa en invierno,
repitiendo esto con mucha frecuencia:
Después empezaba la unción, tanto por fuera como por dentro, secándolos
como antes; y así continuaban hasta que el bálsamo
hubiese penetrado toda la mortaja, se notasen todos los músculos bajo la
piel contraída y los restos resultasen extremadamente ligeros: luego los envolvían con pieles de cabras cosidas. Los antiguos
dicen que tienen más de veinte cuevas con sus reyes y grandes personajes con todos sus familiares, aún desconocidas para todos
excepto para ellos mismos, y que nunca las descubrirán».
Por último,
el «físico» declara que «los restos en, Las cuevas de Gran
Canaria se encuentran en sacos, bastante consumidos, y no como éstos de
Tenerife». Esta afirmación resulta dudosa; aparentemente la
práctica era la misma en todo el Archipiélago. Evoca de
inmediato a Egipto y, posiblemente, alguna vez estuvo neta mente
extendida por todo el Continente Negro. Así, el Dr. Uarth nos cuenta que cuando el
jefe Sonni Ali murió en Grurna «sus hijos, que lo acompañaban en la expedición,
le sacaron las vísceras y lo rellenaron con
miel para poder preservarlo de la putrefacción». Muchas tribus en Suramérica y
Nueva Zelanda, así como en África, preservaban el cadáver, o algunas de sus
partes, mediante la cocción y otras burdas prácticas similares. Según algunos
autores, a los menceyes guanches
(reyezuelos o jefes) se les encerraba en ataúdes, al estilo egipcio; pero se han encontrado muy pocos porque
los isleños, cristianos supersticiosos, destruyen el contenido de todas las
catacumbas. En la colección de Casilda pude observar los rasgos duros, las frentes anchas, las caras cuadradas, y los cabellos rubios, descritos por los autores
antiguos. Dos de ellos tenían restos de la lengua y los ojos (que con
frecuencia eran azules), lo que prueba que no quitaban las partes más blandas
y perecederas. Había muestras del bálsamo seco y líquido. De los veintiséis cráneos, seis eran de Gran Canaria. Todos
eran claramente del tipo llamado
caucásico, y algunos pertenecían a hombres excepcionalmente altos. Su forma era
dolicocéfala, con los laterales más planos que redondeados; la región
perceptiva estaba bien desarrollada,
y, en comparación, la reflexiva era más pobre, como es habitual entre salvajes
y bárbaros. La región facial parecía anormalmente
grande. Las herramientas industriales eran toscas agujas y anzuelos de pesca
hechos con hueso de oveja. Los utensilios31
domésticos consistían en cucharones de madera rudamente tallados, y en toscas
vasijas rojas y amarillas, sin asas por lo general, redondas y adornadas con
rayas. Ninguno de estos ganigos [sic\, o vasijas, estaba pintado como lo
están los de Gran Canaria. También
usaban pequeños molinos de mano de dos piezas hechos de basalto para moler el gofio, o grano tostado. Los artículos de vestir eran de tejido vegetal, grueso
como esteras, y tamaños, o guardapolvos, de pieles de cabra mal
curtidas. También tenían cuerdas toscas de fibra de palma, y parece que les
gustaba más trenzar que tejer; aunque
el lino de Nueva Zelanda y los aloes crecen en abundancia. Sus mohanes
corresponden a los mocasines indios y
hacían monteras de piel. La base de las conchas que se limaba hasta obtener el
grosor de una moneda de una corona,
mostrando una depresión en espiral, probablemente sean los viongwa, collares que todavía se usan
en la Región
de los Lagos del África Central.
Tenían abalorios de muchos tipos; unos eran cilindros de cuerno con protuberancias en el centro y con una longitud
de 1,25 pulgadas;
otros de arcilla aplanada como los aiampum
americanos o los ornamentos de las
tribus de Fernando Poo; y otros
discos planos, también cocidos, casi idénticos a los encontrados en momias africanas -en el Perú se
usaba para registrar las fechas y
los eventos—.
Algunos eran
de ágata rojiza, un material que no se encuentra en la isla; y
parecían trozos de la boquilla de una pipa gruesas, con
una longitud de media a una pulgada.
Quizá fueran
copia de las misteriosas cuentas de Popo halladas en la Costa de los Esclavos y en
el interior de África. Los guanches estaban
condenados a no alcanzar jamás la edad de los metales. Su civilización se corresponde con la de China en los tiempos de Fohi. Las armas principales eran
triángulos pequeños de basalto
compacto e i^tli (esquirlas de obsidiana) para las tahonas, o
cuchillos, ambos sin mango. Portaban garrotes toscos y hanot [su], o lanzas afiladas de madera de pino con puntas endurecidas al fuego. Los gamites [sic\ (picas)
tenían una especie de cabeza con dos
semicírculos aplanados, una forma que en la actualidad se conserva entre los negros. Nuestro antiguo
autor nos cuenta que esta gente
«saltaba de roca en roca, algunas veces bajando así hasta diez brazas de un
solo salto: primero terciaban la 'una,
que alcanza el tamaño de la mitad de una pica, y dirigían la punta hacia
una minúscula superficie de la roca sobre la que intentaban caer, a veces de poco más de un pie de ancho, al saltar pegaban
mucho los pies a la lanza, y así trasladaban sus cuerpos por los aires:
la punta de la lanza es la que llega primero, y amortigua la fuerza de la caída; luego se deslizan suavemente por el bastón
y lanzan sus pies hacia el lugar que habían decidido de antemano; y así de
roca en roca hasta llegar abajo; aunque los novatos a veces se rompen el
cuello durante el aprendizaje».
Advertí ser
más civilizados los productos de las otras islas, especialmente de las orientales,
más cercanas al continente africano.
En 1834 las
entrañas de Fuerteventura prodigaron, a una profundidad de seis pies, la figura
diminuta de una mujer de pecho prominente y vestida a la manera nativa: casi
parecía china. Una vasija de arcilla negra
de Las Palmas mostraba una fábrica sobresaliente. También aquí, en
1762, una caverna aportó una plancha de basalto
donde hay garabatos circulares que confirman las afirmaciones de antiguos autores de que los isleños no
eran del todo ajenos a la escritura.
Pude rastrear que no había similitud alguna con los caracteres peculiares del
beréber, y los consideré meros adornos.
Los así llamado «Sellos de los Reyes» eran piedras oscuras, que probablemente se usaban para pintar la
piel; tenían paralelogramos insertos
unos en otros, trazos infantiles y redes de líneas a mano alzada. De
hecho, los guanches de Tenerife no tenían alfabeto.
El Hierro (Ferro), el Barranco de los Balos (Gran Canaria), Fuerteventura, y otros ítem de las
Afortunadas han proporcionado inscripciones incuestionables. El Sr.
Berthelot las compara con los signos
grabados en la boca de la cueva La Piedra Escrita en
Sierra Morena de Andalucía; con las impresas por el General Faidherbe en su trabajo sobre los epígrafes
numídicos o libios; con la
«inscripción de Thugga», en Túnez; y con los grabados en las rocas del Sahara, atribuidos a los antiguos
Tcnvárikor Tifinegs.
El Dr.
Grau-Bassas (de El Museo Canario) encuentra un notable parecido entre éstos y
los «caracteres egipcios (cursivos o demóticos),
fenicios y judíos», haciendo notar que están grabados en series verticales.
El Dr. Verneau, de la
Academia de París, sugiere que algunos de estos epígrafes
son alfabéticos, mientras que otros son jeroglíficos.
El coronel H. W. Keays-Young amablemente me copió, con gran
esmero, un cuadro del museo de Tacoronte. En él están representadas
unas inscripciones, aparentemente jeroglíficas, encontradas (en 1762) en la
cueva de Belmaco, en la isla de La
Palma, denominada por los antiguos Benahoave.
Están grabadas sobre dos piedras basálticas.
También
inspeccioné la colección de un conocido abogado, el Dr. Francisco
María de León. De los tres cráneos guanches, uno era de solidez africana, con las
suturas casi borradas: tenía el patrón grueso y pesado de la cabeza de un
soldado. La pasta del bálsamo de la momia se había sometido a examen, sin más
resultado que el haber encontrado una gran
cantidad de sangre de drago. En el
siglo XIV Gran
Canaria envió a Europa, en una sok empresa comercial, el
valor de doscientos doblones españoles de esta sustancia.
Gracias a la
amabilidad del gobernador se me permitió examinar cuatro momias guanches
descubiertas (en junio de 1862) en el término jurisdiccional de
Candelaria. Mientras esperaban su exportación a España habían sido
temporalmente guardadas en ataúdes en una planta baja
húmeda, donde las cucarachas no respetaban nada, ni siquiera a
un guanche. Estuve acompañado por el Dr. Ángel M. Yzquierdo [s¿(¡, de
Cádiz, médico del hospital, y anotamos lo
siguiente:
La número
uno, varón de tamaño medio, le falta la cabeza y los miembros
superiores, mientras que el tronco se había reducido a un esqueleto. Los signos
característicos eran caucásicos y no negroides;
tampoco había evidencias del rito judío. La parte de abajo de la pierna derecha, el pie y las uñas del
mismo estaban bien conservadas; la
izquierda era un sólo un hueso, al que le faltaba el tarso y el
metatarso. El estómago estaba lleno de fragmentos de hierbas (Qhencpodittm,
etc.), y la epidermis se pulverizaba con facilidad. En este caso, como en
los otros tres, las pieles mortuorias
estaban toscamente cosidas con el pelaje hacia dentro: sería un error
decir que el trabajo «le quedara como un guante».
La número
dos era de gran estatura y estaba completa, la estructura y la forma de la
pelvis eran masculinas. La piel estaba adherida ni cráneo
salvo por detrás, por donde sobresalía el hueso, posiblemente
un efecto del largo reposo sobre el suelo. Cerca del hueso
temporal derecho había otra rotura de la piel, que aquí parecía
mucho más deteriorada. Tenía todos los dientes, pero no rran
especialmente blancos ni buenos. Faltaba el antebrazo izquierdo y la mano, y
la derecha estaba defectuosa; los miembros inferiores estaban conservados
hasta las uñas.
La número
tres, también de gran tamaño, era parecida a la número dos;
los miembros superiores estaban enteros, y a los interiores les faltaban
solamente los dedos del pie izquierdo. La mandíbula inferior no estaba, y la
superior no tenía dientes. Por encima de la órbita derecha había un hueco
ovalado, de aproximadamente una pulgada de diámetro en su parte
más ancha. Si esto fuese una marca de bala, la momia podría
datarse entre la ultima conquista y la rendición de 1496 d. C. Pero también puede ser el resultado de un accidente, como una caída, o
del golpe de una piedra, un una
piedra, un arma que los guanches usaban con mucha destreza. El Sr. Sprat afirma que «tiraban piedras con
una fuerza casi tan grande como la de una bala, y ahora usan piedras en sus luchas
como lo hacían antiguamente», y lo confirma Glas.
La número
cuatro era mucho menor que las dos anteriores y la mejor
conservada. La forma del cráneo y la pelvis sugerían que se
trataba de una mujer; además, los brazos estaban cruzados sobre el cuerpo,
mientras que en los varones momificados estaban
estirados. Las piernas estaban cubiertas de piel; las manos
estaban muy bien conservadas, y las uñas más oscuras que las otras partes.
Ninguna de las cuatro momias tenía lengua, probablemente se había descompuesto.
Los cráneos eran definitivamente
ovalados. El ángulo facial, muy abierto, entre 80 y 85, contrarrestaba el
enorme desarrollo de la cara, que mostraba
cierta animalidad. Quedaba algo de pelo, de color castaño-rojizo y lacio, no rizado. Las entrañas habían desaparecido
y, al no haber paredes abdominales, era imposible detectar las incisiones por
donde fueron introducidas las sustancias tanato-balsámicas, señaladas por Bory de Saint-Vincent, entre otros muchos. El método resulta confuso. Se cree en
general que tras retirar las entrañas
por el corte irregular hecho con la tahona, u obsidiana (cuchillo), los
practicantes, que al igual que en Egipto eran de la casta más baja, inyectaban
un líquido corrosivo. Después rellenaban las cavidades con el bálsamo descrito
anteriormente; secaban el cadáver;
y tras quince o veinte días, lo envolvían en pieles de cabra curtidas y cosidas. Éste parecía ser el caso de las momias en cuestión.
Había numerosas catacumbas,
inviolables excepto para los sacrílegos, en las partes más rocosas e
inaccesibles de la isla. El Sr. Adisson encontró algunas en Las Cañadas del
Pico, a 7.700 pies
sobre el nivel del mar. Por esto se ha
dicho de los guanches que, tras un
siglo de lucha, no queda de ellos más que sus momias. Este dicho mordaz tiene
más de lacónico que de verdad.
Los
guanches eran bárbaros, no salvajes. Los dos capellanes de De Béthencourt, en
sus crónicas de Lanzarote y Fuerteventura, nos cuentan que «hay muchos pueblos
y casas, con numerosos habitantes». A las ruinas que aún hoy se pueden
encontrar en estas islas se les llama «casas hondas», porque
un hoyo central estaba rodeado por una pared baja. El castillo de
Zonzainas estaba construido con grandes piedras y sin cal. En el Puerto de
Arguineguín (Gran Canaria) los exploradores enviados por Alfonso IV (1341) encontraron de 300 a 400 viviendas con
techos de excelente madera y tan limpias por dentro que parecían haber sido
encaladas. Éstas rodeaban una
construcción mayor que probablemente era la residencia de su jefe. Sin
embargo, los tinerfeños sólo usaban cuevas.
La ausencia
de canoas y otros artilugios de navegación en las tierras guanches no es, de
ninguna manera, prueba de que la emigración
ocurriera cuando las Canarias formaban parte del continente. Es el mismo caso que el de los australianos,
los tasmanios y los neozelandeses. Los guanches, además, eran nadadores
admirables, capaces de cruzar con facilidad el estrecho de nueve millas que separa Lanzarote de La Graciosa. Incluso
podían matar los peces con varas
estando dentro del agua. El engorde de las muchachas antes del casamiento era, y aún es, una tradición marroquí, que
no árabe. Su tosco feudalismo se parece en mucho al de los jefes
beduinos. George Glas, o más bien Abreu Galindo -el autor al que cita— dice de sus casamientos: «Ninguno de los canarios tenía más de una mujer, ni la mujer más de
un hombre, contrario a lo que afirman
los autores mal informados». La creencia
generalizada es que en los tiempos de la Conquista la poliandria predominaba entre las tribus. Ésta puede haber surgido de su
primitiva comunidad de bienes, y seguramente se convirtió en una costumbre local para controlar el crecimiento de la población. Posiblemente, además, estuviese
circunscrito a la clase noble y a los
sacerdotes.
Humboldt
señala que: «No encontramos ejemplos de esta poliandria
más que entre las gentes de Tíbet».
Aunque tuvo
que haber
oído hablar de los Nayr de Malabar, si no es que de los Todas de las Colinas
Nilagiri. La explicación de esta costumbre por parte de D. Agustín Millares es que «los hombres y las mujeres nacen
en proporciones casi iguales», siendo de hecho lo contrario. Las proporciones
igualadas inducen a la relación monogámica.
Según el erudito Sr. d'Avezac
«guanche» es una derivación de Guansheri o
Guanseri, una tribu beréber descrita por El-Idrisi y León el Africano. Esta explicación es mejor que
derivar el término guanche de
las palabras celtas gwuivrn, gwen, blanco. Los autores más antiguos sostienen que es una adulteración del
vocablo Vin-cbune, el nombre indígena de la raza nivaria. Añaden,
«los habitantes de Tenerife se
llamaban a sí mismos guan (del beréber watt), una persona, Chinet o Chinerf, Tenerife;
así que guancbinet significa una
persona de Tenerife, y se corrompió fácilmente convirtiéndose en guanche. Por lo tanto, también el
«capitán Artemis» de Glas era Guan-arteme,
el jefe único o el dirigente. Viera deriva «Tenerfo o «Chenerf» del último rey; y en los viejos manuscritos se habla de «.Chenerife».
La tradición popular dice que se compone de «Teñen, montaña o nieve, y de «yfe», nieve o
montaña. Pritchard aplicó el término guanche
a todas las razas canarias y el Sr. de Macedo, quien lo limita a los tinerfeños, le reprocha el
error. Lo mismo ocurre con el
Reverendo Sr. Debary y con el Profesor Piazzi Smyth, que habla de los «guanches de Gran Canaria y Tenerife». De acuerdo con el uso popular todos tendrían
razón, pues «guanche» es el término
local y general para los aborígenes de todo el Archipiélago. Pero los
científicos objetan que se incluyen diferentes
razas bajo un mismo nombre.
El lenguaje
es también un tema en disputa: algunos opinan que todos los
isleños tenían una lengua común; otros, que no se entendían
entre sí; muchos dicen que la lengua era beréber (numídica, getuliana,
y garamantana), y algunos argumentan que no era tan claramente
semítica. Los dos capellanes de D Béthencourt constataron su similitud con la
de los «moros» de Berbería. Glas, que conocía algo
el Shilha, o el beréber occidental, hizo la misma observación.
Pero el piloto genovés Niccoloso da Recco, en una expedición
de 1344 d. C, recogió los numerales, y dos de ellos, satti (7) y tamatti (8),
son menos cercanos al original que los bereberes set y tem. La recopilación de
Abreu Galindo, quien vivió aquí en 15 publicó
su historia en 1632, recoge 122 palabras; Viera sólo 1C Bory de Saint-Vincent47,
148. Webb y Berthelot ofrecen 909. éstas
200 son sustantivos, incluyendo 22 nombres de plantas; son topónimos, y
242 son nombres propios. Muchas son dude por
ejemplo, sabor (lugar del consejo) viene de cabocer, «.expre. par la quelk les negres de la Sénégambie dénotent la
reunión de leurs che) como todos
saben, viene del portugués caboceiro, un cabecilla.
Siguiendo el
camino de Tacoronte llegamos a El Sauzal aquel entonces el coche no pasaba
más allá, la carretera vieja estaba en
condiciones, y la nueva aún no estaba en funcionamiento. Ofrecimos un dólar a cada uno de los hombres
robustos ociosos que estaban tumbados
en el lugar por cargar nuestro equipaje
ligero. Negaron con la cabeza, se envolvieron con capas-mantas, y se estiraron
al sol como perros tras una fría caminata. No podía evitar preguntarme ¿qué
deseos tendrán? cobijo que les resguarde del frío, gachas para comer, y, sobre do, el sol brillante y el aire puro, que son
lujos mejores y más] cerneros que la
púrpura o el lino fino. Finalmente unos muleros que pasaban por allí nos sacaron del apuro.
El camino
estaba abarrotado de laguneros, que llamaban la atención con
sus sombreros de paja, camisas de tela, chalecos rojos con bordados en la espalda,
fajas de vivo carmesí, calzoncillos blancos
con calzón de pana negra, que parecían tener un «a apuntado» delante y detrás, calcetas marrones o
largas polainas de cuero adornadas
con colores, y zapatos sin curtir. A pesar del calor muchos llevaban puesto la
capa guanche, una manta inglesa con un
cordoncillo corredizo alrededor del cuello. Las mujeres cubrían sus gráciles cabezas con medio cuadrado de
paño y deformaban el tocado con un
espantoso sombrero redondo de fieltro
negro y copa baja, un desagradable recuerdo de Gales. Cientos de hombres,
mujeres, y niños estaban trabajando en la carretera, y nos sorprendió la
belleza de la raza, sus líneas clásicas, el contorno del óvalo, los perfiles rectos, cabellos magníficos, y ojos azul-grisáceos con pestañas negras. Éste no es el
resultado de la sangre guanche, como
descubrí al poco en un pueblo del suroeste de la isla. También me señalaron como arquetipo de la raza guanche a un ordenanza de las cercanías de Arico que
había servido durante años en un
palacio. Medía seis pies y cuatro pulgadas [1,93 m.], y de un ancho
proporcional; su cara era algo romboide, su pelo lacio, negro como el de
un hindú, y su piel tostada sólo era un poco más oscura que la de las gentes
del Algarve portugués. La belleza de los
isleños es el resultado de una mezcla con sangre irlandesa. Durante la persecución católica, antes de
1823, muchos huyeron de la Isla Esmeralda
hacia Tenerife, y especialmente a La Orotava. La figura de la mujer joven es encantadora, alta,
esbelta y dócil como los
pinos del lugar. Todos admiran sus gráciles andares. Pasamos por lugares famosos en tiempos de la Conquista -La Matanza, la nativa Orantapata, donde las fuerzas
de De Lugo fueron casi
aniquiladas-. Ahora es una estación a medio camino de La Orotava; y aquí para el coche
para comer, los precios los regula el
gobierno.
Desde la
aislada hostería se distingue el Pico pero no el valle subyacente. Después
Acentejo, la Roncesvalles
local, donde los invasores sólo se salvaron gracias a San Miguel; y luego, La Victoria, donde éstos se vengaron. En Santa Úrsula vimos
por primera vez las laderas de La Orotava, la Tavro [síc] guanche
o Atanpa-lata [iic\; y en la
Cuesta de la
Villa nos mostraron cerca de su seña, una palmera, la cueva que cobijó al jefe patriota,
el desafortunado Bencomo. Mientras la gente elegante salía a pasear,
pasamos el talvario y el lugar que conduce a la Villa de La Orotava, y encontramos
habitación en
La fonda de D. José Gobea. A la sala, o salón
principal, de unos 30 pies
de largo, sólo le faltaba un diván oriental
arrimado a las paredes; ésta era fácilmente convertible en un lugar aceptable para el vivaque, y fue aquí donde
decidimos experimentar la vida
campestre durante un tiempo.[…] Tomado del libro: El Volcán, El Almirante y los
Gallos, de Richar Francis Burton. Ediciones Idea, 2005.
Abril de
2012.