lunes, 5 de diciembre de 2011

La amistad de los invasores





 José luís urrutia
Texto íntegro:

Isla de Chinech, últimos días de mayo de 1494

Agona contemplaba en silencio a los soldados españoles que custodiaban los rebaños de ovejas y cabras capturados aquella misma mañana. Inmóvil, sentado en la hierba, con la espalda apoyada en el tronco de uno de los muchos pinos que extendían su sombra sobre el camino, observó sus cuerpos revestidos de metal, sus armas, su forma de expresarse. Después giró el cuello hacia la colina y buscó a los oficiales que, desde hacía un buen rato, se encontraban reunidos, discutiendo qué hacer.
Agona no entendía sus dudas. Tampoco intentaba explicárselas. Los españoles eran diferentes. Hacían cosas que escapaban a toda inteligencia. De pronto, los congregados se incorporaron y comenzaron a descender del cerro. Por sus voces y sus ademanes parecía que el acuerdo había sido unánime. Uno de los capitanes gritó algo a sus hombres, otro reclamó la presencia de un intérprete y éste llamó a los sigoñes de los menkeyatos aliados. El que les mandaba a ellos, les comunicó más tarde el cambio de planes. Agona bajó la vista, incrédulo.

Taganaje se acercó a él.

-¿Qué te parece la decisión? –preguntó.

Agona negó con la cabeza.

-No lo entiendo –respondió.

No, no lo entendía. Si el objetivo de la expedición era llegar hasta el valle de Tahoro y atacar al menkey Benchomo en su propio terreno, ¿cómo se podía cambiar de idea por el solo hecho de robar unos rebaños? ¿Para eso habían partido cuando la luna aún reinaba en el cielo? ¿Para eso tanto interés en sorprender al enemigo? No buscó una razón. Se limitó a obedecer. Los capitanes no dejaban de gritar órdenes, levantando un remolino de relinchos, de ladridos, de agitación de hombres sudorosos. Agona miró a uno de los perros, de aquellos enormes perros que los españoles llevaban sujetos con fuertes correas. Le inquietaban aquellos animales. Llevaban al diablo en la mirada. Había oído que en la isla de Tamarant y en la de Benahuare los habían empleado como arma de ataque, que los azuzaban contra los habitantes de los poblados y que eran capaces de destrozar a un hombre con la rapidez que un rayo destroza a un árbol. No sabía si era verdad. Y no le gustaría comprobarlo. Él era un Cichiciquitzo, un guerrero, pero la sola idea de enfrentarse a una de aquellas fieras le llenaba las venas de una desapacible inquietud.

-¡En marcha! –gritó uno de los oficiales, haciendo un enérgico gesto con el brazo-. ¡Volvemos a Santa Cruz!

Los dos mil quinientos hombres se pusieron en camino con un estrépito lento, sordo. Al principio, las ovejas y las cabras causaron un pequeño revuelo, al dispersarse unas pocas hacia el bosque, asustadas por un perro que había comenzado a ladrar como enloquecido. Varios guerreros guanches las recondujeron. El avance no era cómodo. La trocha abierta en el bosque era demasiado estrecha para tanto hombre apelotonado, y si a la ida la marcha había sido lenta, los rebaños la hacían ahora mucho más dificultosa. Agona volvió la cabeza y contempló por un instante la cima del Teyda, al fondo, bajo el sol plano del mediodía.

-Te noto preocupado –dijo Taganaje, caminando a su lado.

Agona tardó en responder.

-No –dijo finalmente-. No estoy preocupado.

-Entonces estás pensativo.

-No. Tampoco estoy pensativo. Estoy molesto.

-¿Por qué molesto?

-Porque los guerreros no somos ladrones de rebaños.

El joven Taganaje sonrió divertido con el enfado de su amigo. Sus ojos almendrados de color canela destellaron al contacto con un furtivo rayo de sol.

-Nosotros no los hemos robado, Agona. Han sido los españoles.

-Pero nosotros vamos con ellos.

-Tendrán sus razones. Son un pueblo poderoso. Debemos estudiar lo que hacen y aprender.
Agona buscó la mirada del amigo.

-Y si tan poderosos son, ¿por qué han requerido nuestra ayuda?

Taganaje dudó.

-Porque nosotros conocemos el terreno y la lengua –arguyó-. Pero ellos tienen grandes naves, y armas invencibles.

Agona apretó en su fuerte mano el banot, la lanza de madera endurecida al fuego, y se mordió los labios ante la impotencia de no poder replicar. Era de necios negarlo. Los españoles poseían largos cuchillos afilados como el aire, y cañas de hierro que lanzaban truenos y que eran capaces de perforar a un hombre a más de cincuenta pasos. Instintivamente, buscó con la mirada a uno de los jinetes que marchaban en el centro del grupo y, con el corazón encogido, la fijó en el arcabuz que portaba en sus manos.
-Se diría que no estás contento de pelear a su lado –insinuó Taganaje advirtiendo el rictus crispado de su compañero.

-Me disgusta pelear contra los míos.

-Los del menkeyato de Tahoro no son los nuestros –refutó Taganaje sin comprender-. Ni los que se han unido a él tampoco. Ellos son nuestros enemigos. Ellos han elegido el camino de la guerra, los demás el de la paz.

El rostro de Agona se descompuso en un mohín de pena.

-Hubo un tiempo en que todos éramos uno –dijo-. Sólo había un menkey, y los
guerreros guanches no peleábamos entre nosotros.

-Yo no conocí esos tiempos –dijo sin dolor.

-Tampoco yo –replicó mirándole-, pero no están tan lejanos –suspiró-. En tiempos de Tinerfe el Grande, nuestra isla era una sola, no dividida en nueve partes como ahora. Ello nos hace débiles contra los que quieran conquistarnos.

Taganaje mostró en una sonrisa su blanca dentadura.

-Los españoles no quieren conquistarnos, Agona –dijo en tono paternal-. Sólo han venido a hacernos partícipes de sus conocimientos. Son amigos.

El veterano guerrero volvió la cabeza hacia el joven Taganaje. Amigos… Tal vez tenía razón, pensó. Tal vez la tenían los cientos de guerreros que acompañaban a los españoles a luchar contra Benchomo, el menkey rebelde, como ya se le conocía. Pero él no podía considerar amigos a quienes desembarcaban en su isla sin pedir permiso, a quienes no les mostraban respeto alguno y, a pesar de sus buenas palabras, les trataban como a siervos. Sus ojos de ámbar volaron sobre las cabezas y las lanzas hasta encontrar la capa roja del Adelantado Fernández de Lugo, que cabalgaba escoltado por dos hombres de su guardia.

-Nuestro menkey, nuestros guadameñes, han ofrecido su apoyo a los españoles, Agona –dijo Taganaje, interrumpiendo las cavilaciones del amigo-. Ellos, a diferencia de Benchomo, que sólo busca tenernos bajo su dominio, nos han ofrecido ayuda y el honor de ponernos bajo la protección del rey de España, de su propio rey.
Agona no respondió. Él, como la mayoría de los guerreros de Güímar que en aquellos momentos caminaban de vuelta a Añaza, o Santa Cruz, como llamaban los españoles a aquellas playas del Oriente de la isla, había luchado contra los de Tahoro en alguna de las batallas mantenidas por ambos pueblos desde las diferencias abiertas entre ellos en los últimos años. Sin embargo, no por eso habían dejado de ser hermanos para él ni Benchomo un gran menkey, quizás el más grande menkey desde Tinerfe. Ningún otro de la isla, ni siquiera Añaterve, el suyo, podía comparársele en inteligencia, nobleza o arrojo en el combate, ninguno en firmeza para no dejarse amilanar por el poderío de los extranjeros ni engatusar con sus promesas.

Le dolía reconocer que si los españoles escondían malas intenciones debajo de la aparente máscara de amistad, sólo Benchomo había sabido verlas y que sólo Benchomo sabría defenderles de ellas. No le cabía duda alguna. Lo creía así desde el día en que, a poco de desembarcar el Adelantado Fernández de Lugo y los suyos en las playas de Añaza y plantar allí una enorme cruz y levantar un pequeño poblado a modo de fortín, habían salido tierra adentro a reconocer el terreno. Él marchaba con ellos, en condición de guía. En las cercanías de Eguerew, de forma inesperada, se toparon con varios centenares de guerreros, encabezados por el mismísimo Benchomo y por Chimenchia, su hermano. Los dos bandos quedaron paralizados, indecisos en un primer momento. Después, Chimenchia y el propio Benchomo se adelantaron y, abriendo los brazos y cruzándolos en el pecho, en señal de paz, avanzaron hacia las tropas invasoras. Fernández de Lugo designó tres intérpretes para parlamentar con ellos y dos guerreros para protegerles. Él fue uno de ellos. Tampoco en aquel instante entendió la actitud de los españoles. Cuando un guanche ofrecía paz, no existía peligro alguno. Pero obedeció, y, al paso lento y desconfiado de los intérpretes, caminó hacia los dos hermanos. No recordaba haber estado jamás tan cerca del gran Benchomo. Éste había cumplido ya los setenta años, y su larga barba mezclaba mechones del negro más intenso con otros blancos como las cumbres del Teyda en la época del frío, pero sus movimientos eran ágiles y la fuerza de sus ojos penetrantes la misma de sus años de esplendor. Con íntimo orgullo, Agona percibió la impresión de los emisarios al plantarse ante la figura alta, fornida, digna, del menkey de Tahoro.

-¿Qué intención trae el jefe de ese ejército al invadir mi tierra?

Su voz sonó como el eco de un trueno en el seno de los valles. Los intérpretes parecieron dudar a la hora de quién responder.

-La intención del jefe de ese ejército, el Adelantado de las islas de Canarias, Alonso Fernández de Lugo, es la de procurar tu amistad, requerirte que tú y los tuyos, así como todos los habitantes de la isla, os hagáis cristianos, y que os sometáis al rey de España, quien, gentilmente, os tomará bajo su amparo y protección.

Agona, el veterano guerrero del menkeyato de Güímar, vio destellar la tormenta en las pupilas de Benchomo. Tan intenso fue el fuego de su mirada que, a un tiempo, los tres intérpretes retrocedieron un paso, como temerosos de perecer bajo su llamarada. Los dientes del viejo menkey rechinaron de cólera, pero cuando sus labios se abrieron habló por ellos la templanza de los sabios gobernantes.

-Acepto la amistad que me ofrecéis –pronunció solemnemente-, mas sólo creeré en ella cuando abandonéis la isla –hizo una pausa-. No sé lo que es ser cristiano, y por eso me informaré y lo consultaré con mis guadameñes para tomar una decisión. En cuanto a lo que decís de someterme a otro rey… ¡Jamás! –su grito hizo brincar a los tres hombres, al igual que si la tierra se hubiese abierto bajo sus pies-. He nacido rey –concluyó con estremecedora firmeza-, y rey moriré.

A pesar de la palidez de sus rostros, aún tuvieron arrestos los intérpretes para responder con altivez al caudillo indígena. Pero éste ya había finalizado su parlamento y los tres extranjeros habían dejado de tener importancia para él. Su última mirada, antes de dar la vuelta y marchar, fue para los dos guerreros de Güímar que los acompañaban. Una mirada descarnada, acusadora, dolida, y, sobre todo, teñida de una infinita tristeza.
Ahora, mientras desandaban el camino hacia Añaza, Agona la recordaba como en aquel mismo momento de casi un mes atrás. Y como en aquel momento, humilló la cabeza y perdió la vista en el suelo.

El avance se hizo más lento al llegar a los barrancos de Farfan. Allí, la trocha que atravesaba el bosque se estrechaba aún más y los que ocupaban los flancos de la expedición tuvieron que aminorar el paso para integrarse al pelotón central. Los rebaños protestaron. Un capitán a caballo se giró en la silla y gritó algo a los que marchaban en retaguardia. Una ola de aprensión atravesó súbitamente el pecho de Agona. Sus pies vacilaron. Volvió los ojos hacia el tupido boscaje que los rodeaba. Sólo árboles, helechos, maleza, sólo la neblina azulada que envolvía un paisaje al que nunca llegaba la luz del sol. Sólo el canto de las aves y el zumbar de los insectos. Con respiración contenida miró las alturas del barranco al que los primeros hombres acababan de entrar. Sólo paredes herbosas, desiertas.
-¿Qué te ocurre? –preguntó Taganaje.

Agona negó levemente con la cabeza, sin dejar de otear en derredor. Una agitación incontenible le hormigueaba en los brazos, le revolvía el estómago, le bajaba hasta los pies. Presentía presencias invisibles.

-Agona, ¿qué ocurre? –insistió el joven guerrero.

Pero el guerrero veterano tampoco respondió esta vez. Los sentía allí, tan cerca que hasta creía percibir su aliento. El desfiladero continuaba engullendo hombres. El Adelantado Fernández de Lugo ya había rebasado la primera estrechura. Un perro ladró con ferocidad afligida. La piel tostada de Agona se erizó. Apartó al compañero que iba delante y, abriéndose paso a empujones, corrió en busca del sigoñe. Llegó hasta él con el presagio de peligro colgando de la boca, pero ya era tarde. Un concierto de silbidos y voces rasgó el espacio. Varios caballos se alzaron sobre sus pies, relinchando asustados. El rumor de la tropa se convirtió en un griterío confuso y todos los rostros se volvieron hacia el cielo, buscando a los autores de aquel escándalo. Ovejas y cabras se agitaron y, después, como guiadas por un pastor invisible, se desbandaron. Los españoles no comprendían su comportamiento. Los guanches sí. Simplemente, estaban reconociendo la llamada de sus amos y corrían a su encuentro.

No hubo tiempo para reponerse de la sorpresa.
Una catarata de rocas y troncos de árboles comenzó a rodar laderas abajo en medio de un atronar ensordecedor. Los jinetes y peones atrapados en la cañada se abalanzaron con desesperación hacia las salidas. El Adelantado espoleó su montura y, encogido sobre ella, abrazado a su pescuezo, se lanzó a una carrera frenética a través de sus propios soldados. Los que habían quedado fuera intentaron organizarse en el desconcierto; los oficiales vociferaban consignas; el eco del estruendo se mezclaba con los gritos, con los lamentos, con los aullidos quejumbrosos de los perros, con los relinchos histéricos de los caballos. Un grupo de ballesteros españoles y portugueses se parapetaron tras unos peñascos, en la base de la pendiente, y desde allí dispararon sus dardos hacia lo alto, sin saber realmente contra quién los dirigían.

Cuando el sordo retumbar se alejaba en el aire, dando voz a los quejidos de los que agonizaban en el fondo del barranco entre los centenares de hombres y bestias aplastados, llegó el grito de guerra de los guerreros de Tahoro y tras él la lluvia de piedras, de piedras pequeñas y tan afiladas que se incrustaban en la carne como flechas. Un capitán, guarecido tras el cadáver de su yegua, gritaba sin cesar que resistieran, que en cuanto el aluvión de cantos cesara saldrían a por aquel hatajo de salvajes y les darían muerte. Lo repetía una y otra vez, recordando a sus hombres el estandarte que defendían y la santidad de la misión que les había llevado a tomar posesión de aquellas tierras. No fue preciso subir a su encuentro. Los guanches acudieron por sí solos. Sin dejar de proferir silbidos y estridentes chillidos, se arrojaron a descender los resbaladizos vericuetos de la montaña. Los soldados, desquiciados por los estragos que el inesperado ataque estaba causando en la tropa, se apresuraron a formar grupos compactos para hacerles frente. Agona, lentamente, se despojó de su tamarco y, enrollándolo alrededor de su brazo izquierdo, aferró con determinación su banot y esperó la embestida.
-¡Al combate! ¡No son más que un puñado de bárbaros!– gritó un oficial, enardecido al comprobar el reducido contingente de nativos, apenas trescientos, que, saltando de risco en risco con la pericia de las cabras montesas, se abalanzaban sobre ellos-. ¡Por Dios y por nuestros reyes Isabel y Fernando!

Fue una matanza. Los hombres del Adelantado Fernández de Lugo se defendieron con bravura, pero, a pesar de su abismal superioridad numérica y de la ventaja de sus armas, poco pudieron hacer contra el ímpetu de unos guerreros flexibles como juncos, que esquivaban sus golpes con una agilidad desesperante y que, sin amedrentarse por las espadas y picas de sus enemigos ni por los temidos arcabuces, hacían valer sus rudimentarias lanzas y la contundencia de sus tenikes, aquellos pedruscos envueltos en piel y sujetos con correas, que empleaban a modo de mazas demoledoras. Bajo su brutal impacto, las corazas se arrugaban, los cascos se hundían y los cráneos se reventaban.
Si en algún momento de aquellas horas infernales alguien alimentó un hilo de esperanza, éste se quebró cuando un rumor creciente agitó las copas de los árboles. Guerreros, por miles, aparecieron de pronto ocupando por completo la anchura de la trocha, en lo alto de la cuesta. El Adelantado alzó su espada chorreante de sangre y, en un alarido feroz, invocó el socorro del apóstol Santiago para salir airosos de aquel entuerto.

Fue una matanza. Los guerreros de Güímar y sus aliados optaron por procurar una huída a los españoles ante la imposibilidad de frenar la carnicería. Agona tomó a un oficial por el brazo y, mediante señas, le indicó que le siguieran. De los cerca de cincuenta que se pusieron tras sus pasos, no más de treinta llegaron a alcanzar el camino entre las rocas. Agona, empapado en sudor y sangre, se hizo a un lado y a gritos animó a que se internaran por el sendero boscoso. Antes de seguirles, vio al Adelantado desprenderse de su capa roja y tomar las riendas del caballo que le tendía un soldado.
Colocándose en cabeza, el veterano guerrero los condujo entre la maleza a través de veredas imposibles de ver para los extranjeros. Poco a poco, el estrépito de voces y armas fue quedando atrás. Entonces, Agona aminoró el paso. El capitán se lo recriminó. Agona se encogió de hombros, dando a entender que no conocía su lengua. El oficial buscó entre sus hombres y llamó a uno de baja estatura y barba pelirroja.
-¡Guillén! –ordenó-. Di a este salvaje que siga corriendo o le abro las tripas.
El llamado Guillén se plantó ante Agona y, como mejor pudo, tradujo el mensaje. El guanche escuchó perplejo su lengua pronunciada de manera tan burda, y después de interpretar las palabras contestó con rabia contenida.

-Di a tu jefe que no tiene por qué temer. Los guerreros guanches sólo matamos en
combate. No perseguimos al enemigo que huye.

El capitán resopló con ira al recibir la contestación. Miró con desprecio al nativo color de bronce que, vestido solamente con una especie de faldilla hecha de juncos y hojas de palmera, le miraba a su vez con una dureza insultante.

-Pregúntale a dónde nos lleva –bramó-. Y que se cuide muy bien de tendernos una celada.
-Di a tu jefe que os llevo a lugar seguro. Y que si no confía en mí, que busque salvarse por sí mismo.

-¡En marcha! –fue la única respuesta del oficial.

Se desviaron al llegar a un riachuelo y Agona tomó un senderillo que ascendía por entre un pasillo de dragos. La entrada de una cueva apareció al fondo de un pequeño claro.
-Escondeos ahí –aconsejó Agona señalando la gruta, y, anticipándose a la protesta del capitán, añadió-: No hay otro remedio. Estamos en territorio controlado por el menkey Benchomo y no tardarían en encontrarnos. Si os encuentran aquí, nada os harán. Es una cueva sagrada. No hagáis frente; declaraos vencidos y no correréis peligro. Si no os encuentran, aguardad hasta que podáis, antes de salir.

-¿Tú no te quedas? –preguntó Guillén-. ¿Dónde vas?

-Intentaré llegar a Añaza dando un rodeo. Buscaré ayuda para vosotros.
Agona esperó hasta que la treintena de soldados exhaustos entró en la cueva y, sin una palabra, dio media vuelta y se perdió en la espesura con su lanza en la mano y el tamarco manchado de sangre envuelto en el brazo izquierdo.

Campamento de Santa Cruz, primeros días de junio de 1494

Agona estrujó con ambas manos sus largos cabellos. Chorros de agua salada corrieron por el bronce oscuro de su espalda. Después, seleccionó unas tiras de juncos majados y trenzó con ellas su espesa cabellera negra.

Permaneció sentado en la arena hasta que el sol mordió sus hombros desnudos y después, enfundándose el tamarco, regresó descalzo hasta el borde del campamento. Allí se calzó las sandalias de piel cuyas correas entrecruzó y ató a lo largo de sus pantorrillas. En el aire flotaba ya el aroma grasiento que emanaba de las enormes ollas colocadas al fuego. Al fondo, un grupo de nativos de las islas conquistadas, que habían llegado con los españoles, reforzaba el muro que rodeaba el fortín. Soldados cabizbajos hacían guardia, paseando atrás y adelante arrastrando los pies. A la sombra de un pino, Adarguma curaba la mano del joven Taganaje. Agona tomó asiento junto a ellos y examinó las heridas. Una bimba de las muchas que cayeron el día de la batalla le había segado dos dedos de la mano izquierda en un corte limpio. El muchacho le consultó con la mirada.

-Está cerrando bien –dijo Agona.

Adarguma se acercó hasta una de las hogueras en que se preparaba la comida y regresó con un pequeño cuenco de manteca hervida. La aplicó sobre la carne sanguinolenta que había quedado de los dedos seccionados y la recubrió con un emplasto de musgo, ceniza y hojas secas.

-¿Hasta cuándo tendremos que estar aquí? –preguntó el improvisado curandero, dirigiéndose a Agona.

El veterano guerrero llenó sus pulmones de aire y lo expulsó ruidosamente, sin mirar a su amigo.

-Hasta que nos lo manden o hasta que los españoles decidan marchar de una vez.
-¿Crees que están esperando a que su jefe mejore o a que lleguen más soldados?
Agona respondió con una mueca de ignorancia. Volvió la vista hacia la playa y, achicando los ojos para protegerlos del sol, contempló las naves que, ancladas lejos de la orilla, se mecían sobre las olas mansas. Luego, con idéntico mutismo, observó el campamento. Jamás había visto espectáculo tan desolador. Del arrogante ejército de más de dos mil soldados que había arribado a aquellas playas, apenas quedaban trescientos. Trescientos hombres abatidos, nerviosos, muchos de ellos heridos, que deambulaban de un lado para otro con el temor constante de que en cualquier momento apareciesen los guerreros del menkey Benchomo. Sabían que, de ser así, nada ni nadie podría salvarlos. Desde el día de la masacre, no habían vuelto a entonar ni una sola vez aquellas canciones que acompañaban de grandes risotadas, y cuando, en los atardeceres, se reunían para jugar a aquel extraño juego que llamaban naipes, no lo hacían con la alegría y vitalidad de antes. Por el contrario, hablaban sin energía y, cuando sus miradas se cruzaban, no se veía en ellas la emoción del juego, sino una zozobra que les quemaba por dentro y para la que no encontraban consuelo. Sin duda, continuaban sin explicarse cómo habían podido caer en tan terrible emboscada, y al mirarse unos a otros revivían las angustiosas horas de desesperada lucha en aquel desfiladero que, golpe a golpe, se iba llenando de muertos. En sus pupilas estallaban todavía los gritos de los capitanes; el sufrimiento de los caballos, enloquecidos, atrapados en un terreno en el que no podían maniobrar; los ladridos roncos de los feroces mastines al ser ensartados, golpeados… Agona fijó la atención en un puñado de soldados barbudos, sucios, que comían sentados junto al torreón levantado con piedras. Luego la llevó hasta los que trabajaban en la cerca. Por último, la posó en sus propios compañeros, sentados en grupos reducidos, silenciosos, expectantes, mezclados con los guerreros de los vecinos menkeyatos de Adeje y de Abona. Un acceso de llanto oprimió su corazón. No estaban ni la mitad de los que habían abandonado sus poblados para sumarse a los españoles. Cientos de valerosos guerreros habían dejado la vida en los barrancos de Farfan. Y se preguntó, sin hallar respuesta, si había merecido la pena.

-Se rumorea que van a invitarnos a ir con ellos –dijo el joven Taganaje.

Los otros dos le miraron con sorpresa.

-¿Cómo lo sabes? –preguntó Adarguma.

-Guillén Angulo me lo ha dicho esta mañana.

-¿Qué te ha dicho? –quiso saber Agona.

-Que cree que en un día, o dos como mucho, volverán a la isla de Tamarant. Y que el Adelantado quiere que los guerreros que les hemos ayudado vayamos con ellos.
La mirada de Agona se ensombreció. Miró en la distancia los perfiles difuminados de la isla de Tamarant. Siempre la había visto como un mundo cercano, vecino, al que el mar convertía en tan lejano como la línea del horizonte. Ahora, de pronto, la veía como una amenaza.

-No iremos –dijo.

-¿Por qué? –protestó Taganaje.

-Porque no hay motivo para hacerlo. Nuestra tierra es ésta.

-Pero hay más tierras, y es bueno conocerlas –dijo el muchacho-. Guillén me ha dicho que en Tamarant, y en Benahuare y las demás islas, la gente ya no vive en poblados o en cuevas, como nosotros, sino en casas de piedra, de paredes rectas y ventanas grandes…
-¿Vives mal en tu casa? –inquirió Agona con dureza.

El joven no respondió. Bajó la cabeza y se pasó los dedos de la mano derecha por el emplasto de sus heridas.

-No –contestó-. Pero no es malo conocer cómo viven otros, sobre todo si son más avanzados que nosotros.

Agona pasó una ojeada veloz por el campamento.

-¿A esto llamas ser más avanzados? –preguntó irónico.

-Sabes que es así, Agona –replicó con humildad-, pero no quieres reconocerlo. No sé por qué, pero los españoles no te agradan. No acabas de ver que son amigos.
Agona mordió la respuesta que ardió en su boca como un tizón al rojo. Sacudió la cabeza y resopló.

-Quieren llevarnos a que conozcamos la vida de las islas en las que dominan, para que aprendamos a manejarnos mejor –musitó el muchacho.

-Islas que han conquistado por la fuerza, como quieren conquistar la nuestra.
-Si Benchomo y los demás menkeys hubiesen aceptado su trato, no habría fuerza que emplear. Ellos son los que han provocado esta guerra y serán los únicos que paguen por ello. A los demás nos premiarán por nuestra lealtad.
En aquel momento, de la torre salió Fernando Guanarteme en compañía de dos oficiales. Agona había oído que aquel nativo de alta estatura y tez oscura, que vestía y actuaba como un español más, había sido menkey de Gáldar, en la isla de Tamarant, hasta que fue capturado por el Adelantado. Había oído que fue obligado a adorar a su dios y que ahora era un vasallo fiel, que renegaba incluso del nombre que le habían dado sus padres. Él no quería aquel tipo de progresos. En Tamarant, en Benahuare, en Erbania y en las demás islas conquistadas, habría casas de paredes rectas y grandes ventanas, como decía Taganaje, pero él no deseaba perder su nombre, ni sus creencias, ni dejar de ser dueño de su tierra. Ni deseaba, y la idea le agitó en un escalofrío, que sus ojos adoptasen jamás una mirada tan vacía de vida como la que mostraba Fernando Guanarteme.
La figura menuda y corpulenta de Guillén Angulo surgió de una de las cabañas de piedra. Los tres guerreros le vieron acercarse. Él, y los que le acompañaban el fatídico día de Farfan, habían salvado la vida gracias a Agona. Fueron apresados en la cueva y llevados ante la presencia de Benchomo. El gran menkey escuchó las circunstancias de su captura y, tras conocer que habían sido prendidos en lugar sagrado, resolvió que se reuniesen con los suyos. Guerreros de Tahoro los guiaron hasta las mismas playas de Añaza.
-Enseguida os llamarán para comer –dijo por todo saludo.
-Gracias –contestó Adarguma.
Guillén Angulo admiró de reojo los ropajes de los tres nativos. Desde el día en que descubrió el primor con que aquellas pieles eran trabajadas, su máxima ambición por conquistar las islas había sido el poder llevarse a España un equipo de artesanos que confeccionasen con aquella maestría trajes y vestidos. No se explicaba cómo con unas simples espinas de pescado o de palma, podían conseguir un cosido digno de la mejor aguja.
-¿Qué sabes del viaje a Tamarant? –preguntó Adarguma a bocajarro.
-Que os conviene –respondió Guillén con su sonrisa estrecha-. Y más que a Tamarant, a tierra firme. A Córdoba, a Granada, a Sevilla… pero eso conlleva un riesgo –apuntó en tono misterioso.
-¿Cuál? –preguntó Taganaje con zozobra.
-Que nunca querríais volver –rió en una risa convulsa, casi infantil-. No podéis imaginaros cómo son esas ciudades. Pero bueno, primero está marchar de aquí para regresar con más refuerzos y acabar para siempre con ese maldito Benchomo, o como el demonio quiera que se llame.
-Él te dio la libertad –repuso con sequedad Agona.
-Ese salvaje con sombrero de plumas y barbas hasta los huevos no me dio la libertad, amigo –respondió el español con desprecio-. Me la diste tú –puso una mano en su brazo-, que supiste buscarnos una buena coartada. Ese diablo se ha librado por ahora, pero pronto su cabeza colgará de una pica. Esta isla es la última que queda por civilizar, y ni ese salvaje ni ningún otro impedirán que así sea.

-Su cabeza… -murmuró Taganaje-. ¿En una pica? ¿Por qué? -Para que cualquier otro rebelde con ánimos de molestar sepa lo que le espera.
La noticia adelantada por Guillén Angulo se dio a conocer al resto de nativos por la tarde. Aquella misma noche, alrededor de una hoguera, los guerreros de Güímar, Adeje y Abona, discutieron sobre la conveniencia de aceptar la invitación de los españoles. Tan solo las voces de Agona y media docena más se mostraron discordantes. Al amanecer, todos estaban preparados para montar en los esquifes y alcanzar aquellas gigantescas naves panzudas que la mayoría ansiaban ver de cerca.
Agona había dudado hasta el último momento. Tan sólo el cuidar de Taganaje había hecho que no tomase el camino de regreso a su poblado. Dentro de pocas semanas llegaría el mes del Sol Joven, y con él el comienzo de un nuevo año. Se abría la época de la recolección, de las celebraciones, de la fiesta en honor de la Diosa Chaxiraxi, y él deseaba vivirlo con su familia. Él era un guerrero, no un viajero, y menos un navegante. Su lugar estaba en su pueblo. Si el menkey Benchomo atacaba a su gente, debía estar allí para defenderla. Si, por el contrario, los dos menkeyatos sellaban la paz, quería estar allí para festejarlo.
-¡Nunca había estado tan lejos de la costa! –gritó alborozado Taganaje hundiendo su mano sana en las aguas.
Agona, a su lado, le miró con ternura, con triste ternura. Ni siquiera la ingenuidad del joven podía alejar su pesadumbre. En la barcaza de delante viajaba el Adelantado Fernández de Lugo. Lo hacía en silencio, encogido sobre sí mismo, ausente. El día de la matanza había salvado la vida gracias a desprenderse de la capa roja que lo identificaba como jefe y al caballo que un soldado le cedió antes de morir. Había huido, abandonando a sus propios hombres, dejándolos en la encerrona mortal que no había sabido predecir. Su único castigo fue la pedrada que le destrozó la boca y que dejó en el campo de batalla un puñado de dientes partidos. Llegó al campamento de Santa Cruz con el rostro y las ropas bañados en sangre, anegado en mareos y la mirada desorbitada. Hasta aquella misma mañana, nadie, salvo el médico y sus capitanes, le había visto desde entonces. Su faz seca se mostraba escondida bajo un abultado vendaje que, sin embargo, no podía ocultar el tono violáceo que le subía hasta las sienes y la frente.
Los remeros buscaron el costado de las naos. Tras los soldados, los guerreros guanches treparon, emocionados como niños, por las escalas de cuerda, y emocionados como niños caminaron sin rumbo sobre la cubierta de las naves. Boquiabiertos, siguieron atentamente la tarea de izar los esquifes a bordo y estibarlos en sus respectivas ubicaciones.
-¡Preparados para zarpar! –ordenó el contramaestre, y el eco de su voz voló sobre las aguas en compañía del de los contramaestres de las otras veintinueve embarcaciones.
En la nao en cuyo palo mayor ondeaba un gallardete diferente al de las demás, detonó un disparo de culebrina. Los guerreros se sobresaltaron. Con rictus serios se acercaron a la borda y, a gritos, consultaron con sus compañeros de las otras naves la razón del trueno.

-No os alarméis –dijo Guillén Angulo acercándose al grupo de Agona-. No hay peligro alguno. Nadie nos ataca. Es sólo la orden de zarpar.

-¡Izar las anclas! –gritó el contramaestre.
-¡Gente a dar la vela! –ordenó una vez que las pesadas anclas estuvieron izadas y afirmadas en las amuras.
Los marinos bracearon las vergas en búsqueda del viento. Al encontrarlo, las velas produjeron un chasquido de látigo. Poco a poco, las naves fueron girando a sotavento y, al comenzar a avanzar abriendo el mar, los guerreros guanches creyeron estar asistiendo a un acto sobrenatural. Algunos se quitaban la piel de cabrito que llevaban en la cabeza a modo de gorro y la ondeaban, saludando a los de los otros barcos, entre silbidos y alborozados gritos.
Las costas de Chinech, o de Tenerife, como llamaban los españoles a su isla, se iban alejando al tiempo que la cumbre del Teyda, la Boca del Infierno en donde habitaba el maléfico genio Guayota, se erigía y perdía en la distancia.
De la nao capitana, que viajaba en cabeza, llegó una nueva detonación, pero esta vez nadie se extrañó. Entonces, los maestres al mando de cada una de las naves reclamaron la atención de los guerreros y los reunieron a popa. No hubo una sola palabra. Tan solo cañones de arcabuces apuntándoles y afiladas picas dispuestas a traspasarlos de parte a parte en caso de no obedecer. Agona, Taganaje y los demás que ocupaban aquella embarcación, intercambiaron una mirada interrogante y luego buscaron explicación en los hombres que les rodeaban.
Un nativo de la isla de Benahuare levantó una trampilla enrejada y, con un claro gesto, les conminó a bajar los escalones. Obedecieron sin comprender. La primera bienvenida se la dio el tufo pestilente que emanaba de las sentinas. La trampilla cayó de golpe y, por primera vez en su vida, los guerreros guanches de la isla de Chinet vieron el cielo cuarteado por barrotes. Un rumor de angustia recorrió sus pechos tras la sorpresa inicial. Las argollas y grilletes sujetos en las paredes de aquel antro hediondo les gritaron a la cara la realidad de su nueva situación. En aquella sombra desconocida para ellos, los ojos ambarinos de Agona y de Taganaje se buscaron. Los labios del joven guerrero temblequearon en una súplica que no encontró voz. El guerrero veterano alzó la cabeza hacia el retazo azul del techo, apretó los puños y se encomendó a Achaman, rogándole que protegiera a su pueblo de la amistad de los invasores.
NOTA FINAL
El Adelantado Alonso Fernández de Lugo regresó aquel mismo año de 1494 a Tenerife, con un ejército inferior en número pero mejor preparado militarmente. A mediados de noviembre derrotó a las tropas del menkey Benchomo en la denominada Batalla de Aguere, donde se dice que también murió el propio Benchomo, aunque su cuerpo jamás fue encontrado. Al año siguiente, las tropas de Fernández de Lugo derrotaron nuevamente a los guanches, en la que ha venido a llamarse Batalla de la Victoria de Acentejo.
Las crónicas recogen que, en estas dos últimas batallas, los guanches no ofrecieron la resistencia esperada, debido a una epidemia causada por los miles de muertos amontonados en los desfiladeros de Farfan primero, y en Aguere después, conocida como “la gran modorra” y que los dejó debilitados y enfermos. Otras versiones afirman que su enfermedad se debió al envenenamiento de los manantiales por parte de los españoles, procedimiento que más tarde emplearon en la conquista de América.
La isla de Tenerife fue incorporada a la Corona de Castilla en el verano de 1496. Con ella se culminaba la total ocupación del archipiélago canario, tras casi un siglo de continuas invasiones.


La batalla en los barrancos de Farfan ha pasado a la historia con el nombre de La Matanza de Acentejo.
De los más de 600 guerreros guanches que en dicha batalla lucharon al lado de los españoles, y que salvaron la vida a muchos de ellos, sólo sobrevivieron poco más de la mitad, los cuales fueron hechos prisioneros mediante engaños y trasladados a España, en donde fueron vendidos como esclavos.

GLOSARIO
Achaman: “Dios de los cielos” en la religión de los guanches de Tenerife. Dios de la buena suerte y de lo benévolo.
Añaza: Antiguo achimenkeyato del menkeyato de Anaga. Hoy, Santa Cruz de Tenerife.
Banot: Lanza de madera endurecida al fuego.
Benahuare: Isla de La Palma.
Bimba: Pequeño canto que cabe en una mano, muy afilado, que los guanches empleaban como arma arrojadiza con asombrosa precisión.

Chaxiraxi: Diosa universal en la teogonía del mundo canario.
Chinet: Isla de Tenerife.
Cichiciquitzo: Guerrero plebeyo.
Eguerew: Nombre que los guanches daban a la actual comarca de La Laguna.
Erbania: Isla de Fuerteventura.

Farfan: Nombre con el que los guanches denominaban a un barranco ubicado en el término de Acentejo.
Guadameñe: Sumo sacerdote.
Guanche: Pueblo de origen bereber, que habitaba las islas Canarias antes de la conquista castellana.
Guayota: Dios de lo malo entre los guanches de Tenerife. Demonio que habitaba en el interior del Teide (Infierno).
Menkey: Rey, entre los guanches de Tenerife.
Menkeyato: Término o Reino.
Sigoñe: Capitán, jefe militar, consejero.
Tamarant: Isla de Gran Canaria.
Tamarco: Vestido de finas pieles gamuzadas.
Tenique: Piedra de tamaño regular envuelta en piel y sujeta con correas, que empleaban los guerreros guanches a modo de mazas.
Teyda: Teide.
Número de ediciones:   1


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