martes, 14 de julio de 2015

LA GUERRA:

JUAN BETHENCOURT ALFONSO
Socio correspondiente de la Academia de Historia (1912)

Historia del
PUEBLO GUANCHE

Tomo II
Etnografía
.y
Organización socio-política
Edición anotada por MANUEL A. FARIÑA GONZÁLEZ
FRANCISCO LEMUS, EDITOR La Laguna, 1994



CAPITULO XVIII



Espíritu guerrero de la raza. Su organización militar: tiempo de servicio y cuerpos auxiliares. La sección, la unidad táctica y la unidad de combate. Fuerzas de la isla. Armas y equipo de campaña. Táctica y estrategia.

Cuando se cotejan las leyes y los sucesos históricos del pueblo guanche, no parece sino "que la guerra era una especie de institución social. En efecto; si consideramos por un lado que condenaban al celibato a los defectuosos y pusilánimes; privaban de los derechos cuando no daban muerte al que vacilara frente al enemigo; obligaban a los varones a ejercicios constantes con aplicación al combate, glorificando el valor al punto de ingresar los siervos en el seno de aquella altiva nobleza, y por otro lado tenemos en cuenta que su pasado se pierde en guerras dinásticas y llegan a fines del siglo XV, metidos en otras de conquistas; que invadidos por los españoles embisten a éstos sin cesar en sus luchas, y que en el curso de la guerra de la independencia sobrevenida una revolución y con ella el concierto de la nobleza con los castellanos, surgió otra guerra de los alzados o siervos, que duró dos o tres generaciones después de proclamada la conquista de Tenerife; cuando se meditan estos antecedentes, no es un supuesto gratuito de que el estado de guerra aparece en el pueblo guanche como constituyendo su normalidad, formando algo así como la armazón de su organización social.

Tal espíritu marcial, aparte de las condiciones sicológicas de la raza, extensivas a todo el Archipiélago puesto que era la misma, lo atribuimos a que estando representada la médula de las naciones guanchi-nescas por una aristocracia heroica, constituidas en Estados vigorosos asumiendo el Poder público en toda su plenitud, los pueblos por ley fatal tenían que ser eminentemente guerreros, hallándose en perpetua lucha ya en los campos de batalla o en los simulacros para adiestrarse.

Esto explica porqué la reducción de Tenerife fue reputada por la empresa más difícil de las islas, no ya por el mayor número de habitantes sino por su organización militar; así como aquel concepto de valor temerario de que disfrutaban los guanches en todo el Archipiélago y en cuantos europeos venían a dar asaltos. Por esto los capellanes de Bethencourt, los cronistas Bontier y Le Verrier, dicen en el cap. LX-VIII «... que son los más osados de cuantos pueblos habitan las islas y hasta ahora ninguno de ellos ha sido preso y llevado cautivo»', y Marín y Cubas al ocuparse de una expedicición con destino a una correría refiriéndose a Tenerife, escribe: «... pasaron de largo por ser sus moradores los más atrevidos... Sus moradores, mucho más que en las otras, y los más osados y atrevidos que nación alguna se halla en el mundo no han sido acosados ni cautivos».

Bien conocida era de Diego de Herrera la pujanza de la tierra, cuando en su primera expedición con 500 hombres de desembarco y en la segunda con una armada hispano-portuguesa más poderosa no se atrevió a invadirla en son de guerra; y bien cara se la hicieron conocer más tarde a Maldonado, reciente gobernador de la isla de Canaria, al cometer la imprudencia de dar un asalto en pleno día con sólo 250 hombres; porque tan pronto puso los pies en firme fue derrotado, reembarcando con los sobrevivientes para su gobierno repitiendo «no más guanches», «no más guanches», mientras su compañero Saavedra, el aguerrido asaltante de toda la costa africana que baña el «Mar Menor de Berbería», declaraba «que más parecían fieras que hombres».

Pero donde hubo ocasión para apreciar el temple guerrero y la organización militar del pueblo guanche, fue en las invasiones españolas bajo la jefatura de Alonso de Lugo. Siendo este capitán uno de los conquistadores más distinguidos de la isla de Canaria, y tan prudente como esforzado, antes de aventurarse hizo a ocultas algunos viajes para enterarse en buenas fuentes de las fuerzas del país y ver de concertarse con las naciones en guerra con Bencomo, pues unas veces a pretexto del comercio y otras por confidencias secretas, en el resto del Archipiélago estaban muy al tanto de lo que ocurría en Tenerife. El resultado de sus investigaciones cabe presumirlo, cuando a pesar del tratado de alianza ofensivo y defensivo que logró de los enemigos del rey de Taoro, levantó un ejército de veteranos como nunca se había visto tan numeroso por estas latitudes; ni lo tuvieron por América los Cortés y Pizarras para dominar imperios de millones de almas.

Y los sucesos acreditaron lo pregonado por la fama, porque sin embargo de sus luchas intestinas y de cumplirse la divina profecía de que «Todo reino dividido contra sí mismo, es desolado; y toda ciudad o casa dividida contra sí misma, no permanecerá (San Mateo, 12-25)»; no son muchos los casos que registra la historia de un pueblo tan pequeño con hechos tan grandes, de un pueblo armado de estacas y piedras librando épicas batallas campales con otro europeo de los más aguerridos del mundo. Basta con recordar que de 1.425 plazas —1.000 soldados de infantería española, 125 caballos y 300 aliados güimareros— ¡al primer choque únicamente salvaron la vida 255 hombres!
Tan extraordinaria acometividad y consistencia no se explica por las solas condiciones de la materia prima, sino por otro factor capitalísimo cual fue la disciplina y la robusta organización militar adquirida por los guanches en sus guerras seculares. Y es esto de tal evidencia, que el resto del Archipiélago por carecer de la última circunstancia, no obstante de que también dio gallardas muestras de valor personal, sus masas fueron más blandas a la superioridad de las armas y a la táctica europea; y por idéntica razón Tenerife, muerto el Gran Bencomo y ya perturbada por la revolución social, o lo que es igual, desaparecido el genio de la raza y debilitado el Poder central, los mismos hombres perdida su cohesión se declararon impotentes para el triunfo definitivo, contentándose con recabar un tratado por el cual ambos pueblos quedaran fundidos con iguales derechos y deberes.
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El servicio militar era vitalicio, sin otras limitaciones que las impuestas por la naturaleza a las fuerzas físicas. Desde el joven ya considerado apto hasta el viejo capaz de manejar las armas se debían a la patria; siendo tal el espíritu público en esta materia, que estimaba más que una desgracia, algo así como una deshonra, el hallarse imposibilitado para el combate. Hemos encontrado restos mortales, entre otros en la ya citada cueva del barranco del Mocanal según dijimos en el Cap. Inhumaciones donde dos de los nueve cadáveres de varones correspondieron a individuos de unos 16 a 17 años más o menos, muertos a no dudar en pelea por las huellas observadas en los cráneos (1); y respecto a edades avanzadas, basta recordar al rey Bencomo de 70 años y a su hermano el infante Tinguaro casi tan viejo; el primero muerto y el segundo mortalmente herido en la batalla de La Laguna.

En rigor y tomado el concepto de la guerra en su mayor amplitud, cuando no se trataba de luchar contra extranjeros sino entre los mismos guanches, ni las mujeres eran excluidas, porque a ellas y a los muchachos encomendaban en los campos de batalla las funciones que pudieran llamarse de administración y sanidad militar. Conducían vituallas, agua, piedras arrojadizas, recogían los muertos, retiraban y prestaban auxilio a los heridos, preparaban los ranchos, facilitaban armas y animaban a los suyos '; con la particularidad de que siempre eran respetadas por el enemigo aún en los momentos de mayor exaltación, como acontece en las derrotas.

Desde el punto de vista de su organización militar, la sección o auchon nutría la unidad táctica el tagoro y ésta la unidad de combate el tabor; sin querer significar con esto que dichas unidades estuvieran constituidas por un determinado número de plazas preciso, aunque procuraban aproximarlas a sus contingentes naturales refundiéndolas por pérdidas de guerra. Tal fue lo que dispuso Bencomo después de la batalla de Acentejo, donde hubo auchon que sufrió un 50% de bajas y los reconstituyó con los incompletos de los mismos tagoros para restablecer las unidades táctica y de combate, pues se batían «en escuadra formada como solían», dice fray Alonso de Espinosa; y aunque esto es exacto hablando en términos generales, como en las batallas de La Laguna y de La Victoria, no aconteció lo mismo en toda la línea de combate en la de Acentejo.

Dentro de la división política militar de los reinos, la unidad táctica el tagoro hallábase compuesta de tantas secciones como auchones entraban en su jurisdicción, que bajo sus respectivos chaureros se concentraban al primer aviso; y aunque en otra parte hemos admitido un promedio de cinco auchones por tagoro y en tiempos normales 19 hombres útiles por auchon, dejando margen para un cálculo de probabilidades, resulta que las unidades tácticas las constituían de 70 a 80 plazas a las órdenes del tagorero que con su añepa en alto se incorporaba a los demás contingentes similares del achimenceyato o provincia.

Ahora bien, como cada provincia proporcionaba un tabor y ya dijimos que por término medio las provincias tenían cinco tagoros, la unidad de combate o tabor variaba por lo tanto entre 350 y 400 guerreros, que eran conducidos al combate bajo la añepa de su respectivo achimencey. Estas cifras las estimamos muy aproximadas a la verdad por diferentes indicios.

Cuanto a la capacidad militar de la isla la avaloramos en unos 12.000 hombres, coincidiendo con la opinión de Marín y Cubas. Como se sabe que el reino de Adeje se hallaba dividido en cinco provincias y el de Güímar en igual número, correspondiendo por consiguiente a cada cual un contingente de 1.700 a 2.000 plazas, tomandolos como términos de comparación atendiendo a la extensión territorial y al poder productivo, se impone con bastante certidumbre la cifra indicada.
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Las armas de combate ofensivas se dividían en arrojadizas y blancas; comprendiendo en el primer grupo la bimba o piedra, el bañóte y fáisne, de las que ya nos ocupamos en el cap. XIV, si bien diremos dos palabras de la última porque también la utilizaban en las luchas cuerpo a cuerpo. Respecto a las blancas eran de madera, de ordinario de sabina, almacigo, ajafo, macanera, brezo, y leñablanca siendo las tres postreras las más estimadas, que sometían al fuego para enderezarlas a la par que darles consistencia y luego pulían o sacaban filo con tahonas. Estas armas eran: el fáisne, sunta, amodagac. naca, macana y féisne, que según tradición universal «las jugaban por escuela», es decir, siguiendo los principios de la esgrima.
El fáisne era una lanza de 9 cuartas de larga provista de una hoja de a tercia de leñablanca muy aguzada y fuertemente empatada con trenza de fibra de malva; pero el primitivo fáisne se dice tuvo 16 cuartas.

La sunta, conocida entre los cronistas por «montantes» y «bastones», venía a ser una especie de chuzo-cachiporra o séase una estaca robusta del alto de la barba, rematando un extremo en punta aguzada y el otro más o menos abultada. La jugaban a dos manos como el palo y era su arma más temible.

El amodagac o estoque de pomo y hoja de una sola pieza, redondo y esquinado de punta aguda.
El féisne, cuchillo de piedra. Lascas.

La naca o cuchillo de piedra como de una tercia de larga más o menos y de dos o más dedos de ancha, punta aguda y filo cortante por ambos bordes. Los hacían de acebnche, almacigo, sabina, macanera, siendo los mejores los de ajafo y de leñablanca. «Los afilaban con rajas y cortaban como los de acero». Con ellos mataban las reses.

El vulgo da aún el nombre de féisne a las rajas alargadas y cortantes de ciertos minerales, reservando el de tabona a las de obsidiana. Según tradición, en los primeros tiempos empataban estos féisnes minerales a las lanzas, que al fin desecharon por los de madera como más resistentes, de donde la denominación de aquellas con la ligera variante de fáisnes.

La macana2 o maza de guerra era una cachiporra o séase un palo de 2 ó 3 cuartas de largo con una cabeza natural a un extremo.
Pero también las fabricaban de piedra molinera, a manera de una pequeña muela de molino horadada por el centro, donde ajustaban un mango «de vara de acebiño cogida en lomo por ser las mejores»; haciendo el ajuste con cuñas o astillas de madera.
Es legendario, que el ejemplar existente en el Museo Municipal, encontrado en una cueva de Araya de Candelaria, «tuvo un mango de acebiño de 2 varas de largo y fue la macana de combate del célebre gigante Emotio».

Respecto a las armas defensivas aparte de que todos se despojaban del tamarco para entrar en batalla, revolviéndoselo al brazo izquierdo o al busto que un tanto los cubría, es tradicional que hubo un tiempo en que los banoteros usaron escudos o rodelas, ya inventadas por ellos o copiándolas de los asaltantes en época más o menos antigua. Pero lo cierto es que cayeron en desuso, tal vez por la táctica de Bencomo, hasta que después de la batalla de Acentejo algunos de los armados con espadas del despojo que recogieron, de nuevo emplearon el escudo, que apellidaban tarhas (tarjas) según los autores. Hacíanlos de madera de drago, ligera, fibrosa y a propósito para el objeto, de forma cuadrilonga, con un par de abrazaderas fuertes de cornal.

El equipo de campaña consistía en agregar a sus prendas ordinarias un pequeño cairiano, que llevaban a la espalda a guisa de mochila, donde conducían sus raciones de gofio y queso para uno o más días y el téjete o zurroncito para amasarlo; y cuanto a las armas la generalidad cargaba las siguientes: el amodagac, o una robusta naca y la macana atravesadas al cinto por detrás, así como el féisne a un costado, y en las manos la sunta, algunos a veces en su lugar el fáisne; pero al embestir al enemigo se las colocaban debajo del brazo llevando en cada mano una piedra, que disparaban ya sobre la fila para descomponerla y saltar al combate cuerpo a cuerpo. Los banoteros ostentaban colgado del hombro izquierdo un haz de banotes de distintos tamaños, a modo de carcaj, y los bimberos un brazalete ancho de cuero ceñido a la muñeca «para que no se les abriera».
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Cuanto a la táctica y a la estrategia las noticias son tan escasas como vagas. Cuéntase que en épocas remotas los ejércitos entraban todos a la vez en acción sin dejar fuerzas de respeto a retaguardia, y que la macana2 o maza de guerra era una cachiporra o séase un palo de 2 ó 3 cuartas de largo con una cabeza natural a un extremo.

Pero también las fabricaban de piedra molinera, a manera de una pequeña muela de molino horadada por el centro, donde ajustaban un mango «de vara de acebiño cogida en lomo por ser las mejores»; haciendo el ajuste con cuñas o astillas de madera.

Es legendario, que el ejemplar existente en el Museo Municipal, encontrado en una cueva de Araya de Candelaria, «tuvo un mango de acebiño de 2 varas de largo y fue la macana de combate del célebre gigante Emotio».

Respecto a las armas defensivas aparte de que todos se despojaban del tamarco para entrar en batalla, revolviéndoselo al brazo izquierdo o al busto que un tanto los cubría, es tradicional que hubo un tiempo en que los banoteros usaron escudos o rodelas, ya inventadas por ellos o copiándolas de los asaltantes en época más o menos antigua. Pero lo cierto es que cayeron en desuso, tal vez por la táctica de Bencomo, hasta que después de la batalla de Acentejo algunos de los armados con espadas del despojo que recogieron, de nuevo emplearon el escudo, que apellidaban tarhas (tarjas) según los autores. Hacíanlos de madera de drago, ligera, fibrosa y a propósito para el objeto, de forma cuadrilonga, con un par de abrazaderas fuertes de cornal.

El equipo de campaña consistía en agregar a sus prendas ordinarias un pequeño cairiano, que llevaban a la espalda a guisa de mochila, donde conducían sus raciones de gofio y queso para uno o más días y el téjete o zurroncito para amasarlo; y cuanto a las armas la generalidad cargaba las siguientes: el amodagac, o una robusta naca y la macana atravesadas al cinto por detrás, así como el féisne a un costado, y en las manos la sunta, algunos a veces en su lugar el fáisne; pero al embestir al enemigo se las colocaban debajo del brazo llevando en cada mano una piedra, que disparaban ya sobre la fila para descomponerla y saltar al combate cuerpo a cuerpo. Los banoteros ostentaban colgado del hombro izquierdo un haz de banotes de distintos tamaños, a modo de carcaj, y los bimberos un brazalete ancho de cuero ceñido a la muñeca «para que no se les abriera».

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Cuanto a la táctica y a la estrategia las noticias son tan escasas como vagas. Cuéntase que en épocas remotas los ejércitos entraban todos a la vez en acción sin dejar fuerzas de respeto a retaguardia, y que comenzando por abimbarse iban acortando las distancias hasta lanzarse los bañóles y concluir por confundirse riñendo cada cual como podía sin guardar orden ni concierto. Eran verdaderos combates singulares y choques de unos auchones contra otros, más o menos dispersos o arremolinados, donde el éxito estaba encomendado al valor y a la fuerza individual; siendo frecuente que los ejércitos salieran a la vez triunfantes y derrotados en diversos puntos. Así las cosas, añaden las consejas, a la muerte de un soberano dos achimenceyes que pretendían el trono acudieron a las armas y uno de ellos presentó por primera vez sus fuerzas ordenadas por tagoros o unidades tácticas, provistas de largos fáisnes o séase grandes lanzas con un féisne en la punta, con las que derrotó a su enemigo haciéndose proclamar rey por toda la isla.

Desde esa fecha parece fue el arma que prevaleció durante muchas generaciones, hasta los tiempos del príncipe Sunta hijo del rey Titañe «que gobernaba de Erque a Erque». Dotado de espíritu guerrero y sospechoso de que los infantes sus tíos, que se hallaban al frente de otras provincias, le disputarían el cetro a la muerte de su padre, dedicó su atención y actividad a cambiar radicalmente la táctica y la estrategia en uso. Empezó por reducir el fáisne de 4 varas de largo precisamente a algo menos de la mitad, dándole la forma de la sunta y perfeccionando su esgrima, representada en el juego del palo por el sistema de «trozo y punta», y concluyó por dar más uniformidad a los tabores desplegándolos en batalla a dos filas en fondo. Como el joven príncipe a pesar de ser muy astuto y sagaz pasaba por un atolondrado, ninguno de sus tíos hizo caso de tan ridiculas reformas.

No se equivocó el heredero de la corona, porque tan pronto murió el rey Titañe, de las siete provincias en que estaba dividida la isla no sólo en cinco de ellas se concertaron los infantes sus tíos y se hicieron proclamar en sus respectivos gobiernos, sino que acordaron invadir a Adeje sin pérdida de tiempo para asegurar con la victoria las usurpaciones realizadas; y con tal motivo movieron sus fuerzas hacia el punto de concentración, que fue el lugar conocido desde entonces por el «Llano de los Infantes», en las Cumbres. Ya todos acampados y dispuestos a emprender la marcha al siguiente día, en la madrugada de esa misma mañana, azotados por el cierzo y la llovizna, cayó Sunta inesperadamente sobre ellos con sus tabores en batalla en medio de la más espantosa confusión de sus enemigos, que fueron completamente derrotados a pesar de los esfuerzos de los infantes. Estos murieron en la lucha según la versión más autorizada, quedando consagrada desde dicha función de guerra la superioridad de la sunta sobre el fáisne.

Educado Tinerfe el Grande en la escuela y guerras de su padre, no bien hecho cargo de su gobierno introdujo mejoras que le aseguró el triunfo sobre sus enemigos y el solio de la isla.

Refiérese que organizó los labores dándole mayor cohesión y en un orden cerrado de tres a cinco filas, según las circunstancias, de unidades tácticas o tagoros y que fue el primer general que inició los combates sin lanzar todo el ejército a la línea de batalla, dejando a retaguardia potentes reservas. Comenzaba por desplegar en guerrilla los mejores bimberos, sostenidos por los banoteros que al principio de la acción les facilitaban piedras arrojadizas en pequeñas espuertas e iban provistos de tarhas o escudos, para cargar luego los labores a manera de falanges procurando envolver al enemigo.

Tal era la escuela que privaba hasta el advenimiento de Bencomo. Este de ordinario dividía el ejército en tres cuerpos, dejando uno de reserva para embestir con los dos restantes, el uno de frente y el olro por un flanco; suprimió las avanzadas de bimberos y banoteros, así como la tarha en éstos, para formar a retaguardia de escuadrones nutridos con los labores, dándoles de fondo el mayor número de filas en consonancia con el frente del enemigo.
Ésta, por lo menos, fue la táctica que observó en su guerra con los españoles. Como cada soldado, aparte de las armas menores, llevaba la sunta debajo del brazo izquierdo y una piedra en cada mano que lanzaban a la carrera cuando eslaban a corla distancia, tales especies de falanges o masa de labores con sus añepas en alto cargaban como un huracán dando estruendosos ajijides, sin hacer caso a balas ni ballestas, para llegar lo antes posible al combate cuerpo a cuerpo. A reta-guardia corrían los bimberos y banoteros sin guardar filas, para batirse sueltos.

Las batallas de La Laguna y de La Victoria, las libraron con sujeción a dicha táctica; pero no la de Acentejo en que la disposición del enemigo les obligó a variarla un tanto, porque ocupando en su contra-marcha el ejército español una extensión lineal de unos 3 kilómetros, prepararon la emboscada tendiendo a lo largo de lo que representaba el cuerpo de batalla, un cordón de una doble fila de hombres, con un par de labores a cada extremo para contrarrestar la vanguardia y retaguardia enemiga, que avanzaban en correcta formación (2). Como ya dijimos en el Tomo I, el asalto repentino de los guanches en toda la línea dejó como clavados a los invasores sobre el terreno que pisaban, sin darles tiempo ni ocasión para ordenarse, hasta que fueron destruidos con la llegada del ejército de refresco que regía Bencomo.


Tanto guanches como españoles, bien pronto conocieron que la caballería era el arma decisiva, porque descomponía los escuadrones indígenas a pesar de su consistencia y pujanza. Por esto, aunque la cuestión de los siervos fue la razón que tuvo Bencomo para aceptar la batalla en La Laguna, es fácil de comprender que después ambos contendientes procuraran atraerse al terreno que les convenía, no haciéndose caso en sus mutuas provocaciones.

Terminada con la Paz de Los Realejos lo que pudiéramos llamar la guerra en grande, surgió entre los alzados una nueva táctica y estrategia, la guerra de guerrilla con todas sus naturales derivaciones de las luchas civiles, dejando en el curso de muchos lustros un rastro de asaltos, combates, robos, asesinatos y venganzas, hasta que el cristianismo y el progreso los atrajo a la paz.

NOTAS

1  Aún somos bastantes los que atestiguamos la participación que tomaban las mujeres hace una cincuentena de años, en las pequeñas batallitas de estacazos y pedradas en que a veces degeneraban las luchas, cuando los ánimos estaban muy caldeados. ¡Qué modo de arrojar piedras y de invitar a los de su bando! ¡Por esa misteriosa fuerza del atavismo surgía en ellas las luchas entre tagoro y tagoro!

2  La voz macana no ha sido importada de América. Si la referida arma la denominaban también así los indios del Perú, será por la misma razón que en El Hierro y en dicho país llamaban juaclo a las grutas funerarias; chácaras y otras palabras que les fueron comunes que confirman en parte la doctrina de Mr. Campbell, según expusimos en el Tomo I.

ANOTACIONES

(1) «Ha sido el doctor Juan Bosch Millares quien, a sus investigaciones de las poblaciones aborígenes canarias en el campo de la etnohistoria, ha puesto a contribución su condición de médico para adentrarse en el campo de la paleopatología ósea y relacionar traumatismos, fracturas, etc., con los supuestos instrumentos causantes de las lesiones.

Muy acertadamente estima que son cuatro los instrumentos de madera manejados por los aborígenes: jabalina, maza, lanza y espada, e identifica lanza con mugado... Según dicho autor, las fracturas pueden producirse por instrumentos cortantes, contundentes y punzantes: en el primer caso, por piedras; en el segundo, por mazas, garrotes, piedras redondeadas, etc., y en el tercero, por la acción de instruye puntiagudos, incluso tahonas (lascas de obsidiana)...». (Vid., Juan Bosch Millares. «Las armas y fracturas de cráneo de los guanches» en El Museo Canario. Las Palmas de Gran Canaria: El Museo Canario, (n.° 9), págs. 6-28; citado por Luis Diego Cuscoy en «El «Banot» como arma de guerra», pág. 769).

(2) Bethencourt Alfonso conservó un plano, en el que se especifica el desarrollo de la batalla de La Matanza de Acentejo así como la estrategia seguida por las fuerzas castellanas y guanches. Dicho plano se publicará en el IIIer Tomo de la Historia del Pueblo Guanche.ntos.


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