martes, 13 de marzo de 2012

LAS ATALAYAS DE IGUESTE EN ANAGA, TENERIFE


“El lugar de Igueste en Anaga (Tenerife) fue conocido durante el siglo XIV como "Cueste", un poblado guanche esparcido desde las medianías a la costa, que ocupaba las cuevas de las laderas y márgenes de los barrancos. Los restos arqueológicos son la prueba palpable, a pesar de los expolios que los yacimientos vienen sufriendo, causantes de la desaparición de gran parte de los vestigios de nuestro pasado, por ello es inútil y casi imposible un es­tudio serio de la historia de nuestro pueblo.

Con la llegada y asentamiento de la población europea -españoles y portugueses- y de otras islas, sobre todo de Fuerteventura y Lanzarote y algunos de origen norman­do como los Melianes, Perdomos o Umpiérrez, y a consecuencia del mestizaje con los moradores guanches aumentó el número de habitantes en los lugares y caseríos, caso de Hoya de los Juncos y Lomo Bermejo hasta llegar a La Cruz, limite del pueblo du­rante algún tiempo.

Los motivos que frenan esta expansión hacia la costa no son otros que los continuos asaltos que padece Igueste, y en general todas las islas, por parte de piratas y corsarios procedentes del norte de África, Francia e Inglaterra a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, quienes hicieron inhabitables las zonas costeras

Así surge la necesidad y la importancia de este Valle de la Atalaya y de los atalayaos, verdaderos vigilantes de la llegada de posibles asaltantes. Su misión fue casi anónima pues sólo conocemos los nombres de algunos, sin embargo, la labor desempeñada fue muy importante, ya que eran considerados "los ojos de Santa Cruz" por enviar avisos para alertar a la población en caso de cualquier avistamiento sospechoso.

La expansión del pueblo será a partir del siglo XIX, fecha en la que se comienzan a construir las primeras casas en las proximidades del mar.

Otro factor importante en el desarrollo de la ocupación de terreno hacia la costa es­tá directamente relacionado con la emigración, puesto que muchas de estas cons­trucciones fueron financiadas con dinero cubano, precisamente, el de aquellos paisa­nos que emigraron y que a su regreso aportaron a Igueste además de algún capital, las costumbres, gastronomía y frutos tropicales que forman parte del paisaje y riqueza agrí­cola actual.

Colonización
La isla de Tenerife en el momento de la Conquista estaba dividida en nuev ceyatos, perteneciendo Igueste al de Anaga que desempeñó un importante destacando la figura del último mencey Beneharo y de sus hijos, especialmej rique de Anaga.

Al final de la Conquista en 1496, las tierras, las aguas, las gentes y los ganados fueron repartidos entre los conquistadores y colonos. Las tierras de Anaga se concedieron mediante Datas, como el caso de Igueste y el Valle de las Yeguas.

Según cuenta Cioranescu en su Historia de Santa Cruz "en un Valle en que, de Mateo Viña y los sobrinos del Adelantado habían entrado a poblar los Párrag as y los Salazar, no quedaba sitio para más gente. Sin embargo, hubo más repartos que a lo mejor no fueron seguidos de efecto. Hernando de Trujillo, conquistador, regidor y teniente del Adelantado, fue uno de los agraciados, si las tierras que recibió -en Anaga-, estaban  situadas, como suponemos, el valle de las Higueras. Pedro Gómez y García Hernández de la Vimera tuvieron tierras de riego "en el río de los Sauces, que es Anaga".

Al conquistador Alonso de Antequera le dieron cincuenta fanegas junt las tierras de Salazar. Lo cierto es que el valle recibió un número importante c bladores, con datas o sin ellas, y se desarrolló rápidamente".

"El valle de las Yeguas o Adavoro fue data de Gonzalo de Ibaute quien posibleí lo ocupaba ya antes de la Conquista. En el valle de Igueste hallamos desde 1499 Rodrigo el Cojo o Rodrigo Hernández Guanarteme, caudillo canario que había servido en la Conquista. Las tierras que formaban la punta de la Isla tampoco se quedaron dueño. El valle de Anosma perteneció en gran parte a Fernán Guerra; esta tierra fue comprada luego por Alonso del Barco, antes de 1525. En el mismo barranco tuvo data de dos cahíces en 1521, Pedro de Ibaute, hermano de Gonzalo. A Alonso Fernández y Constanza Fernández, probablemente su mujer, les dieron en 1513 unas cuanta fanegas en la punta de Anaga, desde el Roque Blanco de Táfaga hasta las cuevas de Acorva"
Las atalayas: epidemias y piraterías
Las atalayas comienzan a disponerse en la geografía insular como puntos de vigilancia por orden del Cabildo de Tenerife a partir de los brotes epidémicos que sucesivamente llegan a las islas en los primeros años del siglo XVI, causando grave tragos en la población insular, así como las alarmantes noticias que llegan de puertos foráneos. Como medida preventiva se ordena la vigilancia de los puertos y caletas guardas o "rondas de la salud" y los vigías desde las alturas debían avisar la llegada de navíos infectados.

Son conocidas las epidemias de 1506-1507 en Anaga, las de 1513-1514 a causa de la modorra, y entre 1520 y 1530 por pestilencias en Gran Canaria, Lanzarote y La La existencia de la atalaya de Igueste está confirmada por la cartografía militar la obra del autor insular el Alférez Mayor de Canarias Pedro Agustín del Castillo 1686 denominada como Punta de la Atalaya.

A partir de los últimos años del siglo una amplia zona de la costa santacrucera ve forzada sus baluartes militares, entre ellos el Castillo de San Cristóbal (1575 y 1929) donde un centinela recibía las señales que le enviaba la Atalaya de Igueste y segur circunstancias las anunciaba al resto de la población mediante el toque o rebate campana.

La preocupación por la vigilancia insular durante el siglo XVII es cada vez mayor doblándose la alerta desde todas las atalayas de la Isla. -Viera y Clavijo nos dice < "todo el año de 1618 y siguientes no se oyó hablar en la Isla sino de moros...". La ten sión se mantiene en los años siguientes 1623 y 1635. Se crean nuevas fortificaciones en Santa Cruz, se duplican las atalayas y se reparten armas entre la vecindad. De ni vo en 1655 la piratería inglesa aviva el clima de guerra en las islas, según recoge Rumeu de Armas, hasta llegar al año 1665 cuando España e Inglaterra se declaran la gue rra.

La situación se complica en 1657 cuando reaparece a la altura de Anaga la tan temida escuadra de Blake procedente de Cádiz con la intención de atacar el puerto  de Santa Cruz.

Cioranescu señala que la atalaya no dio la señal de alerta conveniente y Viera y Cla vijo sólo nos dice que "... corría la noche del 29 al 30 [de abril] y la noticia la trajo un barco que venía de Gran Canaria con el aviso de que el inglés venía con más de 36 ve las". El castillo tocó de inmediato a rebato y "al arma" alertando a los vecino; ¿Acaso se habían suprimido las vigías hasta nueva orden como había sucedido en otra ocasiones? Resulta extraño que así fuese pues por Viera sabemos que "... todo el año de 1656 había pasado en rebatos y preparativos guerreros ante la amenaza de los in gleses...". El motivo de este ataque era la flota de Indias que se esperaba recalara con retraso en Santa Cruz, para seguir a la Península donde la situación era especialmente conflictiva ante el bloqueo del puerto de Cádiz por el mismo Blake, creando graves problemas a la maltrecha hacienda española. Este enfrentamiento que tendrá lugar frente a nuestras costas, Viera lo llama "Batalla de Santa Cruz" y parece que terminó en ta­blas para ambos contendientes, pero con cierta ventaja para la política inglesa. Este ata­que formó parte de una larga serie que sucedieron con Drake, Jennings y Nelson, es decir con los exponentes más importantes de la plana mayor de la marina inglesa, que­dando en el anonimato otros corsarios de menor fuste, piratería menuda, según Rumeu de Armas, con patente de corso para maniobrar durante largo tiempo por estas aguas atlánticas.

A partir de estas fechas hay un vacío documental sobre los avalares históricos de es­ta Atalaya pues no contamos con fuentes documentales precisas y consecutivas para su estudio, pero sabemos que los ataques piráticos a las islas no cesan como se apre­cia en la actividad de las Atalayas del Sabinal y Tafada.

La ausencia de datos para la Atalaya de Igueste no implica su desaparición como tal, pues serán los ojos por los cuáles la población de Santa Cruz permanece en alerta en los tiempos inseguros y podrá respirar tranquila aquellos días que vea el cielo limpio de ahumadas de aviso, aunque no siempre sea eficaz su vigilia, en parte debido a la de­sidia y también, cómo no, a la falta de fondos pecunarios de las autoridades insulares y nacionales.

Durante el siglo XVIII la Atalaya estará situada a unos 300 metros del primer em­plazamiento entre el lugar conocido por La Robada y Roque Blanco, el lugar es abierto y despejado a todos los vientos, la vegetación es escasa, con especies intro­ducidas como piteras y tuneras. Aunque el paisaje agrario está hoy abandonado y en ruinas sus bancales, hasta mediados del siglo XX aún se recogían cosechas de trigo, cebada y frutas de temporada. Y en el siglo XVIII las huertas próximas estaban cul­tivadas de cereales y en menor medida de viñedos, restos de un pasado más produc­tivo.

En este lugar se mantienen en pie las ruinas de una construcción probablemente re­alizada en ese siglo que sirvió de cobijo a los vigías, es de planta rectangular y techo abovedado, paredes de gruesos muros de piedra y barro, con restos de encalado en el exterior e interior; el suelo actualmente de tierra conservó hasta fechas recientes el pi­so cubierto de madera. La entrada es amplia, con una puerta de doble hoja. Por ven­tana un largo y estrecho hueco a modo de saetera. En el exterior, junto al edificio, un aljibe recoge el agua llovediza, de mala calidad, pues se corrompe, pero es la única for­ma de abastecerse ya que no hay fuentes próximas.
Para obtener el oficio de atalayero creemos que se debió seguir el criterio de la pro­ximidad de los caseríos de los solicitantes para asegurar una mayor eficacia y rapidez, puesto que estos servicios no eran permanentes, excepto en momentos de alarma. El número de contratados oscila entre tres y cuatro por atalaya (Igueste, El Sabinal, Roque Bermejo) entre fijos y eventuales.

Para acceder a estos puestos se presentaban solicitudes al Cabildo teniendo en cuenta los informes que enviaba el Síndico Personero de su jurisdicción, San Andrés para el caso de Igueste, que recogía la opinión de los vecinos y la suya propia como persona "capaz y suficiente", la del alcalde y la de los propios atalayeros que en su fa­vor argumentaban su concesión, ya sea por estar vacante, por enfermedad, vejez, re­nuncia o aumento del personal ante situaciones de emergencia y, en algunos casos, por estar ya trabajando pero sin sueldo reconocido.

Así los vecinos de Chamorga, Taganana, La Cumbrilla y Las Bodegas accedían al puesto de la Atalaya de Tafada; los de Las Casillas a la del Sabinal; y los de Igueste y San Andrés a la Atalaya de Roque Blanco, también llamada de Igueste.

En 1779 había tres vigías en la Atalaya de Igueste, todos vecinos de este Valle que ejercían también como agricultores. Vivían "... pobremente o con pasar regular..." de sus salarios de 'talayeros", aunque no se señala el sueldo que percibían se anota que "... pasan pobremente con la renta de su oficio...". Sus nombres eran José Matí­as, 30 años, sin hijos, Luis Rodríguez, de 35 años, casado con cuatro hijos, Salvador García de 30 años, también casado y con tres hijos.

No sabemos si tenían otras ocupaciones pero conocemos la situación del también ata-layero Juan Rodríguez, vecino de Las Casillas que dice tener "... una manada de ovejas y cela la su talaya y pasa pobremente...", y que puede servir de referencia. Es­ta actividad no será ajena a sus convecinos pues sus escasos ingresos procedían del cui­dado del ganado y de la exigua agricultura de subsistencia Es probable que obtuvieran otras entradas procedentes de actividades complementarias, como apreciamos en la pe­tición que hace en 1645 el atalayero de El Sabinal, Cristóbal Pérez, para que se le con­ceda el arrendamiento de las abejeras salvajes en la Punta de Anaga.
La constante vigilancia desde las atalayas de Anaga se mantiene durante el siglo XVIII debido al acoso pirático de siglos anteriores, pero se incorporan como novedad las banderas para hacer señales. Varios hechos importantes tienen lugar durante esta centuria: en 1706 el ataque de Jennings; en 1743 el avistamiento de la flota de Wind-ham; los avisos de alarma en 1793 y para concluir el ataque formal del Nelson de 1797.

El comienzo del siglo no podía ser menos agitado que en etapas anteriores. En 1706, los vigías de Anaga avistan la tarde del 5 de noviembre diez navios extranjeros. Viera dice que al alba del día seis la escuadra inglesa de Jenning estaba acercándose al puerto de Santa Cruz. El aviso alerta eficazmente al castillo de San Cristóbal y pa­ra mayor seguridad de las costas se tocaron "cajas militares", es decir alarma y reba­to general, salvándose la ciudad de tan peligroso enemigo. No hubo sorpresa pues se había avisado con tiempo suficiente para preparar la defensa de la Plaza. En este suceso se menciona la Atalaya de Igueste por primera vez en este siglo.

En cuanto a la presencia de Windham en 1743, la alarma fue general desde que fue descubierta la armada inglesa, gracias al eficaz seguimiento por parte de los vigías de todas las islas. La participación de Anaga fue importante avisando rápidamente a Santa Cruz, que se pone en guardia y provoca el abandono del acoso inglés que con­tinúa de largo hacia La Gomera, atacando la villa de San Sebastian.

La última década del siglo será una época de grandes actividades por la vigilancia y alarmas casi constantes. Viera dice que "cada día se oían rebatos y asonadas". Ello nos viene referenciado por los numerosos comunicados del entonces Comandante Ge­neral Gutiérrez dando normas e instrucciones a las distintas ftierzas de la isla de Te­nerife, entre otras la colocación de centinelas en puntos estratégicos. La situación se hace cada vez más alarmante ante las noticias de avistamientos de navios corsarios en torno a las costas tinerfeñas. Se reclama con insistencia por parte del Comandante Ge­neral a las autoridades de la isla la vigilancia de las atalayas "para correr los avisos de los barcos que avisten ante la guerra con Inglaterra", disponiendo que se "aviliten las rozaderas y demás útiles de guerra". El 31 de agosto de 1796 se recibe la orden de po­ner las islas en estado de defensa, pues desde el 5 de octubre se había declarado la gue­rra a Inglaterra.

De atalaya a semáforo
El último emplazamiento escogido para su definitiva ubicación como Semáforo es­tatal será La Tablada de la Mesa a mas de mil metros de la anterior y a unos 220 m. so­bre el nivel del mar. Por su orientación parece el lugar ideal para un semáforo con téc­nicas y máquinas avanzadas que agilizan el sistema de comunicación marítima entre los barcos y el puerto de Santa Cruz. Quedaba atrás el sistema de fuegos y ahumadas de las viejas atalayas. Desaparece la del Sabinal y también se construye por esos años un faro de primer orden en sustitución de la atalaya de Risco Bermejo, en desuso an­te la rapidez y eficacia de los métodos modernos y la incorporación de la telegrafía sin hilos.

En esta nueva situación la historia del Semáforo pasa por dos etapas, la primera des­de 1886 a 1890 con la compañía privada inglesa Bruce, Hamilton and C., representante de Lloyd de Londres y con amplios intereses económicos en el puerto de Santa Cruz que instala un semáforo particular, la obra se terminó en pocos meses con un costo de 10.506 reales. La instalación contaba con una "caseta para la observación, muro de res­guardo, con sus aparejos, cajas para 30 banderas de señales, anteojos de trípode, esferas semafóricas, etc.". Todo ello transportado en caballería. El semáforo entró en servicio el 20 de noviembre de 1886. Es posible que el nombre con el cual aparece de­nominado en el mapa militar de Tenerife, como "Tablada de los Ingleses", tenga su ori­gen en quienes propiciaron tal construcción, sin embargo, la zona no es conocida co­mo tal denominación excepto el ya citado.

La segunda etapa, a partir de la fecha que el Estado se encarga de esta actividad, se inicia el 20 de noviembre de 1886 con las obras de construcción del nuevo edificio, que comienza a funcionar desde el 4 de diciembre de 1895. Esta construcción ac­tualmente está en un estado total de abandono y destrucción. El Semáforo estatal se construye sobre terrenos cedidos por vecinos del pueblo. La obra es de manipostería sobre una planta de unos 40 x 40 metros, con azotea, los dinteles de puertas y ventanas rematados con cantos de tosca colorada extraída de una cantera próxima. El interior está dividido en tres viviendas para los oficiales. El observatorio o salón-despacho con los aparatos para el servicio meteorológico, el sistema Morse de 18 pilas funcionó has­ta la década de 1950, época en la que se instaló el teléfono. En el exterior del edificio se conservan dos aljibes de regular capacidad, pero el agua es de mala calidad al ser de escorrentía, siendo necesario en verano como medida preventiva echar cal. Tam­bién había un horno para hacer pan. En el mismo patio se encuentra un mástil con un pararrayos formado por el palo de 16 metros de alto y la cruceta de 12 metros donde se colocaban las banderas de señales.

La vigilancia estará controlada por personal especializado de la Comandancia de Ma­rina, en un primer momento el responsable de la misma debía tener el grado de capitán de barco, pero más tarde al puesto de vigía se podía acceder con un curso de dos años de especialización en sistema de Morse y código de banderas, electricidad y meteo­rología.

El trabajo de vigía consistía en informar y dirigir la navegación nacional e inter­nacional de los barcos que surcaban estas aguas por medio de banderas y gallardetes. También tenían que enviar informes meteorológicos y del estado de la mar en clave o por teléfono a San Fernando en Gran Canaria. En los años cuarenta, otra de las obli­gaciones fue la vigilancia del contrabando de las llamadas "lanchas rápidas" proce­dentes de África.

El servicio era de semana a semana. Trabajaban tres funcionarios con jornadas de sie­te días, excepto en verano que eran de un mes. Algunos de ellos pasaron a vivir con sus familias al Valle. El suministro se encargaba por teléfono y lo subían las "mandaderas" que eran vecinas del pueblo. Entre los años veinte y treinta algunos de los vigías eran naturales del pueblo, como Rafael y José Gil y Dámaso Alvarez, pero en general el per­sonal procedía casi en su totalidad de la Península, especialmente de Andalucía y Ga­licia, estableciéndose algunos de forma definitiva en Igueste y Santa Cruz al casarse con jóvenes del lugar, corno fue el caso de Salvador Iglesias Barbero, de origen gallego y andaluz, que sirvió como oficial de primera a principios de este siglo.

Desde su construcción a finales del siglo XIX hasta su traslado a Santa Cruz se hi­cieron varias reformas; la llevada a cabo a finales de los años 20 y como dato curio­so señalar que el transporte de los materiales se hizo en camello, también realizaron obras en el Observatorio después de 1945, trabajos que realizó la Compañía Entre-canales y Tavora. Eran años de penurias económicas y se empleó gente del Valle beneficiando su precaria economía.

El cierre definitivo del Semáforo de Igueste tiene lugar en el año 1971 por Orden Ofi­cial de la Comandancia, terminando su importante labor al servicio de la comunidad insular y de Santa Cruz, una población que nació mirando a la mar, viviendo cada una de sus mareas y con ellas vinieron y se fueron los barcos y el tráfico comercial inter­nacional y también muchos de nuestros paisanos dejaron estas islas con la visión del puerto y las montañas de Anaga como telón.

Pero en la actualidad apenas se atisba en lontananza el horizonte. Lejanos parecen los días de la relación Muelle-Ciudad, como lejana está la calle de la Marina del puerto.

El avance tecnológico, la evolución y transformación de los medios de transporte y comunicación han hecho de los antiguos puestos de vigilancia costera, como las ata­layas, los semáforos y viejos faros, elementos del pasado del que apenas quedan o que­darán recuerdos.

No se les ha prestado atención ni reconocimiento por parte de las autoridades, per­manecen en el olvido y en la ruina ante el menosprecio de aquéllos que de paso los han visitado, dejando un rastro de destrucción.

Para que el tiempo no condene también al silencio los recuerdos y la historia de per­sonas y lugares dejados en el olvido, queremos que se integren plenamente en nuestro patrimonio, que formen parte también de nuestra identidad insular, al menos de nuestra "pequeña" historia local.” (Colectivo Atalaya, 1994: 43 y ss.)

5 comentarios: