Santiaguillo el de
Dominguito el del Barranco Grande, era un niño muy ingenioso.
Travieso como él solo. Casi
siempre estaba de guasa y con su gracia hacía reír a todo el mundo con sus
ocurrencias. Algunos decían que era medio zinguango y atoletiado. Pero nada de eso. Otros, que era muy
espabilado para su edad y por eso había desarrollado en demasía el ingenio.
Fuera como fuera, todos le apreciaban mucho. Un buen día, Santiaguillo empezó a
cambiar su manera de ser y su carácter se alteró notablemente. Se volvió medio
socarrón, más de la cuenta, y su alegría de siempre se tornó bronca y seca. Su
estado de ánimo y su tristeza tenían algo que ver con las cosas que pasaban en
el pueblillo donde vivía.
La gente de aquellas
medianías se peleaba cada poco por cualquier cosa. A veces, se peleaban porque
los animales de uno entraban en las tierras de otro y le comían parte de la
cosecha. En otras ocasiones, el origen de las disputas entre vecinos venían
dadas porque las gallinas ponían los huevos en los cercados de otros y después,
éstos querían entrar a cogerlos y el otro, les echaba el perro bardino para
amedrentarlos. Además, incluso los chiquillos eran partícipes de las disputas
de los mayores y las peleas entre ellos, terminaban casi siempre a la pedrada
limpia y con los sachos en alto, como en pie de guerra. Todo este trajín a
Santiaguillo no le gustaba mucho. Le daba aquella cosa. Y, de ahí, el cambio de
carácter que experimentaba en chiquillo en esos momentos. Desde que se puso
así, Santiaguillo le iba dando vueltas a la molleja a ver si encontraba una
solución para que la gente de su pueblillo no se peleara en ellos y para que no
estuvieron enroñándose siempre unos
con otros por cualquier cosa. Con el guineo ese dándole vueltas en la cabeza,
cuando salía de la escuela y sin que nadie lo viera, se iba solo a la punta
arriba de la loma. Él quería ver a su gente reír. Le quedaba magua cuando
pensaba en otros tiempos en que todos estaban alegres y medio felices. Así, un
buen día, se le ocurrió una de las suyas. Su cara de mataperro bueno se tornó
más vivaracha que de costumbre y, de buenas a primeras. Salió embalado hacia la
plaza del pueblillo. Iba dando gritos como un condenado y su voz alocada asustó
un poco a todos.
Éstos, se asombraron y le
prestaron atención por un momento.
-Vengan todo el mundo esta
noche al fondillo del barranco a ver la luna llena.
Se están viendo unos
fenómenos extraños y a mí, la luna, se me ha aparecido unas cuentas veces,
arriba en El Lomo. La otra noche, me hizo así y después, me sacó la lengua.
Todos los que se acercaron
al oír sus gritos se sonrieron por la ocurrencia del chiquillo. Éste, siguió
diciendo: ¡Que sí, que sí!. Y les recomendó que fueron todos aquella noche.
Que llevaran mechones y
quinqueles o faroles o lo que fuera para alumbrarse. Que llevaran alguna cosita
en la cesta para enyescar y alegrar la velada en espera de la salida de la
luna. Mientras ésta venía –dijo el muchacho muy serio- se puede ir furrungiando
si alguien lleva una guitarra y un timple.
Aquella noche, la gente del
pueblo de Santiaguillo, decidió hacer caso al muchacho y se dirigieron a la
punta arriba de la loma. Dejaron el pueblo casi desierto hasta las tantas.
Lo que pareció un
desencanto general, pues la luna, en medio de los celajes, no se dejaba ver ni
por el mundo, se fue tornando en alegre tertulia colectiva.
Aprovecharon la media
fiesta que se formó para conversar entre ellos, cosa que hacía tiempo no
pasaba. Al mismo tiempo, aprovechaban la ocasión para arreglar asuntos pendientes
y solucionar litigios simples que, por la tozudez y el embrutecimiento a que
los sometía el duro trabajo del campo, impedía la normal convivencia entre
ellos.
Casi todos se sentían
contentos y pensaron que aquello era otra de las de Santiaguillo.
Las mujeres se juntaban en
un recodo bajo la pared del risco y compartían el contenido y la comida que
traían en las cestas de mimbre. Se formó un guateque en una esquina porque uno
de ellos trajo una guitarra vieja y empezaron a taifear. Algunos pollillos, los
más galletones de ellos, aquella noche se echaron novia. Otros se templaron de
mala manera. La diversión y el entretenimiento sano meritó la pena. La noche
les cayó arriba sin darse cuenta. Decidieron retirarse para estar dispuestos a
la batalla del día siguiente. Empezaron a retirarse a sus cuevillas.
Cuando pasaban cerca de
donde estaba Santiaguillo, le daban unas palmaditas en la espalda. Otros
también le arremolinaban los pelos o le cogían la moña... pero flojito.
Todos sin excepción le
decían lo mismo:
-¡Ay Santiaguillo, sos
tremendo!.
El muchacho no salía de su
asombro y se preguntó porqué la luna no le echó una mano aquella noche. A pesar
de lo alegre y el buen resultado de la reunión de toda la gente del pueblo, el
único que no estuvo muy allá, fue él. Se encorajinó por eso. Se puso de pie y
se fue derechito a la punta más alta del Lomo, él solo y sin que nadie lo
viera. Se quedó mirando al cielo un rato y, detrás de unos celajes, vio a la
luna. La miró fijamente, como retándola. La luna le hizo así y le picó el ojo a
Santiaguillo. Éste le devolvió el saludo y le tiró un beso volado.
A la mañana siguiente,
Santiaguillo fue a la escuela más contento que nunca.
Parecía como si volviera a
ser el Santiaguillo que todos conocían de siempre. El alegre, ingenioso y
divertido. El de la cara mataperro bueno y siempre de guasa alegrando la vida a
la gente de su pueblo.
Jesús
Guerra. Cuentos infantiles
Narraciones
Canarias. Primera edición 1998.
Edición
especial año 2005/Infonortedigital
Glosario
E.P.G.R.
Zanguango=Bobo
Atoletiado=Atontado
Molleja=Cabeza
Enroñándose=Enfadándose
Guineo=Cantinela
Embalado=Disparado
Sos=Eres
Furrungiando=Rasgueando
Enyescar=Comer para acompañar
alguna bebida
Celajes=Lugar
alejado-descampado
Taifear=Parrandear
Pollillos=Jovencitos
Galletones=Jóvenes de más de
18 años
Encorajinó=Enfadó
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