miércoles, 4 de abril de 2012

RETRATO DEL COLONIZADO



RETRATO DEL COLONIZADO
Albert Memmi
Así como la burguesía propone una imagen del pro­letario, la existencia del colonizador exige e impone una imagen del colonizado. Son coartadas sin las que la con­ducta del colonizador y del burgués, y aun su existencia misma, parecerían escandalosas. Aireamos esta mixtifica­ción precisamente porque es excesivamente eficaz.

Así, por ejemplo, el rasgo de la pereza en este retrato-acusación. Todos los colonizadores, de Liberia a Laos, pasando por el Magreb, parecen estar de acuerdo. No es muy difícil darse cuenta de hasta qué punto es cómoda esa caracterización. Ocupa un lugar prominente en la dialéctica ennoblecimiento del colonizador-degradación del coloni­zado.

Además, resulta económicamente rentable.

Nada podría legitimizar tanto el privilegio del colo­nizador como su trabajo; nada podría legitimar mejor el desvalimiento del colonizado que su ociosidad. El retrato mítico del colonizado incluirá, pues, una increíble pereza. El del colonizador, el gusto meritorio de la acción. Al mis­mo tiempo, el colonizador insinúa que emplear al coloniza­do es poco rentable, lo que le autoriza a pagar salarios inverosímiles.

Puede parecer que la colonización hubiera salido beneficiada en caso de haber dispuesto de un personal adiestrado. Nada menos cierto. El obrero calificado que existe entre los colonizadores asimilados exige un salario tres o cuatro veces superior al del colonizado, pero no produce tres o cuatro veces más ni en calidad ni en cantidad: es más económico emplear tres colonizados que un europeo. Toda empresa exige especialistas, por supuesto, pero un míni­mo, que el colonizador importa o recluta entre los suyos.

 Sin contar con las consideraciones y la protección legal que exigen justamente los trabajadores europeos. Al coloniza­do no se le piden más que los brazos, y no es otra cosa; además, esos brazos están tan mal cotizados, que se pue­den alquilar tres o cuatro pares por el precio de uno.

Escuchando al colonizador cuando habla no es difí­cil darse cuenta de que esa pereza, supuesta o real, no es tan molesta como parece. Habla de ella con una compla­cencia divertida, bromeando; repite todas las expresiones tópicas y las perfecciona, inventa otras. Nada basta para caracterizar los enormes defectos del colonizado Se pone incluso lírico, con un lirismo negativo: el colonizado no tiene pelos en las manos, sino cañaverales, árboles, bosques...

Pero, insistiremos, ¿es realmente perezoso el colo­nizado? A decir verdad, la cuestión está mal planteada. Ade­más de que habría que fijar una norma de referencia, dis­tinta de un pueblo a otro, ¿cómo se puede acusar de pereza a un pueblo entero? Se puede aludir a individuos, incluso numerosos dentro de un grupo; preguntarse si su rendi­miento no es mediocre; si la subalimentación, los salarios bajos, el porvenir negro y la significación irrisoria de su función social no quitan todo interés al trabajo del coloni­zado. Lo que resulta sospechoso es que la acusación no sólo señala al obrero agrícola o al poblador de la ciudad-miseria, sino también al profesor, al ingeniero, al médico, que rinde las mismas horas de trabajo que sus colegas colo­nizadores; en suma, a todos los miembros del grupo colo­nial. Lo sospechoso es la unanimidad de la acusación y la globalidadde su objeto, de manera que ningún colonizado se libra, ni podría librarse en ningún caso. Es decir, la des­conexión entre la acusación y todas las condiciones socio­lógicas e históricas.

No se trata de una nota objetiva, diferenciada y so­metida a posibles transformaciones, sino de una institución: con su acusación, el colonizador instituye al colonizado como un ser perezoso. Decide que la pereza es constitutiva en la esencia del colonizado. Planteado así, es evidente que el colonizado, asuma la función que asuma o desplie­gue no importa qué celo profesional, no dejará nunca de ser un perezoso. Volvemos siempre al racismo, que es la sustantivación de un rasgo, real o imaginario, del acusado en provecho del acusador.

Es posible repetir este análisis a propósito de cual­quiera de los demás rasgos que se atribuyen al colonizado.

Cuando el colonizador afirma en su lenguaje que el colonizado es un débil, está sugiriendo que esa deficiencia requiere protección. De ahí se deriva, y no es una broma, la noción de protectorado. El mismo interés del colonizado exige que se le elimine de las funciones de dirección y que esas pesadas responsabilidades sean reservadas al coloni­zador. Cuando el colonizador añade, para no caer en la solicitud, que el colonizado tiene un trasfondo perverso, de malos instintos, que es ladrón e incluso un poco sádico, está legitimando su Policía y su justo rigor. Hay que defen­derse contra las tonterías peligrosas de un irresponsable y también, atención bondadosa, [defenderle de sí mismo! Igual con la ausencia de necesidades del colonizado, su inadap­tación al confort, a la técnica, al progreso, su sorprendente familiaridad con la miseria: ¿para qué va a preocuparse el colonizador de aquello que apenas inquieta al interesado? Y añade, con una filosofía tan audaz como siniestra: obli­garle a las servidumbres de la civilización sería rendirle un mal servicio. ¡Vamos! Recordemos que la sabiduría es oriental y aceptamos la miseria del colonizado como él lo hace.
Otro tanto ocurre con la famosa ingratitud del colonizado, sobre la que insisten autores considerados serios: recuerda de una sola vez todo lo que el colonizado debe al coloniza­dor, que esas buenas obras se han perdido y cómo es inútil pretender corregir al colonizado.

Es notable que este cuadro no tenga una mayor coherencia. Es difícil hacer coincidir entre sí la mayoría de los rasgos y proceder a una síntesis objetiva. No hay mane­ra de ver cómo el colonizado podría ser a la vez menor y malo, perezoso y atrasado. Hubiera podido ser menor y bueno, como el buen salvaje del siglo XVIII, o pueril y torpe en el trabajo, o perezoso y astuto. Más aún: los rasgos atribuidos al colonizado se excluyen unos a otros, sin que ello importe al retratista. Se le describe al mismo tiempo como frugal, sobrio y con escasas necesidades, pero tra­gando cantidades repugnantes de carne, de grasa, de alco­hol, de cualquier cosa; como un cobarde que tiene miedo del dolor, pero como un bruto que no se contiene ante ninguna de las inhibiciones de la civilización, etc. Una prueba más de lo inútil que es buscar la coherencia en otra parte que en el colonizador mismo. En los cimientos de toda esta construcción se advierte finalmente una sola dinámica: la de las exigencias económicas y afectivas del colonizador, que le sirven de lógica y ordenan y explican cada uno de los rasgos que atribuye al colonizado. En definitiva, todos ellos son favorables al colonizador, incluso aquellos que a primera vista parecerían perjudicarle.
La deshumanización

Al colonizador le importa muy poco lo que sea real­mente el colonizado. Lejos de buscar la realidad del coloni­zado, lo que le interesa es someterle a esa indispensable transformación. El mecanismo de remodelación del coloni­zado es muy ilustrativo. En primer lugar consiste en una serie de negaciones. El colonizado no asesto ni avio otro. Nunca se le considera de una manera positiva, y si se hace, es atribuyéndole cualidades que comportan alguna caren­cia psicológica o ética. Así ocurre con la hospitalidad árabe, que difícilmente podría interpretarse como un rasgo nega­tivo. Fijándose un poco es fácil darse cuenta de que el elogio proviene siempre de los turistas, es decir, europeos de paso, pero nunca de los colonizadores, europeos insta­lados en la colonia. En cuanto se asienta, el europeo ya no aprovecha esa hospitalidad: interrumpe los intercambios y contribuye a reforzar las barreras. Cambia rápidamente de paleta para pintar al colonizado, que ahora será celoso, introvertido, exclusivo y fanático. ¿Qué se hizo de la famo­sa hospitalidad? El colonizador, ya que no la puede negar, subraya entonces los elementos negativos y sus desastrosas consecuencias.

Proviene de la irresponsabilidad y prodigalidad de los colonizados, que no tienen ningún sentido de la previ­sión ni de la economía. Las fiestas son estupendas y gene­rosas, tanto las del rico como las del desposeído, pero ¡y las consecuencias! El colonizado se arruina, toma dinero pres­tado y ¡acaba pagando con el dinero ajeno! Por el contrario, ¿se habla de la modestia de la vida del colonizado? ¿De su no menos famosa falta de necesidades? No es tampoco una señal de sabiduría, sino de estupidez. Como si en último término todo rasgo reconocido o inventado tuviera que ser un indicio de negatividad.

Así, se desmoronan una tras otra todas las cualida­des que definen la condición humana del colonizado. Y negada por el colonizador, la humanidad del colonizado se vuelve efectivamente opaca. Es inútil, pretende, tratar de prevenir la conducta del colonizado («¡Son imprevisibles...!» «¡Con ellos nunca se sabe...!»). Una extraña e inquietante impulsividad parece regir al colonizado. El colonizado tie­ne que ser realmente muy extraño para que siga resultando misterioso después de tantos años de cohabitación..., o hay que pensar que el colonizador debe tener razones de mu­cho peso para mantener esa ininteligibilidad.

Otro sistema de la despersonalización del coloniza­do es lo que se podría denominar el rasgo del plural Nun­ca se caracteriza al colonizado de una forma diferencial; únicamente merece vivir sumergido en un anonimato co­lectivo ("Son esto... Son todos iguales»). Si la criada coloni­zada no viene una mañana, el colonizador no dirá que está enferma, sino que ella le engaña o que ella está infringien­do un contrato abusivo. (Siete días de trabajo de cada siete; los criados colonizados no disponen casi nunca del día semanal de vacaciones que se concede a los demás). Ase­verará que «no se puede contar con ellos». Y esto no es un simple detalle de estilo. Es una negativa a encarar los acon­tecimientos personales y particulares de la vida de su cria­da, una vida que no le interesa en su especificidad, porque su criada no existe como individuo.

El colonizador niega al colonizado el derecho más precioso, reconocido a la mayoría de los hombres: la liber­tad. Las condiciones de vida creadas por el colonizador para el colonizado ni la suponen ni la tienen en cuenta. El colonizado no tiene salida alguna para escapar a su estado de infelicidad: ni una salida jurídica (la nacionalización) ni una salida mística (la conversión religiosa). El colonizado no es libre de elegirse como colonizado o colonizador.

¿Qué puede quedar al final de ese esfuerzo tenaz de desnaturalización? Ni mucho menos un alter ego del colonizador. Apenas un ser humano. Casi un objeto. En último término, tendría que, de acuerdo con la suprema ambición del colonizador, no existir sino en función de las necesidades del colonizador; es decir, debería haberse trans­formado en un colonizado puro.

Es notoria la extraordinaria eficacia de esta opera­ción. ¿Qué deber serio puede existir hacia ese animal o esa cosa que cada vez más es el colonizado? Así es comprensi­ble que el colonizador pueda permitirse actitudes y juicios tan escandalosos. Un colonizado al volante de un automó­vil es un espectáculo al que el colonizador se niega a acos­tumbrarse; le niega toda normalidad, como si se tratase de una pantomima simiesca. Un accidente, aunque sea grave, provoca risa si afecta al colonizado. Un tiroteo en una mu­chedumbre colonizada le hace encogerse de hombros. Una madre indígena llorando por la muerte de su hijo, una es­posa indígena llorando a su marido, le recuerdan sólo re­motamente el dolor cíe una madre o de una esposa. Esos gritos caóticos, esos gestos extraños, bastarían para enfriar su compasión si hubiera llegado a nacer. Un escritor nos contaba últimamente, muy divertido, cómo se encerraba en grandes jaulas a los indígenas rebeldes, como si fueran pie­zas de caza. Que se haya imaginado esas jaulas, que se haya osado construirlas y, aún más grave, que se haya per­mitido a los periodistas fotografiar a las presas deja bien a las claras que en la mente de sus organizadores el espectá­culo no tenía ya nada de humano.
La mixtificación
No es sorprendente que este delirio de aniquila­ción del colonizado, nacido de las exigencias del coloniza­dor, responda también a ellas, y parezca confirmar y justifi­car su conducta. Más notable y dañino es, tal vez, el eco que despierta en el mismo colonizado.

Confrontado constantemente con esta imagen de sí mismo, propuesta e impuesta tanto por las instituciones como por el menor contacto humano, ¿cómo podría no reaccionar a ella? Impuesta desde el exterior, como un in­sulto que se difunde con el viento, no podría serle indife­rente. Acabará por reconocerla como un apodo detestado, que no deja de ser un rasgo familiar. La acusación le turba e inquieta tanto más cuanto admira y teme el poder de su acusador. ¿No tienen un poco de razón?, musita. ¿No somos todos un poco culpables? ¿No somos perezosos, teniendo tantos desocupados? ¿No somos miedosos, puesto que nos dejamos oprimir? Este retrato mítico y degradante, forjado y difundido por el colonizador, acaba en cierta medida por ser aceptado y vivido por el colonizado. Alcanza así una cierta realidad y contribuye al retrato real del colonizado.

Ese mecanismo no es nuevo: es una mixtificación. Es sabido que la ideología de una clase dirigente acaba por ser admitida en una gran medida por las clases dirigidas. Porque toda ideología de lucha comprende como parte in­tegrante de sí misma una concepción del enemigo. Some­tiéndose a esta ideología, las clases dominadas confirmar de alguna manera la función que les ha sido asignada. Eso explica, entre otros factores, la relativa estabilidad de las sociedades: la opresión es tolerada, de mejor o peor grado por los mismos oprimidos. La dominación se realiza de pueblo a pueblo en la relación colonial, pero el esquema sigue siendo el mismo. La caracterización y la función de colonizado ocupa un lugar privilegiado en la ideología co­lonizadora. Una caracterización infiel a la realidad, incoherente en sí misma, pero necesaria y coherente en el interior de esa ideología. Y a la que el colonizado da su asentimiento, incierto, parcial, pero innegable.

Estamos viendo la única parte de verdad que ha} en nociones de moda: complejo de dependencia colonizabilidad, etc. Seguramente existe -en algún momento de su evolución- cierta adhesión del colonizado a la colonización. Pero esta adhesión es el resultado de la colonización y no la causa; se produce después y no antes de la colonización. Para que el colonizador sea el señor total mente no basta con que lo sea objetivamente, sino qu< tiene que creer en su legitimidad. Y para que esta legitimidad sea completa no basta con que el colonizado sea objetivamente esclavo, sino que es necesario que se acepte como tal. En suma, el colonizador tiene que conseguir el recono­cimiento del colonizado. El lazo entre colonizador y colo­nizado es así destructor y creador. Destruye y recrea a las dos partes de la colonización como colonizador y coloniza­do: el primero queda desfigurado como opresor, ser par­cial, asocial, únicamente preocupado por sus privilegios y su defensa a cualquier precio; el otro lo es como oprimido, coartado en su desarrollo, pactando con aquello que le aplasta.

Igual que el colonizador siente la tentación de acep­tarse como colonizador, el colonizado se ve obligado para vivir a aceptarse como colonizado.
Situación del colonizado
Sería demasiado bonito que ese retrato mítico re­sultara ser un puro fantasma, una visión del colonizado, sólo útil para aliviar la mala conciencia del colonizador. Sin embargo, no podría dejar de traducirse, respondiendo a las mismas exigencias que lo han provocado, en conductas reales, en comportamientos actuantes y constituyentes.

Si se presume que el colonizado es un ladrón, ha­brá que precaverse efectivamente contra él. Sospechoso por definición, ¿cómo podría no ser culpable? Falta ropa blanca (incidente muy común en países soleados, donde la ropa se seca al aire libre, tentando a los que están desnu­dos), ¿quién puede ser el culpable sino el primer coloniza­do visto en el paraje? Y ya que puede haber sido, se le busca en su casa y se le lleva al puesto de Policía.

«¡Vaya injusticia!», replica el colonizador. «Una de cada dos veces se acierta. Y, en todos los casos, el ladrón es un colonizado. Si no está en la primera chabola, estará en la segunda.»

Es cierto: el ladrón (el de pequeña escala) es siempre, en efecto, un pobre, y los pobres son siempre coloniza­dos. Pero ¿cabe sacar en consecuencia que todo colonizado sea un ladrón posible y merezca ser tratado como tal?

Esas conductas, comunes al conjunto de los coloni­zadores respecto del conjunto de los colonizados, se for­malizarán en instituciones. Dicho de otra manera: definen e imponen situaciones objetivas, que asedian al colonizado y le presionan, hasta llegar a incidir sobre su conducta y di­bujar las arrugas de su rostro. Esas situaciones serán situa­ciones de carencia. A la agresión ideológica que tiende a deshumanizarle y a mixtificarle corresponde un conjunto de situaciones concretas que persiguen el mismo resultado. Ser mixtificado es ya, más o menos, tragar el mito y confi­gurar la conducta con arreglo al mismo; es decir, ser actua­do. Pero este mito está sólidamente asentado sobre una organización muy real, una administración y una jurisdic­ción; alimentado y renovado por las exigencias históricas, económicas y culturales del colonizador. Aunque fuera in­sensible a la calumnia y al desprecio, aunque se encogiera de hombros ante el insulto y el atropello, ¿cómo podría escapar el colonizado a los salarios bajos, a la agonía de su cultura, a la ley que le rige desde que nace hasta que muere?

No puede sustraerse a esas situaciones concretas, generadoras de carencias, como antes no pudo hacerlo a la mixtificación colonial. En cierta medida, el retrato real del colonizador está en función de esta conjunción. Podemos afirmar, invirtiendo una fórmula previa, que la coloniza­ción fabrica colonizados como, según habíamos visto, fa­brica colonizadores.
El colonizado y la historia...
La más grave carencia que sufre el colonizado es la de encontrarse situado fuera de la historia y fuera de la sociedad. La colonización le suprime todo acto libre tanto en la guerra como en la paz, cualquier decisión que contri­buya a conformar el destino del mundo y el suyo propio, cualquier responsabilidad histórica y social.

Los ciudadanos de los países libres, desalentados, llegan a decirse que no cuentan para nada en los asuntos de la nación, que su acción es irrisoria, que su voz no es escuchada, que las elecciones son fraudulentas, la prensa y la radio están en manos de unos pocos; ni pueden impedir la guerra ni imponer la paz; ni siquiera pueden exigir de sus elegidos, una vez elegidos, que respeten aquello por lo que fueron enviados al parlamento... Pero reconocen in­mediatamente que al menos tiene el derecho, el poder po­tencial, si no el eficaz: están hartos y se saben engañados, pero no son esclavos. Son hombres libres vencidos mo­mentáneamente por la astucia o aturdidos por la demago­gia. Y a veces, sobrecargados, se encolerizan súbitamente, rompen sus cadenas de cuerda y trastornan los mezquinos cálculos de los políticos. ¡La memoria popular conserva un recuerdo lleno de orgullo de esas periódicas y justas tor­mentas! Pensándolo bien, se acusarían sobre todo de no rebelarse más a menudo. Después de todo son responsa­bles de su propia libertad, y si no la ejercitan, por cansan­cio, debilidad o escepticismo, merecen el castigo.

El colonizado no se siente ni responsable, ni culpa­ble, ni escéptico; simplemente está fuera de juego. Pero en modo alguno deja de verse sometido a la historia; por su­puesto, cargando su peso, a menudo más cruelmente que los demás, pero siempre como un objeto. Acaba por perder el hábito de cualquier participación activa en la historia, y ya ni siquiera la reclama. A poco que dure la colonización, llega a perder hasta el recuerdo de su libertad; olvida lo que cuesta o no se atreve a pagar el precio. Si no, ¿cómo se explica que una guarnición de unos pocos hombres pueda sostenerse en un puesto de montaña? ¿Que un puñado de colonizadores, a menudo arrogantes, pueda vivir en medio de una muchedumbre de colonizados1 los mismos coloniza­dores se sorprenden, y de ahí viene la acusación de cobar­día del colonizado. Ciertamente, la acusación es demasia­do ligera. Saben muy bien que si se vieran amenazados, su aislamiento quedaría roto; todos los recursos de la técnica: el teléfono, el telegrama, el avión, pondrían a su disposi­ción, en algunos minutos, medios terroríficos de defensa y destrucción. Por cada colonizador muerto, cientos, miles de colonizados han sido y serán exterminados, la experien­cia se ha repetido, tal vez provocada, en suficientes ocasio­nes como para convencer al colonizado del terrible e inevi­table castigo. Se ha hecho todo lo posible para extirparle el valor de morir y aun de afrontar la presencia de la sangre.

Es clarísimo que se trata de una carencia nacida de una situación y de la voluntad del colonizador, y de nada más que esto. No de alguna impotencia congénita para asu­mir las historia. El rigor del condicionamiento negativo, la severidad obstinada de las leyes lo prueba, por sí mismo. Mientras existe una total indulgencia para los pequeños arsenales del colonizador, el descubrimiento de un arma herrumbrosa provoca un inmediato castigo. La famosa «fan­tasía» es sólo un número de animal doméstico al que se pide que ruja como antaño para dar un poco de miedo a los invitados. Pero el animal ruge muy bien, y la nostalgia de las armas está siempre presente en todas las ceremonias, del norte al sur de África. La carencia guerrera parece pro­porcional a la importancia de la presencia colonizadora; las tribus más aisladas son siempre las más dispuestas a tomar las armas. No es una prueba de salvajismo, sino de que el condicionamiento no ha sido lo suficientemente fuerte.

Ésta es la razón que hizo tan decisiva la experiencia de la última guerra. No sólo enseñó imprudentemente a los colonizados la técnica de la guerrilla, sino que les recordó y les sugirió la posibilidad de una conducta agresiva y li­bre. Los gobiernos europeos que prohibían después de la guerra la proyección en las salas coloniales de la película La batalla del Raíl no se equivocaban desde su punto de vista.

Se les ha objetado que ya los westerns americanos, las pe­lículas de gángster y las cintas de propaganda militar ense­ñaban la manera de manejar un revólver o una ametralla­dora. El argumento no es definitivo. El significado de las películas de resistencia es muy diferente: oprimidos con escasas armas, o sin ninguna, se atrevían a atacar a sus opresores.

Un poco más tarde, cuando se produjeron los pri­meros disturbios en las colonias, los que no comprendían su sentido se tranquilizaban haciendo el recuento de los combatientes activos e ironizando sobre su escaso número. En efecto, el colonizado duda antes de readueñarse de su destino. ¡Pero el sentido de los acontecimientos iba muchí­simo más allá de su dimensión aritmética! ¡Cuántos coloni­zados estaban perdiendo el miedo a los uniformes del co­lonizador! Se ha ironizado sobre la insistencia de los rebel­des a vestirse de caqui y de una manera regular. Por su­puesto, quieren ser considerados soldados y tratados según las leyes de la guerra. Pero aún hay más en esta obstinación: reclaman y visten el uniforme de la historia; porque, desgracia­damente, la historia de hoy día viste traje de soldado.
...El colonizado y la comunidad
Igual respecto a la comunidad: «No son capaces de gobernarse por sí mismos», dice el colonizador. «Por eso, ni les dejo, ni les dejaré nunca, participar en el gobierno».

El hecho es que el colonizado no gobierna. Que estrictamente alejado del poder acaba por perder la cos­tumbre y aun el deseo de detentarlo. ¿Cómo podría intere­sarse en algo de lo que se ve radicalmente excluido? Los colonizados no tienen muchos hombres de gobierno. ¿Cómo, después de una tan larga falta de poder autónomo, podría existir destreza política y administrativa? ¿Tiene derecho el colonizador a aprovecharse de ese presente trucado para cerrar al porvenir?.

Como las organizaciones colonizadas mantienen rei­vindicaciones nacionalistas, se llega a menudo a la conclu­sión de que el colonizado es patriotero. Nada más falso. Por el contrario, se trata de una ambición y de una técnica de unión que recurre a motivaciones-pasionales. Los sínto­mas habituales del patrioterismo -amor agresivo a la bande­ra, empleo de cantos patrióticos, aguda conciencia de per­tenecer a un mismo organismo nacional- son escasos entre el colonizado, si exceptuamos a los militantes del renaci­miento nacional. Se afirma a menudo que la colonización ha acelerado la toma de conciencia nacional del coloniza­do. Se podría decir que más bien ha moderado su ritmo, manteniendo al colonizado al margen de las condiciones objetivas de la nacionalidad contemporánea. ¿Es una ca­sualidad que los pueblos colonizados sean los últimos en abrirse a la conciencia de sí mismos?

El colonizado no disfruta de ninguno de los atribu­tos de la nacionalidad. Ni de la suya, que es dependiente, negada y asfixiada; ni, por descontado, de la del colonizador.

Ni puede mantener una ni reivindicar otra. No pue­de sentirse un verdadero ciudadano cuando no ocupa un lugar justo en la ciudad, ni disfruta de los derechos del ciudadano moderno, ni está sometido a sus deberes nor­males, ni vota, ni tiene ningún peso en los asuntos colecti­vos. A consecuencia de la colonización, el colonizado no llega casi jamás a la experiencia de la nacionalidad y de la ciudadanía, si no es privadamente: nacional y cívicamente, sólo es aquello que no es el colonizador.
El niño colonizado

Esta mutilación social e histórica es posiblemente las más graves y de más duras consecuencias.

Contribuye a crear carencias en los otros aspectos de la vida del colonizado, y por un efecto de retroacción, frecuente en los procesos huma­nos, se alimenta de las demás debilidades del colonizado.

No considerándose ciudadano, el colonizado pier­de pronto la esperanza de que su hijo llegue a serlo. Re­nunciando él mismo de inmediato, descarta hasta el pro­yecto, lo excluye de sus ambiciones como padre y no le concede ningún espacio en su pedagogía.

 Así, pues, nada sugerirá al colonizado la confianza y el orgullo en su ciuda­danía. No esperará ninguna ventaja ni se preparará para asumirlas cargas. (Tampoco recibirá ninguna indicación de su educación escolar, cuyas alusiones a la comunidad y a la nación irán siempre referidas a la nación colonizadora.) Ese vacío pedagógico, consecuencia de la carencia social, vie­ne a perpetuar esta misma carencia, que afecta a una de las dimensiones esenciales del individuo colonizado.

Sólo más tarde, en la adolescencia, puede llegar a vislumbrar la única salida a una situación familiar desastro­sa: la rebeldía. El círculo está bien cerrado. La rebeldía con­tra el padre y la familia es un acto sano e indispensable para el propio completamiento; permite comenzar la vida de hombre, nueva batalla, afortunada o desafortunada, pero librada entre ¡os otros hombres. El conflicto generacional puede y debe resolverse en el conflicto social; invertido, se convierte en un factor de movilidad y progreso. Las genera­ciones jóvenes encuentran la solución de sus problemas en el movimiento colectivo, y sumándose al movimiento. lo aceleran. Hace falta, claro, que ese movimiento sea posi­ble. Pero ¿de qué camino y de qué dinámica social estamos hablando? La vida de la colonia quedó inmovilizada; sus estructuras están a un tiempo encorsetadas y esclerotizadas. No se ofrece ningún papel nuevo a los jóvenes, no es posi­ble ninguna invención. El colonizador lo reconoce con un eufemismo ya clásico: él respeta, exclama, los usos y costumbres del colonizado. Y, ciertamente, no puede dejar de respetarlos, hasta por la fuerza. El colonizador se siente inclinado a favorecer a los elementos más retrógrados, ya que todo cambio tiene que ser contra la colonización. No es el único responsable de esta modificación de la socie­dad colonizada. Es de relativa buena fe su manera de afir­mar que aquélla sólo depende de su única voluntad. Sin embargo, depende primordialmente de la situación colo­nial. La sociedad colonizada, no siendo dueña de su propio destino, no siendo su propia legisladora ni disponiendo de organización autónoma, no puede tampoco crearse institu­ciones para responder a sus necesidades profundas. Y son esas necesidades las que, al menos relativamente, configu­ran la fachada organizativa de toda sociedad normal. La fachada política y administrativa de Francia se ha transfor­mado progresivamente, a lo largo de los siglos, gracias a su presión constante. Pero si la discordancia se hace demasia­do estentórea y la armonía resulta imposible de alcanzar en las formas legales existentes, nos encontramos ante la revo­lución o la esclerosis.

La sociedad colonizada es una sociedad insana cuya dinámica interna no llega a desembocar en nuevas estruc­turas. Su rostro, endurecido por los siglos, no es ya sino una máscara bajo la que se ahoga y agoniza lentamente. Tal sociedad no puede reabsorber los conflictos generacionales, puesto que no se deja transformar.La rebel­día del adolescente colonizado, lejos de resolverse en movili­dad y progreso social, no puede sino anegarse en los panta­nos de la sociedad colonizada. (A menos que se trate de una rebeldía absoluta; pero sobre esto volveremos más adelante.)
Los valores-refagio
Antes o después, el colonizado retrocederá a posi­ciones de repliegue, es decir, a los valores tradicionales.
Así se explica la sorprendente supervivencia de la familia colonizada: ofrece un verdadero valor-refugio. Sal­va al colonizado de la desesperación de una derroca total, y a cambio se ve confirmada por una constante aportación de sangre nueva. El joven se casará, se transformará en solícito padre de familia, en hermano solidario, en tío res­ponsable, y hasta que ocupe el lugar del padre, en hijo respetuoso. Todo ha vuelto al orden: la rebeldía y el con­flicto han concluido con la victoria de los padres y de la tradición.

Pero es una triste victoria. La sociedad colonizadora  no se habrá movido un centímetro, y para el hombre joven es una catástrofe interior. Permanecerá definitivamente agre­gado a esa familia que le ofrece ternura y calor, pero que le incuba, le absorbe y le castra. ¿Que la comunidad no le exige los complementos deberes del ciudadano? ;Que se los negaría si llegara a pensar en reclamárselos? ;Que le concede pocos derechos, que le prohíbe toda vida nacio­nal? En realidad, ya no siente nada de ello como una nece­sidad imperiosa. Le basta su lugar exacto, reservado siem­pre para él, en las insulsas reuniones del clan. Le daria miedo abandonarlo. Ahora, de buen grado, como los de-más, se somete a la autoridad del padre y se dispone a reemplazarlo. ¡El modelo es muy débil! ¡Su universo es el del vencido! Pero ¿acaso tiene otra salida...? Por una curiosa paradoja, el padre, completamente aceptado, es a un tiempo débil y absorbente. El joven está dispuesto a interpretar su papel de adulto colonizado: a aceptarse como un ser de opresión.

Lo mismo ocurre con el indiscutible arraigo de la  religión a un tiempo vivaz y formal. Los misioneros presentan complacidos este formalismo como uno de los rasgos esenciales de las religiones no cristianas, sugiriendo así que el único medio de salir sería pasarse a la religión de al lado.
De hecho, todas las religiones tienen momentos de formalismo coercitivo y momentos de flexibilidad indulgen­te. Queda por saber por qué tal grupo humano, en tal perío­do de la historia, se encuentra en este sentido. ¿Por qué esa rigidez vacía de las religiones colonizadas?

Sería inútil tratar de esbozar una psicología religio­sa especial del colonizado, como lo sería recurrir a la famo­sa naturaleza que-todo-lo-explica. Yo no he observado en­tre mis alumnos colonizados una religiosidad excesiva, aun­que concedan una cierta atención al hecho religioso. Creo que la explicación puede ser parecida a la del mecanismo familiar. Ni es una particular psicología la que puede expli­carnos la importancia de la familia, ni la intensidad de la vida familiar puede darnos la clave de las estructuras socia­les. Por el contrario, es la imposibilidad de una vida social completa y del libre juego de la dinámica social lo que llena de vigor a la familia y repliega al individuo a esa célula más restringida que le salva y le ahoga. Del mismo modo, es el estado global de las instituciones colonizadas el que nos puede informar del peso abusivo del factor religioso.

La religión, con su red institucional y sus fiestas periódicas y colectivas, constituye otro valor-refiígio, tanto para el individuo como para el grupo. Se ofrece al indivi­duo como una de las escasas posiciones de repliegue; para el grupo es una de las escasas manifestaciones que pueda contribuir a proteger su existencia original. Al no poseer estructuras nacionales ni ser capaz de imaginar un futuro histórico, la sociedad colonial tiene que contentarse con la pasiva somnolencia de su presente. Un presente que tiene que rescatar incluso del expansionismo conquistador de la colonización, que lo atenaza por todas partes y lo traspasa con su técnica y su prestigio ante las nuevas generaciones. El formalismo, del que el formalismo religioso sólo es una parte, es el quiste en el que se refugia y consolida, redu­ciendo su vida, para salvarse. Reacción espontánea de autodefensa y medio de salvaguardar la conciencia colectiva sin el que un pueblo dejaría de existir rápidamente. En las condiciones de dependencia colonial, tanto la emanci­pación religiosa como la desintegración de la familia hubie­ran implicado un grave riesgo de propia muerte.

La esclerosis de la sociedad colonizada es, pues, la consecuencia de dos procesos de signo opuesto: un enquistamiento generado desde el interior y un corsé im­puesto desde el exterior. Los dos fenómenos tienen un fac­tor común: el contacto con la colonización. Convergen en un común resultado: la catalepsia social e histórica del co­lonizado.
La amnesia cultural
Mientras soporta la colonización, la única alternati­va posible para el colonizado es la asimilación o la petrificación. No siéndole permitida la asimilación, como veremos, no tiene otra posibilidad que vivir fuera del tiem­po. A ello le obliga la colonización y, en cierta medida, a ello se habitúa. Estándole prohibidas la proyección y cons­trucción del futuro, tiene que limitarse al presente. Y un presente mutilado, abstracto.

Debemos añadir que cada vez dispone menos de su pasado. El colonizador nunca se lo ha reconocido. Y ya se sabe que el villano cuyos orígenes no se conocen, no los tiene. Hay algo más grave. Preguntemos al mismo coloni­zado: ¿Quiénes son sus héroes populares? ¿Sus grandes cau­dillos de pueblos? ¿Sus sabios? Apenas será capaz de dar­nos algunos nombres, en el mayor desorden, y cada vez menos, a medida que baja en generaciones. El colonizado parece condenado a perder progresivamente la memoria.

El recuerdo no es un mero fenómeno del espíritu. Del mismo modo que la memoria del individuo es el fruto de su historia y de su fisiología, la de un pueblo descansa en sus instituciones. Y las instituciones del colonizado estan muertas o esclerotizadas. Además, él no cree en aqué­llas que guardan una apariencia de vida porque verifica todos los días su ineficacia; a veces siente hasta vergüenza, como de algún monumento, ridículo y anticuado.

Toda la eficacia y el dinamismo social parecen, por el contrario, acaparados por las instituciones del coloniza­dor. ¿Necesita ayuda el colonizado? Tiene que dirigirse a ellas. ¿Comete alguna falta? De ellas recibe la sanción. Infaliblemente acaba ante magistrados colonizadores. Si un hombre dotado de autoridad viste chilaba por casualidad, tendrá la mirada más esquiva y el gesto más introvertido, como si quisiera evitar toda interpelación, como si se en­contrara bajo la vigilancia constante del colonizador. ¿Hay fiestas en la comunidad? Son las del colonizador, incluso las religiosas, celebradas con esplendor: Navidad, Santa Juana de Arco, Carnaval, el 14 de julio; son los ejércitos del colo­nizador los que desfilan, los mismos que han aplastado al colonizado y le tienen a raya y le aplastarán de nuevo si se hace necesario.

El colonizado conserva, por supuesto, y en virtud de su formalismo, todas sus fiestas religiosas, idénticas a sí mismas desde hace siglos. Precisamente son las únicas fies­tas religiosas que, en cierto sentido, están fuera del tiempo. Más exactamente, están en el origen del tiempo histórico y no en la historia. Desde el momento en que fueron institui­das no ha vuelto a pasar nada en la vida de este pueblo. Nada especialmente vinculado a su existencia propia que merezca ser recordado y festejado por la conciencia colec­tiva. Nada más que un gran vacío.

Por último, los escasos rastros materiales de ese pasado se borran lentamente, y los vestigios futuros ya no llevarán la huella del grupo colonizado. Las pocas estatuas que jalonan la ciudad celebran, con un increíble desprecio para el colonizado que pasa cada día junto a ellas, las haza­ñas de la colonización. Las construcciones adoptan la fornía que el colonizador quiere, y hasta los nombres de las calles recordarán el nombre de las lejanas provincias de donde viene. Puede suceder, claro, que el colonizador se lance a un estilo neooriental, igual que el colonizado imita el estilo europeo. Pero se trata de un rasgo de exotismo (armas antiguas y cofres viejos) y no de un resurgimiento; el colonizado, por su parte, no hace más que eludir su pasado.


Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.





RETRATO DEL COLONIZADO (II)

Albert Memmi

La escuela del colonizado
¿Por dónde más se transmite la herencia de un pueblo?

Por la educación que da a sus hijos y por la lengua, maravilloso depósito enriquecido sin cesar por nuevas ex­periencias. Así son legadas e inscritas en la historia las tra­diciones y las adquisiciones, las costumbres y las conquis­tas, los hechos y los gestos de las generaciones precedentes.

Bien; pues la gran mayoría de los hijos de los colo­nizados está en la calle. Y aquellos que tienen la inmensa suerte de ser admitidos en una escuela no saldrán nacionalmente mejor librados: la memoria que se les forja no es ciertamente la de su propio pueblo. La historia que se les enseña no es la suya. Llegan a saber quién fue Colbert o Cromwell, pero nunca quién fue Khaznadar; sabe quién fue Juana de Arco, pero no la Kahena. Todo parece haber sucedido fuera de su tierra; su país y él mismo están en el aire o sólo existen por referencia a los galos, a los francos o al Marne; por referencia al cristianismo, en tanto que él no es cristiano; a Occidente, que se termina delante de sus narices, en una frontera tanto más infranqueable cuanto más imaginaria. Los libros le hablan de un universo que no se parece en nada al suyo; el chiquillo se llama Totó y la niña María, y en las tardes de invierno, cuando vuelvan a su casa por caminos cubiertos de nieve, María y Totó se detienen ante el vendedor de castañas. Sus maestros no son la prolongación del padre, no son el relevo prestigioso y providencial, como lo son todos los maestros del mundo; son diferentes. No hay transferencia, ni del niño al maestro ni (demasiado a menudo, hay que confesarlo) del maestro al niño; el niño lo siente perfectamente. Uno de mis anti­guos compañeros de clase me ha confesado que la literatu­ra, las artes y la filosofía habían sido durante largo tiempo para él algo extraño, perteneciente a un mundo extraño, al de la escuela. Había necesitado una larga estancia en París para comenzar a experimentarlas verdaderamente.

Si la transferencia termina por realizarse, no será sin algún peligro: el maestro y la escuela representan un universo demasiado distinto del universo familiar. En los dos casos, la escuela, lejos de preparar al adolescente a asumir totalmente su propia dirección, establece en su inte­rior una dualidad definitiva.
El bilingüismo colonial
Esa escisión esencial del colonizado se encuentra especialmente expresada y simbolizada en el bilingüismo colonial.

El colonizado no se salva del analfabetismo sino para caer en el dualismo lingüístico. Caso de que tenga suerte. La mayoría de los colonizados no tendrán nunca la buena suerte de padecer los males del bilingüe colonial. No dispondrán nunca más que de lengua materna, una len­gua ni escrita ni leída, que sólo permite una pobre e incier­ta cultura oral.

Algunos pequeños grupos de hombres cultos se obstinan ciertamente en cultivar la lengua de su pueblo, en perpetuarla en su antiguo y sabio esplendor. Pero estas formas sutiles han perdido desde hace mucho tiempo todo contacto con la vida cotidiana, se han hecho opacas para el hombre de la calle. El colonizado las considera como reliquias, y a esos hombres venerables, como a sonámbulos que viven en un viejo sueño.

Si el habla materna tuviera al menos alguna eficacia actual sobre la vida social, si fuese capaz de atravesar las ventanillas de la administración u ordenara el tráfico pos­tal... Ni siquiera. Toda la burocracia, la magistratura, los técnicos, sólo entienden y emplean la lengua del coloniza­dor, como los mojones kilométricos, los letreros de las esta­ciones, las placas de las calles y los pagarés. El colonizado, armado con su propia lengua, es un extranjero en su pro­pio país.

El bilingüismo es necesario en el contexto colonial. Es la condición de toda comunicación, de toda cultura y de todo progreso. Pero el bilingüe colonial sólo se salva del aislamiento para padecer una catástrofe cultural nunca com­pletamente superada.

La falta de coincidencia entre la lengua materna y la lengua cultural no es una característica única del coloniza­do. Pero el bilingüismo colonial no puede ser asimilado a cualquier otro dualismo lingüístico. La posesión de dos len­guas no es únicamente la de dos instrumentos: es la partici­pación en dos universos psíquicos y culturales. En este caso, los dos universos simbolizados y supuestos por las dos len­guas están en conflicto, son los del colonizador y los del colonizado.

Además, la lengua materna del colonizado, aquélla que se alimenta de sus sensaciones, sueños y pasiones, en la que se expresa su ternura y se produce su asombro; aquélla que canaliza la mayor carga afectiva, es precisa­mente la menos valorada. No goza de ninguna dignidad en el país ni en el concierto de las naciones. Si quiere conse­guir un empleo, labrarse un puesto, existir en la comuni­dad y en el mundo, tiene que empezar por someterse a la lengua de otros, los colonizadores, sus señores. La lengua materna es humillada y aplastada en el conflicto lingüístico en que vive. Y acabará por hacer suyo este desprecio objeti­vamente fundado. Empezará a suprimir por sí mismo esa lengua débil, a ocultarla ante los extranjeros, a sólo parecer cómodo en la lengua del colonizador. En suma, el bilin­güismo colonial no es ni un desfase, donde coexistan un idioma popular y una lengua de purista, pertenecientes a un mismo universo afectivo; ni una simple riqueza políglota, que se beneficiara de un teclado suplementario, pero rela­tivamente neutro. Es un drama lingüístico.
...Y la situación del escritor
Hay quien se asombra de que el colonizado no ten­ga una literatura viva en su propia lengua. ¿Cómo podría recurrir a algo que desdeña? ¿Cómo se aleja de su música, de sus artes plásticas y de toda su cultura tradicional? La ambigüedad lingüística es el símbolo y una de las primeras causas de su ambigüedad cultural. Y la situación del escri­tor colonizado la ilustra perfectamente.

Las condiciones materiales de la existencia coloni­zada bastarían para explicar su rareza. La miseria excesiva de la mayoría reduce extremadamente las posibilidades es­tadísticas de ver nacer y crecer a un escritor. Pero la historia nos enseña que basta con una clase privilegiada para dotar de artistas a todo un pueblo. De hecho, el papel del escri­tor colonizado es demasiado difícil de asumir: encarna to­das las ambigüedades y todas las imposibilidades del colo­nizado llevadas a la máxima potencia.

Supongamos que aprenda a manejar su lengua has­ta el punto de llegar a poder recrearla en obras escritas después de vencer su profunda repugnancia a utilizarla. ¿Para quién escribe? ¿Para el público? Si se obstina en escri­bir en su lengua se condena a hablar para un auditorio de sordos. El pueblo es inculto y no lee en ningún idioma, y los burgueses y cultos sólo entienden el del colonizador.

Sólo le queda una salida, que parece natural: escribir en la lengua del colonizador. ¡Cómo si fuera otra cosa que cam­biar de atolladero!

Necesita superar el problema. Si el bilingüe colo­nial tiene la ventaja de conocer dos idiomas, no llegará a dominar totalmente ninguno. Eso explica también el lentí­simo nacimiento de las literaturas colonizadas. Hay que quemar mucho material humano y lanzar muchas veces el cubilete de dados para que se produzca un golpe de fortu­na. Y entonces rebrota la ambigüedad del escritor coloniza­do bajo una forma nueva, pero aún más grave.

¡Curioso destino el de escribir para un pueblo que no es el suyo! ¡Aún más curioso es escribir para los vence­dores de su propio pueblo! Causa asombro la ferocidad de los primeros escritores colonizados. ¿Acaso olvidan que se dirigen al mismo público de quien toman la lengua? No se trata, sin embargo, de inconsciencia, ni de ingratitud, ni de insolencia. ¿Qué otra cosa podrían comunicar a ese públi­co, cuando se atreven a hablar, sino su malestar y su rebel­día? ¿Cómo se pueden esperar palabras de paz de quien es víctima de un largo conflicto? ¿Reconocimiento por un prés­tamo con un interés tan enorme?

Por un préstamo que, además, no dejará jamás de serlo. Nos salimos aquí de la descripción para entrar en el terreno de la previsión. ¡Pero es tan clara y evidente! La aparición de una literatura de colonizados, la toma de con­ciencia de los escritores norteafricanos, por ejemplo, no es un fenómeno aislado. Forma parte de la toma de concien­cia de sí mismo de todo un grupo humano. El fruto no es un accidente o un milagro de la planta, sino el signo de su madurez. Todo lo más, el nacimiento del artista colonizado anticipa ligeramente la toma de conciencia colectiva de la que forma parte y que él acelera al compartir. Y la reivindi­cación más urgente de un grupo que se reconstituye es naturalmente la liberación y el restablecimiento de su lengua.

Lo que me asombra es que alguien pueda asombrar­se. Únicamente esta lengua permitirá al colonizado reanu­dar su tiempo interrumpido, recuperar su continuidad per­dida y la de su historia. ¿Acaso la lengua francesa es sólo un instrumento preciso y eficaz? ¿O es un cofre maravilloso don­de se acumulan los descubrimientos y las conquistas de los escritores y de los moralistas, de los filósofos y de los sa­bios, de los héroes y de los aventureros, donde se confun­den en una leyenda única los tesoros del espíritu y el alma de los franceses?

El escritor colonizado que llega penosamente a manejar lenguas europeas -las de los colonizadores, no lo olvidemos- sólo puede utilizarlas para protestar en favor de la suya. No se trata de incoherencia, pura reivindicación o ciego resentimiento, sino de una necesidad. Aunque él no lo hiciera, todo su pueblo acabaría por dedicarse a ello. Se trata de una dinámica objetiva que él alimenta, pero que a su vez le nutre, y puede continuar sin él. Obrando así, aun cuando contribuye a liquidar su drama de hombre, confir­ma y acentúa su drama de escritor. Para conciliar el destino consigo mismo podría intentar escribir en su lengua mater­na. Pero no es posible rehacer un aprendizaje parecido en una sola vida humana. El escritor colonizado está condena­do a vivir sus divorcios hasta la muerte. El problema única­mente puede zanjarse de dos maneras: por el agotamiento natural de la literatura colonizada, ya que las generaciones inmediatas, nacidas en la libertad, escribirán espontánea­mente en su lengua recuperada. Sin necesidad de esperar tanto, existe otra posibilidad que puede tentar al escritor: la decisión de integrarse completamente en la literatura me­tropolitana. Dejemos de lado los problemas éticos deriva­dos de una actitud parecida. Se trata del suicidio de la lite­ratura colonizada. En ambas perspectivas, aun cuando a distinto plazo, la literatura colonizada de lengua europea parece condenada a morir joven.

El ser de carencia
Todo sucede como si la colonización contemporá­nea fuera una equivocación de la historia. Por egoísmo y fatalidad propia lo ha condenado todo, manchando todo lo que ha tocado. Ha corrompido al colonizador y destruido al colonizado.

Para triunfar mejor se ha quedado al servicio único de sí misma. Pero al excluir al hombre colonizado, único medio por el que hubiera podido dejar huella en la colo­nia, se condenó a permanecer extranjera y, en consecuen­cia, efímera.

De su suicidio no se le pueden pedir cuentas. Más imperdonable es su crimen histórico contra el colonizado: le ha dejado en la estacada, fuera del tiempo contemporáneo.

No es muy significativa la cuestión de saber si el colonizado, por sí solo, hubiera marchado al mismo paso que los otros pueblos. A decir verdad, no lo sabemos. Es posible que no. El factor colonial no es ciertamente el úni­co en explicar el retraso de un pueblo. No todos los países han seguido el ritmo de Inglaterra o Estados Unidos; cada uno tenía sus propias causas de retraso y sus propios fre­nos. Sin embargo, cada uno de ellos ha marchado a su propio paso y en su camino. Además, ¿es lícito legitimar la desgracia histórica de un pueblo por los problemas de los demás? Los colonizados no son las únicas víctimas de la historia, por supuesto; pero la catástrofe histórica propia de los colonizados fue la colonización.

A este mismo falso problema responde la interro­gante, tan desconcertante para muchos: el colonizado, ¿no se ha beneficiado, a pesar de todo, de la colonización? ¿A pesar de todo, el colonizador no ha trazado carreteras, no ha construido escuelas y hospitales? Esta restricción equi­vale a decir que la colonización fue de todas maneras positiva, porque sin ella no habrían existido ni carreteras, ni hospitales, ni escuelas. ¿Y qué sabemos nosotros? ¿Por qué tenemos que suponer que el colonizado se habría inmovi­lizado en la misma situación en que lo encontró el coloni­zador? También se podría afirmar lo contrario: sin la coloni­zación habría más escuelas y más hospitales.

Por otra parte, esta objeción sólo desconcierta a los que quieren desconcertarse. Hasta aquí he renunciado a la comodidad de las cifras y las estadísticas. Es el momento oportuno de recurrir a ellas discretamente: después de va­rios decenios de colonización ¡la multitud de niños en la calle es muy superior al número de los que están en clase! ¡El número de camas en los hospitales es muy inferior al de los que están enfermos! ¡La intención del trazado de las carreteras es tan clara, tan indiferente respecto a los coloni­zados, tan estrechamente apegada a las necesidades del colonizador! Para tan poca cosa, la colonización no era in­dispensable. ¿Es muy audaz afirmar que el Túnez de 1952 hubiera sido, de todas maneras, muy diferente del de 1881? Existen otras formas de influencia e intercambio entre los pueblos además de la colonización. Otros pequeños países se han transformado profundamente sin tener necesidad de ser colonizados; por ejemplo, muchos países de Europa Central.

Pero desde hace un rato nuestro interlocutor sonríe con escepticismo.
—No es lo mismo...
—¿Por qué? ¿Quiere usted decir, verdad, que en esos países viven europeos?
—¡Hum! ¡Sí!
—¡Ya está, señor! Usted es sencillamente un racista.

En efecto, volvemos al mismo fundamental prejui­cio. Los europeos han conquistado el mundo porque su naturaleza les predisponía a ello y los no europeos fueron colonizados porque su naturaleza les condenaba a ello.

Vamos, seamos serios y dejemos de lado el racismo y la manía de rehacer la historia. Demos de lado incluso al problema de la responsabilidad inicial de la colonización. ¿Fue el resultado de la expansión capitalista o la empresa contingente de unos voraces hombres de negocios? En suma, todo eso no es tan importante. Lo que cuenta es Irrealidad actual de la colonización y del colonizado. No podemos saber lo que hubiera sido el colonizado sin la colonización, pero vemos muy claro en qué ha parado como consecuen­cia de la civilización. Para dominarle y explotarle mejor, el colonizador le ha sacado del circuito histórico y social, téc­nico y cultural. Lo que es actual y verificable es que la cultura del colonizado, su sociedad, su destreza han que­dado gravemente afectados y que no ha adquirido ni un nuevo saber ni una nueva cultura. El resultado patente de la colonización es que ya no hay artistas y todavía no hay técnicos colonizados. Es cierto que también hay una caren­cia técnica del colonizado. «Trabajo árabe», dice el coloni­zador con desprecio. Pero lejos de encontrar ahí una excu­sa para su conducta y un punto de comparación para su superioridad, debería ver su propia acusación. Es cierto que los colonizados no saben trabajar. Pero ¿dónde podrían ha­ber aprendido?¿Quién les enseñó la técnica moderna? ¿Dónde están las escuelas profesionales y los centros de enseñanza?

Insiste usted demasiado sobre la técnica industrial, se afirma a veces. ¿Y los artesanos? Mire esa mesa de made­ra blanca, ¿por qué está hecha con madera de cajón? ¿Mal acabada, mal cepillada, sin pintar ni encerar? Cierto, la des­cripción es exacta. En estas mesas de té no hay nada acep­table si no es la forma, regalo secular de la tradición al artesano. Pero, por lo demás, es la demanda la que provo­ca la creación. ¿Pues para quién se hacen esas mesas? El comprador no tiene con qué pagar esos movimientos de cepi­llo suplementarios, ni la cera, ni la pintura. Entonces se que dan en tablas de cajón mal unidas, con los clavos a la vista.

El hecho comprobable es que la colonización ca­rencia al colonizado y que todas las carencias se estimulan y alimentan entre sí. La no industrialización, la falta de de­sarrollo técnico del país, conduce a la lenta asfixia econó­mica del colonizado. La asfixia económica, el nivel de vida de las masas colonizadas, impide la existencia del técnico y la realización y perfeccionamiento del artesano. Las causas últimas son una negativa del colonizador, que se enriquece más con la venta de las materias primas que con la compe­tencia a la industria metropolitana. Pero además el sistema funciona en círculo, llega a alcanzar una autonomía de la infelicidad. Aunque se hubieran abierto más centros de en­señanza, incluso universidades, el colonizado no estaría a salvo, ya que no hubiera encontrado al salir manera de emplear su saber. ¡En un país que carece de todo, los po­cos ingenieros colonizados que han conseguido su título son empleados como burócratas o profesores! La sociedad colonizada no tiene necesidad de técnicos ni los promue­ve. Mas ¡pobre del que no es indispensable! La mano de obra colonizada es intercambiable. ¿Para qué pagar un sala­rio justo? Además, nuestro tiempo y nuestra historia son cada vez más técnicos, y así el retraso técnico del coloniza­do aumenta y parece justificar el desprecio que inspira. Concreta, al parecer, la distancia que le separa del coloni­zador. Y no es incierto que la distancia técnica causa en parte la incomprensión de los dos protagonistas. Casi siem­pre, el nivel general de vida del colonizado es tan bajo, que el contacto es prácticamente imposible. Se sale adelante hablando de la medievalidad de la colonia. Y así se puede continuar por mucho tiempo. El uso y disfrute de la técnica crea tradiciones técnicas. El niño francés y el niño italiano tienen oportunidad de manipular un motor, una radio; es­tán rodeados de productos de la técnica. Muchos coloniza­dos tienen que esperar a salir de la casa paterna antes de acercarse a la máquina más pequeña. ¿Cómo podrían aficio­narse a la civilización mecánica o intuir el funcionamiento de las máquinas?

En el colonizado todo está carenciado y todo con­tribuye a carenciarlo. Incluso su cuerpo, mal alimentado, raquítico y enfermo. Muchas palabras se ahorrarían si antes de toda discusión se comenzara por decir: en el principio está la miseria, colectiva y permanente, inmensa. La simple y estúpida miseria biológica, el hambre crónica de todo un pueblo, la subalimentación y la enfermedad. Naturalmente de lejos, todo esto es un poco abstracto y sería precisa una imaginación alucinante. Recuerdo un día en que el autocar de la Tunecina de Transportes, que nos llevaba hacia el Sur, se detuvo en medio de una multitud cuyas bocas son­reían, pero cuyos ojos, casi todos los ojos, miraban hacia las mejillas, mientras yo buscaba desazonado una mirada sin tracoma donde poder descansar la mía. Y la tuberculo­sis, y la sífilis, y esos cuerpos esqueléticos y desnudos que se pasean entre las sillas de los cafés, como muertos vivos, pegajosos como moscas, las moscas de nuestros remordi­mientos...

—¡Ah ! -exclama nuestro interlocutor-. ¡Esa miseria existía! ¡Estaba cuando llegamos!

Es cierto. Pero ¿cómo un sistema social así, que perpetúa miserias parecidas -suponiendo que no las cree-podría mantenerse mucho tiempo? ¿Cómo puede alguien atreverse a comparar las ventajas e inconvenientes de la colonización? ¿Qué ventajas, aunque fueran mil veces ma­yores, podrían hacer admitir tales catástrofes, interiores y exteriores?
Las dos respuestas del colonizado

¡Ah! ¡Los cuerpos y las caras del colonizado no son hermosos! No se sufre impunemente la carga de tal desgracia histórica. Si el rostro del colonizador es el odioso del opresor, el de su víctima no expresa ciertamente ni la cal­ma ni la armonía. El colonizado no existe, según el mito colonialista; pero de todas maneras se le puede reconocer. Ser de opresión es fatalmente un ser de carencia.

¿Cómo creer, después de todo esto, que pueda lle­gar a resignarse? ¿Cómo puede aceptar la relación colonial y la imagen de sufrimiento y desprecio que le corresponde? En todo colonizado hay una exigencia fundamental de cam­bio. Y el desconocimiento del hecho colonial, o la ceguera interesada, tiene que ser inmensa para ignorarlo. Para afir­mar, por ejemplo, que la reivindicación colonizada es obra de unos pocos.- intelectuales o ambiciosos, movidos por el despecho o el interés personal. Buen ejemplo de proyec­ción, dicho sea de paso: explicación de los demás por el interés, dada por quienes no tienen otra motivación que el interés. El desacuerdo colonizado es asimilado a un fenó­meno superficial, mientras que deriva de la misma natura­leza de la situación colonial.

Es cierto que el burgués sufre más por el bilingüis­mo y que el intelectual vive más intensamente la escisión cultural. El analfabeto está sencillamente encerrado en su lengua, rumiando migajas de cultura oral. Es cierto que aquellos que comprenden su suerte se vuelven impacien­tes y no soportan ya la colonización. Pero son los mejores quienes sufren y se rebelan y no hacen sino expresar la desgracia común. Si no fuera así, ¿por qué se les escucha tan pronto y se les comprende y obedece tan bien?

Intentará sucesiva o paralelamente las dos salidas históricamente posibles. Tratará de convertirse en otro o de reconquistar todas sus dimensiones, mutiladas por la colo­nización.
El amor por el colonizador y el odio hacia sí mismo.
El primer intento del colonizado es cambiar de con­dición cambiando de piel.
 Encuentra un modelo tentador e inmediato: precisamente el del colonizador. Éste no sufre ninguna de sus carencias, tiene todos los derechos, goza de todos los bienes y se beneficia de todos los prestigios. Dis­pone de honores y riquezas, de la autoridad y la técnica.
Es el otro término de la comparación, que aplasta al coloniza­do y le mantiene en la servidumbre. La primera ambición del colonizado será alcanzar ese modelo prestigioso y asemejársele hasta el punto de confundirse con él.

De esta conducta, que presupone efectivamente la admiración hacia el colonizador, se ha deducido una su­puesta aprobación de la colonización. Pero, por una dia­léctica evidente, en el momento en que el colonizado pacta más con su destino, se niega a sí mismo con mayor tenaci­dad. Es decir, rechaza de otra manera la situación colonial. El rechazo de sí mismo y la estima por el otro son rasgos comunes a todo candidato a la asimilación. Y los dos com­ponentes de este intento de liberación están fuertemente ligados: el amor por el colonizador está cimentado sobre un complejo de sentimientos que van desde la vergüenza hasta el odio hacia sí mismo.

La exageración de esa sumisión al modelo es ya muy reveladora. La mujer rubia, aunque sea sosa y de fac­ciones desafortunadas, parece siempre superior a la more­na. Un producto fabricado por el colonizador, una palabra suya, son recibidos siempre con confianza. Sus costumbres, sus ropas, sus comidas son copiadas literalmente, aunque

Si se ha elegido comprender el hecho colonial, hay que admitir que es inestable, que su equilibrio está amena­zado sin cesar. Se puede pactar con cualquier situación y el colonizado puede esperar durante mucho tiempo antes de vivir. Pero antes o después, más o menos violentamente, algún día, se pondrá a rechazar su existencia invivible por un gran movimiento de su personalidad oprimida.

El matrimonio mixto es la última expre­sión de esa tendencia entre los más osados.

La admiración por los valores colonizadores no se­ría tan sospechosa si no implicara tal contrapartida. El co­lonizado no intenta sólo enriquecerse con las virtudes del colonizador. Se encarniza en empobrecerse y en arrancarse de sí mismo en nombre de aquello en que quiere convertir­se. Volvemos a encontrarnos, desde otro ángulo, con un rasgo que ya nos es familiar. El aplastamiento del coloniza­do es parte de los valores colonizadores. Cuando el coloni­zado adopta esos valores, acepta también su propia conde­na. Para liberarse, al menos así lo cree, admite su propia destrucción. El fenómeno es comparable a la negrofobia de los negros o al antisemitismo de los judíos. Las negras se desesperan desrizándose el pelo, que se les vuelve a rizar infaliblemente, y se torturan la piel para blanquearla un poco. Muchos judíos se arrancarían el alma si pudieran, un alma irremediablemente mala, como se les ha enseñado. Se ha explicado al colonizado que su música son maullidos de gato y su pintura jarabe de azúcar. Él repetirá que su músi­ca es vulgar y su pintura desastrosa. Y si esa música le afecta de todas maneras y le conmueve más que los sutiles ejercicios occidentales, a los que encuentra fríos y compli­cados; si esa unión de colores cantarines y ligeramente ebrios le alegra la vista, es a pesar suyo. Se indigna contra sí mis­mo y se esconde ante los extranjeros, o afirma una repug­nancia tan fuerte que resulta cómica. Las mujeres de la bur­guesía prefieren la más burda pieza de bisutería proceden­te de Europa a la joya más pura de su propia tradición. Y son los turistas los que se maravillan ante los productos de la artesanía secular. En suma, negro, judío o colonizado, hay que asemejarse lo más posible al blanco, al no judío, al colonizador. Igual que mucha gente evita exhibir a sus parien­tes pobres, el colonizado empeñado en la asimilación oculta su pasado, sus tradiciones y todas sus raíces, ahora infamantes.
Imposibilidad de la asimilación
Esas convulsiones internas y esas contorsiones hu­bieran podido tener un fin. Al cabo de un largo proceso, doloroso y conflictual, el colonizado hubiera podido con­fundirse con los colonizadores. No hay problema alguno que no pueda ser resuelto por el desgaste de la historia. Es cuestión de tiempo y de generaciones. Siempre a condi­ción de que no contenga en sí elementos contradictorios. Pues bien: en el marco colonial la asimilación ha resultado imposible.

El aspirante a la asimilación llega casi siempre a cansarse del precio exorbitante que tiene que pagar, y del que no termina nunca de eximirse. Descubre así, horroriza­do, el sentido completo de su intento. Es dramático el mo­mento en que se da cuenta que ha hecho suyas las acusa­ciones y condenas del colonizador, que se ha acostumbra­do a mirar a los suyos con los ojos del fiscal. Estos no dejan de merecer reproches ni de tener defectos, ciertamente. Hay fundamentos objetivos en su impaciencia para con ellos y sus valores; casi todo es caduco, ineficaz o irrisorio en ellos. ¡Pero, bueno! ¡Son los suyos y él es, no ha dejado profundamente jamás de ser uno de ellos! Esos ritmos en equilibrio desde hace siglos, esa comida que le llena tan bien la boca y el estómago, son también las suyas, son él mismo. ¿Debe sentir vergüenza toda su vida de lo más real que hay en él? ¿De lo único que no ha tomado prestado? ¿Tiene que encarnizarse en la negativa de sí mismo? Ade­más, ¿podrá soportarla? ¿Su liberación tiene necesariamente que implicar una agresión sistemática hacia sí mismo?

Sin embargo, la mayor imposibilidad es otra. Pron­to la descubre: aunque consienta en todo, no estará salva­do. Para asimilarse no basta con despegarse de su grupo, hay que penetrar en otro; pero se encuentra con el rechazo del colonizador,

Al esfuerzo obstinado del colonizado por superar el desprecio (que merecen su atraso, su debilidad, su otreidad, tiene que admitirlo), a su sumisión admirativa, a su empeño aplicado de confundirse con el colonizador, de vestirse igual que él, de hablar y comportarse como él, in­cluso en sus tics y en su manera de cortejar a las mujeres, el colonizador opone un segundo desprecio: la ridiculización. Afirma y explica al colonizado que esos esfuerzos son in­útiles y que sólo le otorgan un rasgo complementario: el ridículo. Pues nunca llegará a identificarse con él, ni siquie­ra a reproducir correctamente su papel. En el mejor de los casos, sí no quiere herir demasiado al colonizado, el colo­nizador utilizará toda su metafísica caracteriológica. Los tem­peramentos de los pueblos son incompatibles; en cada ges­to subyace el alma entera de la raza, etc. Más brutalmente, llegará a decir que el colonizado sólo es un mono. Y cuan­to más sutil es el mono, cuanto mejor imita, más se soli­vianta el colonizador. Con la precisión y el olfato agudizado que desarrolla la malevolencia, rastreará el matiz revelador en las ropas y el lenguaje, la «falta de gusto» que siempre se acaba por descubrir. Un hombre a caballo entre dos cultu­ras difícilmente está bien sentado, y es lógico que el coloni­zado no encuentre siempre el tono exacto.

Se recurre a todo lo imaginable para que el coloni­zado no pueda dar el salto, para que comprenda y admita que ese camino no tiene salida y que la asimilación es im­posible.

Lo que hace bien inútiles los lamentos de los humanistas metropolitanos e injustos sus reproches hacia el co­lonizado. ¿Cómo se atreve a rehusar, afirman sorprendidos, esa generosa síntesis en la que no puede sino ganar? Es el colonizado el primero que desea la asimilación y es el colo­nizador quien se la niega.

Lloy día, en el ocaso de la colonización, hombres tardíamente bienintencionados se preguntan si la asimila­ción no habrá sido la gran ocasión desperdiciada por los colonizadores y las metrópolis. ¡Ah! ¡Si hubiéramos queri­do! ¿Una Francia, sueñan, de cien millones de franceses? No está prohibido, y a menudo puede ser consolador, reimaginar la Historia, a fin de descubrir otro sentido, otra coherencia oculta. ¿Hubiera sido posible la asimilación?

Habría podido serlo, tal vez, en otro momento de la historia del mundo. En las condiciones de la colonización contemporánea parece que no. Tal vez se trata de una ca­tástrofe histórica que debemos deplorar juntos. Pero no sólo ha fracasado, sino que ha parecido imposible a todos los interesados.

En definitiva, su fracaso no se puede atribuir sólo a los prejuicios del colonizador, ni siquiera al retraso de los colonizados. La asimilación, lograda o fracasada, no es la única cosa de buenos sentimientos o de psicología. Una serie suficientemente amplia de coyunturas afortunadas han conseguido prácticamente desaparecer en el grupo coloni­zador. Está claro, sin embargo, que un drama colectivo no podrá ser resuelto nunca a base de soluciones individuales. El individuo desaparece con su descendencia, y el drama del grupo continúa. Para que la asimilación colonizada tu­viera un alcance y un sentido tendría que afectar a un pue­blo entero; es decir, toda la condición colonial debería, ver­se modificada. Pero, lo hemos demostrado suficientemen­te, la condición colonial sólo puede cambiarse por la su­presión de la relación colonial.

Recuperamos la relación fundamental que une nues­tros dos retratos*, dinámicamente engranados el uno en el otro. Comprobamos una vez más que es inútil pretender actuar sobre uno u otro sin operar sobre esta relación, es decir, sobre la colonización. Decir que el colonizador de­bería aceptar de buen talante la asimilación y, por tanto, la emancipación del colonizado es escamotear la relación co­lonial. Como presuponer que pueda proceder por sí mismo a una transformación total de la situación: a la condena de los privilegios coloniales; a los derechos exorbitantes de los colonos y los industriales; a pagar humanamente la mano de obra colonizada; a la promoción jurídica, administrativa y política de los colonizados; a la industrialización de la colonia... En suma, al fin de la colonia como tal colonia, al fin de la metrópoli como tal metrópoli. Sencillamente, se invita al colonizador a terminar consigo mismo.

En las condiciones contemporáneas de la coloniza­ción, asimilación y colonización son términos contradictorios.
La Rebelión...
¿Qué le queda por hacer al colonizado? No pudien-do salir de su condición con el asentimiento y la complici­dad del colonizador, intentará liberarse de él: se rebelará.

Lejos de sorprendernos de las rebeliones coloniza­das, tendríamos que llenarnos de asombro de que no sean más frecuentes y más violentas. En verdad, el colonizador se cuida de evitarlo: permanente esterilización de las mino­rías, destrucción periódica de las que llegan a surgir a pesar de las precauciones, mediante la corrupción y la opresión policíaca; aborto por provocación de todo movimiento po­pular, y aplastamiento brutal y rápido de los mismos. He­mos señalado también la duda del mismo colonizado, la insuficiencia y la ambigüedad de una agresividad de venci­do que admira a su vencedor. Su esperanza siempre tenaz en que el enorme poder del colonizador acabaría por alum­brar una gran fuente de bienes.

Pero la rebeldía es la única salida a la situación colonial que no sea un engaño, y esto, el colonizado lo descu­bre antes o después. Su sujeción es absoluta y exige una solución absoluta; una ruptura y no un compromiso. Ha sido arrancado a su pasado y paralizado en su porvenir, sus tradiciones agonizan mientras él pierde la esperanza de ad­quirir una nueva cultura; carece de lengua, de bandera, de técnica, de existencia nacional o internacional, de derechos y de deberes: ya no posee nada, no es nada ni espera nada Además, la solución es cada día más urgente, cada día ne­cesariamente más radical. El mecanismo de anonadamien­to del colonizado, accionado por el colonizador, no puede sino agravarse cada día. Cuanto más aumenta la opresión, más necesidad tiene el colonizador de una justificación, más tiene que envilecer al colonizado, más culpable se sien­te, más tiene que justificarse, etc. ¿Cómo escapar si no es por la ruptura, por el estallido, cada día más explosivo, de este círculo infernal? La situación colonial, por su propia fatalidad interior, provoca la rebelión. Porque la condición colonial no es susceptible de arreglo; como una cadena, sólo puede ser rota.
...Y el rechazo del colonizador

Asistimos entonces a una verdadera inversión de los términos. Abandonada la asimilación, la liberación del colonizado tendrá que efectuarse mediante la reconquista de sí mismo y de una dignidad autónoma. El impulso de atracción hacia el colonizador exigía en última instancia un rechazo de sí mismo. El rechazo del colonizador será el preliminar indispensable a la recuperación de sí mismo. Hay que desembarazarse de esa imagen acusadora y aniquilante, hay que atacar de frente a la opresión, ya que es imposible escapar a ella. Después de haber sido tan lar­gamente rechazado por el colonizador, llega al fin la hora en que es el colonizado quien rechaza al colonizador.

Esta inversión no es, sin embargo, absoluta. No hay ni una voluntad sin reservas de asimilación ni un rechazo total del modelo. En lo más rabioso de su rebelión, el colo­nizado conserva las lecciones y el aprendizaje de una tan larga cohabitación. Del mismo modo que la sonrisa o las costumbres musculares de una vieja esposa recuerdan cu­riosamente a las del marido, aun en el momento del divor­cio. De ahí una paradoja (citada como prueba decisiva de ingratitud): el colonizado reivindica y lucha en nombre de los mismos valores del colonizador, utiliza sus técnicas de pensamiento y sus métodos de combate. (Hay que añadir que es el único lenguaje que el colonizador comprende.)

Pero en lo sucesivo el colonizador se ha convertido sobre todo en negatividad, mientras que antes era primordialmente positividad. Sobre todo se ha decidido como negatividad toda actitud activa del colonizador. En todo momento se le pone en duda, en su cultura y en su vida, y con él todo lo que representa, incluida, por supuesto, la Metrópoli. Es sospechoso, saboteado, combatido en el me­nor de sus actos. El colonizado se pone a preferir rabiosa y ostensiblemente los coches alemanes, las radios italianas, los frigoríficos americanos; abandonará el tabaco si lleva un sello colonizador. Medios de presión y castigo económi­co, pero también ritos de sacrificio de la colonización. Has­ta llegar a los días atroces en que la furia del colonizador o la exasperación del colonizado culminan en odio y se des­cargan en hechos de sanguinaria demencia. Después conti­núa la existencia cotidiana, un poco más dramatizada, un poco más irremediablemente contradictoria.

Hay que situar en este contexto la xenofobia e in­cluso un cierto racismo del colonizado.

Considerado en bloque como ellos, ellos y los de­más, diferentes desde todos los puntos de vista, homogeneizado en una radical heterogeneidad, el coloni­zado reacciona rechazando en bloque a todos los colonizadores. Y aún, a veces, a todos los que se le asemejan, a todos los que no son oprimidos como él. La distinción en­tre el hecho y la intención no tiene una gran relevancia en la situación colonial. Para el colonizado, todos los euro­peos de las colonias son colonizadores de hecho. Y lo quieran o no, lo son de algún modo: por su situación eco­nómica de privilegiados, por su adhesión al sistema políti­co de la opresión, por su participación en un complejo afectivo que niega al colonizado. Por otra parte, en última instancia, los europeos de Europa son colonizadores en potencia: sólo les queda desembarcar. Tal vez incluso se aprovechan de la colonización. Son solidarios o al menos cómplices inconscientes de esa gran agresión colectiva de Europa. Con intención o sin ella, contribuyen con todo su peso a perpetuar la opresión colonial. En suma, si la xeno­fobia y el racismo consisten en culpar globalmente a todo un grupo humano, en condenar de antemano a cualquier individuo de ese grupo, atribuyéndole un ser y un compor­tamiento irremediablemente determinado y nocivo, el colonizado es efectivamente xenófobo y racista; ha llegado a serlo.

Todo racismo y toda xenofobia son mixtificaciones de uno mismo y agresiones absurdas e injustas a los demás. Incluidos los del colonizado. Con mayor razón cuando se extienden más allá del colonizador a todos los que no son estrictamente colonizados; por ejemplo, cuando puede lle­gar a alegrarse de la desgracia de otro grupo humano sólo porque no está esclavizado. Pero al mismo tiempo hay que observar que el racismo del colonizado es el resultado de una mixtificación más amplia: la mixtificación colonialista.

Considerado y tratado marginadamente por el ra­cismo colonialista, el colonizado termina por aceptarse se­parado, por aceptar esa división maniqueísta de la colonia y, por extensión, del mundo entero. Excluido definitiva­mente de la mitad del universo, ¿cómo dejaría de pensar que esa mitad ratifica su condena? ¿Cómo no va a juzgarla y condenarla por su parte? El racismo colonizado no es, en resumen, ni biológico ni metafísico, sino social e histórico. No está fundado en el convencimiento de la inferioridad del grupo detestado, sino sobre la certidumbre y, en una gran medida, sobre la constatación de que es definitiva­mente agresor y dañino. Aún más: si el moderno racismo europeo detesta y desprecia aquello que no teme, el del colonizado teme y sigue admirando. No es un racismo de agresión, sino de defensa. De manera que debería ser rela­tivamente fácil desmontarlo. Las escasas voces europeas que se han levantado estos últimos años para negar la ex­clusión, la radical inhumanidad del colonizado, han sido más positivas que todas las obras de caridad o filantrópicas, donde la segregación se mantiene subyacente. Por eso se puede sostener una aparente barbaridad: aunque la xeno­fobia y el racismo de los colonizados contengan, probable­mente, un inmenso resentimiento y una evidente negatividad, puede ser la primera instancia de un movimien­to positivo: la recuperación del colonizado para sí mismo.


Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.



RETRATO DEL COLONIZADO (III)

Albert Memmi

La afirmación de sí mismo
Pero, en su origen, la reivindicación colonizada adopta ese gesto diferencial y replegado sobre sí mismo: está delimitada y condicionada estrechamente por la situa­ción colonial y las exigencias del colonizador.

El colonizado se acepta y se afirma, se reivindica apasionadamente. Pero ¿quién es? Probablemente no el hombre en general, portador de valores universales, comu­nes a todos los hombres. Precisamente, se ha visto exclui­do de esa universalidad tanto en un plazo verbal como de hecho. Por el contrario, se ha buscado y exagerado, hasta convertirlo en algo sustantivo, aquello que le diferencia de los demás hombres. Se le ha enseñado con orgullo que no podría llegar a asemejarse a los otros hombres; se le haacorralado con desprecio en aquella parte suya que no se­ría asimilable por los demás hombres. ¡Muy bien! De acuer­do. Es y será precisamente ese hombre. Con la misma pa­sión con que admiraba y absorbía Europa, afirmará ahora sus diferencias. Ya que esas diferencias le constituyen, cons­tituyen propiamente su esencia.

Entonces, el joven intelectual que había roto con la religión, al menos interiormente, y que comía durante el Ramadán, se pone a ayunar, ahora ostentosamente. Él, que consideraba los ritos como inevitables servidumbres fami­liares, los reincorpora en su vida social y les otorga un espacio en su concepción del mundo. Para utilizarlos me­jor, busca nuevas explicaciones para los mensajes olvida­dos y los adapta a las exigencias actuales. Asimismo descu­bre que el elemento religioso no es sólo una tentativa de comunicación con lo invisible, sino también un extraordi­nario lugar de comunión para todo su grupo. El coloniza­do, sus jefes e intelectuales, tradicionalistas y liberales, to­das las clases sociales, pueden confluir en ella, y así re­construir, verificar y recrear su unidad. Ciertamente, hay un riesgo muy considerable de que el medio se convierta en fin. Prestando tanta atención a los viejos mitos, rejuvene­ciéndolos, los revivifica peligrosamente. Resurgen con una fuerza tan insospechada que escapan a las intenciones li­mitadas de los jefes colonizados. Se produce una verdade­ra renovación religiosa. Puede suceder incluso que el apren­diz de brujo, intelectual o burgués liberal a quien el laicis­mo parecía la precondición de todo progreso intelectual y social, recupere el gusto por esas tradiciones tan desdeñadas...

Todo esto, que puede parecer tan importante para los ojos de un observador exterior, y que tal vez lo sea para la salud general de un pueblo, es en el fondo secundario para el colonizado. En lo sucesivo, habrá descubierto el principio motor de su acción, que ordena y valora a los demás: hay que afirmar a su pueblo y afirmarse junto a él.

Y la religión es uno de los elementos constitutivos de ese pueblo. Uno de los principios fundamentales de la confe­rencia de Bandung, ante el asombro avergonzado de la gente de izquierda del mundo entero, fue la religión.

Igualmente, el colonizado no conoce ya su lengua más que bajo la forma de un habla indigente. Para salir de lo cotidiano y afectivo más elemental tenía que recurrir a la lengua del colonizado. Al retornar a un destino autónomo y separado retorna también a su propia lengua. Se le señala irónicamente que el vocabulario es limitado y la sintaxis pobre, que sería ridículo escuchar en ella un curso superior de matemáticas o de filosofía El mismo colonizador de iz­quierda se asombra de esa impaciencia, de ese desafío in­útil, finalmente más costoso para el colonizado que para el colonizador. ¿Por qué no seguir empleando las lenguas occi­dentales para descubrir los motores o enseñar lo abstracto?

Aquí también existen en lo sucesivo para el coloni­zado otras urgencias que las matemáticas y la filosofía, e incluso que la técnica. Hay que devolver a ese movimiento de redescubrimiento de todo un pueblo el instrumento más apropiado, el que recorre el camino más corto hasta su alma, porque viene directamente de ella. Y ese camino es el de las palabras de amor y de ternura, de cólera y de indignación, el de las palabras que emplea el alfarero ha­blando a sus vasijas, el que emplea el zapatero cuando habla a sus zapatos. Y después, la enseñanza y la literatura y las ciencias. Este pueblo ha aprendido bastante a espe­rar... ¿Es seguro, además, que ese lenguaje, hoy balbuciente, no pueda ampliarse y enriquecerse? Gracias a él ya puede descubrir tesoros olvidados y vislumbrar una posible conti­nuidad con un pasado no despreciable... ¡Entonces, basta de dudas y de términos medios! Al contrario, hay que saber romper, hay que saber echarse para adelante. Elegirá inclu­so la mayor dificultad. Llegará hasta prohibirse las comodi­dades suplementarias de la lengua colonizadora, la reemplazará tan a menudo y tan pronto como pueda. Entre el habla popular y la lengua culta elegirá la culta, aun a riesgo de hacer incómoda la comunión buscada. Lo importante ahora es reconstruir a su pueblo, sea cual sea su verdadera naturaleza; rehacer su unidad, comunicarse con él y sentir­se miembro suyo.

Sea cual sea el precio que tenga que pagar el colo­nizado, y contra quien sea, si hace falta. Así, será naciona­lista y no intemacionalista. Por supuesto que haciendo esto corre el riesgo de incurrir en exclusivismo y patrioterismo, de oponer la solidaridad nacional a la solidaridad humana, e incluso la solidaridad étnica a la solidaridad nacional. Pero esperar del colonizado (que ha sufrido tanto de no existir por sí mismo) que esté abierto al mundo, que sea interna­cionalista y humanista, parece un disparate cómico. Mien­tras se concentra todavía en serenarse, en mirarse con asom­bro, en reivindicar apasionadamente su lengua... en la del colonizador.

Es también notable que cuanto más se haya aproxi­mado al colonizador tanto mayor será la vehemencia de su afirmación. ¿Es una casualidad que tantos jefes colonizados hayan contraído matrimonios mixtos? ¿Es un azar si el jefe tunecino Burguiba, si los líderes argelinos Messali Hadj y Ferhat Abbas y tantos otros nacionalistas, que han consa­grado su vida a guiar a los suyos, se han casado con muje­res colonizadoras? Habiendo participado de la experiencia del colonizador hasta los límites de lo posible, hasta encon­trarla invivible, se han replegado a sus bases de partida. El que nunca ha salido de su país y abandonado a los suyos, nunca llegará a saber hasta qué punto les está apegado. Ahora saben que su salvación coincide con la de su pueblo y que tienen que mantenerse lo más cerca posible de él y de sus tradiciones. Y cabe añadir, conocen la necesidad de justi­ficarse ante él, de recuperarse por una sumisión completa.
Las ambigüedades de la afirmación de sí mismo
Es fácil ver las ambigüedades de esta recuperación de sí mismo al mismo tiempo que su necesidad. Si la rebe­lión del colonizado es en sí una actitud clara, su contenido puede ser turbio, porque es el resultado inmediato de una situación poco limpia: la situación colonial.

1)                          Recogiendo el desafío de la exclusión, el coloni­zado se acepta como separado y diferente; pero su origina­lidad es la delimitada y definida por el colonizador.

Por tanto, se trata de religión y tradición, incapaci­dad ante la técnica, una particular esencia a la que se deno­mina oriental, etc. Sí; eso es, concede. Un autor negro se ha esforzado en explicarnos que la naturaleza de los negros, los suyos, no es compatible con la civilización mecánica. Y lo decía con un curioso orgullo. Sin duda provisionalmente, el colonizado admite como suya esa imagen de sí mismo que el colonizador le propone e impone. Vuelve a sí mismo, pero continúa suscribiendo la mixtificación colonizadora.

Ciertamente no le lleva a ello un puro proceso ideo­lógico, porque no es únicamente definido por el coloniza­dor: su situación es creada por la colonización. Es patente que se identifica con un pueblo lleno de carencias, en cuer­po y espíritu y en el mismo ánimo. Vuelve a una historia poco gloriosa y socavada por espantosos vacíos, a una cul­tura moribunda que había pensado abandonar, a tradicio­nes congeladas y a una lengua herrumbrosa. La herencia que ha acabado por aceptar tiene un pasivo como para desanimar a cualquiera. Tiene que avalar ¡os billetes y las deudas, y las deudas son numerosas e importantes. Por otra parte, las instituciones de la colonia no funcionan directamen­te para él. El sistema educativo sólo le favorece de rebote. Los caminos se abren a sus pies sólo como puros regalos.

Pero le parecerá necesario aceptar esas prohibicio­nes y mutilaciones para llegar hasta el fin de su rebelión. Se prohibirá el uso de la lengua colonizadora, aunque sepa que todas las cerraduras del país funcionan con esa llave; cambiará los letreros y los mojones kilométricos, aun cuan­do él sea el primer desorientado. Preferirá un largo período de vacilaciones pedagógicas antes que mantener en sus puestos a los cuadros escolares del colonizador. Se trata de una reacción impulsiva, de una profunda protesta. Así ya no deberá nada al colonizador, habrá roto definitivamente con él. Pero existe también la convicción confusa y mixtificadora de que todo aquello pertenece al colonizador y no es apropiado para el colonizado, justamente, lo que el colonizador ha dicho siempre. En suma, el colonizado en rebeldía comienza por aceptarse y quererse como negatividad.

2) Esta negatividad, convirtiéndose en un elemento esencial de la recuperación de sí mismo y de su combate, será afirmada y glorificada hasta lo absoluto. No sólo acep­tará sus arrugas y sus llagas, sino que además las proclama­rá hermosas. Asegurándose a sí mismo, proponiéndose ante el mundo en lo sucesivo tal y como es, difícilmente puede plantear al mismo tiempo su propia crítica. Aunque sepa rechazar con violencia al colonizador y a la colonización, no puede despedirse de aquello que realmente es y de lo que ha adquirido desastrosamente a lo largo de la coloniza­ción. Se propone por entero y se confirma globalmente; es decir, como ese colonizado en que se ha convertido pese a todo. De golpe, exactamente a la inversa de la acusación colonialista, el colonizado, su cultura, su país, todo lo que le pertenece y todo lo que representa, se convierten en perfecta positividad.

Vamos a encontrarnos, en definitiva, frente a una contramitología. Al mito negativo impuesto por el coloniza­dor sucede un mito positivo de sí mismo, propuesto por el colonizado. Igual que existe, al parecer, un mito positivo del proletariado opuesto al negativo. Escuchando al colonizado, y a menudo a sus amigos, todo es bueno; hay que conservarlo todo: las costumbres y las tradiciones, los actos y los proyectos, incluso lo anacrónico o lo caótico, lo inmo­ral y lo erróneo. Todo está justificado porque todo tiene una explicación.

La afirmación de sí mismo del colonizado, nacida de una protesta, sigue definiéndose en relación a aquélla. En plena rebeldía, el colonizado sigue pensando, sintiendo y viviendo contra y, por tanto, en relación al colonizador y a la colonización.

3) El colonizado intuye todo esto, lo revela en su conducta, lo confiesa a veces. Dándose cuenta de que sus actitudes son esencialmente reactivas, se ve afectado por la mayoría de los azotes de la mala fe.

Inseguro de sí mismo, se entrega a la embriaguez y a la furia de la violencia. Inseguro de la necesidad del re­greso al pasado, lo reafirma agresivamente. Inseguro de poder convencer a los demás, los provoca. A la vez provo­cador y susceptible, en lo sucesivo exhibe sus diferencias, se niega a que nadie deje de tenerlas presentes y se indigna cuando alguien se refiere a ellas. Sistemáticamente descon­fiado, presupone intenciones hostiles en su interlocutor, ocultas si no son expresas, y reacciona en función de ellas. Exige de sus mejores amigos una aprobación sin límites, aun de aquello de que duda y que él mismo condena. Frus­trado durante tanto tiempo por la historia, reclama tan im­periosamente que está siempre inquieto. Deja de conocer lo que se debe a sí mismo y lo que puede pedir, lo que los otros le deben verdaderamente y lo que tiene que pagar a su vez; la medida exacta, en suma, de todo el comercio humano. Complicando y estropeando de antemano sus re­laciones humanas, ya tan difíciles a causa de la historia. «¡Ah! ¡Están enfermos!», escribía otro autor negro. «¡Todos están enfermos!»

El desfase de sí mismo
Así es el drama del hombre-producto y víctima de la colonización: no llega casi nunca a coincidir consigo mismo.

La pintura colonizada, por ejemplo, oscila entre dos polos: una sumisión a Europa, llevada hasta la impersona­lidad, y una vuelta a sí misma, tan violenta que resulta da­ñina y estéticamente ilusoria. De hecho, no se recupera el equilibrio, y continúa, por tanto, la duda sobre sí mismo. Durante la rebelión, el colonizado no deja de referirse al colonizador como modelo o antítesis, igual que antes. Si­gue debatiéndose contra él. Estaba escindido entre lo que era y lo que quería ser, y ahora está escindido entre lo que quería ser y en lo que ahora se está convirtiendo. Pero se mantiene el doloroso desfase de sí mismo.

Para que sea posible la curación completa del colo­nizado hace falta que cese completamente su alienación: hay que esperar la desaparición completa de la coloniza­ción, incluido el tiempo de la rebelión.
Conclusión**
1.a Resulta, en definitiva, que el colonizador es una enfermedad del europeo de la que éste debe quedar com­pletamente curado y preservado. Hay, ciertamente, un dra­ma real del colonizador, que sería injusto y absurdo subes­timar. Porque su curación implica una terapéutica difícil y dolorosa, una renuncia y una reordenación de sus actuales condiciones de existencia. Pero ya se ha visto que hay un drama todavía más grave si la colonización continúa.

La colonización no podía sino desfigurar al colonizador. Le colocaba ante una alternativa cuyas salidas eran exactamente igual de desastrosas: entre la injusticia cotidia­na aceptada en beneficio propio o su sacrificio necesario y nunca consumado. Tal es la situación del colonizador: si se acepta, se pudre, y si se rechaza, se niega.

El papel de colonizador de izquierda no se puede sostener por mucho tiempo; es invivible. No puede ser sino mala conciencia y desgarramiento, y mala fe si se perpetúa. Siempre al borde de la tentación, de la vergüenza y, en definitiva, culpable. El análisis de la situación colonial por el colonialista, la conducta que se desprende, son más co­herentes y probablemente más lúcidos: porque ha obrado siempre, precisamente, como si el arreglo fuera imposible Comprendiendo que toda concesión le amenazaba, confir­ma y defiende absolutamente el hecho colonial. Pero ¿qué privilegios, qué ventajas materiales merecen que se conde­ne al alma por ellas? En suma, si la aventura colonial es gravemente dañina para el colonizado, sólo puede ser alta­mente deficitaria para el colonizador.

No nos hemos tomado muchas molestias en imagi­nar transformaciones, dentro del sistema colonial, que pu­dieran mantener las ventajas adquiridas por el colonizador, preservándole de sus desastrosas consecuencias. Sólo que olvidaríamos que la naturaleza de la relación colonial deri­va directamente de sus ventajas. Dicho de otra manera: o la situación colonial se mantiene y sus efectos continúan, o desaparece junto con la relación colonial y el colonizador. Así se llega a dos formulaciones: radical en el mal la prime­ra y en el bien la segunda, o al menos hay quien así lo cree: la exterminación del colonizado o su asimilación.

No hace tanto tiempo que Europa ha descartado la idea de la posibilidad de exterminar totalmente a un grupo colonizado. Una broma, medio seria, medio chistosa, como todas las bromas, afirmaba, refiriéndose a Argelia: «Sólo hay nueve argelinos por cada francés...; bastaría con dar a cada francés un fusil y nueve balas.» Se evoca el ejemplo america­no. Aunque es cierto que la famosa epopeya nacional del Far-West se parece mucho a una matanza sistemática, por otro lado ya no hay problema piel roja en Estados Unidos. Pero la exterminación no salvaría la colonización, más bien al contrario. La colonización es antes que nada una explota­ción económico-política. Si se suprime al colonizado, la co­lonia se convertiría en un país cualquiera; pero ¿quién lo explotaría? Con el colonizado desaparecería la colonización, incluyendo al colonizador.

En cuanto al fracaso de la asimilación, no me pro­cura una especial alegría. Tanto menos cuanto esa solución tiene un perfume universalista y socialista que la hace res­petable de antemano. Ni siquiera digo que sea imposible en sí misma y por definición; a veces ha sido posible histó­ricamente y a veces ha fracasado. Pero es muy claro que nadie, ni siquiera los comunistas, la ha deseado expresa­mente en la colonización contemporánea. Ya me he alarga­do bastante sobre este punto. De todos modos, esto es lo esencial: la asimilación es también lo contrario de la coloni­zación, ya que tiende a confundir colonizadores y coloni­zados y, por tanto, a suprimir los privilegios y la misma relación colonial.

No entro a analizar las seudosoluciones menores. Así, por ejemplo, quedarse en la colonia, ya independiente, como extranjeros, pero con derechos especiales. ¿Quién puede dejar de ver, más allá de la incoherencia jurídica de parecidas construcciones, que están destinadas a ser barridas por la Historia? Es difícil entender por qué el recuerdo de privi­legios injustos bastaría para garantizar su mantenimiento.

En suma, parece que en el marco de la colonización no hay salvación para el colonizador.

Razón de más para que se agarre y rechace todo cambio: puede, en efecto, aceptarse como un monstruo, aceptar su alienación en aras de sus propios intereses. No, ni siquiera. Si se niega a salir de su provechosa enfermedad será, antes o después, obligado por la Historia. Porque, no lo olvidemos, existe la otra cara de la moneda: algún día será forzado por el colonizado.

2.a Inevitablemente llega un momento en que el colonizado levanta la cabeza y altera el siempre inestable equilibrio de la colonización.

Pero, también para el colonizado, no hay otra sali­da que el fin rematado de la colonización. Y el rechazo del colonizado no puede ser sino absoluto (es decir, no sólo una rebelión, sino la superación de la rebelión, es decir, la revolución).
REBELIÓN: La simple existencia del colonizador crea la opresión, y únicamente la liquidación completa de la colonización permite la liberación del colonizado. Última­mente se han depositado muchas esperanzas en las refor­mas del burguibismo, por ejemplo. Me parece que hay un equívoco. El burguibismo, aunque signifique proceder por etapas, no ha significado nunca contentarse con una etapa, sea cual sea. Los líderes negros hablan actualmente de Unión Francesa. Es solamente una etapa en el camino de la inde­pendencia completa e inevitable. Si Burguiba creyera en el burguibismo que se le atribuye, o los líderes negros creye­ran realmente en una definitiva Unión Francesa, el proceso de liquidación de la colonización les dejaría en la estacada. Ya los menores de treinta años no comprenden la relativa moderación de sus primogénitos.

REVOLUCIÓN: Hemos señalado que la coloniza­ción liquidaba materialmente al colonizado. Tenemos que añadir ahora que le mata espiritualmente. La colonización falsea las relaciones humanas, destruye o esclerotiza las instituciones y corrompe a los hombres, colonizadores y colonizados. El colonizado necesita suprimir la colonización para vivir. Pero para llegar a ser un hombre tiene que suprimir al colonizado en que se ha convertido. Si el euro­peo tiene que aniquilar en sí mismo al colonizador, el colo­nizado tiene que superar en sí mismo al colonizado.

La liquidación de la colonización es sólo un prelu­dio a su completa liberación: a la recuperación de sí mis­mo. Para liberarse de la colonización ha tenido que tomar como punto de partida su misma opresión, las carencias de su grupo. Para que su liberación sea completa tiene que liberarse de esas condiciones, algunas necesarias a su lu­cha. Nacionalista, porque tenía que- luchar por el resurgi­miento y la dignidad de su nación, tendrá que conquistar su libertad frente a esa misma nación. Naturalmente, podrá ratificarse como nacionalista. Pero es indispensable que sea libre de elegir, en lugar de existir sólo a través de su na­ción. Tendrá que conquistar su libertad frente a la religión de su grupo, que podrá conservar o rechazar; pero tiene que dejar de existir sólo por ella. Igual respecto al pasado, la tradición, la etnia, etc. Tiene que dejar de definirse por las categorías colonizadoras. También respecto a lo que le caracteriza negativamente. Como la famosa oposición Oriente-Occidente, por ejemplo; esa antítesis exagerada por el colonizador para abrir así una barrera definitiva entre él y el colonizado. ¿Qué significa entonces la vuelta a Oriente? Si la opresión tenía la cara de Francia o Inglaterra, las con­quistas técnicas y culturales pertenecen a todos los pue­blos. La ciencia no es ni occidental ni oriental, como no es burguesa ni proletaria. No hay más que dos maneras de mezclar el hormigón: la buena y la mala.

Entonces, ¿en qué se convertirá? ¿Qué es en reali­dad el colonizado?

Yo no creo ni en la esencia metafísica ni en la caracterológica. Actualmente podemos describir al coloni­zado; yo he tratado de demostrar que sufre, juzga y se con­duce de alguna manera. Si deja de ser este ser de opresión y de carencias, exteriores e interiores, dejará de ser un colo­nizado y se convertirá en algo distinto. Evidentemente, siem­pre hay constantes geográficas y tradicionales. Pero enton­ces, tal vez, habrá menos diferencias entre un argelino y un marsellés que entre un argelino y un libanés.

Recuperadas todas sus dimensiones, el ex coloniza­do se habrá convertido en un hombre como los demás. Naturalmente, con toda la felicidad e infelicidad de los hom­bres; pero, finalmente, un hombre libre.



*El autor, cuando habla de dos retratos, se refiere al «Retrato del colonizador» que, junto al ensayo que ofrecemos, completa la edición origi­nal. (Nota del editor)
** El editor, por el interés de las conclusiones generales que incluye Memmi en su obra, ha considerado conveniente reproducir el siguiente texto.

Tomado de: Textos anticoloniales
Ediciones La Marea
ISBN: 84-93021-3-7 (Para la portada)
Deposito Legal. TF.2044/98
Islas Canarias 1998.



















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